Índice del Tema
- Antecedentes: La Roma cristiana del primer siglo
- Pedro no fue obispo de Roma
- Habemus papam
- El engaño constantiniano
- El Concilio de Nicea
- Sobre la tiara y la mitra
- Seguimos...
Curiosamente, la historia de los papas romanos
jamás se ha impartido en las aulas escolares a lo largo de los siglos, ¿por
qué? Lejos de eso, se ha ido ocultando a la vista de las gentes, hasta
constituir un misterio, un misterio que es preciso investigar con empeño si es
que se pretende realmente saber acerca de la vida de esos señores que han dicho
y dicen de sí mismos ser los vicarios de Cristo en la tierra.
Por lo tanto, no nos conformaremos con dar una
serie de datos anecdóticos sobre la cuestión. Viendo la gran importancia que
debería tener para el fiel al culto de Roma, en cuanto a conocer en qué basa su
esperanza, será menester conocer el fundamento de la misma analizando
meticulosamente la actuación (o mejor llamarle a esto el fruto) de
esos que también se llaman así mismos sucesores de Pedro.
A lo largo de toda esta larga exposición de
varios capítulos, demostraremos la absoluta incongruencia de la atribuida infabilidad,
y la llamada “sucesión apostólica” (que jamás se produjo).
Antecedentes: La Roma
cristiana del primer siglo
La ciudad de Roma en la época apostólica era muy
pequeña en relación con la gran urbe de hoy en día, quizás no estuviera poblada
por más de 250.000 almas. Las ciudades del Imperio Romano eran muy pequeñas en
comparación a las de ahora. En ese tiempo vivía mucha menos gente que hoy en
día, como todo el mundo sabe. Esta es la razón por la cual, cuando en la época
de los apóstoles, la gente se convertía a Cristo en una ciudad, el apóstol
Pablo, o alguno de sus colaboradores, como por ejemplo Tito, ordenaba a un obispo,
llamado también, presbítero (Ti. 1: 5).
Este obispo en realidad era un pastor
o anciano, el cual se rodeaba de otros ancianos o presbíteros,
nombrados también por el apóstol o sus ayudantes (Hchs. 14: 23; Tito 1: 5) y
constituían el gobierno de esa iglesia local que se acababa de levantar en esa
ciudad.
No obstante en cuanto a Roma, cuando Pablo
escribe su Epístola a los Romanos, es decir, a los cristianos de la capital del
Imperio, y eso fue hacia el año 55 d.C., no existía, en realidad en ese tiempo
una iglesia constituida como tal, sino un grupito de creyentes que se reunían
por las casas. En la misma epístola en cuestión, Pablo lo resalta cuando les
envía su salutación. En ella, no se dirige a la iglesia de Roma, sino que se
dirige “a todos los que estáis en Roma...” (Romanos
1: 7).
Así que, hacia algo más de la mitad del primer
siglo de nuestra era, ni siquiera había en Roma una iglesia organizada, sino
grupitos de creyentes diseminados. Es difícil entonces imaginar la figura de un
obispo en esas circunstancias. Precisamente, Pablo les escribe
explicándoles la intención que tenía de ir a verlos para congregarlos y darles
a conocer más sobre el Evangelio en el cual habían creído (ver Romanos 1:
9-13).
Tendrían que pasar algunos años hasta que se
formara una iglesia como tal en Roma de todos esos grupos de creyentes
dispersos. Cuando Pablo escribió su Segunda Epístola a Timoteo entre los años
65 al 68 d. C, leemos en 4: 21 de ciertos cristianos destacados de Roma:
Eubulo, Pudente, Lino y Claudia. Evidentemente, en ese tiempo la iglesia
cristiana en Roma estaba en marcha. Eusebio de Cesarea en su obra “Historia
Eclesiástica”, nos dice que Lino fue el primer obispo de Roma. Entendiendo
que eso fue así, esto no hace de Lino el segundo papa, así como Pedro tampoco
fue el primero. Sencillamente Lino fue el primer anciano de la iglesia
que se encontraba en la ciudad de Roma. Lino tenía tanta responsabilidad
pastoral como cualquier otro pastor de cualquier iglesia cristiana evangélica
actual que ande en el temor de Dios.
Pedro no fue obispo de Roma
No existe ningún documento contemporáneo a Pedro
que diga que este fuera obispo de Roma, ni menos aún, papa, sencillamente,
porque eso no ocurrió. Ireneo, obispo de Lyon (178-200), escribió hacia el año
180, una obra para refutar el gnosticismo. En ella incluyó la lista
más antigua de los obispos romanos que se conserva. En total eran los doce
primeros hasta su tiempo. El nombre de Pedro no aparece.
El primero de ellos es Lino, y lo califica de
sucesor de los “apóstoles fundadores” en plural, y no existe ninguna
mención del apóstol Pedro en particular al respecto. Lo que escribe Ireneo es
lo siguiente:
“Los bienaventurados
apóstoles fundadores, transmitieron a Lino el ministerio episcopal -sigue
Ireneo- a ese Lino lo menciona Pablo en las cartas a Timoteo. Le siguió
Anacleto. Y tras éste, en el puesto tercero después de los apóstoles, obtiene
el ministerio episcopal Clemente, que también vio personalmente a los
bienaventurados apóstoles, y frecuentó su trato. Como bajo él estallase una
revuelta no pequeña entre los hermanos de Corinto, la iglesia envió un escrito
a los corintios”.
Nótese que en este párrafo de un hombre de fe del
siglo III se dicen cosas interesantes: Primero, no fue un apóstol, llámesele
Pedro quien transmite por sucesión el presbiterio a Lino, sino el conjunto de
los “apóstoles fundadores”. Segundo, en cuanto a Lino, a Anacleto, e
incluso a Clemente, todos ellos, tuvieron trato por igual con los “apóstoles
bienaventurados”, es decir, no había mención alguna de alguien en especial
exaltado. Tercero, cuando menciona la revuelta en Corinto, a los de Corinto no
les llama fieles, sino hermanos, es decir, los pone a la
misma altura que a Clemente y también a sí mismo. Cuarto, y no por ello menos
importante, no dice que es Clemente como obispo de Roma que escribe a los hermanos
de Corinto, sino: “la iglesia envió un escrito a los corintios”,
es decir, la iglesia que estaba en Roma, escribe a la iglesia que estaba en
Corinto; es decir, un trato de igual a igual.
Volviendo a Pedro, Eusebio de
Cesarea, el autor de la “Historia Eclesiástica”, nunca le menciona
como obispo de Roma. No podía hacerlo, porque Pedro nunca lo fue. Como
costumbre más o menos generalizada, antes del siglo V, a los obispos de todas
las ciudades, queridos y apreciados por el pueblo cristiano, se les llamaba “papas”,
como un apelativo cariñoso, no como un título jerárquico como se entiende hoy
en día, y menos todavía como vicarios de Cristo. Esto último ni se les
había pasado por la cabeza a aquellos hombres.
Habemus papam
No obstante, a partir del emperador Constantino
(s. IV), la cosa se torció, y empezó a notarse cada vez más la diferencia entre
dos clases sociales: El clero y el laicado. Ni una cosa ni
otra enseñó el Señor Jesús, ni sus apóstoles (ver 1 Pedro 2: 4-10). Con el
tiempo, el apelativo de “papa” se transformó en un título, y
fue dado al que era políticamente el obispo más importante del Imperio, el
obispo de la ciudad de Roma, a la sazón, Siricio, a finales del siglo IV. Esto
sencillamente obedecía a que Roma era la capital del Imperio. Esa designación
fue acordada en el Concilio de Toledo de ese año, aunque de momento no suponía
una exclusividad, ésta llegó mucho más tarde, en el año 1073, por la
imposición de Gregorio VII. No obstante, dicho papa, en ese año, prohíbe
por decreto que se llame “Papa” a otro que no sea a él mismo.
Así que encontramos que no es hasta la Edad Media cuando por
fin se entiende por papa al papa de Roma de forma exclusiva, y por resuelta
imposición de un mismo papa romano. Escribe Antón Casariego de forma muy
acertada:
“En los tiempos del
cristianismo se seguía el principio... heredado de la tradición hebrea
apostólica. Luego... se abandonó este principio y comienza a instituirse la
separación entre laicos y sacerdotes (teoría de la consagración). Este grupo se
divide a su vez en categorías, y se va afianzando el poder de los obispos, que
pasan a ser cabeza de una determinada comunidad o iglesia, como sucesores de
los apóstoles, de modo que a aquella dirección... (anterior), le sucede un
episcopado monárquico influido por el romanismo. La jerarquía se va
convirtiendo en la depositaria de la doctrina de la salvación, y los creyentes
ven reducido su papel al de fieles. Por otro lado, durante los tres primeros siglos,
la Iglesia
funcionaba como una federación de iglesias locales unidas por una fe común,
pero libres y relativamente autónomas en su ámbito”.
El engaño constantiniano
Cuando Constantino el emperador romano, en el
siglo IV se “convirtió” al cristianismo, decidió hacer de éste la religión
oficial del Imperio. Antes de estas cosas, los cristianos vivían la mayor
parte del tiempo bajo persecución, muchas veces atroz. Nerón, Calígula, Decio,
Domiciano, sólo por nombrar algunos, fueron emperadores bajo cuyo mandato, los
cristianos sufrieron persecuciones indecibles durante los tres primeros siglos.
Mientras tanto, la fe de aquellos hombres y
mujeres, tan auténtica, se fortalecía cada día dadas las circunstancias tan
extremadamente adversas. Desde que Constantino, no sólo da libertad de culto a
los cristianos, sino que declara el culto cristiano como oficial, todo
empezó a relajarse.
Al principio todos aquellos creyentes, del primero
al último estaban pletóricos de gozo ¡no era para menos, el mismísimo emperador
romano se convertía y reconocía públicamente su fe ante todo el Imperio! Los pastores
que antes vivían perseguidos, ahora eran considerados héroes. Llenos de
honores, lujo y, por qué no decirlo, de mundanalidad, fueron acomodándose y
relajándose. La iglesia visible empezó a dejar de ser sal y luz.
Por otra parte, como el cristianismo era obligado,
las gentes paganas debían hacer profesión de su nueva fe sin estar
convertidas de veras. Unos años más tarde, la Iglesia visible ya no era
cristiana en su mayoría, y poco a poco surgía la iglesia de Roma, ni
tan siquiera caricatura de la Iglesia de Cristo.
Muchos de los líderes cristianos de la era de
Constantino cometieron un muy grave error. Cayeron en la trampa de
permitir que el cristianismo viniera a ser una “religión”, y además, la
oficial del Imperio, colaborando activamente con todo ello. En el momento en
que algo es obligado, ya deja de ser genuino. Tiene que haber libertad
de culto para que exista libertad de conciencia. Al acabar Constantino con la
libertad de culto, acabó con la libertad de conciencia, y la iglesia visible se
pervirtió.
A partir de Constantino, el error entraba a
bocajarro en la iglesia visible. El obispo de Roma era escogido por el
Emperador a su antojo. Este obispo de Roma, aún en esa época, no era
considerado el “papa” o “Sumo Pontífice”, esto vendría mucho después. Sin
embargo, ya en el siglo III, CALIXTO I (217-222), obispo de Roma, es considerado
el pensador de la idea del papado, pues es el primero en sostener la
primacía del obispo romano, aunque no se le hizo mucho caso.
Ahora bien, este fue en un principio un caso
aislado, y también es menester echar un vistazo a la vida de ese obispo: De
vida agitada, defendía la tesis de que un obispo, aunque incurriera en
pecado grave, no podía ser depuesto. No obstante s. Cipriano opinaba todo lo
contrario, añadiendo el hecho de que creía en la igualdad jurídica de
todos los obispos, fueran de donde fueran. Aquí podemos apreciar que los padres
de la Iglesia
(y no sólo s. Cipriano), consideraban que era imposible que un obispo de Roma,
o de cualquier otro lugar pudiera desempeñar su cargo si su vida no era
correcta delante de Dios, como es natural.
PONCIANO (230-235) y FABIANO o FABIÁN (236-250),
los dos obispos de Roma, se consideraban simples presbíteros como cualquier
otro de cualquier otro lugar, y nada más. Eso sí, en sus días sufrían el acoso
de los emperadores romanos, Maximino Tracio y Decio, respectivamente. Aquellos
eran hombres que no buscaban honores ni distinción alguna, sino que, como
buenos pastores de la grey, servían de la mejor manera que sabían a los
hermanos. No obstante, poco a poco, el ego empezó a florecer en los obispos de
la capital del mundo. Pronto empezaron las peleas carnales, típicas de
comportamientos carnales. El gran problema, entre otros, eran las actitudes
autoritarias de unos y de otros, ausentes del pensamiento y voluntad del
Maestro.
Después de Fabián, fue nombrado CORNELIO
(251-253). Al mismo tiempo, se eligió a NOVACIANO, por una minoría. Este era un
gran teólogo que se opuso a la praxis penitencial de Cornelio. Novaciano acusó
a Cornelio de una serie de cosas. Le acusó de laxo, de mantener
relaciones con obispos idólatras, de evitar la persecución (cosa que se veía
muy grave en ese tiempo), etc. Cornelio rechazó las inculpaciones de Novaciano,
y una vez afirmado en su cargo, le expulsó de la Iglesia. Con que ganó
Cornelio sobre Novaciano, este último es considerado antipapa por
Roma, siendo Cornelio, en realidad, no un “papa”, sino sólo un obispo de Roma
de turbia reputación.
ESTEBAN I (254-257), tuvo una importante
controversia con s. Cipriano, obispo de Cartago (África). A causa de la
terrible persecución de aquellos días, muchos se volvían atrás, pero luego,
volvían arrepentidos. La comunidad cartaginesa rebautizaba a aquellos que
volvían así; no obstante, Esteban, no estaba de acuerdo con eso amparándose (y
eso es importante) por primera vez en el que sería principio de actuación
dogmática en Roma, de que “nada debe innovarse,
que no haya sido transmitido por la tradición”. Este “principio”
es el que los papas han ido declarando una y otra vez, aunque, como es sabido,
para apoyarse siempre en su propia tradición a modo de la “pescadilla que se
muerde la cola”, o, “que fue primero, el huevo o la gallina”. Pero, fijémonos
en esto: s. Cipriano, obispo de Cartago no aceptaba órdenes de otro obispo, ni
siquiera del de Roma, y hasta la muerte de Esteban, se mantuvo el cisma
entre Roma y Cartago.
A la sazón, s. Agustín de Hipona estaba mediando
en toda esta disputa entre las dos iglesias. Se le atribuye a éste la frase: “Roma ha hablado, la discusión ha concluido”, y
con ella, Roma, siglos más tarde, pretendió defender la infabilidad papal
y el dogma de que la salvación se obtiene sólo a través de ella,argumentando a
su favor utilizando esa frase agustiniana como una espada.
Sin embargo, en el contexto donde está ubicada
esa frase, Agustín quería decir algo muy diferente. Escribe Von Dollinger:
“A Agustín le
parecía más que suficiente, y por tanto podía considerarse que el asunto tocaba
a su fin. Un juicio romano en sí mismo no era concluyente...” (J.H.
Ignaz von Dollinger, The Pope and the Council (Londres, 1869), p. 58).
En otras palabras, Agustín usó de esa frase de
modo irónico viniendo a decir que ya estaba bien de tanto “tira y afloja” por
parte del obispo romano. En ninguna otra parte de sus voluminosos escritos, s.
Agustín siquiera llegó a sugerir que el obispo de Roma tenía la palabra
final sobre cuestiones de fe o moral. En realidad, Agustín daba la razón a la
iglesia africana en cuanto a esa controversia bautismal.
“Ignaz Von Dollinger”
Cuando la razón de ser del cristianismo, esto es,
el amor, dejó de ser la amalgama que unía a la iglesia visible, esta empezó a
caer en picado hacia la apostasía. El legalismo, la sinrazón y el autoritarismo
surgieron como plaga que huye de la verdadera fe, que es genuina, y poco a poco
el oscurantismo apareció en aquella falsa iglesia.
DIONISIO (259-268), se enfrentó a otro obispo, el
de Alejandría, que se llamaba también Dionisio. La disputa era de tipo
doctrinal. Lo interesante de ver aquí, era que la disputa era entre iguales.
Esto queda claramente probado por el hecho de que a esa disputa se la llamó: “La
controversia de los dos Dionisios”.
“Caracterización de Dionisio”
¿El obispo de Roma, un apóstata? Este, entre
muchos otros, fue el caso de MARCELINO (296-304). En plena persecución de
Diocleciano, según los donatistas, entregó los libros sagrados a los romanos, y
ofreció incienso a los dioses. En el siglo VI, aparece esta información en el
católico “Liber pontificalis” (Libro de los papas). En él se menciona
que ese obispo romano ofreció sacrificios a los dioses. De esta manera, se
libraría de la persecución.
Mathieu-Rosay, comentarista católico-romano, dice
de él: “Es desconcertante que en el fragor de la persecución más cruel, el
jefe de la Iglesia
muriera tranquilamente en la cama”.
No obstante, Roma lo elevó a los altares con el
nombre de San Marcelino.Dice de él el obispo católico-romano Strossmayer: “Marcelino, era un idólatra. Entró en el templo de
Vesta, y ofreció incienso a la diosa”.
Durante el episcopado de MILCÍADES o MELQUIADES
(311-314), en el año 313, el emperador romano Constantino, publicó el edicto de
Milán, que estableció la libertad religiosa, tras conseguir el dominio de la
parte occidental del imperio al vencer sobre el general Magencio. Esa libertad
religiosa no hizo sino empeorar las cosas desde la perspectiva espiritual, ya
que catapultó la apostasía.
Le sucedió a Milcíades, SILVESTRE I (314-335). En
su tiempo tuvo lugar el Concilio de Nicea (325), que declaró algo que siempre
ha estado en la Palabra
de Dios, la verdad de la Deidad
de Cristo y la Trinidad ,
en contra del arrianismo. Sin embargo, a partir de ese momento, el
emperador romano, lejos de perseguir a la Iglesia , ahora se implicaba en los asuntos de la
misma. Fue Constantino quien como emperador convocó dicho concilio, no fue el
obispo de Roma. A partir de ese momento, el emperador convocaría los concilios
y no se elegiría un papa sin su autorización y previo pago monetario, a modo de
impuesto. Su actuación tuvo éxito, dado que ya existía desde tiempos de Nerón
una iglesia pseudo cristiana, llena de espíritu y ritos babilónicos, que tomó
paulatinamente la preponderancia y visibilidad que luego mostró la falsa
iglesia de Roma, por todos sabido.
En aquel tiempo, la iglesia visible permitió que
eso fuera así, y las consecuencias fueron desastrosas.
“Caracterización de Silvestre”
El Concilio de Nicea
Del Concilio de Nicea (325), surgió mucho
bien. Se definió un principio, que en los años por venir se abandonaría
absolutamente, y lo cual debería dar de pensar a más de un acérrimo
católico-romano, convencido de la verdad e infabilidad de la iglesia
de Roma. Este principio o dogma niceno, es el siguiente: La declaración de
igualdad de los cuatro patriarcados; a saber: Jerusalén, Antioquía, Alejandría,
y Roma. Estamos hablando del primer Concilio ecuménico de Nicea, donde se
estableció el “Credo Nicético”.
De la misma manera que se mantuvo a lo largo de
la historia de la iglesia visible este principio de fe, ¿no debería haberse
mantenido el principio, también de fe, de la igualdad de la Iglesia Universal ?
¿No volvió a definir el Concilio de Constantinopla (381) el principio de igualdad
de la Iglesia
de Jesucristo, diciendo que la misma es: Una, Santa, Católica (universal) y
Apostólica?, entonces, con el tiempo, ¿Cómo es que el obispo de Roma, viéndose
suficientemente fuerte, se atribuyó, no sólo el título de “Obispo de
obispos” y “Sumo Pontífice”, sino que encima declarara que la Iglesia de Roma (es decir,
la Occidental ),
es la única y verdadera Iglesia de Jesucristo, contradiciendo
abiertamente el dogma de Nicea del 325 y el de Constantinopla del 381, sin
hablar del espíritu y la letra del Nuevo Testamento, echándolo todo por tierra?
¿Por qué Roma pretende legitimarse en los dogmas que se han establecido, sólo
cuando le conviene?
Después de los apóstoles, y bastante antes de
Constantino, el obispo de Roma (o pastor de la iglesia que estaba en la ciudad
de Roma), al igual que cualquier otro obispo de cualquier otra ciudad, era
elegido por ser reconocido, según el testimonio del Espíritu Santo, por los de
su alrededor, otros ancianos, diáconos, etc. de la ciudad. En el caso del
obispo de Roma, seguidamente después de su elección, era ordenado por
imposición de manos del presbiterio y del obispo de Ostia. Después de
Constantino, cuando el cristianismo se hizo “religión oficial”, con
todo lo que ello implicó, el obispo de Roma era elegido por el emperador con el
concurso de las familias patricias e influyentes de Roma. De ese tiempo salió
elegido JULIO I (337-352). Este Julio, apoyó a Atanasio (293-373), donde este
último defendió la ortodoxia de la fe en el Concilio de Nicea. Aquí vemos que
no fue el obispo de Roma el que convocó el concilio en cuestión como la
jerarquía romana por venir lo hubiera deseado, sino otra persona, además de
otros, como veremos.
Hacia el año 343, se produjo el primer cisma
entre Oriente y Occidente. Vergonzosamente, los obispos de uno y otro bando se excomulgaron
mutuamente, eso fue en el sínodo de Sárdica (Sofía). Este sínodo había sido
convocado por sus respectivos emperadores, para intentar que el obispo de
Occidente y los de Oriente llegaran a un acuerdo; acuerdo que nunca llegó. A
partir de ese tiempo, dado que los obispos orientales no reconocían la
autoridad del obispo de Roma, y ni siquiera mostraban el más mínimo interés por
la cuestión, el romano, poco a poco, empezó a desarrollar abruptamente
actitudes autoritarias y megalómanas que caracterizaron en el devenir de los
siglos su papel despótico, por todos conocido.
El espíritu legalista y de fe ciega entró con fuerza en Roma y se quedó hasta la fecha, aunque hoy en día se intente camuflar con un falso ecumenismo, propósito del Concilio Vaticano II. Esta negación de la fe y culto a la sinrazón fue sin duda manifestado siglos más tarde por un buen hijo de Roma, Ignacio de Loyola, que lo expresó tan claramente en sus “Ejercicios Espirituales” cuando dijo:
“Si deseamos proceder de
forma segura en todas las cosas, debemos agarrarnos con fuerza al siguiente
principio: Lo que me parece blanco, lo creeré negro si la Iglesia jerárquica así lo
determina”.
Esta declaración demencial de fe ciega y sin
base, ya no bíblica, sino de simple sentido común, sigue rigiendo. Nada ha
cambiado. Este espíritu de sinrazón y de entrega de la voluntad a cambio de
nada, es resultado de la herencia de aquellos días de principios apostáticos,
fruto del orgullo espiritual sin precedentes de unos hombres que se nombraron a
sí mismos “Cristo en la tierra”.
Sobre la tiara y la mitra
Hagamos un pequeño inciso en nuestro relato
histórico. Ya a partir de entonces, (s. IV), el obispo de Roma se tocaba con la
tiara. La tiara era un tocado de distinción que usaban los sacerdotes
paganos persas y también los emperadores orientales. Escribe Ralph Woodrow: “La tiara que usan los papas, aunque decorada en formas
diferentes y de diferentes edades, es idéntica en su forma a la usada por los
“dioses” que se muestran en las viejas tablas paganas de Asiria”.
Usando de ese tocado, el obispo de Roma, ridículamente, pretendía distinguirse
del resto de los mortales, especialmente, del resto de sus colegas allí donde
estuvieran por la faz de la tierra. En el momento de su introducción, la tiara
del romano no tenía ninguna corona, así como eran las tiaras de los sacerdotes
persas; pero las cosas, a través de los años fueron acelerándose.
La tiara pontificia actual tiene tres coronas.
Esta es la definición que da la enciclopedia católica al respecto:
“Tocado alto, usado por el
Papa con tres coronas que simbolizan su triple autoridad: Soberanía espiritual
sobre las almas, temporal sobre los Estados Pontificios, y mixta de ambas
categorías, sobre todos los demás reyes y poderosos de la tierra”.
Las prendas religiosas, como las tiaras, las
mitras, o el resto de vestimentas que estamos acostumbrados a ver, delatan la
intencionalidad del que las lleva. Esta pompa sólo se empezó a usar para
impresionar a los fieles. Nunca Cristo ni sus apóstoles requirieron
llevar esas indumentarias, ni las llevaron, porque como dice Pedro, el que
dicen fue su primer papa: “Vuestro atavío no sea el
externo...de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del
corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de
gran estima delante de Dios” (1 Pedro 3: 3, 4).
Respecto a la mitra, usada por los
papas, cardenales y obispos, esta es una prenda de cabeza alargada que tiene forma
de boca de pez mirando hacia arriba, ¡curiosa forma!; ¿por qué tan singular
diseño? Ciertamente, esta es una prenda que jamás usó ni el Señor ni ninguno de
sus discípulos.
La mitra usada por Aarón y los sumos sacerdotes
judíos, era completamente diferente, puesto que ellos usaban turbante. Por lo
tanto, la mitra romana no es conocida en las Escrituras; así pues, ¿de dónde
proviene este tipo de mitra? Aunque le parezca extraño (y debiera asombrarse),
el diseño de la mitra católico romana es exactamente idéntico al usado en la
antigua religión babilónica. Representaba a Dagón, el “dios-pez”(“Dag”
significa pez).
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Este era un culto pagano que el verdadero Dios
del universo aborrece. Este culto a Dagón se hizo especialmente
popular entre los idólatras filisteos, (ver Jueces 16: 21-30; 1 Samuel
5: 5, 6). Vemos en esta ilustración como era pintado Dagón en esculturas de
Mesopotamia (Babilonia).
La cabeza del pez formaba una mitra sobre
la cabeza del hombre, el resto del pez caía sobre el cuerpo del sacerdote
pagano que a la sazón representaba a su dios. Más tarde, la figura del cuerpo
del pez fue quitada, y sólo se usó la mitra en forma de cabeza de pez
para adornar la cabeza del gran dios mediador. Esa mitra antigua y pagana es
exactamente la misma que usa el papa y su jerarquía.
Seguimos...
Cuando el tiempo del obispo romano LIBERIO o
LIBORIO (352-366), el emperador Constancio, buscando lo que creía ser suyo de
derecho, es decir, el dominio sobre la iglesia visible, por no ver mucha
diferencia entre ésta y cualquier otro poder político y religioso, intervino
haciendo condenar a Atanasio, San Atanasio, según el santoral católico-romano.
Con ello, también pretendía imponer la doctrina herética de Arrio, la
cual niega la Deidad
de Cristo. Puesto que Liberio se le opuso, le mandó desterrar a Berea (Tracia)
en el 335.
Viéndose Liberio en tan mala situación, traicionó
a Atanasio, obispo de Alejandría, y fiel a su persona. Escribió cartas en las que
excomulgaba a Atanasio, implorando al emperador que le permitiera regresar a
Roma. Para congraciarse con Constancio, públicamente apoyó las doctrinas
arrianas, contrarias a lo establecido en Nicea, y en la Biblia. En otras
palabras, apostató. Contento el emperador, le dio permiso de volver a Roma,
donde fue recibido con grandes honores en el año 358. He aquí un infalible
obispo de Roma. ¡Un papa arriano! No vayamos a pensar que ese “papa”
hereje fue excomulgado, como lo hubiera sido cualquier fiel católico acusado
del mismo delito, no, sino que lejos de esto, consta en el “Liber
Pontificalis” como un papa de la lista oficial. Está enterrado en las
grutas vaticanas.
DÁMASO I (366-384). Este obispo de Roma, que
consta como papa en el Libro Oficial, fue elegido simultáneamente al
tiempo que otro papa, a su vez elegido por su facción rival, el diácono Ursino.
La lucha fue armada y violenta, y el primero logró derrotar al segundo. Más
tarde, después de una sangrienta batalla que duró tres días, Dámaso, con el
respaldo del emperador, salió victorioso. ¡Extraña manera de ser elegido vicario
de Cristo!
Este obispo fue acusado de cometer grandes
faltas, y para tapar lo feo del asunto, el emperador le declaró inocente en un
tribunal imperial especialmente levantado para la sazón. La iglesia visible ya
era un poder político-religioso de enorme influencia en las almas de miles de
ciudadanos del Imperio Romano. Los emperadores se empezaban a dar cuenta de ese
hecho y buscaban la manera de aprovecharse de ello. Por todo ello, Dámaso
reclamó la colaboración del Estado para imponer decisiones eclesiásticas. Eso
le encantó al emperador Teodosio. En el año 380 selló la alianza con un decreto
que exigía a todos los súbditos del imperio que aceptaran (no el Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo), sino “La religión de Pedro”, de la cual,
decía, eran depositarios el obispo romano Dámaso de Roma y Pedro de Alejandría,
obispo de aquella ciudad. Este decreto, y atención a esto, ha sido calificado
como “la
Escritura Notarial Clásica de la Iglesia Estatal
Católica”. Con ello, Dámaso, crea el concepto de “Sede Apostólica”
o “Santa Sede”, y en esa línea ya se va perfilando la afirmación de la
identidad del papa con Pedro.
Escribe Dave Hunt: “Dámaso...fue el primero
quien, en el 382, usó la frase “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia”, para reclamar la autoridad espiritual suprema. Este papa sanguinario,
adinerado, poderoso y extremadamente corrupto, se rodeó de lujos que habrían
hecho sonrojar a un emperador. No hay forma alguna de poder justificar
cualquier conexión entre él y Cristo. Sin embargo, sigue siendo un eslabón en
esa cadena de alegada sucesión ininterrumpida hasta Pedro” (“A Woman Rides the
Beast”, p. 108).
Dámaso, exigía la continencia a los clérigos casados,
por ver el sexo como algo pecaminoso. Además, a partir del año 373
permite algo que nunca había antes ocurrido en las congregaciones, el uso del incienso,
costumbre traída del paganismo. Los primeros cristianos y teólogos Tertuliano y
Lactancio, sencillamente habían dicho en su día: “Los
cristianos no queman incienso como los paganos”; no obstante, el papa
Dámaso como buen pagano, hizo lo propio. El uso indiscriminado del incienso se
hizo oficial más adelante. Es interesante la aportación que hace al respecto
Sten Nilsson, profesor de la escuela bíblica “Livets Ord”, de Suecia:
El papa Dámaso había
sido obispo durante 12 años después de haber sido elegido con una influencia
importante de los monjes de “Monte Carmelo”, que era una institución que
pertenecía a la religión babilónica, que originalmente había sido fundada por
los sacerdotes de la reina Jezabel, la controladora esposa del perverso rey
Acab de Israel (1 Reyes 16: 31). De esta manera en el año 378 el sistema
religioso babilónico llegó a ser una parte de la Iglesia de Roma, porque el
obispo de Roma, que más tarde llegó a ser la cabeza de la iglesia organizada,
ya era el sumo sacerdote de la Orden Babilónica. Toda enseñanza pagana de
Babilonia y Roma, fue introducida paulatinamente en la Organización Religiosa
Romana. Poco después de que Dámaso llegara a ser Papa, los ritos
babilónicos fueron promovidos. El culto de la Iglesia Romana
llegó a ser babilónico. Y durante su tiempo los templos paganos fueron
embellecidos y sus ritos establecidos”. (Sten Nilsson, Guds
sjufaldiga förbund, Livets Ords bibelcenter, Uppsala 1993).
Así pues, el papa Dámaso era en realidad un
luciferino declarado. Veremos a lo largo de este libro que el culto babilónico
y el romano han ido de la mano durante demasiados siglos, llegando a ser una
misma cosa.
El sucesor de Dámaso fue SIRICIO (384-399). S.
Jerónimo, uno de los padres de la Iglesia , el que tradujo al latín la Biblia y se la conoce como la Vulgata , no veía
en Siricio a un hombre de Dios ni mucho menos; decía de él que era necio;
sin embargo, Roma le hizo santo, ¿por qué? Siricio, creó escuela;
desde luego, escuela papista. Él es el que diseñó la “decretal”,
modelo de carta que desde entonces usarán los obispos de Roma, en las cuales,
dejando de lado todo tono fraternal, adoptarán un estilo oficial y autoritario
como el de los escritos imperiales. De hecho, Siricio fue el primer obispo de
Roma en recibir el título de papa; así le denominan en un escrito que el sínodo
de Milán le dirige en el año 390. Ya vimos de la actitud prepotente que tuvo
ese obispo de Roma hacia la iglesia española, en concreto la que se reunía en
Tarragona.
INOCENCIO I (401-417), según san Jerónimo, fue
hijo de san Atanasio, obispo de Alejandría. Supo hacer un aprovechado uso de
las decretales para extender el poder del papado. Fue un gran jurista,
sin embargo no tuvo ningún pudor en faltar a la verdad histórica con tal de
conseguir sus metas. Siguiendo descaradamente con la tesis de la primacía de
Pedro que favorecía a sus ambiciones, dijo: “Es un
hecho patente que en toda Italia, en Galia, España, Africa y las islas
intermedias, nadie ha erigido iglesias sino aquellos a quienes el venerable
apóstol Pedro o sus sucesores instituyeron como obispos”. De este modo,
debido al casi nulo acceso al conocimiento que hubo por siglos, debido al temor
religioso y supersticioso en cuanto a contradecir las disposiciones de Roma,
debido al temor a los castigos divinos y humanos, los juristas romanos
se aprovecharon para imponer sus falsedades y manipulaciones al resto de los fieles.
Y como no, ese obispo de Roma fue canonizado.
Roma iba imponiéndose al resto del mundo. Tal y
como en otro tiempo lo hizo con la fuerza de la espada, ahora lo hacía con la
fuerza del incipiente papado. El mismo espíritu despótico que estaba en la Roma imperial, se fue
metiendo, para quedarse, en la
Roma religiosa. Inocencio estableció que todos los “casos
graves” debían ser juzgados en Roma, y como no definió lo que era grave, se
reservó de hecho el criterio de inmiscuirse en cualquier asunto que le pudiera
interesar, para demostrar que él tenía el poder sobre la cristiandad. Agustín
de Hipona, al conocer el resultado de la excomulgación de Pelagio, monje asceta
inglés, por parte de Inocencio, dijo irónicamente: “Como Roma ha
hablado, la causa ha concluido”. Ha de quedar claro que esta frase fue
dicha por Agustín con total ironía, no podía ser de otro modo.
A Inocencio I le siguió ZÓSIMO - san Zósimo-
(417-418), que sólo duró un año e hizo algo contrario a lo que se esperaría en
cuanto a la infabilidad, ya que después de nombrar al obispo de Arlés
como primado de Francia, su sucesor BONIFACIO I - san Bonifacio- (418-422),
revocó ese nombramiento. Este Bonifacio, decretó que las mujeres, aun las
religiosas, no podían tocar los ornamentos sagrados y subir al altar. Fue
el emperador Honorio el que, después de desestimar a Eulalio, favorito de
Zósimo, eligió a Bonifacio, (¿sucesión apostólica?). Verdaderamente
aquello fue: ¡Dad al César lo que es del César!, evidentemente el papado es
cosa del César, más que de Dios.
Bajo este obispo romano traído del paganismo,
entran los cirios pascuales en los templos. Dijo el apologista cristiano del s.
IV, Lactancio refiriéndose a los paganos: “Ellos encienden velas a Dios,
como si Él viviera en las tinieblas; ¿y no merecen los tales ser calificados de
locos los que ofrecen luces al Autor y dispensador de la Luz ?”. Años más tarde
surgieron otros “locos” de entre las filas supuestamente cristianas.
CELESTINO I - san Celestino- (422-432).
Aunque al obispo de Roma se le llamaba papa, no llegó a ser papa tal y como lo
entendemos hoy inmediatamente. Todavía la iglesia de África tenía mucho poder e
influencia. Celestino quiso imponerse ante una cuestión africana, pero el
sínodo de Cartago del año 426 prohibió cualquier intervención de Roma en los
asuntos africanos. Aun en el año 431, a causa del Concilio de Efeso, el legado
pontificio (romano), declaraba: “Pedro, cabeza de los apóstoles, columna de
la fe y piedra fundamental de la
Iglesia , vive y juzga hasta el día de hoy y para siempre en
sus sucesores”. El Concilio ecuménico de Efeso, con todo lo herético que
llegó a ser, ni siquiera se pronunció ante tan altaneras palabras; sin
embargo, poco a poco, esa falsedad fue calando. Obviamente, por todo el
esfuerzo que hizo este papa para levantar el papado, Roma lo levantó a él como santo.
Lo mismo ocurrió con el siguiente papa que veremos.
En el año 450, LEÓN I -san-
(440-461), obispo de Roma, asume para sí la supremacía en
Occidente, por ello se le denominó “Magno”, como si se tratara de un
emperador cualquiera. Este fue el primer papa que exigió la “plenitudo
potestatis”, es decir, la totalidad del poder. Después de él, a todos los
obispos de Roma se les denomina herederos de San Pedro. No obstante, estas sólo
fueron sus intenciones. León I le envió a Flaviano en el año 449 una carta
conteniendo su tratado sobre el asunto, sin embargo, no fue acepta la cuestión
hasta que recibió la aprobación del concilio de Calcedonia; dicho tratado no
podía convertirse en una regla de fe hasta que estuviese confirmado por los
obispos (Dollinger, op. Cit. P. 59). Según la formulación de León I,
en teoría, el papa ya estaba por encima de todo y de todos. No obstante,
pasarían siglos antes que el obispo de Roma procurara dominar el resto de la Iglesia visible, y aún más
tiempo antes de que se aceptara su primacía.
No importaría como fueran en lo personal, si
dignos o indignos, morales o inmorales, porque el mismo título y condición del
papa era garante del amparo y reconocimiento de la divinidad misma. En otras
palabras, el papa estaba por encima de todos los hombres, y como Dios en la
tierra, podía “atar y desatar” según su voluntad; porque su voluntad era la
voluntad de Dios. Esta idea blasfema fue desarrollándose a lo largo de la
existencia de la Roma
religiosa hasta llegar a su culminación en el Concilio Vaticano I.
El mismo León I, hablando del papado como
institución originaria en Pedro, dice: “Aquel que reúne en sí para siempre
la solicitud de todos los pastores con el cuidado de las ovejas que le han sido
confiadas y que incluso en un sucesor indigno nada pierde de su dignidad”. El
ministerio pontificio, como herencia de San Pedro, está por encima de
la propia persona que lo ejerce, y eso, en la práctica, da licencia
para hacer y deshacer al antojo del pontífice. En otras palabras: “La
institución pontificia justifica al pontífice”. ¡Pues ni una cosa ni otra! Ni
de Pedro viene el pontificado, porque tal cosa no existe ante Dios, ni el
pontificado inexistente ante los ojos de Dios da licencia al
pontífice, que no lo es, a hacer lo que le parezca...Sin embargo, la trampa ya
estaba urdida, y el mundo la fue creyendo con el paso del tiempo.
Aunque en toda Italia fue aceptada la primacía de
León I, en el resto de Occidente, alguna voz se levantó en contra, recordemos
que la iglesia africana, antes que el Islam llegara allí, muchos años más
tarde, era políticamente fuerte. No obstante, el emperador Valentiniano II,
percatado del poder político de la iglesia visible, y viéndose beneficiario de
ese poder aglutinador de las masas, dio todo su apoyo y fuerza para acallar
toda voz contraria a la de León. Por lo tanto, decretó que los derechos
primordiales del papa debían ser reconocidos sin limitación alguna en el
Imperio Romano de Occidente, y no sólo por todos los obispos, sino incluso por
parte del propio Estado. Ahí tenemos la malévola mezcolanza de la iglesia con
el estado. Este último ayudando a una falsa iglesia a sostenerse por el interés
de tener a toda la población del Imperio sujeta al poder civil a
través del poder religioso (ver Ap. 17: 1, 2). Un poder sirviendo al otro para
sus propios fines; y así ha sido siempre...
Occidente estaba ganado. Oriente era otra cosa.
León I, haciendo honor a su nombre, impuso su autoridad todo lo que pudo,
pretendiendo mostrar su superioridad ante el patriarca bizantino. Todo ello
resultó en la preparación del que llegaría a ser el Cisma del año 1054. La
cuestión era clara. Había dos ciudades imperiales, la vieja Roma, y la nueva
Constantinopla, la antigua Bizancio (Constantino el Grande fue allí para
reforzar su imperio en el Oriente). Las dos ciudades pugnarían muy carnalmente
por el control de la cristiandad visible. No obstante, esto benefició
sobremanera a la Roma
religiosa con su obispo al frente. Estando el emperador en Constantinopla, el
papa romano desarrolló en adelante un poder casi absoluto. En cuanto a lo
religioso, la estrategia fue increíble. La “Virgen” y los “Santos” reemplazaron
a los dioses paganos (sólo de nombre) como patrones de las ciudades. Este papa
León I, hacía alarde de que Pedro y Pablo habían reemplazado a Rómulo y Remo
como patrones protectores de Roma. Esto no es más que paganismo camuflado de
cristianismo, porque, como vimos anteriormente, no existen “patronos ni patronas”
protectores de parte de Dios.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, ante
un milagro que Dios hizo a través de Pablo, los lugareños diciendo: “Dioses
bajo semejanza de hombres han descendido a nosotros” (Hechos 14: 11),
querían exaltarle y adorarle, llamándole Mercurio. No obstante, la respuesta
del apóstol fue tajante: “Varones, ¿por qué
hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os
anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo...”
(14: 15). Del mismo modo, esos papas paganos debieran haberse arrepentido
y exaltar al único que merece tener, y tiene todo el Señorío en cielos y
tierra, Jesucristo nuestro Señor. Esos “patronos”, sea que lleven nombres
paganos o nombres de cristianos son en realidad entidades demoníacas contra las
cuales la Iglesia
de Jesucristo tiene lucha (ver Efesios 6: 12). Estas huestes de maldad son las
que oprimen a las gentes, y tanto los paganos como los católico-paganos, creen
que son entidades protectoras, y les llaman “patronos o patronas”. Lo único que
hizo la falsa iglesia del siglo V en adelante, fue cambiar el nombre de los
dioses paganos por nombres cristianos, tal como hizo León I. Lo que produjo
esta estratagema fue confundir y engañar a muchos millones de católicos de todos
los tiempos.
(Continuará)
© Miguel Rosell Carrillo, pastor de Centro Rey,
Madrid, España. 2009/2013
www.centrorey.org
www.centrorey.org
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