I
El viajero, que avanzando curioso
por el litoral agreste y dislocado del extremo Sur de esta isla de Tenerife,
llega hasta el emplazamiento curioso y pintoresco del pequeño puerto llamado La Caleta, a unos cuantos, muy
escasos, kilómetros de Adeje, no puede sustraerse a la impresión extraña y
verdaderamente grandiosa que le produce el magnífico e insospechado panorama
que ante sus miradas se presenta.
Allí, en efecto, en caótico
amontonamiento, convergen imponentes y sombríos, barrancos que, hendiendo con
titánica fortaleza las poderosas y enhiestas cumbres, que a modo de
desarticulado anfiteatro rodean la diminuta población, parecen ofrecer a las
perplejas miradas del turista, el
comienzo de rutas insondables y vertiginosas que han
de penetrar en los más
misteriosos senos de la
Tierra.
Uno de ellos, quizá el más
grandioso e imponente en su salvaje aspecto, es el llamado por todos Barranco
del Infierno; y, en verdad, que ni las sublimes fantasías del Dante ni el genio
inmensamente fecundo y creador de Gustavo Doré, pudieron nunca llegar a
concebir lugar más apropiado y adecuado como mansión maldita de condenados y
protervos.
Este barranco, de cuyas múltiples
y profundas hendiduras el principal y más caudaloso contingente de aguas de que
constituyen la riqueza de Adeje, ofrece en el promedio de su extraño y sombrío
emplazamiento, una singularidad tan característica y especial que seguramente
constituiría la materia de prolijas observaciones y de profundos estudios de geólogos
y naturalistas que se aventuraran por su intrincado y laberíntico suelo.
Se trata de una especie de
monolito enorme en su altura, toda vez que alcanza y aun rebasa
las crestas sinuosas
de las dos
inmensas montañas que
le sirven de grandioso marco, y que no parece sino que
brindan a que se intente arriesgadísima aventura de terrible vértigo, para
pasar desde las agudas aristas de sus cumbres al afilado remate del
inexplicable obelisco.
Pero lo que ni naturalistas ni
geólogos podrían jamás llegar a sospechar, es que este esbelto
e inmenso espigón
granítico, surgió súbita
e inopinadamente de los insondables abismos terrestres, como
arrebatadora expresión de la cólera divina, para
castigar, y
sólo para castigar,
la más nefanda
y cruel de
las traiciones, el más
monstruoso y vil de todos los crímenes.
II
Era Mencey (Rey) de Adeje, el
sabio y virtuoso Acaymo; su poder y sus riquezas no tenían igual en toda la
superficie de la isla; sus tesoros eran inmensos e incontable el número de sus
rebaños. Tenía tan sólo dos hijos, que constituían su única preocupación,
cuando ya, casi en los límites de la ancianidad, se prendó locamente de la
joven Saro, mujer de extraordinaria belleza y gallardía.
Pronto Saro dió al anciano Acaymo
un hijo, al que se le llamó Xampó; y desde luego ocurrió lo que ocurrir suele
con gran frecuencia en estos casos; y fué que, poco a poco, el niño Xampó, fué
ahondando en el corazón del viejo príncipe, que llegó a sentir por
él un cariño
avasallador y absorbente, que se
traducía en vehementes arrebatos,
sobre todo, cuando contemplaba los prodigios de fuerza, arrojo y destreza del
joven príncipe.
No tardó éste en enamorarse con
delirio de una muchacha algo parienta de su madre, a la que toda la tribu
señalaba como un dechado de belleza entre las innumerables y hermosas hijas de
la vigorosa raza guanche. Llamábase Iora, y aun cuando honesta y recatada, en
el fondo no dejaba de ser altanera y bien prendada de su belleza.
Iora, pues, aceptó los amores de
Xampó, más que por el poderoso atractivo de su viril belleza, por ser hijo de
rey, porque, quien sabe, si éste fuera el medio de ver realizados los
halagadores ensueños de su ambición...!
Pero una tarde, el príncipe
Saure, primogénito de Acaymo, al pasar por el lugar donde Iora guardaba su
rebaño, le prodigó entusiastas galanteos, que la voluble y ambiciosa Iora
recibió satisfecha, por considerarle sin duda mejor partido que su rendido
novio.
Pero Saure temía a Xampó; sabía
muy bien que su valor igualaba a su fuerza; y que en la típica lucha canaria,
no había sido vencido por ningún campeón en tres años a la fecha; y este temor, agudizado por el odio
que su hermano le inspiraba, ahora
mucho más enconado por
la belleza de Iora, le
decidió a buscar de nuevo a
la
veleidosa doncella; y después de
deslumbrarla con la descripción de la vida fastuosa de poder y de riqueza con
que su amor la brindaba, le comunicó sus deseos, toda vez que era indispensable
deshacerse de Xampó, al que no podía retar abiertamente so pena de incurrir en
la maldición, y hasta, quién sabe, si en el desheredamiento de su padre.
III
Acostumbraban a verse los amantes
en un sitio apartado, o sea en una agreste meseta emplazada en el
corazón del barranco, y que inspiraba gran temor a los habitantes de los contornos, porque en
ella se abría la boca del Nautemio (Infierno), una espantosa cima de insondable
profundidad, que a las veces arrojaba vapores
caliginosos, acompañados de
misteriosos ruidos.
Pues bien; cierto atardecer, y
cuando más confiado y contento se sentía el valiente Xampó, enajenado por los
atractivos y mentido amor de la pérfida Iora, ésta, arteramente, y fingiendo
esquivar, para hacerlas más ansiadas, las ardientes caricias
del infeliz muchacho, arrastró a
éste con un feroz disimulo, y una infinita crueldad, sobre ella, ofreciendo en
su contorno el vacío pavoroso de su seno. Esta roca, que pacientemente había
sido quebrantada a fuerza de golpes por el infame Saure, durante noches
precedentes, no tardó en ceder, arrastrando con ella al desdichado Xampó, al
mismo tiempo que inusitado bramido de las fuerzas plutónicas, por insospechada
coincidencia, o más bien por sorda expresión de la cólera divina, se dejaron
oír desde el fondo tenebroso del vertiginoso abismo.
Pero Xampó no fué por el pronto
víctima de este inicuo plan, tan cruelmente trazado por los dos traidores, sino
que, al sentirse perdido, poniendo por instinto en juego sus poderosos músculos
de acero, logró asirse con una de sus manos a la afilada arista de la roca
partida, y no hubiera tardado seguramente en vencer por su propio esfuerzo el
espantoso peligro, si hubiera podido valerse de su otra mano herida y dislocada
por el derrumbamiento; por ello, con suplicante voz, invocó la ayuda de aquella
mujer, a quien dió su corazón y las más caras ilusiones de su alma; indicándole
que tendiera la cayada sobre su cuello, tan sólo un momento, el suficiente para
que con tan escaso y liviano punto de apoyo, pudiera él colocar el codo del
antebrazo herido sobre la roca;
pero Iora, aunque
aterrada y llena
de espanto, tuvo
fuerzas, sin embargo, para
aproximarse al borde del abismo, no para proporcionar el punto de apoyo que
imploraba el traicionado novio, sino para esgrimir y golpear brutalmente con su
cayada la crispada mano que se incrustaba en la peña, hasta conseguir que aquel
cuerpo, lleno de juventud y de belleza, se desplomara pesadamente en el seno
del aterrador abismo; al par que el cobarde Saure, prudentemente oculto hasta
entonces, tras de unos arbustos próximos, se acercaba precipitadamente saltando
de roca en roca, pretendiendo eludir el contacto de vapores que cada vez más
intensos y asfixiantes manaban de la negra sima.
IV
Por fin, después de titánicos
esfuerzos, consiguió llegar a la peña, en donde la infame Iora acababa de
consumar su crimen, a tiempo para sostenerla en sus brazos, pues abatida
también por el ambiente irrespirable que la rodeaba iba ya a desplomarse; y
apartándola algunos pasos del abismo, bajo el benéfico influjo de una tenue
corriente de aire, emprendieron ambos frenética carrera, cayendo y levantándose
con aterradora frecuencia, en medio del caótico desprendimiento de piedras,
chasquidos espantosos de las lavas que el Nautemio ya empezaba a desbordar, y en medio del trepidar constante
del terreno que pisaban, como tenue y frágil pared de inmensa caldera en que se
hubieran acumulado presiones incalculables.
Pero su terror llegó bien pronto
al paroxismo de lo inaudito, de lo inconcebible, cuando, en un momento de mayor
confusión y oscuridad, al volver sus cabezas, vieron distintamente, en medio de
los torbellinos de llamas y vapores que a sus espaldas dejaban, la desolada y
vengadora silueta de Xampó,
que avanzaba tras de
ellos, extendiendo con rabia sus potentes brazos, dispuestos a hacer
presa en el cuerpo de los dos miserables.
Pero ¡oh!
¡qué espanto!; aquel
Xampó era una
colosal silueta, inaudita, inmensa, del desdichado hermano y
amante asesino...! Su cabeza rasaba con las crestas de las cumbres del
barranco, y sus brazos vengadores agitábanse siempre hacia ellos,
en un radio de inconcebible
longitud...
De pronto, un grito salvaje, de
dolor infinito, salió de los ensangrentados labios de Iora, al chocar
violentamente en su desenfrenada carrera con una enorme roca interpuesta en su
camino; y cuando, ya en el suelo el miserable Saure, pretendió darle ayuda,
llegó a ellos con la irreductible violencia del huracán el espantoso gigante
que, con rabia sin igual, pisoteó ambos cuerpos, hasta dejarlos convertidos en
informe y sangrienta masa, que no tardó en quedar sumergida en el ya caudaloso
arroyo de hirviente lava, que corría, arrasándolo todo, por los laberínticos
declives del barranco.
Como si tan sólo esperara la
satisfacción de la justa venganza, el inmenso y gigantesco Xampó se detuvo en
aquel sitio, posando sus enormes pies sobre los restos aun palpitantes
de los traidores,
no tardando en
quedar completamente inmóvil, permitiendo así que la escoria y
ardientes masas de lava lanzadas por el volcán fueran poco a poco revistiendo
su cuerpo y petrificando su ser... Pasaron semanas, pasaron meses, y pasaron
años... Y allí sigue el gigante, siempre erguido sobre el ejemplar terrible de
su venganza, convirtiéndose al fin en lo que es hoy: inmenso monolito,
incomparable obelisco que llenaría de admiración a naturalistas y geólogos que
lo contemplaran; siendo de advertir que, según el dicho del anciano pastor que
me refirió a su modo esta extraña historia, la masa enorme del gigante pétreo,
conservó bien distinta y perceptible su enorme cabeza, que al fin fué segada
por la guadaña del tiempo o quizá, quién sabe, si por el genio maléfico, que
desde la traición de Iora anda suelto por las laberínticas estribaciones del
barranco. (Luís Salcedo.Granadilla,
1932.)
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