1731 diciembre 28.
Nació
en el Realejo de Arriba José Viera y Clavijo, día de los Santos Inocentes. Su
padre, Gabriel del Álamo Viera, descendía de pobladores portugueses llegados a
Tenerife en la primera mitad del siglo en dos obras enciclopédicas: Teatro
Crítico Universal y Cartas Eruditas.
XVI, y su madre, Antonia María Clavijo Álvarez, estaba emparentada con los Clavijo y los Perdomo de Lanzarote. Según consta en su partida de nacimiento fue bautizado por caso de necesidad en la casa de sus padres, donde había nacido, lo que sugiere que hubo problemas durante el parto. De hecho, sus biógrafos coinciden en que siempre fue una persona de naturaleza débil y enfermiza.
A pesar de su delicada salud, desde niño fue muy activo, con mucho nervio y ganas de asimilar todo tipo de conocimientos. Esa vitalidad se interrumpía a veces durante periodos depresivos que le impedían realizar esfuerzos físicos e intelectuales. Él mismo aseguraba que padecía la modorra de los guanches, la extraña enfermedad que, según los autores antiguos, provocó la extinción de los aborígenes canarios. En cualquier caso, llevó una vida normal durante toda su existencia y vivió más de 80 años, una edad que pocas personas alcanzaban entonces.
Estudió en el convento de los dominicos de La Orotava donde cursó la carrera eclesiática. A los 18 años recibió las órdenes menores y tres años más tarde fue nombrado capellán de coro de la iglesia de Nuestra Señora de la Peña de Francia, en el Puerto de la Cruz. Poco después accedió a las órdenes mayores y ejerció como sacerdote en Las Palmas de Gran Canaria. Entre sermón y sermón, leía todo lo que caía en sus manos. Se entusiasmó particularmente con las ideas racionalistas de Feijóo, del que decía que en medio de la lóbrega noche de sus estudios escolásticos llegó a alumbrarle con una ráfaga de feliz claridad. Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) fue un monje de la orden de los benedictinos, autor de una larga serie de artículos críticos -que hoy llamaríamos de opinión- sobre religión, literatura, física, biología, etc., que fueron recopilados.
Viera desarrolló desde joven una intensa actividad intelectual: dominaba las lenguas clásicas, traducía literatura francesa, escribía artículos, ensayos, novelas, poesías, etc. Además era ingenioso, hablaba muy bien y exponía cualquier asunto de forma clara y amena. Esas cualidades le permitieron participar como un miembro más en la conocida tertulia de Nava, que se celebraba regularmente en la casa del marqués de Nava y Grimón, en La Laguna. Allí se reunían las personas más cultas e ilustradas de Tenerife para hablar y discutir sobre temas de diferente índole. Arropado por ese círculo intelectual, Viera tuvo la oportunidad de acceder a las pocas bibliotecas que entonces existían en la isla -casi todas pertenecientes a la aristocracia local- y a los archivos eclesiásticos y del cabildo. A lo largo de varios años de intensa investigación bibliográfica, logró rescatar y recopilar una gran cantidad de información sobre la historia de Canarias conservada en legajos y documentos antiguos, muchos de ellos olvidados o desconocidos hasta entonces. Ese trabajo de erudición constituyó la base principal de su obra más importante: Noticias de la Historia General de de las Islas Canarias.
En 1770, cuando aún no había cumplido 40 años, recibió una tentadora oferta del marqués de Santa Cruz de Mudela para que se encargara, como ayo, de la educación de su hijo, el marqués de Viso. El viejo marqués era una persona afable, culta e instruída, que pertenecía a una rancia familia de la nobleza española, muy próxima a la corte. Viera no dudó en aceptar esa proposición y se trasladó a Madrid a finales de ese año. Si bien el ambiente intelectual de la capital del reino le decepcionó profundamente, tuvo la oportunidad de viajar con los marqueses por las principales ciudades europeas, París Viena, Roma, Nápoles, Venecia, Amsterdam, etc., y conocer directamente las ideas más modernas que se estaban generando en ese momento. En Roma, investigó en los archivos del Vaticano, donde encontró documentos importantes para la historia de Canarias, aparte de obtener licencia para leer libros prohibidos. Entabló una estrecha amistad con José Antonio Cabanilles, el botánico español más importante de la época, con el que convivió en París durante casi un año. Allí fue alumno de ilustres científicos, como Valmont de Bomare, profesor de historia natural, y Sigaud Lafond, un reconocido químico. Incluso asistió al homenaje que le hizo la Academia a Voltaire cuando éste, ya anciano, regresó a París. Según él mismo cuenta, en sus viajes por Europa conoció 138 ríos, 165 ciudades, 13 academias de nobles artes, 8 laboratorios químicos, 8 casas de fieras, 6 talleres anatómicos, 70 catedrales, 5 sinagogas ... En 1782 fue nombrado arcediano de Fuerteventura, cargo que aceptó con gusto ya que estaba bastante harto de Madrid, una ciudad que, después de sus viajes por las principales capitales europeas, le parecía aún más provinciana que cuando había llegado doce años antes. Permaneció en Madrid durante dos años más, tiempo que consideró necesario para dar los últimos retoques a su Historia General de las Islas Canarias, que por fin se publicó en 1783, y ordenar y clasificar los documentos y materiales más interesantes que había acumulado a lo largo de esos doce años.
Al regresar a Canarias comenzó una nueva etapa en su vida, sin duda más tranquila y reposada, pero intelectualmente tan activa y fecunda como lo había sido siempre. No sólo siguió desarrollando su vocación literaria con mayor o menor éxito, sino que se dedicó a difundir los conocimientos científicos adquiridos en Europa y a aplicarlos en el estudio de la naturaleza canaria. En la Real Sociedad de Amigos del País de Canaria (Las Palmas) presentó numerosas comunicaciones: sobre las aguas minerales de Teror y el carbón de piedra (1785); sobre las aguas minerales de Telde, la rubia silvestre, la barrilla y el ricino (1786); sobre los gusanos de seda, la orchilla y el carbón de leña (1787); sobre las aguas de la ciudad de Las Palmas, la renovación de los sombreros viejos y el modo de desengrasar la lana (1788), etc.
En 1799
terminó de redactar el Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias,
su obra científica más importante, que se publicó por primera vez en 1866,
cincuenta y cuatro años después de su muerte. El diccionario recoge más de mil
nombres populares canarios de plantas, animales, minerales, etc., con una
descripción más o menos detallada de cada término. En la mayoría de las plantas
incluyó el nombre científico actualizado, siguiendo el método propuesto por Linneo
unos pocos años antes.
En 1804 compuso Las Bodas de las Plantas, un poema didáctico considerado como un tratado de botánica, sobre la fecundación y propagación de las especies vegetales. Cuatro años más tarde presentó en la Real Sociedad de Amigos de Canaria el que probablemente fuera su último trabajo científico, Catálogo de los Géneros y Especies de Plantas singulares de las Islas Canarias, donde incluyó unas 60 plantas autóctonas con una descripción más detallada que en su diccionario.
En 1804 compuso Las Bodas de las Plantas, un poema didáctico considerado como un tratado de botánica, sobre la fecundación y propagación de las especies vegetales. Cuatro años más tarde presentó en la Real Sociedad de Amigos de Canaria el que probablemente fuera su último trabajo científico, Catálogo de los Géneros y Especies de Plantas singulares de las Islas Canarias, donde incluyó unas 60 plantas autóctonas con una descripción más detallada que en su diccionario.
A pesar de su
cada vez más deteriorada salud, Viera continuó escribiendo cartas, ensayos y
poesías hasta sus últimos días. Falleció en Las Palmas de Gran Canaria el 21 de
febrero de 1813. El botánico inglés Philip Baker Webb le dedicó en 1839 un
género de plantas endémico de Tenerife, cuya única especie, Vieraea laevigata,
conocida popularmente como amargosa, vive exclusivamente en el macizo de Teno.
También en su honor, el Museo de Ciencias Naturales de Tenerife edita
anualmente una revista científica que lleva el mismo nombre: Vieraea.
Arboles
(Arbores). Vegetales de los más interesantes, los más útiles, los más nobles y
dignos de ser estudiados. ¿Cuál otro ornamento más esencial para los campos?
¿Cuál otro contribuye con su sombra y frescura a favorecer la habitación del
hombre? La majestad con que un robusto árbol levanta su copa a los cielos, le
da cierto aspecto halagüeño y le imprime un aire de grandeza que ningún ser
viviente suele tener. ¡Qué género de conmoción no se experimenta a la vista de
un alto pino o de un copudo castaño, de un descollado tilo o de una eminente
palma! ¡Quién será el que al penetrar en un bosque no sienta en su interior no
sé qué extraña impresión que no es posible encarecer! La dulce calma, el grato
olor, la media luz vista por entre el templado verdor, el silencio, lo erguido
de los troncos, lo dilatado de la perspectiva, todo convida al placer de
meditar. Por el contrario, ¡qué desnudez más triste la de un terreno sin
árboles! Así después de haber bajado de la cima del pico de Teide de Tenerife,
por medio de lavas de volcanes y páramos de piedra pómez, los primeros arbustos
que yo encuentro son los escobones o citisos prolíferos, y aquellas retamas de
flor blanca que regalan mi olfato y que recrean mis ojos.
Más abajo se me presenta una selva de pinos gigantescos, entre los cuales se distinguen algunos cedros del Líbano. Luego el monte verde poblado de brezos, tilos, avernos, palos blancos, viñátigos, acebiños, xinjas, laureles, barbusanos, follados, hayas, lentiscos, saúcos, acebuches, hortigones, madroños, sauces, etc. Y, por último, los predios de castaños, nogales y otros frutales especiosos.
Sabemos que todavía a principios del siglo XVII se iba desde la villa de La Orotava al puerto de Garachico, que son casi cinco millas de camino, por debajo de una floresta continuada de laureles, acebuches, palmas, dragos, cipreses, etc., cuyo olor perfumaba el contorno. (Viaje de Purchass, tomo 5, cap. 11).
Si por otra parte me acerco a la célebre montaña de Doramas, en Canaria, el peristilo de acebiños y laureles por el cual entro, desde luego me anuncia que voy a penetrar a paraje más intrincado, donde los mayores árboles descuellan. Llego, en efecto, al sitio llamado las “Madres de Moya”, y unos excelsos tilos con eminentes bóvedas que las espesas ramas tejieron, me presentan un templo augusto, imagen de la Catedral, cuyo nombre lleva. Sentado a su benigna sombra mi pecho se dilata; respiro un aura suave; oigo el canto de los pájaros canarios, capirotes y mirlos, y el susurro de las aguas que corren, frías, diáfanas y delgadas. Miro hacia arriba, y por los claros de las aberturas de las ramas alcanzo a ver las inmediatas cumbres de los altos peñascos que rodean aquel ameno valle, y pendientes en ellos algunas cabras y la manada de ovejas que guía un pastorcillo vestido con capote de lana blanca con aguadera. Pero pasemos del placer que los árboles nos ocasionan a los bienes innumerables que les debemos. Aquel fuego que la leña mantiene para las necesidades de la vida; aquel arado que surca la tierra; aquella fragua, aquella barca, aquel torno, aquel techo, en suma, todas aquellas artes en que se emplean las maderas ¿podrán existir sin los árboles, por ventura? Mas antes que ellos caigan victimas del hacha, ¿con cuántos ricos presentes no nos favorecen? De sus ramas bajan a echarse a nuestros pies la castaña, la aceituna, la nuez, la almendra; y se ponen en nuestras manos la naranja, la granada, la ciruela, la pera, el plátano, el limón... Corre el aceite de la oliva, y el vino de la parra. El moral nos da seda y el algodonero su preciosa pelusa. Suda el drago su sangre, el almácigo su resina, el pino su brea, el cardón y la tabaiba su leche...
¿Y por qué aquellas lomas se han descarnado, y perdido su antigua feracidad? ¡Ah! Priváronlas de los árboles que con sus raíces entrelazadas sostenían la tierra. ¿Y por qué el otro cerro se reviste ahora todos los años de nuevos céspedes y de lozanas yerbas? Porque las hojas de los árboles y arbustos inmediatos, habiéndose deshecho y podrido, le ofrecen sin cesar una admirable tierra hortense. Además de esto, nadie puede ignorar que la espesura de los montes es una de las cosas que más atraen las benéficas lluvias, y que contribuyen, por consiguiente, a enriquecer los manantiales de agua viva. Por tanto, no cortes jamás un árbol sin haber plantado antes diez. Catón, en su Libro de la Vida Rústica, decía: “Cuando se trata de edificar, delibéralo largo tiempo; mas cuando se trata de plantar, el deliberar sería un absurdo: no te detengas, planta sin dilación; esta es una ocupación digna de un honrado vecino, es un obsequio debido a la naturaleza, y fácil de practicar.” Pero, al contrario, tropezamos a cada paso, unos hombres que tienen la osadía de destruir en pocos instantes la bella obra de los siglos, y el patrimonio de la posteridad, mientras no han hecho en toda su vida nada útil ni dejarán en los campos vestigios de su existencia. ¡Qué placer se puede igualar al de extender la vista por la campiña que uno ha vestido de árboles, y decir: Dios crió las especies; yo las he multiplicado!
La posteridad bendecirá mis cuidados, cuando eche de ver que yo he tenido la generosidad de trabajar para ella: ¡la Patria me tributará elogios, porque he aumentado sus verdaderos bienes...! Gratas reflexiones que deberían animar a todos los canarios, amenazados de la temible situación de carecer de árboles de montaña (Lázaro Sánchez Pinto, en: Rincones del Atlantico)
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