miércoles, 4 de junio de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-VI



F R A N T Z  F A N O N. 


Viene de la entrega anterior.

Entonces surgirá la tentación de quebrantar ese cuerpo, centralizando la administración y encuadrando firmemente al pueblo. Ésta es una de las razones por las cuales se escucha frecuentemente  que  en  los  países  subdesarrollados  hace  falta cierta dosis de dictadura. Los dirigentes desconfían de las masas rurales. Además, esa desconfianza puede tomar formas graves. Es el  caso,  por  ejemplo,  de  ciertos  gobiernos  que  mucho  tiempo después de la independencia nacional consideran al interior del país como una región no pacificada donde el jefe de Estado y los ministros  no  se  aventuran, sino con  motivo de maniobras  del ejército nacional. Ese interior del país se asimila prácticamente a lo desconocido. Paradójicamente, el gobierno nacional recuerda, en su comportamiento hacia las masas rurales, ciertos rasgos del poder colonial. "No se sabe a ciencia cierta cómo reaccionarán esas masas" y los jóvenes dirigentes no vacilan en decir: "Hace falta el garrote, si se quiere sacar al país de la Edad Media." Pero, como hemos visto, la desenvoltura con que han actuado los partidos políticos en relación con las masas rurales durante la fase colonial no podía ser sino perjudicial para la unidad nacional, para el impulso acelerado de la nación.

Algunas veces el colonialismo intenta diversificar, dislocar el impulso nacionalista. En vez de incitar a los cheiks y los jefes contra  los  "revolucionarios"  de  las  ciudades,  las  oficinas  de asuntos indígenas organizan a las tribus y las sectas en partidos. Frente al partido urbano que empezaba a "encarnar la voluntad nacional"  y  a  constituir  un  peligro  para  el  régimen  colonial, surgen pequeños grupos, tendencias, partidos con base étnica o regionalista. Es la tribu, integralmente, la que se transforma en partido político aconsejado de cerca por los colonialistas. Puede comenzar la mesa redonda. El partido unitario se ahogará en la aritmética de las tendencias. Los partidos tribales se oponen a la centralización, a la unidad y denuncian la dictadura del partido unitario.
Más   tarde,  esa  táctica  será  utilizada  por  la  oposición nacional.   Entre los dos o tres partidos nacionalistas que han realizado  la lucha de  liberación,  el  ocupante  ha  escogido.  Las modalidades de esa selección son clásicas: cuando un partido ha logrado la unanimidad nacional y se ha impuesto al ocupante como único interlocutor, el ocupante multiplica las maniobras y retrasa al máximo la hora de las negociaciones. Ese retraso será utilizado para desmenuzar las exigencias de ese partido u obtener de la dirección la separación de ciertos elementos "extremistas".

Si,   por   el   contrario,   ningún   partido   se   ha   impuesto realmente, el ocupante se contenta con favorecer a aquel que le parece más "razonable". Los partidos nacionalistas que no han participado  en  las  negociaciones  se  lanzan  entonces  a  una denuncia del acuerdo establecido entre el otro partido y el ocupante. El partido que recibe el poder del ocupante, consciente del peligro que constituyen las posiciones estrictamente demagógicas y confusas del partido rival, trata de disolverlo y lo condena  a  la  ilegalidad.  El  partido  perseguido  no  tiene  otro recurso  que  refugiarse  en  la  periferia  de  las  ciudades  y  en  el campo. Trata de levantar a las masas rurales contra los "vendidos de la costa y los corrompidos de la capital". Entonces se utilizan todos los pretextos: argumentos religiosos, disposiciones innovadoras tomadas por la nueva autoridad nacional y que rompen con la tradición. Se explota la tendencia oscurantista de las masas rurales. La doctrina llamada revolucionaria descansa en realidad en el carácter retrógrado, emocional y espontaneísta del campo. Aquí y allá se murmura que hay movimiento en la sierra, que hay descontento en el campo. Se afirma que en tal rincón los gendarmes abrieron fuego contra los campesinos, que se enviaron refuerzos,  que  el  régimen  está  a  punto  de  desplomarse.  Los partidos  de  oposición,  sin  programa  claro,  sin  otro  fin  que sustituir al equipo dirigente, ponen su destino en las manos espontáneas y oscuras de las masas campesinas.

A la inversa, sucede que la oposición no se apoye ya en las masas rurales sino en los elementos progresistas, los sindicatos de la joven nación. En ese caso, el gobierno recurre a las masas para resistir a las reivindicaciones de los trabajadores, denunciadas entonces como maniobras de aventureros antitradicionalistas. Las comprobaciones que hemos tenido oportunidad de hacer en el nivel de los partidos políticos se encuentran, mutatis mutandis, en el nivel de los sindicatos. Al principio, las formaciones sindicales en los territorios coloniales son casi siempre ramas locales   de   los   sindicatos   metropolitanos   y   las   consignas responden como eco a las de la metrópoli.

Al  precisarse  la  fase  decisiva  de  la  lucha  de  liberación algunos   sindicatos   indígenas   van   a   decidir   la   creación   de sindicatos nacionales. La antigua formación, importada de la metrópoli,   será   objeto   de   una  deserción   en   masa   por   los indígenas. Esta creación sindical es para la población urbana un nuevo elemento de presión sobre el colonialismo. Hemos dichoque el proletariado en las colonias es embrionario y representa la fracción del pueblo más favorecida. Los sindicatos nacionales surgidos en la lucha se organizan en las ciudades y su programa es   antes   que   nada   un   programa   político,   un   programa nacionalista. Pero ese sindicato nacional nacido en el curso de la fase decisiva del combate por la independencia es, en realidad, el encuadramiento legal de los elementos nacionalistas conscientes y dinámicos.

Las  masas  rurales,  desdeñadas  por  los  partidos  políticos, siguen manteniéndose aisladas. Habrá, por supuesto, un sindicato de trabajadores agrícolas, pero esta creación se contenta con responder a la necesidad formal de "presentar un frente unido al colonialismo".  Los  responsables  sindicales  que  han  hecho  sus armas en el marco de las formaciones sindicales de la metrópoli no  saben  organizar  a  las  masas  urbanas.  Han  perdido  todo contacto con el campesinado y se preocupan en primer lugar por el encuadramiento de los obreros metalúrgicos, los estibadores, los empleados del gas y la electricidad, etcétera...

Durante   la   etapa   colonial,   las   formaciones   sindicales nacionalistas constituyen una espectacular fuerza de presión. En las ciudades, los sindicatos pueden inmovilizar, o en todo caso frenar en cualquier momento, la economía colonialista. Como la población europea está frecuentemente acantonada en las ciudades,  las  repercusiones  psicológicas  de  las  manifestaciones son considerables en esa población: no hay electricidad, falta el gas, no se recogen los desperdicios, las mercancías se pudren en los muelles.

Ésos islotes metropolitanos que constituyen las ciudades en el marco colonial resienten profundamente la acción sindical. La fortaleza del  colonialismo, representada por la capital,  soporta difícilmente esos golpes. Pero "el interior" (las masas rurales) permanece ajeno a esta confrontación.

Así, como se ve, hay una desproporción desde el punto de vista nacional entre la importancia de los sindicatos y el resto de la nación. Después de la independencia, los obreros encuadrados en los sindicatos tienen la impresión de moverse en el vacío. El objetivo limitado que se habían fijado aparece, en el momento mismo  en  que  se  alcanza,  muy  precario  en  relación  con  la inmensidad de la tarea de construcción nacional. Frente a la burguesía nacional cuyas relaciones con el poder son con frecuencia muy estrechas, los dirigentes sindicales descubren que no pueden limitarse ya a la agitación obrerista. Congénitamente aislados de las masas rurales, incapaces de difundir consignas más allá de los barrios limítrofes, los sindicatos adoptan posiciones cada vez más políticas. En realidad, los sindicatos son candidatos al poder. Tratan por todos los medios de acorralar a la burguesía: protestas contra el mantenimiento de bases extranjeras en el territorio nacional, denuncia de los acuerdos comerciales, tomas de posición contra la política exterior del gobierno nacional. Los obreros ahora "independientes" giran en el vacío. Los sindicatos comprenden al día siguiente de la independencia que las reivindicaciones  sociales,  si  se  expresaran,  escandalizarían  al resto de la nación. Los obreros son, en efecto, los favorecidos del régimen.  Representan  la  fracción  más  acomodada  del  pueblo. Una agitación tendiente a mejorar las condiciones de vida de los obreros  y  los  estibadores  no  sólo  sería  impopular  sino  que correría el riesgo de provocar la hostilidad de las masas desheredadas del campo. Los sindicatos a los que se impide todo sindicalismo, no hacen sino patalear.

Este malestar traduce la necesidad objetiva de un programa social que interese, por fin, a la totalidad de la nación. Los sindicatos descubren de pronto que el interior del país debe ser igualmente instruido y organizado. Pero como en ningún momento se han preocupado por establecer medios de comunicación entre ellos y las masas campesinas, y como precisamente esas masas constituyen las únicas fuerzas espontáneamente revolucionarias del país, los sindicatos van a comprobar su ineficacia y a descubrir el carácter anacrónico de su programa.

Los   dirigentes   sindicales,   sumergidos   en   la   agitación político-obrerista, llegan mecánicamente a la preparación de un golpe de Estado. Pero también entonces se excluye al interior. Es una   explicación   limitada   entre   la   burguesía   nacional   y   el obrerismo sindical. La burguesía nacional, recogiendo las viejas tradiciones del colonialismo, muestra sus fuerzas militares y policíacas,   mientras   que   los   sindicatos   organizan   mítines, movilizan decenas de miles de miembros. Los campesinos, frente a esta burguesía nacional y a estos obreros que, en suma, comen muy bien, sólo miran y se encogen de hombros. Los campesinos se encogen de hombros porque se dan cuenta de que unos y otros los consideran como una fuerza de apoyo. Los sindicatos, los partidos o el gobierno, en una especie de maquiavelismo inmoral utilizan a las masas campesinas como fuerza de maniobra, inerte y ciega. Como fuerza bruta.
En   ciertas   circunstancias,   por   el   contrario,   las   masas campesinas van a intervenir de manera decisiva, tanto en la lucha de liberación nacional como en las perspectivas que adopte la nación futura. Este fenómeno reviste una importancia fundamental para los países subdesarrollados; por eso nos proponemos estudiarlo en detalle.

Hemos visto cómo, en los partidos nacionalistas, la voluntad de quebrar el colonialismo va unida a otra voluntad: la de entenderse amigablemente con él. Dentro de esos partidos van a producirse algunas veces dos procesos. Primero, elementos intelectuales que han procedido a un análisis sostenido de la realidad colonial y de la situación internacional empezarán a criticar el vacío ideológico del partido nacional y su indigencia táctica y estratégica. Plantean incansablemente a los dirigentes preguntas  cruciales:  "¿Qué  es  el  nacionalismo?  ¿Qué  ponen ustedes  detrás  de  esa  palabra?  ¿Qué  contiene  ese  vocablo?

¿Independencia  para  qué?  Y,  en  primer  lugar  ¿cómo  esperan
ustedes  lograrla?",  exigiendo  que  los  problemas  metodológicos sean abordados vigorosamente. Van a sugerir que a los medios electorales se añadan "otros medios". En las primeras polémicas, los dirigentes se desembarazan rápidamente de esa efervescencia que califican de juvenil. Pero, como esas reivindicaciones no son ni la expresión de una agitación, ni un signo de juventud los elementos revolucionarios que defienden esas posiciones van a ser rápidamente aislados. Los dirigentes, revestidos por su experiencia, van a rechazar implacablemente a "esos aventureros, esos anarquistas".
La maquinaria del partido se muestra rebelde a toda innovación. La minería revolucionaria se encuentra sola, frente a una dirección asustada y angustiada ante la idea de que podría ser arrastrada por una tormenta cuyo aspecto y cuya fuerza de orientación ni siquiera imagina. El segundo proceso se refiere a los cuadros dirigentes o subalternos que, por sus actividades, han tropezado con las persecuciones policíacas colonialistas. Lo que resulta interesante señalar es que esos hombres han llegado a las esferas dirigentes del partido por su trabajo obstinado, su espíritu de sacrificio y un patriotismo ejemplar. Esos hombres, venidos de la base, son frecuentemente pequeños peones, trabajadores temporáneos  y  hasta,  algunas  veces,  auténticos  desempleados. Para ellos, militar en un partido nacional no es hacer política, es escoger el único medio de pasar de la condición animal a la condición humana. Esos hombres, limitados por el legalismo exacerbado del partido, van a revelar en los límites de las actividades que se les confían un espíritu de iniciativa, un valor y un sentido de la lucha que casi mecánicamente los señalan a las fuerzas de represión del colonialismo. Detenidos, condenados, torturados, amnistiados, emplean el periodo de detención para confrontar sus ideas y fortalecer su determinación. En las huelgas de hambre, en la solidaridad violenta de los calabozos comunes de la prisión, viven su liberación como una ocasión para desencadenar la lucha armada. Pero al mismo tiempo, fuera, el colonialismo que comienza a ser hostigado por todas partes, hace insinuaciones a los nacionalistas moderados.

Asistimos, pues, a una separación cercana a la ruptura entre la tendencia ilegalista y la tendencia legalista del partido. Los ilegales se sienten indeseables. Se les evita. Tomando infinitas precauciones, los legales del partido les prestan ayuda, pero ya se sienten ajenos. Esos hombres van a entrar en contacto entonces con los elementos intelectuales cuyas posiciones habían podido apreciar algunos años antes. Un partido clandestino, colateral del partido legal, consagra este encuentro. Pero la represión contra esos elementos irrecuperables se intensifica a medida que el partido legal se acerca al colonialismo tratando de modificarlo "desde dentro". El equipo ilegal se encuentra entonces en un histórico callejón sin salida.

Rechazados de las ciudades, esos hombres se agrupan, al principio, en los suburbios periféricos. Pero la red policíaca los encuentra y los obliga a abandonar definitivamente las ciudades, a irse de los sitios donde se realiza la lucha política. Retroceden hacia el campo, hacia la montaña, hacia las masas campesinas. En un primer momento, las masas se cierran a su alrededor, sustrayéndolos a la búsqueda policíaca. El militante nacionalista que, en vez de jugar al escondite con los policías en los centros urbanos, decide poner su destino en manos de las masas campesinas no pierde jamás. El manto campesino lo cubre con una ternura y un vigor insospechados. Verdaderos exiliados en el interior, cortados del medio urbano donde habían precisado las nociones de nación y de lucha política, esos hombres se han convertido de hecho en guerrilleros. Obligados constantemente a cambiar de lugar para escapar a los policías, caminando de noche para no llamar la atención, van a tener ocasión de recorrer el país y conocerlo. Se olvidan entonces los cafés, las discusiones sobre las próximas  elecciones,  la maldad de  aquel policía.  Sus oídos escuchan  la  verdadera  voz  del  país  y  sus  ojos  contemplan  la grande, la infinita miseria del pueblo. Se dan cuenta del tiempo precioso  que  se  ha  perdido  en  vanos  comentarios  sobre  el régimen  colonial.  Comprenden,  finalmente,  que  el  cambio  no será una reforma, no será una mejoría. Comprenden, en una especie de vértigo que no dejará ya de asediarlos, que la agitación política en las ciudades será siempre impotente para modificar y derrocar al régimen colonial.

Esos hombres se acostumbran a hablar a los campesinos. Descubren que las masas rurales no han dejado de plantear jamás el problema de su liberación en términos de violencia, de recuperación   de   la   tierra   en   manos   extranjeras,   de   lucha nacional, de insurrección armada. Todo se simplifica. Esos hombres descubren un pueblo coherente que se perpetúa en una especie de inmovilidad, pero que conserva intactos sus valores morales, su lealtad a la nación. Descubren un pueblo generoso, dispuesto al sacrificio, deseoso de entregarse, impaciente y de un orgullo de piedra. Se comprende que el encuentro de esos militantes maltratados por la policía y de esas masas agitadas y de espíritu   rebelde   puede   producir   una   mezcla   detonante   de inusitada  fuerza.  Los  hombres  procedentes  de  las  ciudades acuden a la escuela del pueblo y, al mismo tiempo, aleccionan a éste en formación política y militar. El pueblo bruñe sus armas.

En realidad, los cursos no duran mucho tiempo porque las masas, restableciendo el contactó con lo más íntimo de sus músculos, conducen a los dirigentes a precipitar las cosas. La lucha armada se desencadena.

La  insurrección  desorienta  a  los  partidos  políticos.  Su doctrina, en efecto, ha afirmado siempre la ineficacia de toda prueba de fuerza y su existencia misma es una constante condena de toda insurrección. Secretamente, ciertos partidos políticos comparten el optimismo de los colonos y se congratulan por encontrarse fuera de esa locura que, según se dice, será reprimida en forma sangrienta. Pero una vez prendido el fuego, como una epidemia galopante se propaga al resto del país. Los tanques blindados y los aviones no aportan los éxitos esperados. Frente a la amplitud del mal, el colonialismo comienza a reflexionar. En el seno mismo del pueblo opresor, se escuchan voces que llaman la atención sobre la gravedad de la situación.

El  pueblo,  en  sus  chozas  y  en  sus  sueños,  se  pone  en
comunicación con el nuevo ritmo nacional. En voz baja, desde el fondo de su corazón, canta a los gloriosos combatientes himnos interminables. La insurrección ha invadido ya la nación. Ahora les toca aislarse a los partidos.

Sin embargo, los dirigentes de la insurrección toman conciencia, un día u otro, de la necesidad de extender esa insurrección  a  las  ciudades.  Esa  toma  de  conciencia  no  es fortuita.  Consagra la dialéctica que preside el desarrollo de una lucha   armada   de   liberación   nacional.   Aunque   el   campo represente inagotables reservas de energía popular y los grupos armados hagan reinar allí la inseguridad, el colonialismo no duda realmente de la solidez de su sistema. No se siente fundamentalmente en peligro. El dirigente de la insurrección decide  entonces  llevar  la  guerra  al  enemigo,  es  decir,  a  las ciudades tranquilas y grandilocuentes.

La entrada de la insurrección en las ciudades plantea a la
dirección problemas difíciles. Hemos visto como la mayoría de los dirigentes, nacidos o formados en las ciudades, abandonaron su medio natural al ser perseguidos por la policía colonialista y al no ser comprendidos por los cuadros prudentes y razonables de los partidos políticos. Su retiro al campo ha sido a la vez una huida ante la represión y una muestra de desconfianza hacia las viejas  formaciones  políticas.  Las  antenas  urbanas  naturales  de esos dirigentes son los nacionalistas conocidos dentro de los partidos políticos. Pero, precisamente, hemos visto cómo su historia   reciente   se   había   desarrollado   al   margen   de   esos dirigentes timoratos y crispados en una reflexión ininterrumpida sobre los males del colonialismo.

Además, los primeros intentos que los hombres de las guerrillas realicen en dirección de sus antiguos amigos, precisamente aquellos que consideran más de izquierda, confirmarán  sus  aprehensiones  y  les  quitarán  hasta  el  deseo mismo de reanudar viejas relaciones. La insurrección, surgida del campo, va a penetrar en las ciudades por la fracción del campesinado  bloqueada  en  la  periferia  urbana,  la  cual  no  ha podido encontrar aún un hueso que roer en el sistema colonial. Los hombres obligados por la creciente población del campo y la expropiación colonial a abandonar la tierra familiar, giran incansablemente en torno a las distintas ciudades, esperando que un día u otro se les permita entrar. Es en ésa masa, en ese pueblo de los cinturones de miseria, de las casas "de lata", en el seno del lumpen-proletariat donde la insurrección va a encontrar su punta de lanza urbana. El lumpen-proletariat, cohorte de hambrientos destribalizados, desclanizados, constituye una de las fuerzas más espontánea y radicalmente revolucionarias de un pueblo colonizado.

En Kenya, en los años que precedieron a la rebelión de los Mau-Mau, las autoridades coloniales británicas multiplicaron las medidas de intimidación contra el lumpen-proletariat. Fuerzas de policía y misioneros coordinaron sus esfuerzos, en los años 1950-1951, para responder como convenía a la afluencia enorme de jóvenes kenyenses venidos del campo y de la selva y que, al no poder colocarse en el mercado de trabajo, robaban, se entregaban al  vicio,  al  alcoholismo,  etc.…  La  delincuencia  juvenil  en  los países colonizados es el producto directo de la existencia del lumpen-proletariat.   Igualmente,   en   el   Congo,   se   tomaron medidas draconianas a partir de 1957 para devolver al campo a los "jóvenes granujas" que perturbaban el orden establecido. Se abrieron campos de confinamiento y se confiaron a las misiones evangélicas, bajo la protección, por supuesto, del ejército belga.

La constitución de un lumpen-proletariat es un fenómeno que obedece a una lógica propia y ni la actividad desbordante de los misioneros, ni las órdenes del poder central pueden impedir su desarrollo. Ese lumpen-proletariat, como una jauría de ratas, a pesar de las patadas, de las pedradas, sigue royendo las raíces del árbol.

El  cinturón  de  miseria  consagra  la  decisión  biológica  del colonizado de invadir a cualquier precio, y si hace falta por las vías más subterráneas, la ciudadela enemiga. El lumpen- proletariat constituido y pesando con todas sus fuerzas sobre la "seguridad" de la ciudad significa la podredumbre irreversible, la gangrena,   instaladas   en   el   corazón   del   dominio   colonial. Entonces los rufianes, los granujas, los desempleados, los vagos, atraídos, se lanzan a la lucha de liberación como robustos trabajadores.  Esos vagos, esos desclasados van a encontrar, por el canal de la acción militante y decisiva, el camino de la nación. No se rehabilitan en relación con la sociedad colonial, ni con la moral del dominador. Por el contrario, asumen su incapacidad para entrar en la ciudad salvo por la fuerza de la granada o del revólver. Esos desempleados y esos subhombres se rehabilitan en relación   consigo   mismos   y   con   la   historia.   También   las prostitutas,  las  sirvientas  que  ganan  2.000  francos,  las desesperadas, todas y todos los que oscilan entre la locura y el suicidio van a reequilibrarse, a actuar y a participar de manera decisiva en la gran procesión de la nación que despierta.

Los partidos nacionalistas no comprenden este fenómeno nuevo que precipita su desintegración. La irrupción de la insurrección en las ciudades modifica la fisonomía de la lucha. Mientras las tropas colonialistas habían sido dirigidas en su totalidad hacia el campo, he aquí que refluyen precipitadamente hacia las ciudades para proteger la seguridad de las personas y sus bienes. La represión dispersa sus fuerzas, el peligro está presente en todas partes. Es el territorio nacional, el conjunto de la colonia lo que está en juego. Los grupos armados campesinos ven cómo se afloja la presión militar. La insurrección en las ciudades es un inesperado tanque de oxígeno.

Los dirigentes de la insurrección que ven cómo el pueblo entusiasta y ardiente da golpes decisivos a la maquinaria colonialista, acrecientan su desconfianza respecto de la política tradicional. Cada éxito obtenido legitima su hostilidad respecto de lo que llamarán en lo sucesivo el gargarismo, el verbalismo, la "blagología",   la   agitación   estéril.   Odian   la   "política",   la demagogia. Por eso asistimos al principio a un verdadero triunfo del culto al espontaneísmo.

Las  múltiples  sublevaciones  surgidas  en  el  campo  son  la prueba, dondequiera que estallan, de la ubicuidad y la presencia generalizada y densa de la nación. Cada colonizado en armas es un  pedazo  de  la  nación  viva.  Esas  sublevaciones  campesinas ponen en peligro al régimen colonial, movilizan sus fuerzas y las dispersan, amenazan en todo momento con asfixiarlo. Obedecen a una doctrina simple: haced que la nación exista. No hay programa, no hay discursos, no hay resoluciones, no hay tendencias. El problema es claro: es necesario que los extranjeros se vayan. Hay que constituir un frente común contra el opresor y fortalecer ese frente mediante la lucha armada.

Mientras   dure  la  inquietud  del   colonialismo,  la  causa nacional  progresa y  se  convierte  en  la causa de  cada uno.  La empresa de liberación se dibuja y ya afecta a la totalidad del país. En esta etapa, reina lo espontáneo. La iniciativa se localiza. En cada cerro se constituye un gobierno en miniatura que asume el poder. En los valles y en los bosques, en la selva y en las aldeas, en todas partes se encuentra una autoridad nacional. Cada cual, mediante su acción, hace existir a la nación y se dedica a hacerla triunfar localmente. Nos encontramos con una estrategia de lo inmediato, totalitaria y radical. El fin, el programa de cada grupo espontáneamente constituido es la liberación local. Si la nación está en todas partes, está aquí. Un paso más y está solo aquí. La táctica y la estrategia se confunden. El arte política se transforma simplemente en arte militar. El militante político es el combatiente. Hacer la guerra y hacer política es una y la misma cosa.

Ese pueblo desheredado, habituado a vivir en el círculo estrecho de las luchas y las rivalidades, va a proceder en una atmósfera  solemne  a  la  limpieza  y  purificación  del  semblante local de la nación. En un verdadero éxtasis colectivo, familias enemigas  deciden  borrar  todo,  olvidarlo  todo.  Las reconciliaciones se multiplican. Los odios tenaces y escondidos son despertados para extirparlos más seguramente. El asumir la nación hace avanzar la conciencia. La unidad nacional es primero unidad del grupo, la desaparición de las viejas querellas y la liquidación definitiva de las reticencias. Al mismo tiempo, la purificación englobará a los pocos indígenas que por sus actividades, por su complicidad con el ocupante, han deshonrado al país. Los traidores, los vendidos, serán juzgados y castigados. El pueblo, en esa marcha continua que ha emprendido, legisla, se descubre y quiere ser soberano. Cada punto despertado así del sueño colonial vive a una temperatura insoportable. Una efusión permanente  reina en  las  aldeas,  una generosidad  espectacular, una bondad que desarma, una voluntad nunca desmentida de morir por la "causa". Todo esto evoca a la vez una secta, una iglesia, una mística. Ningún indígena puede permanecer indiferente a este nuevo ritmo que arrastra a la nación. Se envían emisarios a las tribus vecinas. Constituyen el primer sistema de enlace de la insurrección y aportan ritmo y movimiento a las regiones todavía inmóviles. Tribus cuya rivalidad obstinada es, sin embargo, bien conocida, abandonan la lucha y, en medio de alegría y lágrimas, se juran ayuda y sostén. En un codo con codo fraternal, en la lucha armada, los hombres se acercan a sus enemigos de ayer. El círculo nacional se agranda y son nuevas emboscadas  las  que  saludan  la  entrada  en  escena  de  nuevas tribus. Cada aldea se descubre como agente absoluto y relevo. La solidaridad intertribal, entre las aldeas, la solidaridad nacional se advierten primero en la multiplicación de los golpes asestados al enemigo. Cada nuevo grupo que se constituye, cada nueva salva que estalla indican que cada uno hostiga al enemigo, que cada uno se le enfrenta.

Esta solidaridad va a manifestarse mucho más claramente en
el curso del segundo periodo, que se caracteriza por el desencadenamiento  de  la  ofensiva  enemiga.  Las  fuerzas coloniales, después de la explosión, se reagrupan, se reorganizan y ponen en práctica métodos de combate correspondientes a la naturaleza de la insurrección.  Esta  ofensiva va a  conmover la atmósfera eufórica y paradisíaca del primer periodo. El enemigo lanza  el  ataque  y  concentra  en  puntos  precisos  numerosas fuerzas.  El  grupo  local  resulta rápidamente  desbordado.  Tanto más  cuanto  que  tiene  tendencia,  al  principio,  a  aceptar  el combate de frente. El optimismo que ha reinado en la primera etapa hace al grupo intrépido, es decir, inconsciente. El grupo, que está convencido de que su cerro es la nación no acepta desarmarse, no soporta batirse en retirada. Las pérdidas son numerosas y la duda se infiltra masivamente en los espíritus. El grupo sufre el asalto local como una prueba decisiva. Se comporta literalmente como si la suerte del país se jugara aquí y ahora.

Pero, como  se comprende,  esta impetuosidad voluntarista que pretende decidir de inmediato la suerte del sistema colonial está condenada, como doctrina del instantaneísmo, a negarse. El realismo más cotidiano, más práctico sustituye a las efusiones de ayer y a la ilusión de eternidad. La lección de los hechos, los cuerpos  atravesados  por  la  metralla,  provocan  una reinterpretación global de los acontecimientos. El simple instinto de supervivencia rige una actitud más dinámica, más móvil. Esta modificación en la técnica de combate es característica de los primeros meses de la guerra de liberación del pueblo angolés. Recordamos  que  el  15  de  marzo  de  1961,  los  campesinos angoleses se lanzaron por grupos de dos o tres mil  contra las posiciones portuguesas. Hombres, mujeres y niños, armados o no, con su coraje, su entusiasmo, se volcaron en masas compactas y por olas sucesivas sobre regiones donde dominaban el colono, el soldado y la bandera portuguesa. Aldeas, aeródromos fueron rodeados y sufrieron asaltos múltiples, pero también miles de angoleses fueron atravesados por la metralla colonialista. No necesitaron mucho tiempo los jefes de la insurrección angolesa para comprender que debían recurrir a algo distinto si querían realmente liberar al país. Así, desde hace algunos meses, el líder angolés Haldane Roberto reorganizó el Ejército Nacional Angolés tomando   en   cuenta   las   distintas   guerras   de   liberación   y utilizando las técnicas de las guerrillas.

En la guerrilla, efectivamente, la lucha no es ya donde se está sino adonde se va. Cada combatiente lleva a la patria en guerra  entre  sus  manos  desnudas.  El  ejército  de  liberación nacional  no  es  el  que  se  enfrenta  de  una  vez  por  todas  al enemigo, sino el que va de aldea en aldea, que se repliega en la selva y que salta de júbilo cuando se percibe en el valle la nube de polvo levantada por las columnas del adversario. Las tribus se ponen en movimiento, los grupos se desplazan, cambiando de terreno Los del norte se mueven hacia el oeste, los de la llanura suben a la montaña. Ninguna posición estratégica es privilegiada. El enemigo se imagina perseguirnos, pero siempre nos las arreglamos para marchar sobre sus talones, hostigándolo en el momento mismo en que nos cree aniquilados. En lo sucesivo, somos nosotros los que perseguimos. Con toda su técnica y su capacidad de fuego, el enemigo da la impresión de embrollarse y hundirse en arenas movedizas. Nosotros cantamos y cantamos.

Mientras  tanto,  no  obstante,  los  dirigentes  de  la insurrección comprenden que hay que enseñar a los grupos, instruirlos, adoctrinarlos, crear un ejército, centralizar la autoridad. El desmenuzamiento de la nación, que manifestaba la nación en armas, exige ser corregido y superado. Los dirigentes que habían evadido la atmósfera de vana política de las ciudades redescubren la política, no ya como técnica de adormecimiento o de mistificación sino como medio único de intensificar la lucha y de preparar al pueblo para la dirección lúcida del país. Los dirigentes de la insurrección advierten que las sublevaciones campesinas, aunque muy importantes, tienen que ser controladas y orientadas. Los dirigentes acaban por negar el movimiento en tanto que sublevación campesina, transformándolo así en guerra revolucionaria.  Descubren  que  el  éxito  de  la  lucha  exige  la claridad de los objetivos, la precisión de la metodología y sobre todo el conocimiento por las masas de la dinámica temporal de sus esfuerzos. Es posible sostenerse tres días y hasta tres meses utilizando la dosis de resentimiento contenida en las masas, pero no  se  triunfa  en  una  guerra  nacional,  no  se  descompone  la terrible maquinaria del enemigo, no se transforma a los hombres si se olvida elevar la conciencia del combatiente. Ni el valor encarnizado ni la belleza de los lemas son suficientes.

El desarrollo de la guerra de liberación se encarga, por lo demás, de dar un golpe decisivo a la fe de los dirigentes. El enemigo modifica, en efecto, su táctica. A la política brutal derepresión une oportunamente los gestos espectaculares de relajamiento, las maniobras de división, “la acción psicológica”. Intenta aquí y allá, y con éxito, revivir las luchas tribales, utilizando a los provocadores, haciendo lo que se llama la contrasubversión. El colonialismo empleará para realizar sus objetivos a dos tipos de indígenas. Y en primer lugar a los colaboradores tradicionales, los jefes, caids, brujos. Las masas campesinas sumergidas, como hemos visto, en la repetición sin historia de una existencia inmóvil siguen venerando a los jefes religiosos,  a  los  descendientes  de  las  viejas  familias.  La  tribu, como un solo hombre, sigue el camino que le señala el jefe tradicional.   A   fuerza   de   prebendas,   a   precio   de   oro,   el colonialismo   obtendrá   los   servicios   de   esos   hombres   de confianza.

El colonialismo va a encontrar igualmente en el lumpen- proletariat una masa considerable propicia a la maniobra. Todo movimiento de liberación nacional debe prestar el máximo de atención, pues, a ese lumpen-proletariat. Éste responde siempre a la llamada a la insurrección, pero si la insurrección cree poder desarrollarse ignorándolo, el lumpen-proletariat, esa masa de hambrientos y desclasados, se lanzará a la lucha armada, participará en el conflicto, pero al lado del opresor. El opresor, que jamás pierde la ocasión de hacer que los negros se peleen entre sí, utilizará con una singular alegría la inconsciencia y la ignorancia que son las taras del lumpen-proletariat. Esta reserva humana disponible, si no es organizada de inmediato por la insurrección,  se  encontrará,  como  mercenaria,  al  lado  de  las tropas colonialistas. En Argelia, el lumpen-proletariat integró los harkis y los messalistas; en Angola, aporta los contingentes que abren  el  camino,  precediendo  a  las  columnas  armadas portuguesas; en el Congo, se encuentra al lumpen-proletariat en las  manifestaciones  regionalistas  de  Kasai  y  Katanga,  mientras que en la ciudad de Leopoldville fue utilizado por los enemigos del Congo para organizar mítines "espontáneos" antilumumbistas.

El adversario, que analiza las fuerzas de la insurrección, que estudia  cada  vez  mejor  al  enemigo  global  que  constituye  el pueblo colonizado se da cuenta de la debilidad ideológica, de la inestabilidad  espiritual  de  ciertas  capas  de  la  población.  El  adversario descubre, junto a una vanguardia insurrecta rigurosa y bien  estructurada,  una  masa  de  hombres  cuya  participación puede ser puesta en peligro constantemente por un hábito demasiado grande de la miseria fisiológica, las humillaciones y la irresponsabilidad. El adversario utilizará a esa masa, para evitar males mayores. Creará la espontaneidad a golpes de bayoneta o de castigos ejemplares. Los dólares y los francos belgas se vierten sobre el Congo mientras que, en Madagascar, se multiplican las exacciones anti-Hova y que en Argelia son enrolados reclutas, auténticos rehenes, en las fuerzas francesas. Literalmente, el jefe de la insurrección ve zozobrar a la nación. Tribus enteras se constituyen en harkis y, dotadas de armas modernas, toman el camino de la guerra y atacan a la tribu rival, calificada por las conveniencias del momento como nacionalista. La unanimidad en el combate, tan fecunda y grandiosa en las primeras horas de la insurrección, se altera. La unidad nacional se rompe, la insurrección se encuentra en una disyuntiva decisiva.


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