En un pueblo pequeño, casi
un barrio y muy cerca del mar, vivían varias familias de pescadores. Casi todas
ellas se dedicaban exclusivamente a la ardua tarea de sacar para comer de lo
que pescaban los hombres del lugar.
A la mayoría de ellas
les unían acontecimientos parecidos y sentían las tragedias ajenas como si
fueran propias. Los niños, a medida que eran granditos, tenían que ayudar a sus
familias en las duras faenas de la pesca. Mientras que los más pequeños
ayudaban a los mayores y a los viejos a reparar las artes de pesca y los atarecos
por las tardecitas en las arenas del caletón. También reparaban las mallas
rotas de los chinchorros, lavaban los barquillos y, junto a los viejos
pescadores, se entretenían aprendiendo a construir y reparar guelderas con
aparejo amarillo en ovillado en un cacho de palo.
Las mujeres se dedicaban a
salir por los barrios próximos a vender el pescado que cogían los marineros.
Iban ataviadas con sus faldas grises y sus pañuelos negros anudados a la cabeza.
En una bañadera de latón llevaban el pescado que tapaban con un fardo de saco
de guano y en un balde, los pesos ennegrecidos por el marismo y el salitre y la
báscula de mano con la que pesaban la venta. Regresaban por la tardecita,
cansadas de tanto andar y después de lavar los atarecos en una acequia, en
donde se mezclaban con otras mujeres que lavaban la ropa en los lavaderos
cercanos a las fincas de plataneras.
En aquel pueblo no había
escuela, pero tenía una ermita pequeña y los niños llegaban a mayores casi
todos sin saber las cuatro reglas elementales y que son las necesarias para
sacar mejor provecho en la vida.
Por eso la mayor parte del
tiempo la dedicaban a jugar con los trajines propios del lugar.
Es decir, pescando en los
charquillos, mariscando o pulpiando. Casi todos los niños tenían sus propias
nasas que fondeaban en las proximidades del caletón y lo hacían a boya perdida,
pues era habitual el robo por la perrería. Cuando cogían alguna cabrilla con
caña de aire, llegaban saltando y dando vueltas de carnero sobre las rubias
arenas de la playilla. Los viejos, desde el risco, los observaban con agrado y
esperanza y, en sus rostros ennegrecidos por el salitre y la brisa, se mostraba
una mueca de desesperanza. - ¡El mañana ...!. se decían. Y pensaban que lo que
les hacía falta a los pollillos eran un maestro que los enseñara.
En los días de mal tiempo,
se paralizaban todas las faenas de la mar. Las mujeres aprovechaban para
tomarse un descanso en la tarea de vender el pescado casa por casa en los
barrios y con la bañadera de latón a la cabeza. Viendo la mar enrebiscada y las
olas salpicando fuerte sobre las peñas, sus pensamientos iban derechitos al
recuerdo de los hombres y muchachos jóvenes que, en un día como éste, -decían
entre lágrimas- habían desaparecido tragados por la negrura de las
profundidades. Y por eso, es habitual el atuendo, con vestido negro y con el
pañuelo negro a la cabeza de las mujeres que pregonan y venden el pescado por
los pueblos de las islas. El trabajo del pescador siempre es duro y se debate
entre la vida y la muerte cada día que sale a la mar a faenar.
Y no es raro tampoco, ver
cerca de una peña de los alrededores del pueblo de pescadores, una cruz
clavada, como señal inequívoca que por allí desapareció un pescador mientras
estaba pulpiando en la base del risco, de esto hace ya muchos años. A los
claros del día, la cruz aparecía adornada con flores frescas.
En las noches de luna
clara, cuando los brillantes reflejos de las corrientes dibujan extrañas formas
sobre la mar, las madres y esposas de los pescadores, a escondidas y casi en
secreto, van a la punta arriba del risco a ver si, entre aquellas formas raras
que se ven, aparecen arrastrados por la corriente los cuerpos de los
desaparecidos seres queridos. Mientras, un perro en la noche ladra a la luna y
las mujeres regresan a sus casas desconsoladas. Los ladridos del perro –dicen-
traen malos presagios. Al siguiente día, volverían a realizar el mismo rito: el
humano oficio de la espera.... Todas las madres esperaban ver llegar algún día
fondeado en el caletón frente al risco, una gran embarcación y, desde los altos
del puente de la nave, ver los saludos de sus hijos y maridos. Se negaba a
creer que la desaparición fuera para siempre....
En una casita blanca, al
lado de la pequeña ermita, vivía una familia de pescadores que también estaba
abatida por la tragedia y el dolor. De los cuatro hijos que tenían Andrés y
Candelaria, uno murió al riscarse
siendo pequeñillo. Y, hacía unos meses, los dos mayores-Juan y Manolín- nunca
regresaron desde el día que fueron a levar las nasas.
Sólo les quedaba el más
chico de ellos: Andresín. La madre se pasaba el día llorando a lágrima viva.
Andrés, el padre, estaba todo el tiempo yendo y viniendo a la punta arriba del
risco, a ver si veía algo. En su casa se pasaba todo el rato con la cabeza
gacha y tratando, a pesar de su inmensa desolación, de consolar a su afligida
esposa, desesperada por la desaparición de sus hijos.
Andresito El Viejo, abuelo
de Andresín, hacía las veces de maestro de todos los chiquillos del pueblillo
de pescadores gracias a su enorme capacidad y sabiduría.
Gracias a las enseñanzas
del abuelo maestro, Andresín aprendió mucho y con grandes sacrificios pudo
estudiar por la noche, después de ayudar en las tareas auxiliares de la pesca.
Su padre, habló con la gente de la Comandancia de Marina y el chico fue a estudiar
una carrera para hacerse patrón de embarcaciones. Su madre no quería.
Presentía que también iba a
perder a su hijo pequeño. Creía, que no volvería a verlo nunca más, una vez se
enrolara en los barcos de altura. Su padre, mientras, lo cogió de un brazo y se
lo llevó con él hasta la punta arriba del risco.
Cuando estaban solos –eran
observados por la madre desde lo bajo, en el caletón el padre le dijo
extendiendo una mano hacia la inmensidad del mar:
¡Por allí!. Por allí he
perdido a las personas que más quería en este mundo. Por allí se marcharon tus
hermanos. Ninguno ha regresado. Tu marcha es un nudo en la garganta de tu madre. Y para mí también. No
voy a oponerme a lo que sé que es la gran ilusión de tu vida: ser oficial de un
buque mercante. Sólo te pido que no olvides nunca que en este pueblo pequeño
están las personas que más te queremos en el mundo. Tu marcha no es un
abandono. Lo sé. Vámonos y cuando lleguemos a casa, ve al cuarto chico y recoge
todo lo que tengas que llevarte y no digas nada a tu madre.
Cuando Andresín se alejaba
por la vereda que salía del pueblillo, sus padres llorando desesperados le
abanaban con sus pañuelos. Todas las mujeres del pueblito marinero estaban
asomadas a las ventanas y, entre lágrimas también, saludaban al muchacho. Los
hombres le palmeaban la espalda y le pedían que escribiera y que querían saber
cosas de él. El lo prometió y, entre sollozos se perdía de vista hasta llegar
al lugar convenido para la partida con su abuelo, el viejo farista. Aquel fue
otro día de duelo en el pequeño pueblo de pescadores.
Y el tiempo fue pasando de
forma inexorable. El cartero pasaba una vez al mes por el pequeño pueblo y casi
siempre, traía noticias de la suerte de Andresín. Sus padres se alegraban y,
orgullosos, leían en corro con los vecinos las cartas de su hijo.
La alegría terminaba en
llanto por la ausencia del hijo. Un día, Andresín les mandó a decir que no
esperaran noticias suyas en un tiempo, porque tenía la intención de hacer un
viaje muy largo por países lejanos. Aunque –él- trataría de ingeniárselas para
hacerles llegar noticias de su paradero y de sus andanzas por los diversos
puertos en que recalara.
La vida en el pequeño
pueblo de pescadores seguía igual que siempre, monótona, anodina y se hacía aún
más tediosa con el solajero estival. Los hombres a pescar desde el alba. Las
mujeres a vender lo encontrado en las redes y los niños, a jugar en la playa y
a pescar en los riscos y peñas cercanas al caletón. Los viejillo a reparar las
artes de pesca y haciendo nuevas nasas y guelderas. En el pequeño pueblo había
tanta soledad como sol y el aburrimiento sólo era interrumpido por los
comentarios y las controversias surgidas al avistar en aguas próximas al
caletón, alguna embarcación grande. Todos esperaban tener una de esas naves
portentosas.
-Con una como ésa –decían-
yo no tendría miedo al vendaval. También las mujeres seguían visitando en
silencio el santuario interior de la esperanza y el recuerdo.
Siempre que había luna
llena, iban a llorar a la punta arriba del risco y, siempre, siempre, con algún
ramo de flores engalanaban las cruces de lo más alto del risco. La estancia en
el lugar concluía con lágrimas al recordar los días felices pasados con sus
desaparecidos y el eterno preguntar sin respuesta: ¡Dios mío, tráemelo vivo o
muerto!.
¡Por Dios, que yo lo vea!.
Pasaron muchos años y un
día el cartero llegó al pequeño pueblo con noticias de Andresín. Andrés y
Candelaria, estaban envejecidos tempranamente. La soledad y el sufrimiento
habían hecho que mermaran en salud y en lozanía. Pero las noticias que les
mandaba su hijo eran tremendamente esperanzadoras. ¡Volveremos a ver a nuestro
hijo!. Ese era el pensamiento del matrimonio mientras se abrazaban llorando.
Según se decía en el
pueblillo, Andresín había hecho fortuna y venía a buscar a sus padres para
llevárselos a la capital. Era lo que se especulaba en las esquinas del pueblito
y en la punta arriba del risco sobre el caletón. Las mujeres permanecieron
en las ventanas hasta casi el anochecer,
mirando por donde un día vieron salir al muchacho en busca de su destino.
Comentando la vuelta de Andresín, se les echó la noche arriba y lentamente se
fueron acostando todos los vecinos. Al día siguiente, si hacía buen tiempo y la
marea no se viraba mucho, irían a levar las nasas. Otros echarían los
chinchorros y, aprovechando la bajamar de la madrugada, con los mechones
intentarían cangrejiar en los veriles de las peñas. Otros cogerían las lapas y
en los charcones ocultos por la marea llena, intentarían enredar algún pulpo
con la fija. Así pasaron muchos meses. De Andresín no se tuvieron más
noticias...
Una mañana, a los claros
del sol y frente mismo a la playa del caletón, el padre de Andresín escuchó el
revoloteo de las gaviotas. Era raro –pensó. Aún no habían salido a pescar y las
gaviotas ya habían ido a esperar a los mariantes. Se levantó más luego que
nunca y, su mujer que estaba despierta, le dijo: -Andrés, ¿A dónde vas, si
todavía es luego?.
-Voy a ver. Fue su
respuesta.
Echó a correr a la punta
arriba del risco y vio una magnífica embarcación. Toda iluminada todavía y el
resplandor de sus luces meneándose por la marea llegaba hasta la misma playa.
Sobre el puente del barco vio gente ajetreada y voces que llegaban lejanas e
imprecisas hasta sus oídos. Decidió esperar hasta el amanecer. Ya habían luces
en las casitas blancas del pequeño pueblo de pescadores.
Aquel día parecía que iba a
ser un día grande. Los pescadores se dirigían con sus atarecos al pequeño
embarcadero dispuestos a la cotidiana tarea. Todos repararon en la grandiosa
embarcación fondeada frente a la playa. Será algún barco averiado – decían-, al
tiempo que enfilaban la proa mar adentro.
De pronto, vieron una
lancha motora que desde el barco se dirigía a la playa. Le hicieron señas para
que se acercaran al embarcadero. La motora era grande, mayor que cualquiera de
los barquillos de la flota que había en el pequeño pueblo. Venían en ella
cuatro personas que todavía no se les distinguía bien. Conocidos no era, al
menos para los presentes. Cuando ya estaban próximos, se escuchó un grito
fuerte: -
¿Dónde está mi padre?. ¡Soy
Andresín, el de Andrés y Candelaria!. Todos se botaron
al agua contentos de alegría:
¡Andresín, es Andresín!.
-
Tu padre está en
la punta arriba del risco desde antes que aclaró el día.
Andresín miró hacia el
risco y lo vio. Alzó la mano y su padre alzó la suya.
Andresín no pudo ver el
rostro de su padre, con lágrimas en los ojos cayendo por la
cara ennegrecida por la
brisa y el sol, y, sobre todo, por el sufrimiento.
Las mujeres corrieron a dar
la buena nueva a Candelaria. Entre sollozos la llevaron a la playa a ver a su
hijo Andresín y los sollozos se generalizaron cuando Andresín abrazó a sus
seres queridos. Todos se arremolinaron a preguntarles cosas y a Andresín, que
cómo fue que le fue tan bien. ¡Hola amigos! –dijo el apuesto joven.
¡Gracias señores por el
recibimiento! – les decía a todos, a las mujeres y a los muchachos y muchachas.
Estas, estaban asombradas de las buenas maneras de Andresín. La playa estaba
abarrotada de gente. Grandes y chicos impedían a todos abrirse hueco. Ante la
algarabía que se estaba formando, Andresín levantó una mano
pidiendo atención. Y dijo,
con una voz que a todos les pareció solemne:
-Hoy es un día grande para
nuestro pequeño pueblo y también para mí. En la embarcación que está fondeada
hay un gran tesoro que pronto mandaré traer. Todos los vecinos tendrán su
regalo y los niños no se quedarán desconsolados.
Después hizo señas a sus
compañeros de la lancha motora y ésta, partió rauda hasta la embarcación
grande. En dos barcazas de remos subieron ocho hombres. Iban repletas de fardos
y cajones de madera. En la motora, subieron dos marineros. Las tres
embarcaciones se dirigieron lentamente a la orilla de la playa. Todos estaban
expectantes y Andresín, antes de que vararan hizo otra señal.
-Miren, en las barcazas hay
regalos para todos, pero en la motora está el gran tesoro del que les hablé.
Pegó un silbido y de ella, saltaron al agua dos hombres a los que no les
importó mojarse las ropas y nadando se iban acercando a la orilla. A medida que
llegaban se iban despojando de las chamarras de cuero que traían y las gorras
de marino.
Iban en dirección a Andresín y sus padres. A
todos se les hizo un nudo en la garganta.
¡Eran los hermanos de
Andresín!. ¡Son ellos!, gritaban las mujeres.
-¡Hijos míos!, dijo la
madre. Y la tuvieron que agarras para evitar su desmayo.
Una vez reanimada, fue
estrujada por los brazos de sus tres hijos. Andresín llamó
A parte a su padre:
-Papá, mi única obsesión
desde que salí de este pueblo, fue la de dar con ellos y traérselos a mamá. En
tu mirada siempre vi que no te resignabas a perderlos para siempre. Tu tenías
el presentimiento e intuías que no habían muerto tragados por la mar.
Se lo dije al abuelo
farista. El me convenció y la lucha no terminaría hasta el día en que los
encontrara en cualquier isla perdida del mundo. Ellos fueron recogidos por un
barco extranjero y llegaron a una lejana isla. Allí los encontré, trabajando en
los muelles y vinimos juntos para demostrar a todos que nunca hemos olvidado el
lugar donde están las personas que más queremos en el mundo: nuestros padres.
-Gracias hijo. Fue todo lo
que pudo decir el padre. Y, mientras su hijo se reunía con toda la gente, miró
a lo alto del risco, se persignó y, acurrucándose para que nadie lo viera, se
secó las lágrimas que corrían por su cara cuarteada por el sol y los
sufrimientos de la vida.
Antes que la noche cayera
sobre el pequeño pueblillo, Andresín se dirigió al cementerio con un ramo de
flores para su abuelo. Su ausencia cuando llegó, fue todo un presentimiento.
Entre llantos y amargura rezó una oración en memoria del viejo
farista.
¡Gracias, abuelo!. -Fue
todo lo que pudo decir.
Jesús
Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones
Canarias. Primera edición 1998.
Edición
especial año 2005/Infonortedigital
Glosario por E.P.G.R.
Atarecos=Objetos diversos
Chinchorros=Arte de pesca red
de paso fino
Guelderas=Arte de pesca,
pandorga
Trajines=Tareas
Pollillos= Niños entre diez y
doce años
Solajero=Sol fuerte
Cangrejiar=Capturar cangrejos
Luego=Pronto
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