Nuestras islas siempre han estado
rodeadas por un legado intrínsecamente ligado a todo tipo de ritos, rituales y
procedimientos mágicos o de índole religioso desde que el hombre caminara por
primera vez en nuestras tierras. Según su conocimiento y preocupación
aumentaba, crecía de la mano el amplio abanico de creencias y rituales que poco
a poco iban escribiendo, inconscientemente sobre las amarillentas y desgastadas
páginas del recuerdo, el misterioso e infinito libro de nuestra historia.
Dentro de este caldo de
cultivo de fusiones y creencias antiguas, en contrapartida con las nuevas, hoy
quedan multitud de resquicios de rituales que aún en el día de hoy se llevan a
cabo, pero no son estas tradiciones populares las que nos atañe en éste
artículo, sino un fenómeno que a raíz de esta mezcla se comenzó a dar en
multitud de lugares de nuestras islas. Acontecimientos que no hacen mas que
aumentar el ya de por si extenso índice de fenómenos relacionados con el
ocultismo y la brujería de nuestro archipiélago, según recogerían los textos de
los historiadores en el devenir de los años que prosiguieron a su llegada al
archipiélago. Algunos de éstos textos pueden incluso apreciarse en museos y
archivos en Gran Canaria o Tenerife, islas que conservan aún gran parte del
patrimonio de la época, quedando por otra parte la gran mayoría de éstas
historias como meras “leyendas urbanas” de transmisión oral generacional, entre
las que ya no se puede distinguir cuáles nacieron de un hecho real y cuáles son
meramente inventiva.
Bajo esta premisa, nos
adentramos en el interior de la isla de Tenerife, en las entrañas del distrito
capitalino de Anaga, un lugar que por su singular geografía en forma de macizo
montañoso, ha provocado que la escasa población se encuentre dispersada en
pequeños núcleos centralizados. Junto e estos centros poblacionales, se
distingue un pequeño territorio en el seno de una densa minicordillera
montañosa, rica en flora y fauna autóctona que dota al lugar de una identidad
propia, icónica y singular. Este “iconismo” aflora desde tiempos inmemorables,
ya que se conoce que los antiguos guanches de Tenerife rendían culto a la
naturaleza en la "columna vertebral" que forma el monte de Anaga, como
si fueran capaces de sentir el flujo de energías provenientes de la tierra, que
los sacerdotes y hechiceros veneraban en sus rituales de culto. Ésta
característica no pasó desapercibida tras la cristianización de las islas ya
que, como ocurría en otros lugares de Canarias (como el bailadero de las brujas
del Hierro) existe la creencia bastante extendida de que decenas de
practicantes del ocultismo y brujería arribaban a nuestras orillas en busca de
lugares imbuidos en misterio para llevar a cabo sus rituales oscuros.
Lugares que, si bien no
hay escritos oficiales que lo certifiquen, la tradición oral así lo dicta.
Presa del arribo de dichas costumbres fue el Bailadero de Anaga, localizado en
la cumbre entre el dorsal de San Andrés y Taganana. Dicha zona era frecuentada
en antaño por los aborígenes, que llevaban a cabo sus rituales de ofrendas en lugares
de poder de la zona, de los cuáles recogió su testigo las conocidas como brujas
de posteriores años, llevando a cabo en su interior aquelarres brujeriles
oscuros, siempre según la extendida creencia popular de la zona.
Dicha creencia y leyendas urbanas
comentan que, las llamadas brujas de Anaga, ataviadas con largos y densos
ropajes negros, ascendían hasta la llanura superior, adentrándose en el espesor
de los árboles. Desde estos lugares se escuchaban a lo largo de las frías
noches el susurrar de cantos oscuros, acompañados por coros de seguidores que
participaban en los aquelarres que organizaban alrededor de un tímido fuego,
que con. Las leyendas populares de la zona cuentan que un intenso brillo fatuo
dejaba adivinar el vaivén de las sombras de cuerpos que danzaban y bailaban
alrededor del calor, naciendo de ahí el sobrenombre de "bailadero de las
brujas". (Esta historia está basada en la leyenda popular extendida en
cuentos de la zona, ya que, como bien está recogido en los estamentos oficiales
de nuestra cultura, los lugares de la geografía canaria con el sobrenombre de
“bailadero” declinan de su denominación eral “baladero”, refiriéndose a
aquellas mesetas, planicies o cualquier lugar que la geografía ofreciera una
protección natural al ganado, en el que se alojaba el mismo para hacerlo
“balar” y reunirlo.)
Si bien se ha hablado largo y
tendido a lo largo de los años sobre los acontecimientos que se llevaban a cabo
en éstos lugares donde el tiempo ha conservado estas leyendas tanto por los
lugareños y habitantes de los pueblos colindantes como del resto de tinerfeños
en general, nunca se ha llegado a conocer que en lugar se diera el caso de
rituales de sacrificios animales, o incluso humanos como bien datan de otras
zonas del territorio canario, por lo que se cree que, de en el hipotético caso
de haberse producido éstos acontecimiento en el pasado, tendrían unas raíces
orientadas hacia ritos más naturales y paganos.
Aún así, hay que tener en cuenta
que siempre que se hable de brujas, existe la pequeña posibilidad de que
efectivamente, en estos enclaves de poder, se pudieran llevar a cabo prácticas
y rituales de toda índole, pero tampoco debemos olvidar que a menudo son
tachados de brujería algunos ritos «paganos» de difícil comprensión para una mentalidad
fuertemente influenciada por la religión católica de otras épocas. Por el
contrario, muchas de estas costumbres representan en realidad verdaderas
«joyas» desde el punto de vista etnográfico ya que han pervivido casi hasta
nuestros días y su origen se pierde en la oscura noche de los tiempos. Tal es
el caso del Baile del Gorgojo, del que el profesor Lothar Siemens recogió en su
interesante tratado sobre el folclore canario, que en un principio se ejecutaba
en lugares apartados y de noche, apareciendo los danzantes desnudos.
Además, algunos indicios sí que
verifican la existencia de algunos rituales cuanto menos extraños y fuera de lo
religiosamente permitido por la creencia de la época, ya que además del saber
popular, ha habido cronistas que recogieron en sus obras testimonios sobre
estos acontecimientos, como es el caso de “Domingo García Barbusano”, cuyo
texto, extraído de sus crónicas oficiales, reza:
"...Desde El Bailadero
deambulaban, los días de aquelarre, a partir de las doce de la noche, hora en
que acababan estas reuniones, un numeroso gentío: las brujas, compuestas con
negros ropajes y abrigados sobretodos, sus amigas y esas otras personas que
deseaban iniciarse en la práctica de la brujería; todos formando una compacta
muchedumbre que, por la enriscada cumbre, bajaban lentamente para ver si
encontraban algún caminante al que maleficiar".
(Domingo García Barbusano,
1982:116).
Bien sea por los escritos o por los relatos
que sus habitantes pueden contar a cualquier aventurero que pase por la zona,
la realidad es que "El Bailadero" de Anaga es un lugar místico e
insólito a la par que mágico, en el que no sólo se puede entablar conexión con
la naturaleza, sino con una historia plagada de misterios. Una historia que, a
día de hoy, sigue anclada en nuestra tierra.
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