Manuel Poggio Capote* y Luís
Regueira Benítez**
Si algo tiene de fascinante la aparentemente ingrata tarea de escudriñar papeles viejos, ese algo es, sin duda, la sorpresa de descubrir hechos históricos que, por una u otra razón, han quedado fuera de la memoria. Tal vez el incidente que rescatamos en este artículo no sea de los que marcan el curso de los grandes acontecimientos universales, pero su indudable interés local e insular nos hace plantearnos el porqué de un silencio que tan prolongadamente se ha cernido sobre lo que ocurrió en aquellos días de diciembre de 1740, hace ahora 270 años.
En el caso que nos ocupa el acontecimiento histórico consistió en una incursión naval contra Puerto Naos, en la costa occidental de la isla de
Toda esta aventura no se entiende si no repasamos la situación por la que atravesaban las relaciones hispano-británicas en aquellos tiempos. Estos vínculos se hallaban tradicionalmente envenenados a causa de la rivalidad marítima en lo tocante al comercio con las colonias españolas del Nuevo Mundo. A pesar de que el tráfico comercial inglés se regulaba mediante la concesión de licencias especiales (el “navío de permiso” para las mercancías y el “asiento de negros” para la venta de esclavos) y de que los británicos reconocían la autoridad de los españoles para fiscalizar sus naves mediante el “derecho de visita”, lo cierto es que el tráfico ilegal era la forma más habitual de hacer negocios en América. Así, la tensión entre ambas naciones no hacía más que crecer a medida que unos defendían su negocio mercantil y otros trataban de mantener su monopolio, de manera que la opinión pública inglesa acabó forzando a su gobierno a declarar la guerra oficialmente a España el 19 de octubre de 1739.
La gran baza de Inglaterra en la rivalidad con España, ya ejercida ampliamente antes de la guerra, era la patente de corso, con la que autorizaba a determinados navegantes a atacar los intereses marítimos españoles en nombre de su patria. Se trataba de una piratería tutelada que España combatía con los llamados “guarda costas”, navíos de propiedad privada que obtenían un permiso facultativo para abordar barcos británicos y decomisar el contrabando.
Dentro de esta estrategia de desgaste mediante ataques piráticos, los ingleses habían acometido ya algunas incursiones en otros enclaves del archipiélago, y entre ellas han pervivido especialmente en la memoria de los canarios las dos repelidas sucesivamente en Fuerteventura los días 13-14 de octubre y 9 de noviembre del mismo año de 1740. Estos ataques dieron como resultado sendas victorias del pueblo de Tuineje, que aún las rememora de forma lúdica en las fiestas anuales de san Miguel con el nombre de “batalla de Tamasite”, aunque en realidad se trate de dos contiendas diferentes ubicadas respectivamente en El Cuchillete y en el Llano del Florido. La heroica defensa de los majoreros no contó con demasiados recursos bélicos, pero el decidido liderazgo del teniente coronel José Sánchez Dumpiérrez propició la explotación de los sucesos como un gran éxito militar, causa por la cual ambas batallas han pasado a formar parte de la historia hasta llegar a nuestros días, al contrario de lo que habría de ocurrir un mes después en la playa palmera de Puerto Naos.
Otro aspecto histórico que hemos de tener en cuenta para entender lo sucedido en el litoral palmero es el hecho de que la isla estuviera gobernada en ese tiempo por los regidores perpetuos. Estamos ante un cargo hereditario que en el caso de
Por fortuna, y a pesar de este silenciamiento, hoy podemos conocer el suceso de 1740
gracias a la conservación de dos
manuscritos que relatan pormenorizadamente los acontecimientos. El primero de
ellos se localiza en el archivo de la familia Poggio (Breña Alta) y consiste en
tres versiones diferentes de un mismo relato redactado por José Gabriel Fierro
y Santa Cruz; el segundo de los manuscritos, que pertenece al archivo de
Alberto José Fernández García (Santa Cruz de La Palma ), lo conocemos a
través de una reproducción xerografiada conservada en el fondo Jaime Pérez
García (Archivo General de La
Palma ) y no es más que una copia casi literal de una de estas
versiones, pero tiene el valioso añadido de algunas enmiendas.
En conjunto, estos documentos, junto con otros que sirven de apoyo para completar diversas informaciones, vienen a relatarnos que el 9 de diciembre de 1740 fueron avistadas dos embarcaciones inglesas frente a las costas de Tazacorte. La mayor de ellas pareció alejarse al oeste un día después, mientras que la menor se acercó más a tierra para echar al agua una barca que tomó el rumbo de Fuencaliente. Fue al día siguiente, domingo 11 por la mañana, cuando llegaron a esta población cuatro navíos, de los que desembarcaron 300 hombres y atacaron a algunos vecinos que quedaron heridos o muertos. Unos pescadores contarían después que una lancha con 34 piratas los asaltó y les robó los barquillos, y que 17 de los ingleses de esa lancha se adentraron en tierra y llegaron hasta el Pozo de las Indias o Callao de Fuente Santa, donde hirieron de un balazo en la cabeza a un lugareño llamado Juan de Ríos.
Informado el coronel Nicolás Massieu del desembarco en Fuencaliente, organizó la defensa de la zona: destacó a los capitanes Diego de Guisla y Pinto y José Fierro y Torres, así como a los tenientes Luis Carrasco y Juan Mateo Poggio, y envió a la zona los destacamentos de Las Breñas y Mazo. Las compañías de Puntallana y San Andrés y Sauces habrían de ocuparse de la defensa preventiva de la ciudad capital.
Entretanto los corsarios habían regresado a su posición inicial frente a Tazacorte, por lo que fueron enviados allí de madrugada el capitán Antonio Pinto, los subalternos Juan Fierro y Francisco de
El ataque se había producido en los siguientes términos: al amanecer del lunes 12 de diciembre de 1740 saltaron a la playa de Puerto Naos unos 45 ó 50 marinos ingleses blandiendo armas blancas y de fuego, quedando otros diez o quince piratas en las barcas y lancha empleadas en el desembarco. Los de tierra se formaron en tres escuadrones y avanzaron para atacar a la compañía de Tazacorte, que los había esperado allí toda la noche, la cual trató de repeler a los invasores con las escasas escopetas de que disponía. Agotada la munición, los soldados palmeros se replegaron ante la superioridad del enemigo, al que abrieron paso tierra adentro. No obstante, una decena de soldados de la milicia tazacorteña, así como otros tantos de la de Tajuya, siete de ellos con escopetas y el resto con palos y mazas, se lanzaron heroicamente contra los invasores e iniciaron una desigual batalla en la que resultaron diez británicos muertos y uno herido y prisionero. El resto de los atacantes se batieron en retirada hacia las naves, pero una de las barcas que permanecía en la orilla para recogerlos terminó desequilibrada por el peso y zozobró, por lo que perecieron ahogados casi todos ellos. Finalmente, si añadimos que algunos piratas que esperaron en su lancha y recibieron balazos desde tierra, hemos de concluir que fueron más de treinta los corsarios ingleses que dejaron su vida en el fallido asalto de Puerto Naos, repelidos por unos escasos efectivos forzados a suplir su falta de dotación con un inusitado arrojo que podemos clasificar como “heroico”.
Por desgracia para ellos, este valor enardecido hubo que pagarse con sangre, pues dos de los soldados palmeros murieron en las cuatro horas que duró la batalla y uno más perecería al día siguiente a causa de las lesiones, quedando otros diez heridos de diversa gravedad. Si es de justicia recordar estos acontecimientos, también lo es reclamar para la historia el papel de los tres milicianos fallecidos en la defensa de la isla: Salvador Díaz Corral, el Mozo, de 25 años de edad y natural de Argual, que murió de un balazo; un joven de Tazacorte llamado Cristóbal, quien contaba 23 años y también falleció por un disparo; y Francisco Hernández, vecino de Tajuya, que expiró un día después, con unos 24 años, a causa de las heridas de la batalla.
Estos tres mártires, conjuntamente con la veintena de campesinos que se enfrentaron a los corsarios británicos, arriesgaron sus vidas sin tener en cuenta su posible repercusión en la historia, pero en ningún caso podían imaginar que sus superiores tratarían de ahogar su hazaña en el olvido por el mero hecho de haber actuado sin las órdenes de unos oficiales que se hallaban demasiado lejos como para organizar una mejor defensa.
Sobre las razones de este silencio no tenemos más remedio que rememorar la sentencia popular que afirma que la historia la escriben los que ganan. A ello podría añadirse que entre los ganadores son los jefes los que detentan la función de dejar memoria de los acontecimientos: el pueblo, que con frecuencia es el auténtico protagonista de los sucesos y normalmente la víctima propiciatoria de las victorias, queda siempre en el anonimato, cimentando una gloria ajena que en rigor le pertenece.
* Cronista Oficial de Santa Cruz de
** Bibliotecario de El Museo Canario
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