lunes, 23 de diciembre de 2013

CAPÍTULO XLI-XIII




UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1800-1900 

CAPÍTULO XLI-XIII



Eduardo Pedro García Rodríguez

1811 Febrero. En Tamaránt (Gran Canaria), el vómito o fiebre amarilla no causó menos víctimas, pero, algo curioso, sólo alcanzó su virulencia en el momento en que se extinguía lentamente en Chinech (Tenerife)

Luchar contra una epidemia enviando a un personaje altamente titulado es una idea que no comprendemos. Pero en aquellos tiempos, en necesario creerlo, tenía ardientes partidarios. Sin duda, con el fin de preservar de la plaga a la isla cuya capital es Winiwuada (Las Palmas), la Junta Suprema de Sevilla delega allí a un Grande de España de primera clase, gentilhombre de Su Católica Majestad, educado en la corte galante de Carlos IV y más calificado como jefe de protocolo que como dirigente de un servicio sanitario. Por eso, a pesar de sus buenos modales, el duque del Parque no encuentra nada mejor que declarar Tamaránt (Gran Canaria) indemne de todo mal.

Desgraciadamente, muy pronto esta ligereza culpable debería causar la muerte en la ísla a varios míles de sus habitantes, pues la fiebre amarilla se instala allí desde la primavera y alcanza su paroxismo a mediados del verano.

Este fue el momento que el duque del Parque eligió para trasladarse a Chinet (Tenerife), donde el mal había extinguido su violencia, y establecer allí un cordón sanitario que ya no ofrecía sino un interés retrospectivo. Llegado a Añazu (Santa Cruz) el 3 de agosto, a partir del 18 de septiembre fue substituido, con gran irritación por su parte, por el general La Buria.

Abandonada con demasiada facilidad por el delegado del la metrópoli, Tamaránt (Gran Canaria) todavía no se encontraba al final de sus sufrimientos. En Winiwuada (Las Palmas), la alarma del comienzo de la epidemia se había producido en un barrio popular, en la Calle de Travieso.

Pero eso ocurrió a finales de año y los gérmenes aciagos, quizás a causa de un invierno que sin embargo no es riguroso, sólo recuperarían sus efectos al comienzo de la primavera. Algunos casos aislados provocaron una verdadera epidemia, cuya contami-nación no cesará hasta el momento en que la casi totalidad de los habitantes burgueses haya huido de la ciudad contagiada: Don Domingo José Navarro, que tenía entonces ocho años, ha conservado de esa época trágica recuerdos singularmente precisos y que evocan algunos rasgos muy característicos: "El eco de esas escenas terribles, de esos gemidos, de esas lágrimas y de la desolación de toda una ciudad, no traspasaron sus antiguos límites. En el campo, donde todos los colonos pudientes había ido, las primeras impresiones de terror se disiparon rápidamente. Los fugitivos se apresuraron a buscar temas de distracción y, como obedeciendo a una consigna general, se reunían para cantar, bailar, improvisar sainetes, imaginar disfraces, organizar jiras o deleitarse con comidas campestres en los lugares más deliciosos. Tales son (exclama el nonagenario) las contradicciones y los misterios del corazón humano cuando está dominado por un brutal egoísmo". Y mientras los colonos canarios hacían todo esto para escapar de esa visión dantesca, ¿quién cuidaba de sus casas vacías? Es también Don Domingo quien nos lo va a decir. Al esquivar el destino, la mayoría de los habitantes se dirigieron a los franceses amontonados en el hospicio de los niños expósitos y prisioneros como estaban, y les pidieron que fueran los guardianes de sus casas. Ahora bien, fieles y leales, los marinos de Rosily no solamente desempeñaron su labor a conciencia sino que se encargaron, al menos los que podían, de conducir a su última morada a las víctimas de la fiebre amarilla. De conserjes pasaron a enterradores. "Grande y generosa recompensa por la hospitalidad recibida, dice un canario auténtico.

El siguiente hecho, extraído de un Diario de la época, no parece menos elocuente y Don Romero Ceballos lo anota: “Cuando el 8 de diciembre de 1810 se cantó en la catedral de Las Palmas un Te Deum de acción de gracias por el fin de la epidemia, se informó que, de un total de dos mil muertos, sólo en Gran canaria se encontraban trescientos franceses.” jÉsta fue su fidelidad al deber! La acusación de envenenar las fuentes no solamente era una calumnia sino también una blasfemia. (Gesendor –Des Gouttes; 1994)

1811 Febrero 17.  La mar estaba embravecida. Un barquito del Puerto Mequínez (Puerto de la Cruz) en Chinech (Tenerife), salió al encuentro de un queche, para recoger la correspondencia con destino a ese puerto. Al regresar, naufragó en la boca del mismo y se ahogaron dos de los tripulantes junto a la escalerilla del muelle. Al día siguiente apareció la valija con las cartas en una cueva de las rocas.
1811. Mayo 23.
El comerciante santacrucero José Álvarez residía eventualmente en Las Palmas desde mediados de 1810. Empero, sus peculiares críticas a la gestión del mando superior de la “provincia” tropeza­ron con el poder omnímodo del duque del Parque.

En efecto, en la fecha indicada, el Capitán General se dirigió al oidor José María de Seoane para que averiguara si eran o no ciertos los "repetidos avisos y quejas" que le habían llegado acerca de la conducta pública de José Álvarez, que, en su opinión, podrían afectar "a la quietud y tranqui­lidad pública". En consecuencia. Seoane procedió a la detención y proce­samiento del sospechoso, a quien le fueron retirados sus documentos, al tiempo que se iniciaron los trámites judiciales y se procedió al interroga­torio de los testigos de cargo.

Entre los doce testigos interrogados, cuatro, que habían tratado al acusado de manera más o menos regular, señalaron que de sus conversa­ciones en lugares públicos como la Botica, el Café y la Puerta de Triaría, no podían deducirse criterios desfavorables al gobierno de las Cortes o al del propio duque del Parque. Un quinto entrevistado no aportó, tampoco, ningún dato significativo, mientras que las declaraciones de los cinco res­tantes permitieron sustentar, como veremos seguidamente, los cargos con­tra Álvarez.

Juan González Báez aseveró, pues, en primer lugar, que había sido testigo de una discusión entre el acusado y el capitán de puerto Juan Silvera, en la cual el primero manifestó sus dudas "acerca de las victorias conse­guidas por los españoles contra los franceses''. Interrogado el propio Silvera añadió, por su lado, que el debate había sido acalorado y que José Álvarez había afirmado "que los franceses siempre dominarían y que el gobierno de las Cortes era inútil pues sus discusiones eran demasiado entretenidas''.

Además, con relación a la venida del duque del Parque, añadió "'que ésta era inútil, pues era mejor un gobierno compuesto de los naturales del país, que entonces no sucedería el tomar dineros de la Caja de Consolidación para sostener su acompañamiento de oficiales". Asimismo, el comerciante tinerfeño aseguró que era un derroche "la construcción de las barcas ca­ñoneras, dimanando el perjuicio que se hacía con el destrozo del Pinar''.

Agustín Ortega no aportó datos sustanciales, pero José Cristóbal de Quintana juró haber oído decir a José Álvarez, en la Puerta de Triaría, '"que eran inútiles aquí las lanchas cañoneras, que cien pinos que se habían cortado y destrozado el Pinar también lo eran, que los caudales de conso­lidación y tesorerías se los estaban trayendo de las demás Islas para mal­gastarlos en esto y en cuatro virotes de oficiales que acaban de venir de España, que por qué se dejaban gobernar del Sr. duque.

Por su parte, el guarda de rentas Francisco Fernández indicó que, estando en el Café de Triana, Álvarez reiteró sus críticas a la mala gestión de los gobernantes: "¿De dónde se sacaba ese dinero en perjuicio de los naturales?, que aquí convendría un gobierno que no fuese compuesto de españoles, que sólo venían a buscar dinero", y añadió, además, que "con la venida del Sr. duque del Parque resultaban gastos inútiles que no po­drían sostener las Islas''. Mientras que Pedro Guigot recogió una observa­ción del tinerfeño sobre el proyectado muelle de San Tehno, "semejantes obras no se hacen sin dinero en una noche".

Por último, José de Mesa ratificó la declaración de Francisco Fernán­dez, excepto en el extremo relativo al gobierno de las Islas por parte de sus naturales y no por españoles, asunto que dijo no recordar.

El propio José Álvarez fue interrogado, a su vez, el día 25 de mayo. Se le preguntó por el motivo de su estancia en Las Palmas y respondió que para realizar algunas "cobranzas de créditos que se le adeudaban". Ase­guró, además, a preguntas del magistrado, que había dicho que "las Cortes debían haberse congregado mucho tiempo antes por la utilidad que de ello le venía a la nación', y, respecto a la gestión del duque del Parque, señaló que "como no es nada político no ha hablado en el caso, ni ha oído cosa alguna". Mas, interrogado acerca de la obra del muelle y de las cañoneras.
afirmó que ha "manifestado su opinión reducida a que para construirlo era mejor antes hacer plantío de viñas y fomentar el comercio", y, respecto a las barcazas, dijo que había oído que '"estos puertos no son [adecuados] para ellas, ni los marinos aptos para tripularlas ', por tanto le "parecían inútiles”.
Seguidamente le fueron leídos sus cargos que, en síntesis, fueron los siguientes:
-   Afirmar que como "'había libertad de imprenta, la había también
para hablar".
-   Dudar de las victorias de los españoles frente a Napoleón, así como
de la utilidad del gobierno de las Cortes.
-   Considerar inútil la venida del duque del Parque, pues, en su lugar, hubiera sido mejor un gobierno integrado por naturales del país, dado que se evitarían perjuicios económicos para las Islas.

-   Asegurar que era un derroche la construcción de las cañoneras y sobre todo, el consiguiente destrozo forestal.
-   Sostener, por último, "que podía ser cierta la noticia que se dio de que Su Excelencia había enviado por tropa a la Península, y la sacada de gentes de estas Islas".

José Álvarez trató, entonces, de rebatir estas acusaciones.

Respecto al comentario sobre la libertad de imprenta, aseguró que había afirmado que iba a solicitar una copia autorizada con la "idea de manifestar al Gobierno algunas cosas que fuesen útiles al comercio", y, respecto a sus dudas sobre las victorias españolas contra los franceses, lo único que con­fesó fue su incredulidad "en las buenas noticias tan inesperadas", pues nadie podía pensar, tal como estaban las cosas, que iban a producirse tales resultados.

Álvarez insistió, a continuación, en la falsedad de los restantes aser­tos, aunque, respecto a la hipotética llegada de tropas de la Península, dijo que había afirmado que "si venían dichas tropas y los oficiales de estado mayor no habría en las Islas caudales para sostenerlos'. Reconvenido, sin embargo, por el oidor, dadas las afirmaciones contrarias de varios testigos, Álvarez se ratificó en su alegato y firmó la indagatoria.

El 7 de junio de 1811 pronunció la sentencia el duque del Parque, como presidente nato de la Audiencia, por ella se condenó al acusado "en la multa de doscientos ducados aplicados en la forma ordinaria con las costas; a quien se le conferirá por seis años en la isla del Hierro bajo las órdenes de aquel comandante de armas, encargando a la justicia cele su conducta en el modo de propagar ideas subversivas y contrarias a las órdenes del Gobierno'. Al día siguiente fue embarcado nuestro hombre con destino al Hierro, custodiado por el teniente Tomás Ferrer.

Tras el acceso al poder de Pedro Rodríguez de la Buría se produjo la absolución de José Álvarez. El 23 de noviembre, el nuevo Capitán General le comunicó su plena libertad y facultad para "restituirse a su anterior destino de Santa Cruz”, y que, si ese era su deseo, podía hacerlo en el mismo barco que habría de conducir a don Juan Bautista Antequera, desterrado también por el duque del Parque, como ya se dijo. Álvarez contestó al oficio de La Buría con palabras de agradecimiento, pero declinó la invitación de regresar de inmediato a Tenerife, pues, como buen comerciante, tenía ya "algunos intereses pendientes'" en la isla del Meridiano.

José Álvarez fue, sin duda, un hombre con un gran sentido práctico. También un miembro representativo, tal vez más de lo que se deduce por los datos disponibles, de la hábil burguesía de Santa Cruz de Tenerife, una Villa compuesta, al decir de Alonso de Nava Grimón -gran mentor de la Junta Suprema de Canarias en 1808-1809-, "casi únicamente de emplea­dos, de forasteros, de comerciantes y de mercaderes" 10. Una burguesía que, en estos años de incertidumbre, se planteó con realismo, lo mismo que sus iguales del otro lado del Atlántico, la necesidad de escoger el camino más adecuado para sus propios intereses.

El emprendedor José Álvarez no fue, al menos en principio, un pre­sunto separatista, pero entendió que las Canarias se beneficiarían mucho más de un gobierno formado por naturales del país y atento a sus necesi­dades reales, que con el mandato omnímodo y semicolonial de un repre­sentante del Gobierno de las Cortes del reino, pues se trataba de un reino ocupado militarmente, en la mayor parte de su territorio, por una potencia extranjera y en cuyo trono se sentaba, con la aquiescencia de muchos españoles, el representante regio de una nueva dinastía.

Álvarez intuía que en estos acelerados, inciertos y tensos instantes de la Historia podía suceder cualquier cosa en España, y, desde luego, también en Canarias y en la propia América española, como de hecho estaba suce­diendo, aunque las condiciones objetivas de ambos mundos no fueran exactamente las mismas. (Manuel de Paz-Sánchez, 1994)


1811 Junio 6.
Pidió el relevo el virrey. No sabemos qué abusos vino a corregir en la colonia el duque del parque Vicente Cañas Portocarrero, ni qué medidas salvadoras adoptó para prevenir los motines de que antes hemos hablado. Su viaje, más que político, parecía de recreo a Tamaránt (Canaria) y Chinech (Tenerife,) hasta que, intimidado por la epidemia, pidió su relevo a la regencia de la metrópoli alegando su quebrantada salud, petición que fue atendida, enviando en su lugar a  Pedro Rodríguez de La Buria. Al instalarse el duque en La Laguna había circulado el rumor, verdadero o falso, de ser adicto a Winiwuada (Las Palmas,) circunstancia que alejó de su lado a las personas más influyentes de aquella localidad.

No había seguridad, entonces, de que la altura donde se hallaba situada La Laguna fuese un preservativo de la fiebre amarilla, y en esta incertidumbre se estableció un cordón sanitario, cuyo quebrantamiento dio lugar a muchos disgustos entre las autoridades y el pueblo. Sucedió también que, como el nuevo ayuntamiento de Añazu (Santa Cruz)

Estas y otras cuestiones que continuamente surgían, nacidas unas del carácter voluntarioso del mismo duque y otras de la audacia de sus numerosos enemigos, que estaban ya enterados de su próximo relevo, produjeron algún tiempo después cómicos incidentes con su sucesor, que había llegado a Lanzarote en 18 de septiembre de 1811; trasladándose inmediatamente a Tenerife, en cuyo Puerto de La Cruz desembarcó el 1° de octubre. Encontróse La Buria con el duque que, huyendo de los habitantes de La Laguna, se había refugiado en La Orotava, donde, para distraer sus ocios, daba frecuentes bailes a la nobleza de aquella villa. Mas sucedió entonces una cosa muy curiosa: Al saber que su sucesor estaba en el cercano puerto, se le antojó conservar el mando de la provincia y, para inutilizar a La Buria, declaró dicho puerto infestado por la fiebre y lo incomunicó con el resto de la isla. Este inocente ardid fue burlado aquella misma noche, trasladándose el nuevo general a los Realejos y de allí a La Laguna, donde esperaba obligar al duque a entregarle el mando. Después de dilaciones y subterfugios indignos de un militar y de varios conflictos con La Laguna y Santa Cruz, se vio obligado por fin el duque a embarcarse en el escondido surgidero de Guamojete (30 de noviembre), en la goleta Someruelos, odiado de todos los isleños del grupo occidental. Como en Tenerife se temía que sus informes fuesen favorables a las pretensiones de Gran Canaria, se envió al mismo tiempo por el bergantín Aquiles un comisionado muy experto y activo que refiriese los sucesos de cierta manera, con grandes elogios de La Buria, declarado ya protector decidido de aquellos que le habían favorecido en su lucha con el duque.

La fiebre, en tanto, se desarrollaba con increíble rapidez e intensidad en Las Palmas, cuya población se había dispersado por los campos y lugares inmediatos, no pudiendo en aquellos angustiosos días pensar en la defensa de sus intereses y quedando abandonada a merced de las influencias y acertada dirección de su rival.


1811 Agosto 6.
Promulgóse por este tiempo en las Cortes de la metrópoli el decreto aboliendo los señoríos en toda la nación. Esta noticia, de tanta importancia para la colonia, conmovió profundamente las islas sujetas a este régimen, que entraron con júbilo en el concierto de todos los pueblos libres de la monarquía. Sacudieron también el yugo señorial Agüimes, Adeje y el valle de Santiago, perdiendo su jurisdicción privilegiada las autoridades que la ejercían en esos pueblos. El decreto decía: "Quedan incorporados a la nación todos los señoríos jurisdiccionales de cualquier clase y condición que sean.

Quedan abolidos los dictados de vasallo y vasallaje y las prestaciones, así reales como personales, que deban su origen en título jurisdiccional, a excepción de las que procedan de contrato libre en uso del sagrado derecho de la propiedad... En adelante, nadie podrá llamarse señor de vasallos, ejercer jurisdicciones, nombrar jueces ni usar de los privilegios y derechos comprendidos en este decreto, y el que la hiciere perderá el de- recho al reintegro..." El triunfo sobre el Antiguo Régimen era, pues, completo. Los últimos restos del feudalismo huían vencidos del territorio español, aunque se mantuvo de manera solapada durante bastante tiempo en las colonias.

1812.
Fue almojarife (en Lanzarote)  Dn. Antonio Palmerín natural de la isla de La Palma, a quien siguió Dn. Marcelo Carrillo Albornoz, su paisano que ejerció hasta el año 1810 o 12. Carrillo se estableció y fijó en el Puerto del Arrecife, porque al principio residía como sus antecesores en la villa de Teguise, habiendo abajo un almacén que bastaba para lo insignifi­cante del pueblo y del negocio. A las órdenes del almojarife estaban 2 a 4 guardas celadores del contrabando: después se le agregó un contador, que lo fue D". Josef Ginori, sobrino del mismo Dn. Marce­lo. Y del año 1812, adelante un vista siendo el primero Dn. Josef del Castillo Roche: asimismo un cabo de resguardo.

Del año 1814 a 24 era almojarife D. Mateo Monfort. Siguióle paréceme que interinamente, D". Ignacio de la Torre, y después un tal D". Lucas Vizcaíno, peninsular, quien se hizo con algunos cauda­les, lo pillaron, y se le siguió causa en S'a. Cruz donde falleció. Suce­dióle D". Pedro Lagos que hoy está cesante.

El edificio donde han estado las oficinas ha sido la misma casa en que quiera que han habitado los almojarifes, pues a pesar que tan­tos solares hubo valutos donde todo lo era, a nadie le ocurrió reser­var uno para que con tantos derechos como aquí se han cobrado se hubiese edificado aduana para comodidad del rey y de los negocian­tes. Y tanto los aranceles por que se rige, como el régimen económi­co es el mismo que usan las demás de su clase de la provincia. (J. Álvarez Rixo, 1982:159.162)
1812. Las Cortes de Cádiz (España) dichas Cortes, realizan una Reforma Administrativa que otorga la categoría de Municipio a toda Parroquia superior a los mil habitantes. Esta normativa, que afecta a la colonia de Canarias,  se hará efectiva en Erbania (Fuerteventura) entre 1833-35. En este último año, se reduce el tamaño mínimo exigido para los municipios a 100 vecinos (unos 450 habitantes) con lo que Puerto de Cabras logra ser municipio independiente. Pero todos estos Ayuntamientos existirán sobre el papel, en la mayoría de los casos, debido a que por la falta de medios y desorganización no contaban con las estructuras básicas necesarias para formar una entidad local verdaderamente operativa.
1812.
Al publicarse la Constitución de la Monarquía Española, se terminó la intervención de los Cabildos en las Fortificaciones: este había gastado unos cien mil pesos, obtenidos del derecho del uno por ciento.

Con motivo de la visita que al Cabildo de Tenerife realizó el Regente de la Audiencia de Canaria D. Tomás Pinto Miguel, se mencionan los ingresos y gastos, y entre estos se hallan:

«Al Castellano de S. Cristóbal 70.000 maravedises que hacen 2.058'28 rs.
Al Castellano del Castillo de San Juan I.000 rs.
A los Condestables, Artilleros, Ayudantes, Cabos y Soldados de las guarniciones de los Castillos de San Cristobal, Paso Alto, San Juan Bautista y Plataforma 11.477 reales y 528 fanegas de trigo.- Al tenedor de municiones, 18 fanegas de trigo.- A los cuatro atalayeros, 80 fanegas de trigo.- Al atalayero de Abona, 20.-
Al sobreronda de las Atalayas, 8».

En otros apuntes existentes en el archivo de Acialcázar hemos visto que hasta 1772. la pólvora que había adquirido el Cabildo importó 26.640 reales 30 maravedises. (José María Pinto de la Rosa, 1996)

1812. Se extingue por las Cortes españolas de Cádiz el Señorío del Valle de Santiago, si bien sus efectos no se hicieron sentir hasta 1830.

1812.
Fue un año de triste memoria para el Archipiélago Canario. Los dos años de fiebre habían alejado los buques de sus costas. La cigarra devoraba sus escasas cosechas. La ruina del labrador, el desaliento del propietario y la paralización del comercio llevaron la desolación, el hambre y la miseria a todos sus pueblos. Los alimentos de primera necesidad subieron a precios fabulosos y hubo pobres que se alimentaron, como las bestias, con hierbas y raíces de árboles.

En medio de esta ruina universal llegó a las islas la noticia de la promulgación del código constitucional de la metrópoli, que había tenido lugar en Cádiz el 19 de marzo de 1812. En Añazu (Santa Cruz) se verificó la proclamación solemne el l de agosto y en Winiwuada (Las Palmas) el 9, cantándose al día siguiente un tedeum en la catedral con asistencia de todas las autoridades. El cura del sagrario, don Juan de Frías, dirigió a los
asistentes un breve exhorto que contenía, entre otros párrafos, el siguiente: "Sí, oyentes míos, el claro día de nuestra regeneración raya al fin sobre nuestro horizonte y, para que conozcáis los poderosos motivos que nos obligan a tributar gracias infinitas al autor y supremo legislador de la sociedad por beneficio tan singular, no hay más que echar una ojeada rápida sobre el estado lamentable en que yaciamos antes de la gloriosa lucha en que nos hallamos empeñados, estado a la verdad abominable y digno de la mayor execración, estado en que se despreciaban los derechos del ciudadano, estado en que no había libertad civil, siendo todos conducidos como un rebaño..." .
1812. Desde el mismo momento de la ocupación por la huestes mercenarias castellanas Galdar y bajo el reinado de los genocidas Reyes Católicos recibe le tratamiento de Villa por parte de los colonos europeos en la documentación oficial que se conserva en los archivos de protocolos de Sevilla y General de Simancas (España), titulándose "Villa de Santiago de los Caballeros". Esta memoria de capitalidad perdura hasta el primer tercio del siglo XIX cuando en 1821 Las Cortes de la metrópoli crearon el juzgado de primera instancia de Galdar o cuando fue sede provisional, en 1812, de la Real Audiencia de Canarias.
1812. En el Puerto Mequínez (Puerto de la Cruz) Chinech (Tenerife). Se estrelló contra el risco El Penitente, el bergantín El Hiero, el cual estaba cargado de trigo, perdiéndose la carga y el velero. Por estos días, un grupo de prisioneros franceses que estaban confinados en Garachico e Icoden, robó una lancha caletera en el puerto icodense y en ella se trasladaron al de Mequínez (la Cruz), donde abordaron un barco inglés que estaba descargando trigo, y una vez apoderado del navío se hicieron a la mar. Al día siguiente, don Domingo Nieves Ravelo, al frente de una flotilla de lanchas del Puerto Mequínez (Puerto de la Cruz), salió en persecución de los fugados dándoles alcance y logrando recuperar el navío sin que se produjesen bajas en ambos bandos.

1812. Escribe Don Domingo José Navarro. Después de dos años de una epidemia continua, (fiebre amarilla) causa directa de la miseria pública, durante el verano de 1812 se ve surgir otra plaga casi tan cruel. Esta se extiende por el archipiélago entero.

Los vientos persistentes del sur habían ocasionado en todas las islas, ya tan pobres en agua, una sequía extrema. De repente se produjo, traída por esos mismos vientos, una invasión (algunos incluso dicen que un diluvio) de las devoradoras langostas del continente.

Al oírlas se diría que son un ruido de carros " 'que saltan sobre la cima de las montañas.
Se diría que son el chisporroteo i de la llama del fuego cuando consume la caña. ..] Ante ellas la tierra tiembla, 11 los cielos se estremecen el sol y la luna se obscurecen y las estrellas retiran su brillo. Navarro, que relata aquí los recuerdos de su niñez, no es menos impresionante. "Una mañana, dice, a la salida del sol, al este de nuestra vivienda vi el cielo literalmente oscurecido por una densa nube. En unos momentos, la atmósfera, el suelo, los árboles y hasta el interior de las casas, fueron invadidos por los voraces insectos. En vano los hombres, las mujeres, los niños, armados con pitos, cacharros, campanillas e incluso almireces, hacían un ruido infernal para expulsar los intrusos; en vano los curas, vestidos con sus estolas y provistos de agua bendita, pronunciaban con fervor los exorcismos rituales contra el genio del mal.

Todo fue inútil. En pocas horas la vegetación, incluso la corteza de los árboles, desapareció totalmente. La isla verde ya no era sino un desierto árido".

Este cuadro, grabado en la memoria de un niño y siempre vivo en la de un nonagenario, hace comprender hasta qué punto esta plaga aumentó la miseria del archipiélago. "jAy, qué ruina habían dejado atrás estas bestias", exclama Alphonse Daudet, testigo de una invasión parecida; "todo estaba negro, roído, calcinado". Evidentemente, los enemigos más obstinados de Francia no pudieron convertir esta vez a los marinos de Rosily en responsables de la catástrofe. Pero, como observa Cunéo d'Ornano en sus informes al ministro francés: "Después de una plaga que había segado la vida a un tercio de la población de la ciudad, ¿era necesario sufrir una nueva calamidad en el campo? Esta infinidad de langostas, añade, ha destruido las cosechas y, falto de subsistencia, hace peligrar el ganado".

También en este caso -es a Don Romero Ceballos a quien se debe esta información- las tripulaciones de Trafalgar se iban a multiplicar, como lo habían hecho cuando la epidemia. Al estar dotada la langosta africana, o cigarra berberisca, de una prodigiosa facultad de reproducción, en la primavera siguiente se quisieron preservar los bosques de pinos, así como las siembras, de las consecuencias de las crías de estos insectos. Por eso, en Gran Canaria encargaron a cien prisioneros, mandados por dos sujetos "inteligentes y activos", de perseguir (sic) y matar estos insectos antes de que se propagaran a través de la isla, donde ya se veían volar algunos".

¿Es conforme o contrario a los decretos de la providencia que, en esos años trágicos, unos huéspedes impuestos por el colonialismo español rindieran a la población canaria todos los servicios posibles?

1812. Tacoronte, Chinech (Tenerife). El derribo de unas paredes para la ampliación de la plaza de la iglesia crea enfrentamientos con los vecinos.

1812. Agulo-La Gomera. Protesta vecinal por la extracción de granos.

1812. Guía, Tamaránt (G. Canaria). No hay constancia del motivo.
1812. Se fundan los Ayuntamientos constitucionales en la isla de La Gomera. – Se agrega la comarca de Chipude al municipio de Vallehermoso.
1812.
Se extingue el Señorío del Valle de Santiago (Tenerife) por las Cortes de Cádiz, si bien sus efectos no se hicieron sentir hasta 1830.
 1812 Enero 3.
La epidemia de fiebre amarilla en Guía: Estudio de la evolución de la enfermedad.

La estadística que hemos realizado permite conocer cuál fue la evolución de la epidemia y sus estragos, a través del número de fallecimientos que se producía cada día. La epidemia, en Guía, tuvo altibajos, con jornadas en que las muertes se elevaron hasta 9 y otras en que sólo se producía una o dos. Incluso, siempre a juzgar por los asientos del Libro de Defunciones de la Parroquia, hubo días en que, aparentemente, no se registraron.

Pero está claro que, después de octubre en que se contabilizaron 91 fallecimientos (con jornadas en que hubo ocho, siete y seis), fue noviembre el que registra un mayor número de bajas, con 106. Aquí hubo un día, concretamente el 20 en que fueron nueve, cifra que también registró el 2 de diciembre, mes en que las muertes bajaron a 60, pues se advierte una disminución de los efectos y estragos de la epidemia. En enero de 1812, entre el 3 y el 8 en que prácticamente se dio por finalizada la enfermedad, murieron 6 personas.

A partir del 8 de enero, comienza a firmar las partidas de defunción el cura don Juan Suárez Aguilar y la epidemia se presiente remitida, pues los fallecimientos son más espaciadas.

Por ejemplo, después del asiento de una defunción, fechado el citado 8 de enero de 1812, le sigue el de 9 de marzo. De todas formas es de notar un recrudecimiento en el mes de mayo, a juzgar por el elevado número de personas que mueren entre el día 8 y el 10: cinco. Demasiadas si se piensa en lo muy diezmada que quedó la población y en que, en época normal, las defunciones no se producen con tanta frecuencia.

Además, a partir del 8 de enero ya no se escribe en el Libro de Defunciones, "En el cementerio de la Atalaya" que era donde se sepultaba a los que morían de la epidemia o sospechoso de ella, sino que se generaliza y se especifica, "en el cementerio de esta villa", pues como tal cementerio quedó después de la plaga, al quedar expresamente prohibido durante y después de ella que ya nadie se sepultase en las iglesias. Y esto también se llevó a cumplimiento en Guía.

Como simple dato complementario, veamos el número de fallecimientos que se producen en los meses siguientes al de mayo de 1812: en junio, 8 personas; en julio, 5; en agosto, 3; en septiembre, 8; en octubre, 6; en noviembre, 15, concretamente entre los días 4 y 16 de dicho mes. Debió recrudecerse la epidemia, aunque no con tanta virulencia y, desde luego, ya controlada sin miedo de propagación, pues el pueblo se sometió a las lógicas medidas sanitarias para su fumigación. (Pedro González-Sosa)

1812 Marzo 19. La promulgación de

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