(Cuento)1
Por Rafael Peña León
Es Pancho Pérez, un iluso extraordinario.
Los sueños auríferos han hecho de
él una persona casi insociable, rehuyendo siempre el
contacto de los
demás para entregarse
de lleno a
ininterrumpidas cavilaciones sobre la probabilidad de encontrar algún
día «el tesoro escondido»…
El amor de la esposa y de los
hijos, puede decirse, sin temor a
equivocarse, que no existen en su corazón endurecido al sentimiento
filial. Se creó un hogar por esa necesidad ambiente de vivir con más comodidad
que todos sentimos, completamente materialista de los sentidos, que nunca le
llevaron al tierno halago espiritual que se siente laborando en la magna obra
de la generación humana, impelido por la ley de la gravitación universal.
Su espíritu embotado por aberración de esos mismos sentidos,
sólo se deleita ante su eterno sueño en la sombra imprecisa de la quimera.
De vivir este hombre, soñador
estrafalario en un país maravilloso como es Granada, donde las leyendas,
consejas y cuentos mil acerca de encantamientos de princesitas cautivas y
tesoros guardados por enormes
morazos hechizados en las frondosas riberas del Darro, las colinas
de la Alhambra
y del Albaicín y montes contiguos al Generalife, hubiera dado rienda suelta a
sus sueños de probabilidad, y el vulgo, seguramente, le habría tomado por un
visionario impenitente. Pero habiendo nacido en Güímar, donde nadie vé otro
tesoro que el que pueda producir la tierra y el agua con ayuda del trabajo
corporal, solo pueden tenerlo por un maniático; pues, los tesoros que en sus
cavernas podrían haber ocultado los aborígenes guanches compuestos de objetos
primitivos, tal vez de un positivo valor histórico muy grande, pero que ninguno
conserva para él, no le sugestionan.
Sueña Pancho Pérez, con tropezar
un día en la carretera, por donde solitario pasea infinitas horas, con la
cartera extraviada repleta de billetes del Banco, o conque el mar
generoso arroje, a la
playa la caja
misteriosa conteniendo las relucientes
monedas de oro o las piedras preciosas que han de enriquecerlo.
La riqueza, teniendo como medio el constante trabajo, le
parece un absurdo. El hado de la suerte lo ve gravitar sobre él como por sobre
un predestinado.
***
Uno de esos días en que el
ensimismamiento producía estragos en su ser, hallábase Pancho Pérez paseando en
la playa del Puertito, y cuando mayor era su obsesión en los quiméricos sueños,
vió con sorpresa que las olas, enarcándose como gata encelada, iban acercando
poco o poco hacia la orilla un objeto negro que flotaba sobre la azuladas aguas
del Océano.
Muchas horas pasó en angustiosa
espera el arribo del objeto deseado, y a medida que una ola lo impulsaba hacia
él, iba creciendo su alegría hasta próximo a desbordarse, extendiendo los
brazos para cogerlo, con ansiedad, lo mismo que el avaro desea coger el talego
lleno de onzas entre sus manos de pulpo humano; pero cuando la resaca en su movimiento de
atracción lo tornaba al
mar, sentía que
su corazón desprendiéndosele del
pecho se le iba tras la cajita, pués esto era lo que flotaba en la superficie
de las aguas encrespadas.
Nunca había sentido Pancho Pérez
tal emoción como la que sentía entonces, pues él creía tener al alcance de sus
manos aquella misteriosa cajita, presumiendo que en su interior guardaba el
tesoro tan deseado y que seguramente fué perdido en un naufragio para que la
veleidosa fortuna lo pusiera en su camino de soñador.
. . . . . . . . .
. . . .
Pasaron muchas horas sin que las
olas en su constante venir y tornar dejasen en tierra firme la misteriosa
cajita, haciendo experimentar con su juego engañoso al pobre Pancho Pérez, el
suplicio de Tántalo.
En esas horas de
ansiedad interminable, un
observador cualquiera, hubiera podido apreciar que las ojeras se le
hicieron más profundas y el pelo iba tornándosele del color de la plata. El
destino ingrato lo había sometido a la tortura de la más horrorosa de las pruebas,
para un temperamento como el suyo, en espera irritante.
Mas, ¡por
fin! Una ola
gigante, enarcándose
furiosa, avanzó impetuosa,
y después de romper sobre las peñas del arrecife formando un fantástico
encaje nacarino, dejó en la arena la cajita, rociándola después con la espuma
que asemejaba al caer sobre ella a una
lluvia de rosas de nieve.
. . . . . . . . . . . . .
Trémulo, afanoso, bailándole el
corazón en el pecho una danza de
aquelarre, se inclinó Pancho Pérez sobre la cajita, y con aire de
triunfo la elevó con sus manazas de gorila, llevándola fuera del alcance de las
embravecidas aguas.
Con ayuda del cuchillo
herrumbroso que tenía para arrancar las lapas de la roca, forzó la tapa de la
caja y miró su interior con una de esas miradas de inconmensurable avaricia,
queriéndosele salir los ojos de las órbitas y poseído de una ansiedad
indescriptible.
Cuando saltó la tapa y pudo ver
el contenido de la caja, dio un salto atrás, de tigre, horrorizado; el cuchillo
se le escapó de la mano y fue a clavarse en una astilla de la caja formando una
cruz.
Se quedó helado de espanto y su
rostro tomó el color de la cera.
Ya más rehecho, miró compasivo al
interior de la caja donde en estado de descomposición había un niño recién
nacido, el que una madre desnaturalizada con instintos de hiena, o quizás otros
seres sin entrañas habían arrojado al mar con vida,
huyendo, tal vez, del fantasma de
la deshonra, ese inexorable fantasma que tiene a su cargo tantas vidas, de
inocentes criaturitas irresponsables de una moral ridícula y mal entendida, y
que tan en estima tiene la sociedad...
. . . . . . . . . . . . .
En el mismo momento que una
sombra agorera pasó rozando el rostro a Pancho Pérez, inclinóse, nuevamente
sobre la cajita; puso sobre el infantil
cadáver su cuchillo clavado en la madera en forma de cruz; cerró piadosamente
la caja; arrodillóse, y, quizá por primera vez en su vida, dejó de soñar para
rezar un padre nuestro por el eterno descanso del alma del difunto que el mar
puso en sus manos cuando esperaba un tesoro.
Tenerife, junio 1926.
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