domingo, 26 de abril de 2015

La Leyenda del sigoñe Tigaiga y el desaparecido pendón de Realejo Bajo




Ya había sido firmada la tregua de paz entre españoles y guanches, pero en uno los días de júbilo que le procedieron, probar de suerte quiso el conquistador y ordenando parte de su ejército, les hace subir las verdes laderas del Lance.


Y subían cautelosos por la senda que conduce a Icod de los trigos, Icod del Alto. El capitán mercenario Grimón iba al frente de ellos.

De pronto una mujer que aun lloraba la muerte de su esposo, fue injustamente aprisionada en unión de su hijo y de otros guerreros por mera sospecha de que les interrumpiesen  el paso por aquellas alturas.

Ella, en su lengua y sufriendo el peso de toda la cautividad habla a su hijo de un proyecto que en aquel instante pasó por su imaginación; era una resolución firme—era nada menos que atentar contra el pedazo de su corazón—, desde luego, sublevando a los taba su hijo; llegando ante él le dice:—Hijo mío, estoy perdida y antes de ser esclava quiero dejar de existir.

—¡Madre mía, por piedad!; desecha de tu mente ese fatídico pensamiento y de insistir en él sacia en mí tu cólera.

¡Hazme morir; por algo y para algo soy el hijo de Tigaiga!

La altanera mujer, en un momento de santa rebeldía, de cólera, inflamada por el bien de la Patria y en exaltación de la raza, con arrogancia inaudita o como leona que no consiente que nadie se apodere de su cachorro, cae sobre su amado hijo y posando los labios sobre los de él y colocando sus temblorosas manos nervudas, pero fuertes, en el cuello le deja instantáneamente estrangulado.

Al cesar la tormenta surgió el nuevo día. Los españoles pasaron por las armas a los conspiradores, pero, al llegar al sitio de la asonada, vieron demás prisioneros para atacar en hora oportuna a sus opresores.

Sintió miedo el hijo del sigoñe Tigaiga cuando oyó hablar a su madre; el rostro estaba desfigurado; la ira le

—Hijo—le dice—un soldado como tú no debe ser esclavo de ningún extranjero.
—Qué remedio nos queda!— exclama—; así lo ha dispuesto Achamán.

La viuda de Tigaiga, con altivez e insistencia pregunta a su hijo: ¿Y es posible que te resignes a soportar el paso de tan horrible infortunio?
—No, madre, aun abrigo la esperanza de libertar a todos, aunque nuestros enemigos sean muchos y fuertes. Lo verás.

Vana esperanza es la tuya!, pero... óyeme mi bien. Yo, como madre en ti he cifrado mis complacencias; no temas, voy a vengarme de esos opresores—que son míos, los de nuestra idolatrada tierra—, pero, resígnate a aceptar lo que es mi última palabra, mi única voluntad.

¿Qué pretendes madre?. Acércate y atiéndeme. A nuestro lado hay algunos compatriotas nuestros, pero no importa que de los extranjeros sea el doble el número para vencerlos.

 Esperemos a que llegue la noche y mientras éstos concilien el sueño, les mataremos y luego sus cuerpos rodarán por los precipicios del Lance, celebrando así el triunfo de nuestra libertad con toda resonancia.

Este horrible proyecto, por lo que tenía de astuto y patriótico agradó mucho al hijo de Tigaiga hasta llegarle a entusiasmar. Era el principio de un fin, pero de finalidad pura en exaltación de la raza. —Sí, conforme—dijo el guanche—; sorprenderemos a nuestros exterminadores y si viene la muerte poco nos importa.; Yo me resigno a ser la víctima!

Vino la noche.  EL trueno estalló crudamente en los ámbitos de la comarca y la tempestad se acercaba, cuando la madre del guanche, la esposa de Tigaiga, ya había conferenciado con los camaradas de infortunio.

El agua caía del cielo a torrentes, el viento sumbaba, llevándose tras de sí las enramadas de las selvas vírgenes, más verdes que las propias esmeraldas.

Los españoles-, apiñados en su tienda, llenos de terror, elevaban al Hacedor sus oraciones; La tempestad seguía y seguía, con más impetuosidad.

—¡Ha llegado la hora de venganza!— exclamaba la heroína.

Allá va la mujer de Tigaiga. En medio de la confusión, los españoles no sospechaban la trama en que habían entrado.

Ella se dirigió a los suyos y quitándoles las ligaduras de sus brazos púsoles  en libertad.
Pero, ¡oh fatalidad!, por más esfuerzos que hiciera para desatar a su hijo, todo fue inútil. Su amado permanecía maniatado. ¡Cuánto luchó por deshacer las ligaduras del infeliz prisionero!

El hijo de Tigaiga, en su tenaz empeño lucha también, pero lo hace desesperadamente y mientras ve que sus camaradas recobraban la ansiada libertad, a fuerza de trabajo consigue destrozarse las manos, los huesos de sus brazos y chorreando en sangre, empiezan a agotarse sus energías y al tratar de avanzar al lado de los conspiradores cae en tierra, sin poder dar ni siquiera un paso...

¿Qué hacer? Resignóse el guanche aceptar lo que le sobreviniese. Su madre, mientras tanto, desesperada, se dispuso a guiar a los suyos para sorprender a los de España y darles el escarmiento merecido, pero éstos, advertidos e insinuando la voz de alarma, se dispusieron a la defensa.

Alcaráz, el capitán Alcaráz, fue el primero que cayó entre las manos de los insurgentes; mas, cuando estaba a punto de recibir el golpe de muerte, Grimón, su jefe, presentándose ante ellos, consigue detenerlos, quedando salvado de una manera providencial.

La madre del prisionero, avergonzada del hecho y para evitar el castigo, corre a refugiarse al lado donde es castillos, de aquellos corazones de oro—señal de las victorias y derrotas en que Tigaiga  tomaría parte—, la llave, también de oro con que se cerraba todo el poderío de la raza guanchinesca, noble y sencilla como una paloma, pero fuerte y rebelde como el ingente Echeide (1).

Que madre e hijo eran ya cadáveres, significando que desde ese instante supremo y para memoria de las generaciones venideras, quedara colgada por engarzada cadena y sobre las almenas de aquellos fuertes cegaba torpemente a aquella mujer.



(1) En el pendón rojo que existió en el Ayuntamiento del Realejo Bajo se puede ver que la época y arte de los dos Escudos de Armas que lo blasonan son del siglo XVII y franco-hispano su estilo; el uno, con las piezas del real español y escusón de la Casa de los Borbones; y otro, el del pueblo, formado por castillos y llave de oro pendientes de las almenas representando una T, aquella sostenida por cadena del propio metal, está en cifrado recuerdo del sigoñé Tigaiga y todo según nuestro modesto parecer.

(F. P. Montesdeoca  García Cronista  Oficial  de Canarias julio de 1930)



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