Durante la Edad Moderna, el
estudio de las deformidades y malformaciones congénitas, fue cultivado por
multitud de científicos y curiosos. Ilustración del Monstrorum historia (1647),
obra del naturalista Ulisse Aldrovandi (Propiedad: Biblioteca Digitale
dell'Università di Bologna).
La del Antiguo Régimen, fue siempre una sociedad
sometida a los rigores del clima, las malas cosechas, las epidemias y las
hambrunas, en las que muchos veían truncada su existencia terrena de forma
trágica e inesperada. Los terorenses, al igual que el resto de canarios,
sufrieron en sus propias carnes el flagelo de la enfermedad y el hambre. Tal es
el caso de los episodios vividos durante la hambruna de 1847, o las virulentas
epidemias de tuberculosis y cólera morbo que tuvieron lugar durante los años
1741 y 1851.
Junto a estas tragedias colectivas, cuyo estudio
pormenorizado nos es posible gracias a la conservación de los libros de
defunciones custodiados en la Parroquia del Pino, en el Teror de los siglos
XVII y XVIII también tenían lugar tragedias personales, protagonizadas por gentes
sencillas, hombres y mujeres apegados a una tierra que les proporcionaba el
sustento, y que en ocasiones y cuando menos lo esperaban, se tornaba en su
contra de forma violenta. Nos referimos a todos aquellos terorenses fallecidos
en circunstancias trágicas y luctuosas, a quienes dedicamos este breve ensayo.
En un territorio tan accidentado como el de Teror, cuyas
vías de comunicación eran bastante precarias e inestables, fueron frecuentes
los episodios de personas desriscadas. De hecho, entre los milagros que se
atribuyen a la imagen del Pino, destacan por su reiteración los sucesos de
individuos y animales precipitados al vacío o a la eminencia de un barranco,
que son posteriormente salvados de forma prodigiosa gracias a la intercesión de
la Patrona. Por el contrario, en el otro extremo figuran aquellos que no
contaron – o no fueron merecedores – de la «gracia divina», dando con sus
huesos en lo más profundo de un precipicio. Tales fueron los casos de Sebastián
Hernández Montesdeoca, del que se anotó en noviembre de 1679, que murió
«despeñado y hecho pedazos»; el de Francisco Pérez del Pino, vecino de la Madre
del Agua, que en 1711, «murió sin testar, despeñado»; el de Catalina Pérez de
Troya, vecina de Valsendero, que falleció en ese mismo año y en iguales
circunstancias; el de Salvador de Quintana, vecino de Valleseco, que en enero
de 1713, murió despeñado en la «Montaña de Oramas», el de Baltasar Duarte, al
que en el mismo año hallaron muerto en las laderas de Cueva Corcho; el de
Salvador Antonio, despeñado el 28 de agosto de 1759 en la «Montaña de Oramas»,
de «cuio golpe murió instantáneamente»; o el de María de Quintana, fallecida el
5 de mayo de 1766, sin haber recibido los santos sacramentos ‹‹por averse
despeñado de un risco cojiendo yerva››.
Otra forma más o menos habitual de accidente con
consecuencias fatales fue el ahogamiento, el cual solía producirse por los
efectos de las crecidas de los barrancos, en las charcas que éstos dejaban a su
paso, o en los estanques y construcciones destinadas al almacenamiento del
agua. Este fue el caso de José, que murió ahogado en 1709 por un «barranco
rápido»; de Blas Álvarez, niño de 13 años, ahogado en 1713; el de María, niña
de cuatro años, que halló la muerte, el 23 de diciembre de 1719, «ahogada en un
charco»; o el del niño de 11 años llamado Juan ‹‹el qual se ahogó en el
Barranco de Alonso››, en octubre de 1766. Especialmente destacado fue el
conocido como «temporal de Reyes», ocurrido el 6 de enero de 1766, que causó
enormes estragos en toda Gran Canaria, afectando también a Teror, donde además
de otros daños, dio lugar a la formación de una profunda charca en la Laguna de
Valleseco. En ella perdió la vida de forma trágica – el día 13 de enero –
Asencio Yánez, al pretender vadearla junto con otro compañero. Igual destino
tuvo su amigo Francisco Romero, que intentó al día siguiente – y a pesar de no
saber nadar – rescatar el cuerpo de Asencio, para lo cual construyó una
‹‹jangada›› o balsa de troncos, de la que desafortunadamente cayó a la charca
pereciendo en el intento. Por si fuera poco, los cuerpos de ambos no pudieron
recibir sepultura hasta pasados 15 días. Tal era la profundidad de la charca
que no fue posible hallarlos por medios humanos, labor que se encargó de hacer
la propia naturaleza el 29 de enero, momento en ‹‹que los echó el agua de sí,
sin mal olor››. Tan grandes fueron las consecuencias de este temporal, que
hasta los años ochenta del pasado siglo XX, aún se mantenía vivo su recuerdo en
el romancero tradicional, recogido por Maximiano Trapero en el segundo tomo de
su Romancero de Gran Canaria (1990):
Cuando el temporal de Reyes,
que hayan visto los nacidos,
eso tendrán que contar
a hijos, nietos y amigos,
los barranquillos barrancos,
los barrancos enemigos,
por fuertes llanos y laderas
todos a la
mar se han ido…
Completamos este repertorio de sucesos luctuosos con dos casos llamativos y
excepcionales. El 19 de agosto de 1718, Teror se sobresaltó con la explosión de
medio quintal de pólvora que se almacenaba en la sacristía de la iglesia, cuya
detonación, a pesar de producir un incendio y serios desperfectos en el templo,
no dañó la imagen de la Patrona, que salió despedida a varios metros de
distancia de su emplazamiento. Este acontecimiento considerado como un milagro
por el vecindario, parece haber obviado la muerte del vecino de la localidad
Salvador Berriel, tal como dejó anotado el cura don Domingo Rodríguez del Toro,
quien se inculpó de todo lo ocurrido, como consecuencia de sus «grandes
pecados».
El último suceso al que hacemos referencia, fue el caso de una niña del barrio
de Arbejales, hija de Luís Montesdeoca y Antonia Suárez, con la que la
naturaleza se mostró implacable, incluso antes ver su primera luz, pues además
de nacer medio muerta, vino al mundo «monstruosa, con una caveza como de hombre
tan grande, y en ella dos caras formadas en cada lado». Sin duda, este caso
anotado el 24 de noviembre de 1678, por el bachiller Juan Rodríguez de
Quintana, habría sido merecedor de figurar en tratados de Teratología como el Monstrorum
historia (1647), obra del célebre naturalista, filósofo y médico
Ulisse Aldrovandi; o en el gabinete de José de Viera y Clavijo, quien contaba
entre sus colecciones, con varios especímenes de monstruos, entre ellos, el
cuerpo deforme de una niña que nació en la calle de San Juan de la ciudad de La
Laguna en 1731.
Hasta aquí, la breve relación de unos sucesos, que a buen seguro fueron objeto
de la comidilla y la habladuría de un pueblo tan dado a esos menesteres como el
de Teror, y que quizá hicieron proferir a más de uno, una frase con la que mi
abuela, Reyitas, nos hacía notar cualquier tipo de acontecimiento fuera
de lo normal, ¡Otra como esa, los nacidos no la han visto!
Gustavo
A. Trujillo Yánez
Teror Gran Canaria
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