En los campos de todas
nuestras islas, viven todavía unas mujeres que saben más que siete. Saben de
leyendas antiguas y de rezados para curar las más diversas enfermedades,
especialmente de los niños pequeños. Pero no crean que sólo a ellos procuran
curar. También curan muchas enfermedades y dolencias de los adultos preparando
una serie larga de brebajes y pócimas empleando hierbas y plantas silvestres
que recogen en los campos y que dan a beber a los enfermos o los aplican
directamente ellas mismas en diversas partes del cuerpo. Además, también echan
las cartas y saben de sortilegios amorosos que ofrecen a las muchachas para
curar maleficios y el desamor. A veces, la gente les tiene miedo y algunas
personas hasta las rehuyen.
Las sajorinas, que es como
se conocen en las islas a estas mujeres, también cuentan relatos de antiguo que
rayan muchas veces lo mágico con lo real. A veces, en sus narraciones emplean
un lenguaje misterioso y nos dicen cómo la Historia a veces
muchas veces-, casi siempre, está cambiada por los intereses de aquellos
que la escriben y que deforman la verdad del paso del tiempo, para hacernos
creer otra cosa.
Un día, mientras me
preparaba un majado para aplicármelo en una vejiga que me hice en una pierna
una vez jugando con una carretilla hecha con la madera de una caja de coñac, a
consecuencia de bañarme en la playa, la herida se me infectó y me crió caracolillo.
Ese día me había escapado de la escuela con unos amigos y nos fuimos a la
orilla de la mar. ¡Perrerías como ésas, alguna vez las hacemos todos!. Por eso
tuve que ir a la casa de la vieja sajorina que se llamaba Martinita la del Lomo
y que vivía en una montaña arriba en la cumbre. Y así fue como empezó a
hablarme de una vieja leyenda que ella sabía y cuya matraquilla venía oyendo
desde que era chica. El trajín de sus manos sobre mi pierna herida, no me
sacaba del todo de quicio y, mientras aquellaba en la pierna, yo puse atención
en lo que estaba diciendo la sajorina. Según decía, esta matraquilla la oía
desde hacia mucho tiempo en que otra sajorina se la contaba a su madre cuando
iba de visita a su casa. Martinita la del Lomo, todavía chica, solía espiar las
conversaciones de su madre con la vieja sajorina. Y de ahí, aprendió esa vieja
leyenda. Y de la misma forma que me la contó a mí, yo se la voy a contar a
todos.
En la antigua Roma
preimperial, había un gran general cuyo nombre figura enlos Anales de la Historia con letras muy
grandes por sus brillantes dotes de estratega militar y líder político. Fueron
muchas y brillantes las gestas que se cuentan de sus ejércitos y legiones en
tierras alejadas de la metrópolis romana. En el plano intelectual, lo más
brillante de su carrera como político y militar son sus célebres y
conocidísimos “Comentarios a las Guerras de las Galias”. Con esta gesta
literaria quiso honrar a su patria. Pretendía el gran Julio César – a sí es
como se llamaba este general- conquistar el poder en la Roma de aquel entonces. Y
para ello, necesitaba ganar el honor con los éxitos de las victorias de sus
ejércitos en las campañas en el extranjero. Necesitaba anexionar grandes
extensiones de territorios nuevos para conseguir la gloria personal y que el
Senado le diera el reconocimiento oficial como emperador absoluto del Imperio
Romano. Pretendía también, repartir las tierras conquistadas entre los
guerreros que más habían destacado en las campañas militares.
Pero, como todo hombre,
Julio César se dejó encandilar por las ansias de gloria y el respeto que le
tenían sus huestes. Así, un día, acordó con sus generales iniciar una conquista
sobre las islas Hespérides (así eran conocidas las islas en la antigüedad) como
prueba de su grandeza para incorporar al Imperio el territorio de las islas más
apreciadas de las que se tenían noticias por aquel entonces.
¡No sabía el general romano
lo que le esperaba!. El no sabía lo que era bueno... !
Ni Plutarco en sus “Vidas
Paralelas”, ni el propio Julio César en “Comentarios a las Guerras de las
Galias”, recogieron nada de las andanzas de las huestes guerreras de Roma por
nuestras tierras. No lo hicieron porque la fortuna no les fue propicia y
cierta, sino totalmente adversa. De tal suerte, que sólo la cuentan las
sajorinas de nuestras islas que las aprendieron por tradición oral, que es la
fórmula de difusión más primaria que tienen los pueblos para que, a pesar de
todo, se sigan teniendo en cuenta sus raíces, su cultura, su idiosincrasia y
sus anhelos como pueblo. Y, pase el tiempo que pase.
Según la sajorina –yo no
entro ni salgo-, Julio César dispuso quince naves de las más grandes para
iniciar el pretendido abordaje a nuestro archipiélago. Como quiera que él
estaba en las campañas de las Galias –lo que hoy es Francia-, cogió rumbo a
Hispania –España- y desde el cabo de Finisterre –fin del mundo conocidoembarcó
con una buena parte de sus legiones para conquistar nuestras tierras.
Echaron rumbo al sur por el
Atlántico y llegaron a las islas por las costas del norte.
Cuando ya avistaban el
horizonte de nuestras islas, los guanches -nuestra gentese asustaron un poco. Ellos
eran hombres de paz. Siempre lo fueron. Estuvieron oteando desde los riscos y
las cumbres para ver las maniobras de aquellas extrañas embarcaciones que se
avistaban en las cercanías de las costas. Vieron cómo las embarcaciones
empezaron a plegar las velas y a echar anclas. Observaron cómo de las naves
grandes salían muchas barcazas de menor tamaño. Iban cargadas con animales
extraños que hacían un ruido espantoso y desconocido por los guanches.
Estos, seguían sin salir de
su asombro. Todas las maniobras de la tripulación romana fueron vistas al mismo
tiempo en el resto de las islas, toda vez que la distribución de las fuerzas
militares se hizo en función del territorio a conquistas. Así, en las islas más
chicas, fueron menos los barcos y los hombres y caballos empleados en el
desembarco. También sacaron unos artilugios muy extraños de sus embarcaciones.
Eran las catapultas,
artefactos desconocidos en nuestras tierras poco dadas a la guerra convencional
de la época. No obstante, tampoco estaban dispuestas nuestra gente a dejarse
conquistar así como así.
Los primeros destacamentos
romanos que llegaron a tierra formaron una expedición de reconocimiento por los
alrededores, hasta donde los caballos no pudieron subir por las empinadas
cuestas y lo abrupto del terreno. Julio César, mientras tanto, después de
levantar el campamento en un lugar apropiado, se dispuso a descansar de la
larga travesía. El sol brillaba tenue en el horizonte y caía la tarde. Los
hombres de la expedición llegaron presurosos porque habían tenido un
encontronazo con unos seres de cabezas de perro (tibicenas) y con el cuerpo
cubierto de pieles. - ¡Mi general!. Esa gente arrojan unas piedras de pequeño
tamaño, pero con una feroz velocidad y puntería, que nos fue imposible
acercarnos a ellos. Y se miraban las abolladuras que les hicieron en los petos
de acero con el que se protegían el cuerpo. El que más y el que menos, tenía
cuatro o cinco chichones en la cabeza. ¡Ante los guanches y su puntería, de
nada les servían los cascos ni las armaduras¡.
- Hablan un leguaje extraño
y muy difícil de descifrar. Dijeron algunos.
- A esos salvajes –dijo
Julio César- les daremos su merecido. Les haremos ciudadanos romanos aunque sea
a la fuerza. Mañana por la mañana verán la ira del futuro Emperador de Roma.
Al parecer, el sol se le
había metido en la cabeza y experimentaba una muy rara sensación. Dio la orden
de que todo el mundo estuviera en su puesto a la mañana siguiente para iniciar
lo que quiso creer iba a ser su última y gloriosa campaña militar antes de
regresar victorioso y triunfal a Roma. Lo último que dijo aquella noche fue:
-
“Alea jacta est”-
la suerte está echada.
Al amanecer, las tropas
romanas estaban listas para la batalla. Se miraban unos a otros muy extrañados.
No habían observado movimiento alguno por parte de aquellos seres a los que ni
siquiera habían visto de cerca. Y se preguntaban si era conveniente meterse en
aquella aventura tan extraña. Iniciaron la marcha sobre los claros del día. Un
gran regimiento de soldados iba subiendo por los barranquillos y tenían que
romper la simétrica formación debido a lo abrupto del terreno. La formación
avanzaba casi totalmente dispersa. Cualquier estrategia de carácter militar se
venía al suelo, pues no se podía con un terreno totalmente desconocido para
ellos.
En estas condiciones, las
tácticas son superadas por los elementos de la naturaleza.
Hasta tal punto llegó el
desconcierto de los romanos, que tuvieron que dejar las plataformas de las
catapultas a la entrada de los barrancos. Lo mismo en La Palma que en Gran
Canaria. Igual en Tenerife y en la
Gomera y el Hierro. Al parecer la suerte corrida en Lanzarote
y Fuerteventura fue distinta. A lo mejor, por las características bien
distintas de esas islas.
Cuando más desprevenidos
estaban aquellos héroes de la guerra –por tales se tenían los romanos- les cayó
una jurria de piedras de gran tamaño, que en los primeros lances del combate quedaron medio
destruidos hombres y medios. No esperaban este primer envite que le echaron los
guanches. Tuvieron que batirse en retirada ante aquel diluvio de piedras y
rolos de madera encendidos que rodaban por los riscos y laderas. Pero además,
los guanches les cortaron la retirada y un grupo de ellos, que se habían
ocultado dejándoles pasar antes de provocarles la emboscada con la lluvia de
teniques, se dirigieron a las cercanías del campamento enemigo y le pegaron
fuego a las catapultas. Les esperaron cerca del recinto militar. Y le levaron
las anclas a las embarcaciones y se las dejaron a la deriva. Cuando los romanos
se dieron cuenta de la estratagema de los aborígenes, se quedaron estupefactos.
-¡A las galeras!, ¡A las
galeras!- decían gritando como locos.
Y, como pudieron, fueron
llegando al golpe y se dirigieron dando gritos a sus compañeros embarcados para
que los esperaran. ¡Fíjense si tenían miedo!. Hasta al propio Julio César,
tuvieron que echarle una mano para que pudiera subir a una de las
galeras. Los guanches
bajaron todos desde las montañas a los llanos y con gran algarabía y contento,
lanzaban hojas de palmera y ramos de laurel al aire en señal de victoria y
júbilo. Después, celebrarían los ritos de costumbre y habría juegos con el palo
–banot-, luchas hombre a hombre y celebrarían el Beñesmen en señal de triunfo
sobre el invasor. En estas celebraciones estaba siempre presente el espíritu de
los más grandes héroes guanches: Guadarfía, Tagueluche, Tanausú, Doramas,
Armiche, Guiza, Gumidafe, Adargoma, Bencomo, Bentejuí, y tantos y tantos otros.
La vieja sajorina –todavía
no lo había dicho- se reía a medida que avanzaba con el relato de la gesta de
los aborígenes contra las huestes del general romano. También me dijo que, en
Lanzarote y Fuerteventura, ocurrió tres cuartos de lo mismo.
Al parecer, como el
territorio era más llano, los caballos llegaron lejos, muy lejos del
campamento. Pero de pronto, se levantó una polvajera de tres mil demonios.
Hasta tal extremo, que las
tropas romanas quedaron medio ciegas y sin poder ver más allá de sus narices.
En medio de la confusión, los guanches daban cuenta de ellos.
Incluso llegaban a atacarse
entre sí. El polvo que había en el aire les cegaban de mala manera y con la
sequedad la boca debido al siroco, los soldados se quedaron medio asirocados y
tuvieron que emprender la retirada. Ellos nunca habían visto y sufrido el
siroco y, entre el viento y la marea que se enrebiscó de mala manera, parece
que les destrozó la mitad de las embarcaciones. Estaban despavoridos y temían
lo peor. Se echaron a temblar como niños chicos y, como pudieron, fueron
llegando a las galeras y se marcharon como voladores.
Cuenta la leyenda –eso me
lo dijo a mí la sajorina con voz muy bajita- que los espíritus de los guanches
nunca mueren, pase el tiempo que pase. Así. Nuestros grandes héroes de siempre
no son más que reencarnaciones de aquellos guanches de la antigüedad. Guanches
valerosos que hicieron frente al más temible de los ejércitos imperialistas de
aquellos tiempos.
También cuenta la sajorina,
que en las Islas Canarias siempre estarán presentes las gestas de hombres que
darán gloria a nuestra gente y a nuestra tierra. Y el que quiera verlo que lo
intente. ¡Se van a acordar de nosotros!.¡Van a saber lo que es bueno!.
Ya decía al principio, que
nuestras sajorinas saben más que siete. Y saben de historias antiguas, de sus
brebajes para curar enfermedades y rezos y sortilegios contra los malos
espíritus, mal de ojos y otras cosas. Si algún día se necesita saber de alguna
leyenda como la que me contó Martinita la de El Lomo, hay que ir a los campos y
cumbres de nuestras islas y comprobar la sabiduría mágica de estas mujeres de
nuestra tierra. Son inconfundibles. El rostro, a pesar de los años, permanece
todavía terso como la támbara de una
palmera canaria.
¡Siempre es bueno saber
dónde están escondidos nuestros tesoros más grandes!. Y lo digo de verdad.
Jesús
Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones
Canarias. Primera edición 1998.
Edición
especial año 2005/Infonortedigital
Glosario
por E.P.G.R.
Sajorina=Santiguadora
Majado=Cataplasma
Vejiga=Bolsa en la piel
(infección con pus)
Caracolillo=Pus
Perrerías=Ruindades
Matraquilla=Repetición constante
de algo
Jurria=Grupo-Manada
Beñesmen=Fiesta Nacional
guanche, se celebra en el mes de agosto dura nueve días
Enrebiscó=Se puso furiosa
Polvajera=Nubes de polvo
arrastradas por el viento
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