F R A N T Z F A N O N.
Viene de la entrega anterior.
Entonces surgirá la tentación de
quebrantar ese cuerpo, centralizando la administración y encuadrando firmemente
al pueblo. Ésta es una de las razones por las cuales se escucha
frecuentemente que en
los países subdesarrollados hace
falta cierta dosis de dictadura. Los dirigentes desconfían de las masas
rurales. Además, esa desconfianza puede tomar formas graves. Es el caso,
por ejemplo, de
ciertos gobiernos que
mucho tiempo después de la
independencia nacional consideran al interior del país como una región no
pacificada donde el jefe de Estado y los ministros no
se aventuran, sino con motivo de maniobras del ejército nacional. Ese interior del país
se asimila prácticamente a lo desconocido. Paradójicamente, el gobierno
nacional recuerda, en su comportamiento hacia las masas rurales, ciertos rasgos
del poder colonial. "No se sabe a ciencia cierta cómo reaccionarán esas
masas" y los jóvenes dirigentes no vacilan en decir: "Hace falta el
garrote, si se quiere sacar al país de la Edad Media."
Pero, como hemos visto, la desenvoltura con que han actuado los partidos
políticos en relación con las masas rurales durante la fase colonial no podía
ser sino perjudicial para la unidad nacional, para el impulso acelerado de la
nación.
Algunas veces el colonialismo
intenta diversificar, dislocar el impulso nacionalista. En vez de incitar a los
cheiks y los jefes contra los "revolucionarios" de
las ciudades, las
oficinas de asuntos indígenas
organizan a las tribus y las sectas en partidos. Frente al partido urbano que
empezaba a "encarnar la voluntad nacional" y
a constituir un
peligro para el
régimen colonial, surgen pequeños
grupos, tendencias, partidos con base étnica o regionalista. Es la tribu,
integralmente, la que se transforma en partido político aconsejado de cerca por
los colonialistas. Puede comenzar la mesa redonda. El partido unitario se
ahogará en la aritmética de las tendencias. Los partidos tribales se oponen a
la centralización, a la unidad y denuncian la dictadura del partido unitario.
Más tarde,
esa táctica será
utilizada por la
oposición nacional. Entre los
dos o tres partidos nacionalistas que han realizado la lucha de
liberación, el ocupante
ha escogido. Las modalidades de esa selección son
clásicas: cuando un partido ha logrado la unanimidad nacional y se ha impuesto
al ocupante como único interlocutor, el ocupante multiplica las maniobras y retrasa
al máximo la hora de las negociaciones. Ese retraso será utilizado para
desmenuzar las exigencias de ese partido u obtener de la dirección la
separación de ciertos elementos "extremistas".
Si, por
el contrario, ningún
partido se ha impuesto
realmente, el ocupante se contenta con favorecer a aquel que le parece más
"razonable". Los partidos nacionalistas que no han participado en
las negociaciones se
lanzan entonces a una
denuncia del acuerdo establecido entre el otro partido y el ocupante. El
partido que recibe el poder del ocupante, consciente del peligro que
constituyen las posiciones estrictamente demagógicas y confusas del partido
rival, trata de disolverlo y lo condena
a la ilegalidad.
El partido perseguido
no tiene otro recurso
que refugiarse en la periferia
de las ciudades
y en el campo. Trata de levantar a las masas
rurales contra los "vendidos de la costa y los corrompidos de la
capital". Entonces se utilizan todos los pretextos: argumentos religiosos,
disposiciones innovadoras tomadas por la nueva autoridad nacional y que rompen
con la tradición. Se explota la tendencia oscurantista de las masas rurales. La
doctrina llamada revolucionaria descansa en realidad en el carácter retrógrado,
emocional y espontaneísta del campo. Aquí y allá se murmura que hay movimiento
en la sierra, que hay descontento en el campo. Se afirma que en tal rincón los
gendarmes abrieron fuego contra los campesinos, que se enviaron refuerzos, que
el régimen está
a punto de
desplomarse. Los partidos de
oposición, sin programa
claro, sin otro
fin que sustituir al equipo
dirigente, ponen su destino en las manos espontáneas y oscuras de las masas
campesinas.
A la inversa, sucede que la
oposición no se apoye ya en las masas rurales sino en los elementos
progresistas, los sindicatos de la joven nación. En ese caso, el gobierno
recurre a las masas para resistir a las reivindicaciones de los trabajadores,
denunciadas entonces como maniobras de aventureros antitradicionalistas. Las
comprobaciones que hemos tenido oportunidad de hacer en el nivel de los
partidos políticos se encuentran, mutatis mutandis, en el nivel de los
sindicatos. Al principio, las formaciones sindicales en los territorios
coloniales son casi siempre ramas locales
de los sindicatos
metropolitanos y las
consignas responden como eco a las de la metrópoli.
Al precisarse
la fase decisiva
de la lucha
de liberación algunos sindicatos
indígenas van a
decidir la creación
de sindicatos nacionales. La antigua formación, importada de la
metrópoli, será objeto
de una deserción
en masa por
los indígenas. Esta creación sindical es para la población urbana un
nuevo elemento de presión sobre el colonialismo. Hemos dichoque el proletariado
en las colonias es embrionario y representa la fracción del pueblo más
favorecida. Los sindicatos nacionales surgidos en la lucha se organizan en las
ciudades y su programa es antes que
nada un programa
político, un programa nacionalista. Pero ese sindicato
nacional nacido en el curso de la fase decisiva del combate por la
independencia es, en realidad, el encuadramiento legal de los elementos
nacionalistas conscientes y dinámicos.
Las masas
rurales, desdeñadas por
los partidos políticos, siguen manteniéndose aisladas.
Habrá, por supuesto, un sindicato de trabajadores agrícolas, pero esta creación
se contenta con responder a la necesidad formal de "presentar un frente
unido al colonialismo". Los responsables
sindicales que han
hecho sus armas en el marco de
las formaciones sindicales de la metrópoli no
saben organizar a
las masas urbanas.
Han perdido todo contacto con el campesinado y se
preocupan en primer lugar por el encuadramiento de los obreros metalúrgicos,
los estibadores, los empleados del gas y la electricidad, etcétera...
Durante la
etapa colonial, las
formaciones sindicales nacionalistas
constituyen una espectacular fuerza de presión. En las ciudades, los sindicatos
pueden inmovilizar, o en todo caso frenar en cualquier momento, la economía
colonialista. Como la población europea está frecuentemente acantonada en las
ciudades, las repercusiones
psicológicas de las
manifestaciones son considerables en esa población: no hay electricidad,
falta el gas, no se recogen los desperdicios, las mercancías se pudren en los
muelles.
Ésos islotes metropolitanos que constituyen las ciudades en
el marco colonial resienten profundamente la acción sindical. La fortaleza
del colonialismo, representada por la
capital, soporta difícilmente esos
golpes. Pero "el interior" (las masas rurales) permanece ajeno a esta
confrontación.
Así, como se ve, hay una
desproporción desde el punto de vista nacional entre la importancia de los
sindicatos y el resto de la nación. Después de la independencia, los obreros
encuadrados en los sindicatos tienen la impresión de moverse en el vacío. El
objetivo limitado que se habían fijado aparece, en el momento mismo en
que se alcanza,
muy precario en relación
con la inmensidad de la tarea de
construcción nacional. Frente a la burguesía nacional cuyas relaciones con el
poder son con frecuencia muy estrechas, los dirigentes sindicales descubren que
no pueden limitarse ya a la agitación obrerista. Congénitamente aislados de las
masas rurales, incapaces de difundir consignas más allá de los barrios
limítrofes, los sindicatos adoptan posiciones cada vez más políticas. En
realidad, los sindicatos son candidatos al poder. Tratan por todos los medios
de acorralar a la burguesía: protestas contra el mantenimiento de bases
extranjeras en el territorio nacional, denuncia de los acuerdos comerciales,
tomas de posición contra la política exterior del gobierno nacional. Los
obreros ahora "independientes" giran en el vacío. Los sindicatos
comprenden al día siguiente de la independencia que las reivindicaciones sociales,
si se expresaran,
escandalizarían al resto de la
nación. Los obreros son, en efecto, los favorecidos del régimen. Representan
la fracción más
acomodada del pueblo. Una agitación tendiente a mejorar las
condiciones de vida de los obreros y los
estibadores no sólo
sería impopular sino
que correría el riesgo de provocar la hostilidad de las masas
desheredadas del campo. Los sindicatos a los que se impide todo sindicalismo,
no hacen sino patalear.
Este malestar traduce la
necesidad objetiva de un programa social que interese, por fin, a la totalidad
de la nación. Los sindicatos descubren de pronto que el interior del país debe
ser igualmente instruido y organizado. Pero como en ningún momento se han
preocupado por establecer medios de comunicación entre ellos y las masas
campesinas, y como precisamente esas masas constituyen las únicas fuerzas
espontáneamente revolucionarias del país, los sindicatos van a comprobar su
ineficacia y a descubrir el carácter anacrónico de su programa.
Los dirigentes
sindicales, sumergidos en
la agitación político-obrerista,
llegan mecánicamente a la preparación de un golpe de Estado. Pero también
entonces se excluye al interior. Es una
explicación limitada entre
la burguesía nacional
y el obrerismo sindical. La
burguesía nacional, recogiendo las viejas tradiciones del colonialismo, muestra
sus fuerzas militares y policíacas, mientras que
los sindicatos organizan
mítines, movilizan decenas de miles de miembros. Los campesinos, frente
a esta burguesía nacional y a estos obreros que, en suma, comen muy bien, sólo
miran y se encogen de hombros. Los campesinos se encogen de hombros porque se
dan cuenta de que unos y otros los consideran como una fuerza de apoyo. Los
sindicatos, los partidos o el gobierno, en una especie de maquiavelismo inmoral
utilizan a las masas campesinas como fuerza de maniobra, inerte y ciega. Como fuerza
bruta.
En ciertas
circunstancias, por el
contrario, las masas campesinas van a intervenir de manera
decisiva, tanto en la lucha de liberación nacional como en las perspectivas que
adopte la nación futura. Este fenómeno reviste una importancia fundamental para
los países subdesarrollados; por eso nos proponemos estudiarlo en detalle.
Hemos visto cómo, en los partidos
nacionalistas, la voluntad de quebrar el colonialismo va unida a otra voluntad:
la de entenderse amigablemente con él. Dentro de esos partidos van a producirse
algunas veces dos procesos. Primero, elementos intelectuales que han procedido
a un análisis sostenido de la realidad colonial y de la situación internacional
empezarán a criticar el vacío ideológico del partido nacional y su indigencia
táctica y estratégica. Plantean incansablemente a los dirigentes preguntas cruciales:
"¿Qué es el
nacionalismo? ¿Qué ponen ustedes
detrás de esa
palabra? ¿Qué contiene
ese vocablo?
¿Independencia para
qué? Y, en
primer lugar ¿cómo
esperan
ustedes lograrla?", exigiendo
que los problemas
metodológicos sean abordados vigorosamente. Van a sugerir que a los
medios electorales se añadan "otros medios". En las primeras
polémicas, los dirigentes se desembarazan rápidamente de esa efervescencia que
califican de juvenil. Pero, como esas reivindicaciones no son ni la expresión
de una agitación, ni un signo de juventud los elementos revolucionarios que
defienden esas posiciones van a ser rápidamente aislados. Los dirigentes,
revestidos por su experiencia, van a rechazar implacablemente a "esos
aventureros, esos anarquistas".
La maquinaria del partido se
muestra rebelde a toda innovación. La minería revolucionaria se encuentra sola,
frente a una dirección asustada y angustiada ante la idea de que podría ser arrastrada
por una tormenta cuyo aspecto y cuya fuerza de orientación ni siquiera imagina.
El segundo proceso se refiere a los cuadros dirigentes o subalternos que, por
sus actividades, han tropezado con las persecuciones policíacas colonialistas.
Lo que resulta interesante señalar es que esos hombres han llegado a las
esferas dirigentes del partido por su trabajo obstinado, su espíritu de
sacrificio y un patriotismo ejemplar. Esos hombres, venidos de la base, son
frecuentemente pequeños peones, trabajadores temporáneos y
hasta, algunas veces,
auténticos desempleados. Para
ellos, militar en un partido nacional no es hacer política, es escoger el único
medio de pasar de la condición animal a la condición humana. Esos hombres,
limitados por el legalismo exacerbado del partido, van a revelar en los límites
de las actividades que se les confían un espíritu de iniciativa, un valor y un
sentido de la lucha que casi mecánicamente los señalan a las fuerzas de
represión del colonialismo. Detenidos, condenados, torturados, amnistiados,
emplean el periodo de detención para confrontar sus ideas y fortalecer su
determinación. En las huelgas de hambre, en la solidaridad violenta de los
calabozos comunes de la prisión, viven su liberación como una ocasión para
desencadenar la lucha armada. Pero al mismo tiempo, fuera, el colonialismo que
comienza a ser hostigado por todas partes, hace insinuaciones a los
nacionalistas moderados.
Asistimos, pues, a una separación
cercana a la ruptura entre la tendencia ilegalista y la tendencia legalista del
partido. Los ilegales se sienten indeseables. Se les evita. Tomando infinitas
precauciones, los legales del partido les prestan ayuda, pero ya se sienten
ajenos. Esos hombres van a entrar en contacto entonces con los elementos
intelectuales cuyas posiciones habían podido apreciar algunos años antes. Un
partido clandestino, colateral del partido legal, consagra este encuentro. Pero
la represión contra esos elementos irrecuperables se intensifica a medida que
el partido legal se acerca al colonialismo tratando de modificarlo "desde
dentro". El equipo ilegal se encuentra entonces en un histórico callejón
sin salida.
Rechazados de las ciudades, esos
hombres se agrupan, al principio, en los suburbios periféricos. Pero la red
policíaca los encuentra y los obliga a abandonar definitivamente las ciudades, a
irse de los sitios donde se realiza la lucha política. Retroceden hacia el
campo, hacia la montaña, hacia las masas campesinas. En un primer momento, las
masas se cierran a su alrededor, sustrayéndolos a la búsqueda policíaca. El
militante nacionalista que, en vez de jugar al escondite con los policías en
los centros urbanos, decide poner su destino en manos de las masas campesinas
no pierde jamás. El manto campesino lo cubre con una ternura y un vigor
insospechados. Verdaderos exiliados en el interior, cortados del medio urbano
donde habían precisado las nociones de nación y de lucha política, esos hombres
se han convertido de hecho en guerrilleros. Obligados constantemente a cambiar
de lugar para escapar a los policías, caminando de noche para no llamar la
atención, van a tener ocasión de recorrer el país y conocerlo. Se olvidan
entonces los cafés, las discusiones sobre las próximas elecciones,
la maldad de aquel policía. Sus oídos escuchan la
verdadera voz del
país y sus
ojos contemplan la grande, la infinita miseria del pueblo. Se
dan cuenta del tiempo precioso que se
ha perdido en
vanos comentarios sobre
el régimen colonial. Comprenden,
finalmente, que el
cambio no será una reforma, no
será una mejoría. Comprenden, en una especie de vértigo que no dejará ya de
asediarlos, que la agitación política en las ciudades será siempre impotente
para modificar y derrocar al régimen colonial.
Esos hombres se acostumbran a
hablar a los campesinos. Descubren que las masas rurales no han dejado de
plantear jamás el problema de su liberación en términos de violencia, de
recuperación de la
tierra en manos
extranjeras, de lucha nacional, de insurrección armada. Todo
se simplifica. Esos hombres descubren un pueblo coherente que se perpetúa en
una especie de inmovilidad, pero que conserva intactos sus valores morales, su
lealtad a la nación. Descubren un pueblo generoso, dispuesto al sacrificio,
deseoso de entregarse, impaciente y de un orgullo de piedra. Se comprende que
el encuentro de esos militantes maltratados por la policía y de esas masas
agitadas y de espíritu rebelde puede
producir una mezcla
detonante de inusitada fuerza.
Los hombres procedentes
de las ciudades acuden a la escuela del pueblo y, al
mismo tiempo, aleccionan a éste en formación política y militar. El pueblo
bruñe sus armas.
En realidad, los cursos no duran
mucho tiempo porque las masas, restableciendo el contactó con lo más íntimo de
sus músculos, conducen a los dirigentes a precipitar las cosas. La lucha armada
se desencadena.
La insurrección
desorienta a los
partidos políticos. Su doctrina, en efecto, ha afirmado siempre
la ineficacia de toda prueba de fuerza y su existencia misma es una constante
condena de toda insurrección. Secretamente, ciertos partidos políticos
comparten el optimismo de los colonos y se congratulan por encontrarse fuera de
esa locura que, según se dice, será reprimida en forma sangrienta. Pero una vez
prendido el fuego, como una epidemia galopante se propaga al resto del país.
Los tanques blindados y los aviones no aportan los éxitos esperados. Frente a
la amplitud del mal, el colonialismo comienza a reflexionar. En el seno mismo
del pueblo opresor, se escuchan voces que llaman la atención sobre la gravedad
de la situación.
El pueblo, en
sus chozas y
en sus sueños,
se pone en
comunicación con el nuevo ritmo nacional. En voz baja, desde
el fondo de su corazón, canta a los gloriosos combatientes himnos
interminables. La insurrección ha invadido ya la nación. Ahora les toca
aislarse a los partidos.
Sin embargo, los dirigentes de la
insurrección toman conciencia, un día u otro, de la necesidad de extender esa
insurrección a las
ciudades. Esa toma
de conciencia no es
fortuita. Consagra la dialéctica que preside
el desarrollo de una lucha armada de
liberación nacional. Aunque
el campo represente inagotables
reservas de energía popular y los grupos armados hagan reinar allí la
inseguridad, el colonialismo no duda realmente de la solidez de su sistema. No
se siente fundamentalmente en peligro. El dirigente de la insurrección
decide entonces llevar
la guerra al
enemigo, es decir,
a las ciudades tranquilas y
grandilocuentes.
La entrada de la insurrección en
las ciudades plantea a la
dirección problemas difíciles.
Hemos visto como la mayoría de los dirigentes, nacidos o formados en las
ciudades, abandonaron su medio natural al ser perseguidos por la policía
colonialista y al no ser comprendidos por los cuadros prudentes y razonables de
los partidos políticos. Su retiro al campo ha sido a la vez una huida ante la
represión y una muestra de desconfianza hacia las viejas formaciones
políticas. Las antenas
urbanas naturales de esos dirigentes son los nacionalistas
conocidos dentro de los partidos políticos. Pero, precisamente, hemos visto
cómo su historia reciente se
había desarrollado al
margen de esos dirigentes timoratos y crispados en una
reflexión ininterrumpida sobre los males del colonialismo.
Además, los primeros intentos que
los hombres de las guerrillas realicen en dirección de sus antiguos amigos,
precisamente aquellos que consideran más de izquierda, confirmarán sus
aprehensiones y les
quitarán hasta el
deseo mismo de reanudar viejas relaciones. La insurrección, surgida del
campo, va a penetrar en las ciudades por la fracción del campesinado bloqueada
en la periferia
urbana, la cual
no ha podido encontrar aún un
hueso que roer en el sistema colonial. Los hombres obligados por la creciente
población del campo y la expropiación colonial a abandonar la tierra familiar,
giran incansablemente en torno a las distintas ciudades, esperando que un día u
otro se les permita entrar. Es en ésa masa, en ese pueblo de los cinturones de
miseria, de las casas "de lata", en el seno del lumpen-proletariat
donde la insurrección va a encontrar su punta de lanza urbana. El
lumpen-proletariat, cohorte de hambrientos destribalizados, desclanizados,
constituye una de las fuerzas más espontánea y radicalmente revolucionarias de
un pueblo colonizado.
En Kenya, en los años que
precedieron a la rebelión de los Mau-Mau, las autoridades coloniales británicas
multiplicaron las medidas de intimidación contra el lumpen-proletariat. Fuerzas
de policía y misioneros coordinaron sus esfuerzos, en los años 1950-1951, para
responder como convenía a la afluencia enorme de jóvenes kenyenses venidos del
campo y de la selva y que, al no poder colocarse en el mercado de trabajo,
robaban, se entregaban al vicio, al
alcoholismo, etc.… La
delincuencia juvenil en los
países colonizados es el producto directo de la existencia del
lumpen-proletariat. Igualmente, en
el Congo, se
tomaron medidas draconianas a partir de 1957 para devolver al campo a
los "jóvenes granujas" que perturbaban el orden establecido. Se abrieron
campos de confinamiento y se confiaron a las misiones evangélicas, bajo la
protección, por supuesto, del ejército belga.
La constitución de un
lumpen-proletariat es un fenómeno que obedece a una lógica propia y ni la
actividad desbordante de los misioneros, ni las órdenes del poder central
pueden impedir su desarrollo. Ese lumpen-proletariat, como una jauría de ratas,
a pesar de las patadas, de las pedradas, sigue royendo las raíces del árbol.
El cinturón
de miseria consagra
la decisión biológica
del colonizado de invadir a cualquier precio, y si hace falta por las
vías más subterráneas, la ciudadela enemiga. El lumpen- proletariat constituido
y pesando con todas sus fuerzas sobre la "seguridad" de la ciudad
significa la podredumbre irreversible, la gangrena, instaladas
en el corazón
del dominio colonial. Entonces los rufianes, los granujas,
los desempleados, los vagos, atraídos, se lanzan a la lucha de liberación como
robustos trabajadores. Esos vagos, esos
desclasados van a encontrar, por el canal de la acción militante y decisiva, el
camino de la nación. No se rehabilitan en relación con la sociedad colonial, ni
con la moral del dominador. Por el contrario, asumen su incapacidad para entrar
en la ciudad salvo por la fuerza de la granada o del revólver. Esos
desempleados y esos subhombres se rehabilitan en relación consigo
mismos y con
la historia. También
las prostitutas, las sirvientas
que ganan 2.000
francos, las desesperadas, todas
y todos los que oscilan entre la locura y el suicidio van a reequilibrarse, a
actuar y a participar de manera decisiva en la gran procesión de la nación que
despierta.
Los partidos nacionalistas no
comprenden este fenómeno nuevo que precipita su desintegración. La irrupción de
la insurrección en las ciudades modifica la fisonomía de la lucha. Mientras las
tropas colonialistas habían sido dirigidas en su totalidad hacia el campo, he
aquí que refluyen precipitadamente hacia las ciudades para proteger la
seguridad de las personas y sus bienes. La represión dispersa sus fuerzas, el
peligro está presente en todas partes. Es el territorio nacional, el conjunto
de la colonia lo que está en juego. Los grupos armados campesinos ven cómo se
afloja la presión militar. La insurrección en las ciudades es un inesperado
tanque de oxígeno.
Los dirigentes de la insurrección
que ven cómo el pueblo entusiasta y ardiente da golpes decisivos a la
maquinaria colonialista, acrecientan su desconfianza respecto de la política
tradicional. Cada éxito obtenido legitima su hostilidad respecto de lo que
llamarán en lo sucesivo el gargarismo, el verbalismo, la "blagología", la
agitación estéril. Odian
la "política", la demagogia. Por eso asistimos al principio
a un verdadero triunfo del culto al espontaneísmo.
Las múltiples
sublevaciones surgidas en el campo
son la prueba, dondequiera que estallan,
de la ubicuidad y la presencia generalizada y densa de la nación. Cada
colonizado en armas es un pedazo de la nación
viva. Esas sublevaciones
campesinas ponen en peligro al régimen colonial, movilizan sus fuerzas y
las dispersan, amenazan en todo momento con asfixiarlo. Obedecen a una doctrina
simple: haced que la nación exista. No hay programa, no hay discursos, no hay
resoluciones, no hay tendencias. El problema es claro: es necesario que los
extranjeros se vayan. Hay que constituir un frente común contra el opresor y
fortalecer ese frente mediante la lucha armada.
Mientras dure
la inquietud del
colonialismo, la causa nacional progresa y
se convierte en la
causa de cada uno. La empresa de liberación se dibuja y ya
afecta a la totalidad del país. En esta etapa, reina lo espontáneo. La
iniciativa se localiza. En cada cerro se constituye un gobierno en miniatura
que asume el poder. En los valles y en los bosques, en la selva y en las
aldeas, en todas partes se encuentra una autoridad nacional. Cada cual,
mediante su acción, hace existir a la nación y se dedica a hacerla triunfar
localmente. Nos encontramos con una estrategia de lo inmediato, totalitaria y
radical. El fin, el programa de cada grupo espontáneamente constituido es la
liberación local. Si la nación está en todas partes, está aquí. Un paso más y
está solo aquí. La táctica y la estrategia se confunden. El arte política se
transforma simplemente en arte militar. El militante político es el
combatiente. Hacer la guerra y hacer política es una y la misma cosa.
Ese pueblo desheredado, habituado
a vivir en el círculo estrecho de las luchas y las rivalidades, va a proceder
en una atmósfera solemne a
la limpieza y
purificación del semblante local de la nación. En un verdadero
éxtasis colectivo, familias enemigas
deciden borrar todo,
olvidarlo todo. Las reconciliaciones se multiplican. Los
odios tenaces y escondidos son despertados para extirparlos más seguramente. El
asumir la nación hace avanzar la conciencia. La unidad nacional es primero
unidad del grupo, la desaparición de las viejas querellas y la liquidación
definitiva de las reticencias. Al mismo tiempo, la purificación englobará a los
pocos indígenas que por sus actividades, por su complicidad con el ocupante,
han deshonrado al país. Los traidores, los vendidos, serán juzgados y
castigados. El pueblo, en esa marcha continua que ha emprendido, legisla, se
descubre y quiere ser soberano. Cada punto despertado así del sueño colonial
vive a una temperatura insoportable. Una efusión permanente reina en
las aldeas, una generosidad espectacular, una bondad que desarma, una
voluntad nunca desmentida de morir por la "causa". Todo esto evoca a
la vez una secta, una iglesia, una mística. Ningún indígena puede permanecer
indiferente a este nuevo ritmo que arrastra a la nación. Se envían emisarios a
las tribus vecinas. Constituyen el primer sistema de enlace de la insurrección
y aportan ritmo y movimiento a las regiones todavía inmóviles. Tribus cuya
rivalidad obstinada es, sin embargo, bien conocida, abandonan la lucha y, en
medio de alegría y lágrimas, se juran ayuda y sostén. En un codo con codo
fraternal, en la lucha armada, los hombres se acercan a sus enemigos de ayer.
El círculo nacional se agranda y son nuevas emboscadas las
que saludan la
entrada en escena
de nuevas tribus. Cada aldea se
descubre como agente absoluto y relevo. La solidaridad intertribal, entre las
aldeas, la solidaridad nacional se advierten primero en la multiplicación de
los golpes asestados al enemigo. Cada nuevo grupo que se constituye, cada nueva
salva que estalla indican que cada uno hostiga al enemigo, que cada uno se le
enfrenta.
Esta solidaridad va a
manifestarse mucho más claramente en
el curso del segundo periodo, que
se caracteriza por el desencadenamiento
de la ofensiva
enemiga. Las fuerzas coloniales, después de la explosión,
se reagrupan, se reorganizan y ponen en práctica métodos de combate
correspondientes a la naturaleza de la insurrección. Esta
ofensiva va a conmover la atmósfera
eufórica y paradisíaca del primer periodo. El enemigo lanza el
ataque y concentra
en puntos precisos
numerosas fuerzas. El grupo
local resulta rápidamente desbordado.
Tanto más cuanto que
tiene tendencia, al principio, a
aceptar el combate de frente. El
optimismo que ha reinado en la primera etapa hace al grupo intrépido, es decir,
inconsciente. El grupo, que está convencido de que su cerro es la nación no
acepta desarmarse, no soporta batirse en retirada. Las pérdidas son numerosas y
la duda se infiltra masivamente en los espíritus. El grupo sufre el asalto
local como una prueba decisiva. Se comporta literalmente como si la suerte del
país se jugara aquí y ahora.
Pero, como se comprende,
esta impetuosidad voluntarista que pretende decidir de inmediato la
suerte del sistema colonial está condenada, como doctrina del instantaneísmo, a
negarse. El realismo más cotidiano, más práctico sustituye a las efusiones de
ayer y a la ilusión de eternidad. La lección de los hechos, los cuerpos atravesados
por la metralla,
provocan una reinterpretación
global de los acontecimientos. El simple instinto de supervivencia rige una
actitud más dinámica, más móvil. Esta modificación en la técnica de combate es
característica de los primeros meses de la guerra de liberación del pueblo
angolés. Recordamos que el
15 de marzo
de 1961, los
campesinos angoleses se lanzaron por grupos de dos o tres mil contra las posiciones portuguesas. Hombres,
mujeres y niños, armados o no, con su coraje, su entusiasmo, se volcaron en
masas compactas y por olas sucesivas sobre regiones donde dominaban el colono,
el soldado y la bandera portuguesa. Aldeas, aeródromos fueron rodeados y
sufrieron asaltos múltiples, pero también miles de angoleses fueron atravesados
por la metralla colonialista. No necesitaron mucho tiempo los jefes de la
insurrección angolesa para comprender que debían recurrir a algo distinto si
querían realmente liberar al país. Así, desde hace algunos meses, el líder angolés
Haldane Roberto reorganizó el Ejército Nacional Angolés tomando en
cuenta las distintas
guerras de liberación
y utilizando las técnicas de las guerrillas.
En la guerrilla, efectivamente,
la lucha no es ya donde se está sino adonde se va. Cada combatiente lleva a la
patria en guerra entre sus
manos desnudas. El
ejército de liberación nacional no
es el que
se enfrenta de
una vez por
todas al enemigo, sino el que va
de aldea en aldea, que se repliega en la selva y que salta de júbilo cuando se
percibe en el valle la nube de polvo levantada por las columnas del adversario.
Las tribus se ponen en movimiento, los grupos se desplazan, cambiando de
terreno Los del norte se mueven hacia el oeste, los de la llanura suben a la montaña.
Ninguna posición estratégica es privilegiada. El enemigo se imagina
perseguirnos, pero siempre nos las arreglamos para marchar sobre sus talones,
hostigándolo en el momento mismo en que nos cree aniquilados. En lo sucesivo,
somos nosotros los que perseguimos. Con toda su técnica y su capacidad de
fuego, el enemigo da la impresión de embrollarse y hundirse en arenas
movedizas. Nosotros cantamos y cantamos.
Mientras tanto,
no obstante, los
dirigentes de la insurrección comprenden que hay que enseñar
a los grupos, instruirlos, adoctrinarlos, crear un ejército, centralizar la
autoridad. El desmenuzamiento de la nación, que manifestaba la nación en armas,
exige ser corregido y superado. Los dirigentes que habían evadido la atmósfera
de vana política de las ciudades redescubren la política, no ya como técnica de
adormecimiento o de mistificación sino como medio único de intensificar la
lucha y de preparar al pueblo para la dirección lúcida del país. Los dirigentes
de la insurrección advierten que las sublevaciones campesinas, aunque muy
importantes, tienen que ser controladas y orientadas. Los dirigentes acaban por
negar el movimiento en tanto que sublevación campesina, transformándolo así en
guerra revolucionaria. Descubren que
el éxito de la lucha
exige la claridad de los
objetivos, la precisión de la metodología y sobre todo el conocimiento por las
masas de la dinámica temporal de sus esfuerzos. Es posible sostenerse tres días
y hasta tres meses utilizando la dosis de resentimiento contenida en las masas,
pero no se triunfa
en una guerra
nacional, no se
descompone la terrible maquinaria
del enemigo, no se transforma a los hombres si se olvida elevar la conciencia
del combatiente. Ni el valor encarnizado ni la belleza de los lemas son
suficientes.
El desarrollo de la guerra de
liberación se encarga, por lo demás, de dar un golpe decisivo a la fe de los
dirigentes. El enemigo modifica, en efecto, su táctica. A la política brutal
derepresión une oportunamente los gestos espectaculares de relajamiento, las
maniobras de división, “la acción psicológica”. Intenta aquí y allá, y con
éxito, revivir las luchas tribales, utilizando a los provocadores, haciendo lo
que se llama la contrasubversión. El colonialismo empleará para realizar sus objetivos
a dos tipos de indígenas. Y en primer lugar a los colaboradores tradicionales,
los jefes, caids, brujos. Las masas campesinas sumergidas, como hemos visto, en
la repetición sin historia de una existencia inmóvil siguen venerando a los
jefes religiosos, a los
descendientes de las
viejas familias. La
tribu, como un solo hombre, sigue el camino que le señala el jefe
tradicional. A fuerza
de prebendas, a
precio de oro,
el colonialismo obtendrá los
servicios de esos hombres
de confianza.
El colonialismo va a encontrar
igualmente en el lumpen- proletariat una masa considerable propicia a la
maniobra. Todo movimiento de liberación nacional debe prestar el máximo de
atención, pues, a ese lumpen-proletariat. Éste responde siempre a la llamada a
la insurrección, pero si la insurrección cree poder desarrollarse ignorándolo,
el lumpen-proletariat, esa masa de hambrientos y desclasados, se lanzará a la
lucha armada, participará en el conflicto, pero al lado del opresor. El
opresor, que jamás pierde la ocasión de hacer que los negros se peleen entre
sí, utilizará con una singular alegría la inconsciencia y la ignorancia que son
las taras del lumpen-proletariat. Esta reserva humana disponible, si no es
organizada de inmediato por la insurrección,
se encontrará, como
mercenaria, al lado
de las tropas colonialistas. En
Argelia, el lumpen-proletariat integró los harkis y los messalistas; en Angola,
aporta los contingentes que abren
el camino, precediendo
a las columnas
armadas portuguesas; en el Congo, se encuentra al lumpen-proletariat en
las manifestaciones regionalistas
de Kasai y
Katanga, mientras que en la
ciudad de Leopoldville fue utilizado por los enemigos del Congo para organizar
mítines "espontáneos" antilumumbistas.
El adversario, que analiza las
fuerzas de la insurrección, que estudia
cada vez mejor
al enemigo global
que constituye el pueblo colonizado se da cuenta de la
debilidad ideológica, de la inestabilidad
espiritual de ciertas
capas de la
población. El adversario descubre, junto a una vanguardia
insurrecta rigurosa y bien
estructurada, una masa
de hombres cuya
participación puede ser puesta en peligro constantemente por un hábito
demasiado grande de la miseria fisiológica, las humillaciones y la
irresponsabilidad. El adversario utilizará a esa masa, para evitar males
mayores. Creará la espontaneidad a golpes de bayoneta o de castigos ejemplares.
Los dólares y los francos belgas se vierten sobre el Congo mientras que, en
Madagascar, se multiplican las exacciones anti-Hova y que en Argelia son
enrolados reclutas, auténticos rehenes, en las fuerzas francesas. Literalmente,
el jefe de la insurrección ve zozobrar a la nación. Tribus enteras se
constituyen en harkis y, dotadas de armas modernas, toman el camino de la
guerra y atacan a la tribu rival, calificada por las conveniencias del momento
como nacionalista. La unanimidad en el combate, tan fecunda y grandiosa en las
primeras horas de la insurrección, se altera. La unidad nacional se rompe, la
insurrección se encuentra en una disyuntiva decisiva.
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