Por la misma orillita de la
carretera había una vereda por donde se llegaba a la finca con árboles de todas
las clases habidas y por haber. Era la finca de todos los árboles del mundo
–como decían los chiquillos. La finca estaba a mano derecha antes de llegar al
barranquillo donde los chiquillos tenían el campo en el que jugaban a la
pelota. A él, acudían todos los días después de salir de la escuela y estaban
jugando hasta que era nochecita. A veces, las madres de los niños gritaban a
sus hijos cuando ya era mucho la tardanza y, allá al oscurecer, se oían los
gritos pelaos de aquellas mujeres en busca de sus hijos.
-¡Manolooooo!.¡Manolooooo!.
-¡Ignaciooooo!.¡Ignaciooooo!.
Los padres de algunos
tenían la maña de pegar un silbido que retumbaba en todo el barranco. Los
chiquillos al oírlos, se paraban y dejaban la pelota quieta y salían volando.
Otros, si estaban haciendo alguna perrería –que era lo habitual- se asustaban y
haciéndose el bobo, salían derechito con las manos atrás o pegándole una
serrera a las latas de aceite vacías que se encontraban en su camino, se dejaba
ver de su padre o de su madre, ajenos ellos a la perrería, y contestaban:
-
¡Ya voooooy. Ya
voy ya!.
En el campillo y sobre
todo, en los andurriales próximos al barranquillo, no sólo se jugaba a la
pelota. Allí tenía su lugar el campamento de todas las andadas de los
chiquillos. Allí se conspiraba contra los chiquillos de La Isleta , del Polvorín, de
Los Giles y, hasta contra
los del Risco de San Nicolás. Desde allí se organizaban auténticas batallas que
se libraban en los terrenos neutrales que el encargado de cada barrio proponía
al del otro. El que ganaba la pelea podía presumir más tarde de su valor y
contar su gesta a los demás el domingo después de salir de la misa de las once.
Y podría cortejar a las chiquillas. A todas, sobre todo a las del barrio
enemigo.
Algunos de ellos presumía
tanto, si grandes era las muestras de la lucha que presentaba su cuerpo. Por
ejemplo, una cortada de arco pipa en la rodilla hecha con una espada, un
chichón en la cabeza de una certera pedrada del ejército enemigo. Los reguñones
cicatrizados no merecían grandes comentarios, pues éstos, se los podía hacer
uno mismo cuando se pegaba un talegazo jugando a la pelota. Pero si la herida
de guerra costaba ir al médico, entonces adquiría el guerrero rango de mutilado
en combate. A éstos, les colgaban una medalla que ellos mismos hacían con la
chapilla de un botellín de cerveza. A veces, también servía una chapa de las
que venían en las trenzas de chorizo a la que, después de escachada con una
piedra, le abrían un agujero para pasarle una verguilla con la que, a modo de
cadena, se las colgaban al cuello. El combatiente la lucía encogiendo la
barriga y echando fuera el pecho. Igual que en las películas o como hacen en
las procesiones los militares de verdad. A veces las batallas eran tan brutas,
que los hombres que trabajaban en las fincas de los alrededores del campo
salían y tenían que separarlos, pues los gritos y los llantos de alguno les
advertía que se estaba pasando del sano juego al lindero de lo salvaje. Por
parte sobre todo, de los abusadores que siempre los hay. Los hombres salían
corriendo y éstos, al verlos, salían escapetados como voladores.
-¡Si te cojo, te hago yo a
ti, granuja!. ¿No ves que sos mas grande que él?.
¡Cuando tenga unos cuantos
años más, a ver si te atreves a darle, machango el
carajo!. Y, dirigiéndose al
chiquillo objeto del abuso, le decía:
-A ver. ¿Qué te hizo el gandul
aquel?. Vaya, no es nada. Tu no te metas con él, que es mas grande que tu –le
decía el hombre cariñosamente, mientras le pasaba la mano por la cabeza. Los
niños no pelean. Los que pelean son los perros. Anda, vete tranquilito a tu
casa, querío. Vaya, no estés llorando, que los hombres no lloran. El chiquillo
se le quitaba la pejiguera y dando pujíos se iba a su casa mucho más tranquilo.
Casi siempre, después de
jugar a la pelota y cansados de múltiples perrerías, al anochecer, los
chiquillos se metían en la finca de todos los árboles del mundo. Así la
llamaban porque había de
todas las clases. Durazneros, naranjeros, nispireros, aguacateros,
membrilleros, ciruelos, castaños, limoneras, palmeras datileras, manzaneros,
guayaberos... También había millo plantado, una fila de papayeros por toda la
orilla de la sillería y cada unos cuantos matos, una higuera que sobresalía por
el borde de la sillería. A veces se metían en la finca y hacían un desbarajuste
del coño parriba. Tiraban los millos, zarandeaban el aguacatero, le partían las
ramas y e hacían rajas en el tronco al papayero. Incluso le viraban las tornas
al dueño de la finca y, cuando éste se daba cuenta al día siguiente, cuando iba
a regar, se enroñaba como la puñeta. Ese día, estaba acechando como un celador
y al llegar los chiquillos cuando iban al campo a jugar a la pelota, les salía
al paso, los trincaba por un brazo y les decía:
-¿Quién fue el granuja y
tiesto que se metió ayer en la finca?. ¡Si cojo a uno, le voy a dar un
sebollinazo, que se mea por las patas!. ¡Oh, reconcio!.
Los autores de la perrería
no aparecían por el barranquillo ni en quince días.
Siempre era lo mismo. El
pobre viejo se cansaba de acechar entre los vericuetos de su finca. Los
chiquillos le decían, el perro cazador, porque estaba todo el santo día arriba
y abajo vigilando para que los chiquillos no se metieran en ella.
Un día, les dio la venada
de jugar a la guerra. Pensaron en mandar un mensajero a Los Arenales, para ver
si daba con alguno de La Isleta
y decirle cuando sería el día de la batalla. Además, con la severa advertencia
de que no valía traer escudos con arco pipas en los bordes y lascas de piedra
viva tampoco, ni verguillas enrolladas en la punta de las espadas. La pelea
tenía que ser limpia. Y el que fuera mejor en el combate sería el que ganara.
La batalla se concretó para el sábado por la tarde y la propuesta de los de La Isleta fue, que el agua la
ponían ellos. Estuvieron todos de acuerdo y empezaron los preparativos desde
aquel mismo día. El que hacía de capitán les dijo a los suyos que prestaran
atención:
-Si vamos perdiendo,
corremos a la punta abajo del barranquillo y saltamos el murillo. Nos metemos
en la finca, aunque esté el perro cazador, y salimos por la riscaera del barranco grande. ¿Vale?.
Todos dijeron que sí y se fueron a sus casas.
Todos iban enterregados
como el demonio. El ritual guerrero exigía entrenamiento y aquel día hicieron
maniobras de preparación del combate que habría de librarse el sábado por la
tarde.
Fueron llegando en pequeños
grupos al barranquillo. Cuando estuvieron todos empezaron a comentar lo que
cada cual haría durante los combates. Eran los últimos retoques a la estrategia
convenida y la puesta en práctica de las tácticas acordadas entre ellos. De
pronto avistaron al ejército enemigo. Los vieron venir por la ladera.
Eran una fila de ellos. se
asustaron por el elevado número de efectivos que traían.
Eran más que ellos.
Entonces el que hacía de capitán, le dijo a uno de los más chicos:
-Vete a los grupos de casas
baratas y recluta gente. Nos van a hacer falta.
El chiquillo corrió
escondiéndose para que los de La
Isleta no se dieran cuenta, pero ya éstos se habían fijado en
el que corría. Se sonrieron. ¡no sabe él lo que es bueno!.
Lo trincaron justo cuando
llegaba a la carretera. Eran de los del otro bando. ¿A dónde vas? –le
preguntaron. ¡A buscar refuerzos, no?.¿Toma!. –uno de ellos le soltó un soplamocos que le dejó la oreja del lado derecho
echando chispas.
Abusador –fue la
contesta. A mi padre se lo digo. ¡Plaff!. Se llevó otro sonío por la otra banda.
Se echó a llorar el infeliz dando esperríos. Entre dos lo cogieron y lo botaron
al suelo en medio de las barrillas y le dieron dos piñas y le restregaron la
cara en la tierra. Le salió sangre y se manchó el camisón y los pantalones se
le quedaron emborregados con la barrilla y la tierra. Le dieron dos patadas en
el suelo mismo y fue pasando por cada uno de ellos. Eran seis viles cobardes
para uno solo, chico e indefenso. Al final, después de consumar la agresión, lo
dejaron. El chiquillo llegó a su casa si resuello.
En el campo de batalla, las
cosas discurrían sin tener noticia alguna de lo sucedido con Antoñillo el de
Micaela. Ya estaban los dos ejércitos frente a frente y a una distancia más o
menos. Los de La Isleta ,
los otros, se veía que tenían ideas. Se abrían en abanico, como intentando
rodearlos. Había especial concentración en las serreras, pues las piedras
lanzadas les harían volver a antiguas posiciones menos cómodas para ellos. Se
dieron luchas entre verdaderos maestros de pelea.
Espadeaban como demonios,
casi expertos en esgrima algunos. A la hora y media después del inicio de las
hostilidades, ya los chichones y los boquetes de las pedradas eran claros
síntomas de la belicosidad de los contendientes. Se veía a los soldados
amarrarse el pañuelo a la cabeza, sobre la frente, para atajar el sangrerío.
Los otros tenían más fuerza que los de aquí. Eran más y venían mejor dispuestos
a la lucha.
Eran rápidos como la puñeta
y entraban a saco con las espadas y daban donde cogieran.
Parecían medio locos y
daban unos gritos como los de los indios y después, cuando ya tenían al enemigo
en el suelo, le daban un fleje de puñetes en la barriga o por donde fuera. Los
de aquí, viendo que las cosas se ponían feas, dejaron de creer que por ser
conocedores del terreno iban a ganarles y, ante el cariz que tomaba la desigual
batalla, ya pensaban en salir corriendo. No le tenían miedo al ridículo que
iban a pasar el domingo al salir de la misa de las once. Incluso se estaban
proponiendo no ir ni siquiera a la misa. Sencillamente, tenían miedo. Cuando
más encarnizada estaba siendo la batalla, se dieron de frente con un hombre.
Tenía el cinto en la mano. Venía hecho una fiera.
-¿Quién fue el bandido que
le pegó a mi hijo Antonio?
Los de allá salieron
corriendo. El hombre trató de coger a uno pero se le escapó de las manos. No
obstante, se llevó un cintazo del coño que le dejó el culo ardiendo en fuego.
Al correr trompicó y el
hombre lo agarró por el pescuezo y le dio un abanazo y el chiquillo se echó a
llorar. En esto, el hombre de la finca, el perro cazador como lo llamaban los
chiquillos, saltó desde la sillería de la finca y corriendo agarró al hombre
por detrás.
-¿Qué vas a hacer,
Antonio?. ¡Te vas a desgraciar!.
-¡Lo cojo y lo mato al
penco este!. Mira como me dejaron al pobre Antoñillo.
Mira, cabrón- le gritó al
chiquillo que ya había traspuesto- dile al machango de tu
padre que venga a verse
conmigo. Desgraciado.
-Vamos –le dijo el viejo.
¿No ves que son cosas de chiquillos?. Mañana estarán juntos otra vez y tú no
debes coger cabreaduras por ellos. Todos son iguales, tanto éstos, como los
otros. Al más chico es al que siempre le toca la peor parte. Yo me estaba
fijando en todo y tu hijo fue un tolete al ir solo a buscar amigos. Debió
quedarse, porque los otros eran más. Antoñillo el de Micaela, junto con a su
padre, todavía llevaba el susto en el cuerpo y las señales de la paliza que le
dieron. El viejo invitó a Antonio a ver una machorrilla que tenía en el
alpendre de su finca. Al parecer estaba pensando en quitar las cabras. Entraron
los tres y al pasar por el pajar, le dijo a Antoñillo:
-Mira, vete cogiendo fruta
con este cereto para que se lo lleves a tu madre y le dices que es un regalo
mío, ¿eh?.
Mientras el chiquillo cogía
las frutas, los hombres estuvieron tratando el asunto de las cabras y de cómo
iban las cosas de la labranza. Que si el agua cara, que si las tierras no dejan nada y yo ya me estoy
haciendo viejo, que si me voy con mis hijos a la capital y otros asuntos
relacionados con la agricultura. Se despidieron de noche casi. Ya iba el padre
llegando a la carretera, cuando Antoñillo volvía a devolverle el cereto al
viejo.
Éste, lo estaba esperando
como cosa buena.
Mira –le dijo cogiéndole
suavemente por el hombro- yo sé que tú también sos de los que entras por las noches y destrozas todo lo que
encuentras en la finca. Eso no se hace.
Mira, si yo me enfado, es
porque no me gusta que estén cogiendo la fruta antes de estar madura. Cuando
las támbaras están verdes dan carraspera. Es mejor esperar un par de meses a
que estén buenas. Entonces sí. Igual que el millo. Hay que esperar a que retoñe
bien y las piñas tengan grano y estén listas para un cochafisco.
Dile a tus amigos que yo,
no soy tan malo como ellos piensan. Uds, son mi verdadera compañía. Mira, el
campo donde juegan a la pelota es terreno mío. Yo no digo nada porque sé que
ustedes no tienen otro sitio donde ir a jugar. Pero los destrozos no benefician
a nadie. Mira, vengan mañana a la hora que quieran y me ayudan a recoger las
papas que tengo en el cantero de abajo. Eso, si todavía están sanas, porque por
allí huyeron de tu padre los de La Isleta. Después hacemos un cochafisco entre
todos. Y cogeremos unas cuantas naranjas para cada uno y nos comemos un par de
papayos grandes y maduritos. Tu, tráete una talega para echarte unos cuantos
limones para que se los lleves a tu madre, ¿de acuerdo?. Anda, vete ya que es
de noche cerrada. Antoñillo salió medio llorando del alpendre del viejo, y por
eso llegó un pisquillo tarde a su casa.
A la mañana siguiente, los
chiquillos se sombraron de lo linda que tenía el viejo la finca por dentro.
-¡Claro!. Ustedes siempre entran de noche oscura. Todos se afanaron ayudando a
Miguelito Melián -que así se llamaba el viejo- . Recogieron las papas y unas cuantas
piñas para cada uno, rejuntaron pajullos secos y cachos de madera y tablas que
había en los alrededores del cantero y se pusieron a hacer una hoguera grande y comieron piñas asadas y
papas algo requemadas porque la verguilla donde estaban metidas se ennegreció
tanto con las cenizas, que no se dieron cuenta de las papas y se les quemaron
casi todas. Pocas fueron las que aprovecharon.
Después hicieron un
machango con un saco de guano y lo llenaron de paja y lo pusieron en la hoguera
y le tiraron piedras mientras era pasto de las llamas. Era la venganza contra
los de La Isleta
y en recuerdo de la jalada que se llevaron de ellos.
Todos se fueron a casa
contentos aquel día. Era bonito verlos tan alegres subiendo por la cuesta
parriba. El viejo los vio trasponer por la carretera. Miguelito Melián se quedó
medio amaguado contemplando la escena.
Un mal día, el ruido de los
tractores asustaron a todos los chiquillos por la mañanita. No había de esto,
más de cuatro meses después de la comilona en la finca de Miguelito Melián.
Espantados corrieron hasta llegar al barranquillo. Ya la sillería de la finca
estaba en el suelo y los árboles estrujados entre el terrume y los escombros
del muro. Al parecer estaban sorribando y allanando el terreno para construir
bloques de pisos. Los tractores abrieron una carretera que salía pabajo, por el
barranco mismo y vieron cómo los camiones se llevaban lo que fue el campo de
batalla y el lugar donde jugaban a la pelota. No salían de su asombro y
apretaban los dientes de la impotencia tan grande y, sin poder contener el
añurgamiento, laslágrimas se les saltaban. Ya no volverían allí a jugar a la
pelota ni a guerrear a la serrera limpia.
Hoy hay, por allí cerca, un
grupo de casas baratas. Hoy el lugar es similar a cualquier suburbio de
nuestras ciudades. Con muchos chiquillos llegados de todos los sitios y sin
sitio para ir a jugar. Sólo los viejos del lugar recuerdan la finca de
Miguelito Melián, la finca de todos los árboles del mundo –que decían ellos
cuando eran chicos.
Así pasa en todos los
pueblos de nuestras islas. El desmedido proceso urbanizador que aniquila
nuestras raíces culturales y las bases económicas tradicionales de nuestro
pueblo. Y si me apuran un pisco, hasta cambian la identidad y la idiosincrasia
colectiva.
La verdad, no me hace
gracia maldita.
Jesús
Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones
Canarias. Primera edición 1998.
Edición
especial año 2005/Infonortedigital
Glosario E.P.G.R.
Perrería=Travesura
Gandul=Persona corpulenta
Soplamocos= Cachetón
Regañones=Costras en las
heridas casi cicatrizadas
Sonío=golpe
Fleje =Cantidad
Andadas=Grupos-Pandillas
Sos=Eres
Abanazo_Golpe
Machango=Persona de poco seso
y ridícula.
No te metas=No intervengas.
Traspuesto=Marchado.
Cabreaduras=Enfados.
Tolete=Tonto, simple.
U.t.c.s. Ella es lista como una tea, pero el amigo es un tolete.
Cereto= Cesto.
Millo=Maiz.
Cochafisco=Cereal tostado y
cubierto de miel o azúcar.
Talega= Saco pequeño.
Sos=Eres.
Papas=Patatas.
Piñas de Millo=Mazorcas de
maíz.
Cachos=Pedazos.
Jalada=Paliza.
Amaguado=Apenado-desconsolado.
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