jueves, 5 de febrero de 2015

ENTREGA 1


Cuentos contextualizados II: Doña Luisa y sus chismes.

 (Manuel García Rodríguez.Publicado en el número 227 de BienMeSabe)
Decía Cervantes que a Don Quijote se le secó el cerebro de tanto leer libros de caballería. No sé si los trastornos mentales o esquizofrenias pueden ser consecuencia de leer muchas veces la misma o parecidas historias o por oír muchas veces los mismos o parecidos chismes. Siguiendo esta teoría, el caso es que estoy seguro de que a Doña Luisa se le secó el cerebro de oír muchas veces los mismos chismes y cuentos que, de boca en boca, se trasmitían entre los vecinos y las vecinas, tanto de su propio barrio, como de los demás barrios de la comarca.
Era Doña Luisa baja de estatura, más bien gruesa o gordiflona. Con pelo canoso, desmelenado, algo mugriento, quizás debido a la falta de agua de aquella época. Tenía su tez un color blanco, un blanco de leche, del que sobresalían sus mejillas de un rojo encendido. Solterona y sesentona aparentaba tener más edad de la que realmente tenía.

Todas las mañanas desayunaba Doña Luisa un par de huevos, pero no fritos, sino mezclados con vino tinto y a los cuales, después de bien batidos, le añadía gofio. A esta mezcla le llamaban ralera de gofio y vino. Insisto en que la palabra ralera la utilizaban en el sentido de expresar que el brebaje no era ni sólido ni líquido sino ralo, de ahí ralera. Acto seguido, casi sin respirar, se tomaba aquel brebaje que le producía tal sudor consecuencia del que, si no caía desplomada al suelo, era porque tenía una silla preparada en su cocina y en la que se sentaba hasta que se le pasaba aquel sopor. Decía Doña Luisa que ése era el mejor desayuno del mundo y que se lo había recomendado su madre. El caso es que alguna que otra vecina u otro vecino del lugar tenía la misma nutritiva costumbre. Pienso yo que el rojo encendido de la cara de Doña Luisa era debido a los efectos secundarios que le precian las raleras de gofio y vino, las cuales, reforzadas con algún que otro vaso de vino de el Hoyo de Mazo tomado en el almuerzo, le permitía mantenerse en forma todo el día.
En cierta ocasión pregunté a un vecino del lugar sobre la costumbre de comenzar el día con tan suculento desayuno:
- La tuberculosis, hijo - me contestó-.
Continuó diciéndome: Piensa tú que, por aquella época, la tuberculosis hacía estragos entre la población de Santa Cruz de la Palma y de la isla en general y que para remediar, en parte, el problema se creó el Sanatorio Antituberculoso de Mirca. Las gentes del lugar y, en especial, los que más próximos al Sanatorio vivían, eran testigos oculares de los muchos fallecimientos que allí se producían por culpa de esa horrible enfermedad.

Una de las maneras de espantar o asustar a la tuberculosis, según los facultativos, era alimentándose bien, como diríamos hoy, teniendo las defensas en forma, y de ahí viene la costumbre de desayunar con
raleras de gofio y vino porque intuían que el calor que les producía tal desayuno era prueba evidente de la guerra que contra la tuberculosis estaba produciéndose en el interior de su organismo.
De lo que estoy seguro es que después de la ralera de gofio y vino el bacilo de Koch huiría despavorido en busca de mejores paraísos.
Con sus ojos hundidos, quizás victima de la obesidad, el rojo de sus mejillas resultaba más pronunciado aún. Posiblemente en la época en que la conocí, o bien padecía de úlceras en una pierna o tenía algún que otro trastorno circulatorio, y ello viene a cuento porque siempre cojeaba de una pierna, que por estar muy hinchada llevaba vendada y cuya venda, debido al polvo del camino o a la carencia de agua, ya, más que blanca, parecía un oscuro tatuaje indio.
Se podía decir que pernoctaba en una vieja y pequeña casita situada en los altos del Barrio de Mirca y decía yo que pernoctaba porque el resto del día se lo pasaba, sereca en mano, de aquí para allá recorriendo la ciudad y sus barrios anexos, en busca de la tal codiciada información local.
En el proceso seguido por el cerebro de Doña Luisa, en orden a clasificar los chismes por temas, como era su costumbre, ella misma, por representarlo de alguna manera, hablaba de que tenía en su mente una especie de gran armario provisto de gavetas donde los iba introduciendo, según el contenido e importancia de cada uno de los chismes, que hasta sus oídos llegaban. Tenía, según ella, la gaveta que contenía los chismes de amoríos prohibidos que era la que más llena estaba, aunque no menos abultada era la de los robos, que haberlos los había. Mucha información existía también en la gaveta de las peleas. Esta gaveta de las peleas decía que se engrosaba con documentación procedente de la gaveta de los insultos.
Así que, cada noche, Doña Luisa repasaba todos los chismes que había recibido durante el día. La información recibida era diaria, y aunque Diario de Avisos ya existía desde el año 1890, no era precisamente este medio de información proclive a obtener y trasmitir la información local que Doña Luisa recibía y trasmitía, entre otras razones, porque Doña Luisa era una reportera que, aunque no poseía cámara fotográfica, si retenía en la memoria las imágenes y todo el contenido de la chismosa información recibida.

Con frecuencia Doña Luisa no podía obtener información en los lugares de costumbre, unas veces porque los clientes no estaban en ese momento, y otras porque no trataban, en su presencia, los chismes que a Doña Luisa interesaba. En estas raras ocasiones la propia Doña Luisa sometía a los vecinos a un interrogatorio incesante y repetitivo, y ello llevaba al interrogado a desesperar, de tal forma que buscaba como estrategia, para librarse de Doña Luisa, el contarle chismes irreales o inventados.
Se le llenó su cerebro de tanta y tanta información local que ya casi no dormía y apenas comía. Su cerebro día a día se inflamaba cada vez más y más. Soñaba mucho por la noche. Tenía horribles pesadillas. Y en las largas noches de insomnio repasaba uno a uno sus chismes, los iba cambiando de gaveta mental cuando alguno de ellos estaba, por equivocación, en lugar erróneo.
Tan enorme era el volumen de chismes que en su cabeza había, que pensó en escribirlos. Pero por mucho que lo intentó, jamás lo consiguió debido, por una parte, a su precaria habilidad en el manejo de la pluma y, por otra, a la falta de tinta de escribir que en tiempos de posguerra existía en la comarca.
Callada, sumisa y casi imperceptible caminaba Doña Luisa las calles de Santa Cruz de la Palma. Comenzaba por La Alameda, y siguiendo Calle Real abajo iba observando los pocos comercios que en aquella época había. La tienda de Doña Anastasia era la primera y a continuación el bar España, en el que trabajaba un pariente suyo, que al verla llegar le suministraba diariamente una copita de anís El Mono, que ella aceptaba con gestos de gratitud. Pasaba junto a la tienda de Don Leoncio, la de Pepe El Ñoño. Llegando a la tienda de Manolo Triana alcanzó a ver a Doña Rosario, la de Juan Tomás, y mujer de Manuel El Garafiano, que allí estaba comprando dril para hacer unos pantalones para sus hijos. Entró y le preguntó por Manolo, su hijo el más viejo, que le habían dicho que estuvo muy malito por culpa de un oído.
Siguió calle abajo, cruzó la tienda de Don José Maria, la de Manolo Regidor, cuando alcanzó la Parroquia se encontró con Don Félix, el cura de El Salvador, a quien saludó, como de costumbre, diciéndole:

- Don Félix, yo creo en Dios.

Y éste le contestaba siempre igual:

- Pues vete con Dios, hija mía.

En el atrio del Ayuntamiento estaba Juan de la Perra. No le era muy simpático a ella este personaje, así que se limitó a decirle:

- Quiero hablar con el Alcalde.
- ¿Para qué? -contestó Juan de la Perra-.
- Es que los perros no me dejan dormir -respondió Doña Luisa-.
- Ese tema lo lleva Pepe
Boniato
, el municipal, y él está para Tenerife -le dijo para salir del paso-.

Uno por uno, desde la calle observaba todos los comercios. Pasaba de largo por los que vacíos de clientes estaban, mas cuando observaba un grupo de clientes, por muy pequeño que fuera, disimulando un interés por la compra, se situaba cerca del mostrador con sus dos orejas muy abiertas para que el sonido del chisme entrara hasta su alborotado cerebro sin obstáculo alguno.

Nunca compraba nada pero, eso sí, salía otra vez a la calle con algún que otro chisme nuevo en su mente para llevar a su casa y repasarlo cuidadosamente por la noche para su posterior archivo en su enfermizo cerebro.
Visitaba las carnicerías, la de Chano, la de Camilo, la de Rafael; para disimular preguntaba si allí había estado Fulano de Tal a sabiendas de que no había estado. Algunas veces visitaba la pescadería, en especial en los días en que sabía que había muchos chicharros baratos.
Archivaba cuidadosamente los que oyó en la Carnicería, los de la Pescadería. Especialmente prestaba atención a la conversación entre Candelaria, vendedora de pescado, y Luís, comprador y revendedor, al que muchos conocían como Luís El del Pescado.

Tenía especial preferencia por la Recova. Allí se reunían gentes de distintas procedencias. Los había brutos, del campo o magos, ignorantes, curiosos, presumidos, fanfarrones, tacaños, mujeres de mala vida, encorbatados aristócratas, arruinados hacendados, ilustrados de la ciudad, que desconfiados de sus chachas acudían personalmente a comprar verduras y frutas frescas.
Pero las calles más interesantes para ella eran las calles de El Tanque y de Los Molinos. Con sus ventanas a nivel de calle y sus rejas, la observación del chisme que las vecinas se contaban tras la ventana era perfectamente percibida por Doña Luisa, sin necesidad de disimulo alguno. Sólo bastaba con una pequeña y disimulada parada cerca de allí, con el pretexto de sacar una piedra, que supuestamente llevaba dentro de su zapato, se situaba tras la ventana y a recibir información toca.
Mas algunas de las vecinas, sabedoras de que Doña Luisa estaba al asecho de sus conversaciones, se vengaban de ella inventando algunos chismes de subido tono erótico o sexual con la finalidad de que Doña Luisa los oyera atentamente y los contara después en pública audiencia, cosa que hasta esa fecha jamás había hecho.
Recorría Doña Luisa los barrios de Mirca, Dehesa y Velhoco en busca de nuevos chismes, mas no era fácil encontrarlos por doquier. Así que Doña Luisa se las ingeniaba para poder obtener información, al menor coste posible. Existía, por aquella época, una fuente pública de La Dehesa, otra en Las Nieves y otra el Barranco del Río. A dichas fuentes, aparte del ganado, que tenían su especial dornajo para ellos, acudían diariamente las mujeres de barrio en busca de agua potable para uso doméstico.
- ¿Cómo me entero yo de lo que pasa en el barrio? -se preguntaba Doña Luisa-.

Y pensando y pensando después de exprimir el celebro un par de veces le sobrevino la genial idea. Sabía Doña Luisa que la Hija de Miguel se había fugado con el hijo de José, pero no tenía más información sobre cómo se produjeron los hechos. Así que provista de una cántara acudió Doña Luisa a la fuente del Llano de la Cruz en busca de una supuesta agua. Cuando arribó a la fuente no había vecina alguna, por lo que hubo de esperar por si aparecía alguna.

- Ya viene Pepa -se dijo-. A ver qué es lo que sabe ésta.


Cuando Pepa llegó a la fuente, Doña Luisa demostraba que comenzaba a llenar su cántara de agua.

- Buenos días, Pepa, ¿cómo estás?

Comenzaba la conversación, pero ésta se alargaba en el tiempo y Pepa no soltaba prenda de los últimos acontecimientos ocurridos en el Barrio.

- Esta payanona no cuenta nada -pensaba Doña Luisa-.

E insistía sobre los sucesos acaecidos en el Barrio. Visto su fracaso, acudía entonces Doña Luisa a una estrategia preconcebida que, en el pasado, le había dado muy buenos resultados. Consistía ésta en cambiar los nombres a los protagonistas del suceso para que el interlocutor dijera el nombre correcto y, sin darse cuenta, contara íntegramente el suceso.
- Por cierto, que me dijeron que el hijo de Julián se fugó con la hija de Miguel -comentaba Doña Luisa como no muy interesada el tema-.

- No, mujer, no, fue el hijo de José -contestó Pepa, y continuaba aclarando el suceso, cosa que aprovechaba Doña Luisa para quedar completamente informada-.

Llenaba Doña Luisa su cántara de agua, y apenas abandonaba la fuente, la vaciaba e iba a llenarla en la fuente del Barranco del Río porque a la de Las Nieves no acudía mucha gente. Aparte del cura, sólo de vez en cuando Doña Herminia, y conocía Doña Luisa que ella no sabía chismes, sólo sabía de la misa y poco más. Presentía que en la fuente del Río había varias vecinas esperando para llenar sus cubos de agua, de las que quería obtener más y más información chismosa.

Cuando el truco de la cántara se le agotaba, o era descubierta, acudía a las piletas públicas con unos camisones que lavaba y relavaba una y mil veces. Regresaba a su casa en Mirca acompañando a ganaderos y arrieros que, con sus ganados, retornaban después de haberles suministrado agua en la fuente pública. De regreso intentaba también conocer la opinión de los ganaderos sobre los diarios sucesos en los barrios.

Hasta el año 1946 Doña Luisa había vivido, a los ojos de sus vecinas, una vida normal. En un principio vivía con una sobrina suya, pero al contraer matrimonio ésta dejó de acompañar a su tía, lo cual propició un empeoramiento de la ya precaria salud mental de Doña Luisa. No estaban muy de acuerdo los doctores de la época sobre el tipo de enfermedad mental que día a día se iba apoderando del cerebro de Doña Luisa. Algunos galenos hablaban de hipocondría, otros de desorden de somatización, otros de paranoia, otros de manía depresiva; otros, la mayoría, de delirium tremens producido por la constante ingesta de raleras de gofio y vino. Al final hubo acuerdo en que se trataba de una esquizofrenia, porque esta palabra casi englobaba a todas las demás.

Serían aproximadamente las seis de la mañana de aquel doce de noviembre de mil novecientos cuarenta y ocho, cuando los vecinos se levantaron sorprendidos porque acababan de oír unas voces de mujer que procedían casi del monte. La brisa reinante ese día trasportaba los gritos de Doña Luisa en dirección Norte-Sur, de tal manera que, a intervalos, estos horribles gritos se oían más o menos, dependiendo de la intensidad del viento.

Unos comentaban: Ya decía yo que esta mujer iba a explotar cualquier día. Otros decían: No debieron dejarla sola, la culpa es de su familia. Y la mayoría, en baja voz, afirmaban: La culpa la tienen esas raleras de gofio y vino que se manda todas las mañanas.

La locura o esquizofrenia que repentinamente se apoderó del desordenado cerebro de Doña Luisa, tenía momentos de pasividad y con frecuencia su enfermo cerebro volvía a la normalidad. Razón esta por la que Doña Luisa nunca fue ingresada en un centro de salud. Tampoco Doña Luisa, en sus momentos de delirio, era agresiva con sus vecinos y vecinas. Su locura se traducía en contar de viva voz todos los chismes que hasta el momento conservaba grabados en su cerebro, y su obsesión consistía en que todos esos chismes fueran objeto de conocimiento público.

Recuerdo que después de ver a Doña Luisa posesionada del lugar más cerca del monte en Mirca llamado el Dorador, al que había accedido desde muy temprano, tras un largo camino, comunicaba el mensaje de la siguiente manera:


- Vecinos, atentos vecinos todos. ¿Saben lo que pasó? Yo se los cuento: Juana, La Corneja, ya hace tiempo que le está echando los cuerdos a su marido Luís El Zorro. El desgraciado de su marido nada sabe, pero yo anoche la vi besándose con El Negro y después fueron a acostarse al pajero de las vacas. Si ven a Luis le dicen que lo digo yo, Luisa, y que yo no digo mentiras.

Después de una breve pausa volvía a repetir el mismo mensaje hasta que, cansada y casi perdida la voz del esfuerzo realizado, regresaba a su casa buscando remedio casero para su ronquera o afonía. No más Juan, conocido en el barrio como El Negro, oyó el discurso de Doña Luisa, más que correr volaba rumbo a la ciudad atravesando veredas y atajos para acortar camino. La puerta del Juzgado aún estaba cerrada cuando Juan El Negro llegó. Con impaciencia esperó a que llegara el primer funcionario judicial al que abordó sin previo aviso creyendo que se trataba de su Señoría, El Juez. Cuando el asustado funcionario oyó tan inesperado discurso, le aconsejó que fuera en busca de un letrado para que éste presentara el caso en el Juzgado. Así lo hizo El Negro, mas el abogado le informó de sus derechos pero también le advirtió que tenía que desmostrar no tener relación alguna con Juana La Corneja, porque si mentía sería condenado por perjurio.

En el momento en que Juan, en el paroxismo de su soberbia, dijo al letrado que cuando encontrara a Doña Luisa la iba a destrozar, éste nuevamente advirtió que respetara la integridad física de Doña Luisa, pues de ocurrirle algo él sería el primer sospechoso y tendría cárcel para largos años. Visto lo visto, Juan El Negro regresó a su casa y cuentan que, a raíz de este suceso, tuvo que emigrar a la isla de Fuertyeventura huyendo de Luis, el marido de Juana La Corneja.

En cierta ocasión se celebró una boda en el barrio. Era por aquella época normal tocar los bucios a los contrayentes en la noche de boda. Esta costumbre estaba muy arraigada en los barrios, en especial si los contrayentes habían tenido previamente relaciones, digamos pre- matrimoniales.

Sonaban los bucios por toda La Dehesa, Velhoco y Mirca, y en medio de este concierto un tal D. Manuel apodado El Grillo, por medio de un pasa-voz, que se utiliza para comunicarse entre barcos en alta mar, y que él poseía de sus tiempos de marinero, se acercó al borde del Barranco y dijo:

- Vecinos, tengan vergüenza, tengan vergüenza y dejen de hacer esas vergonzosas payasadas. Por favor, márchense todos a sus casas.

Doña Luisa, al oír esta interrupción del concierto, corrió a su púlpito de siempre y gritó:

- ¡No hagan caso, coño! Sigan tocando los bucios, que es D. Manuel El Grillo, que no vale un carajo.

A partir del momento en que Doña Luisa pronunció su primer discurso, todos los vecinos de los barrios se cuidaron muy mucho de hacer ningún comentario ante la presencia de Doña Luisa, mas como hacía años y años que Doña Luisa tenía archivados en su mente todos los consabidos chismes populares, los iba comunicando al pueblo uno a uno con una frecuencia de dos o tres por semana.

En cierta ocasión un vecino suyo, llamado Ernesto, acudió una noche a la casa de Doña Luisa y pidió, por favor, a ésta que no comunicara el chisme que ella sabía sobre sus relaciones extramatrimoniales con Isabel.

Doña Luisa le dijo que estuviese tranquilo, que no pasaría nada. Mas, a la mañana siguiente, Doña Luisa subió a su púlpito y no sólo contó todo lo que sabía de Ernesto, sino que además explicó que la noche anterior él le pidió que no lo contara.

Tardó Doña Luisa muchos años en soltar todos los chismes que tenía almacenados, y si hizo un stop definitivo fue porque, víctima de una repentina enfermedad, nunca más pudo salir de su casa y acudir a su acostumbrado púlpito.

Cuentos contextualizados III: Noche de terror en la Caldera de Taburiente.

 (Manuel García Rodríguez.  Publicado en el número 231 de BienMeSabe)
Cansados los vecinos de que el día de San Bartolo de cada año ocurriese la misma tragedia, hicieron un trato con el diablo. Le ofrecieron celebrar una fiesta anual (Fiesta del Diablo) en su honor a cambio de que los dejara tranquilos y no apareciese nunca más por Tijarafe. Sintiéndose alagado el vanidoso diablo, aceptó la oferta y dejó tranquilos a los tijaraferos. Así, cada año, según este cuento, los vecinos de Tijarafe sacan al diablo a las calles del pueblo y le cantan y bailan a su alrededor.
En aquellos tiempos, cuando el pasto escaseaba en las tierras de Tijarafe, Pedro echaba todo el gofio que dentro de su zurrón cabía, preparaba su alforja con el alimento necesario para varios días, y con la ayuda de Tom, su perro pastor garafiano, reunía toda su manada de cabras, y pacientemente las conducía hasta lo alto del cerro de la cumbre de Tijarafe.
Desde allí, divisando la profunda y majestuosa Caldera de Taburiente, tomaba como punto de referencia el Monolito de Idafe y buscaba la vereda que le conducía al interior de la Caldera.
Era Pedro alto, delgado, de complexión fuerte, densa barba negra, con rostro en el que se aprecia las huellas que deja el crudo frío del invierno confundidas con las quemaduras de los calientes rayos del sol del verano.
Hijo y nieto de cabrero, había seguido los mismos pasos que su padre, un tijarafero de Aguatabar que, ahora, anciano ya, solo se preocupaba del regreso de su hijo desde La Caldera, pues con el paso de los años conocía los muchos y luctuosos sucesos, que a algunos desafortunados pastores le ocurrieron en el interior de la Caldera de Taburiente.

El descenso por la estrecha vereda o atajo por el cual Pedro conducía su rebaño, era altamente difícil y peligroso. Era Pedro diestro con la lanza y sus saltos de veterano pastor recordaba la habilidad de aquel otro pastor protagonista en la leyenda del Salto del Enamorado. Con la misma lanza de su abuelo, en antaño, cruzó aquellos mismos atajos. Pedro sorteaba los mil peligros que a cada paso encontraba. A punto estuvo, en más de una ocasión, de perder el equilibrio de su cuerpo y caer al vacío, y en esos segundos, en que la vida amenaza con marcharse, acudía a su mente la figura de su mujer y de su pequeño hijo que, allá, en Aguatabar, esperaban su regreso.
Una joven viuda de negro vestida, y un hijo sin padre, se presentaban, en cada instante ante sus ojos, como amenazante advertencia del peligro que le asechaba. El tintineo de los cascabeles de las cuarenta cabras que la manda formaba, solo se veía interrumpido por el insistente ladrido de Tom, que enfadado advertía a alguna que otra cabra del erróneo camino que pretendía seguir alejándose de la manada.
Al amanecer del día ya Pedro había iniciado el descenso a la Caldera. Sabía que si la noche se les venía encima la posibilidad de salir con vida de aquellos laberintos era cada vez más difícil. Serían las seis de la tarde cuando, por fin, Pedro pudo avistar la casi destruida choza que había su abuelo construido en el pasado y donde iba a tener su lugar de descanso.
Cuando escudriñaba con su vista el hermoso y verde paisaje que ante él se ofrecía, quedó atónito contemplando las mil y una tonalidades con que la luz del sol del atardecer va tiñendo las casi verticales laderas de pinos, en cada instante. Este incesante colorido acompañado del dulce sonido del agua, que lentamente va discurriendo por el barranco y aderezado con el olor de la flor del codeso y de la retama, daba a su alma una sensación de tranquilidad y placidez, hoy envidia de los que en contaminadas ciudades vivimos.

Allá, a lo lejos, alcanzó a divisar el humo que parecía salir de entre unos largos pinos. Pedro exclamó:
- ¡El amigo José ya ha llegado!
Era José otro pastor de San Bartolo, en Puntallana, que, al igual que Pedro, acudía a la Caldera de Taburiente a pastorear sus cabras en la misma época en que los pastos de Puntallana también escaseaban. Al contrario que Pedro, José era de estatura más bien baja. Eso sí, trabado de cuerpo, como dicen algunos, con figura de luchador, algo más joven que Pedro. Poseía José una manada de cabras inferior en número a las Pedro, pero quizás sus cabras eran más jóvenes y vigorosas. Acompañando a la manada de José iba siempre su fiel amigo, un perro pastor alemán, de color negro y fuerte complexión que el llamaba King.
A la vista del escaso humo, que Pedro logró divisar tras los pinos y fallas, allá, en la lejanía, instintivamente se detuvo, e inhalando todo el aire que pudo, emitió un fuerte silbido. Al instante, el eco de su silbo retumbó en sus propios nidos. Impacientemente esperó unos segundos, que a él le parecieron eternos, pero por fin la respuesta a su silbido llegó a sus oídos, aunque algo confusa; mas la certeza de que la confirmación era cierta se la dio Tom, su perro, que con muestras de alegría ladraba y se movía en la dirección de la que procedía el silbato, y movía en parsimoniosa armonía su brillante cola.

Pedro aceleró el paso, y cuando se acercaba a su choza ya José impacientemente le esperaba. Un abrazo de confraternidad selló en encuentro entre Pedro y José, y un buen vaso de vino de tea acompañado de algunos higos pasados sirvieron para celebrar aquel esperado encuentro.
Aquella noche cenaron juntos, y después de una larga y distendida conversación en la que afloraron todos los recuerdos de una juventud ya pasada, llegada la media noche, el sueño se apoderó de ellos. Acompañó José a Pedro hasta su cabaña. y con la lanza en una mano y el farol en la otra, regresó a la suya para disfrutar de ese sueño consolador que sienten los pastores cuando su mente, lejos de toda preocupación, solo se recrea en imaginarse sumergido dentro de una naturaleza, que lo envuelve todo.
Tenía José su zona de pastoreo dentro de la Caldera y Pedro la suya. Al igual que el resto de los pastores, cada uno de ellos se respetaba su zona que -era la misma que en antaño- sus abuelos habían establecido en común acuerdo. Pasaban los días distraídos, al cuidado del rebaño. De mañana cada uno de ellos ordeñaba sus cabras y a la fresca leche de las mismas añadían el gofio de trigo y cebada que con tanto cariño habían preparado sus familias. El almuerzo, queso fresco, algunas papas guisadas a fuego lento de la leña de brezo a las que acompañaban con carne de cochino salada y asada. Higos y almendras, dentro de la alforja, constituían el alimento fortalecedor de la diaria tarea que soportaban.
Llegada la tarde, Pedro y José se reunían, unas veces en la choza de Pedro, otras en la de José. Transcurrían los días felizmente. Ya poco faltaba para alcanzar el día en que debían retornar con sus cabras a su hogar deTijarafe uno, y a Puntallana el otro.
El dia anterior a la partida, en aquel atardecer en que la paz inunda el alma y el sosiego y la tranquilidad del entorno son solo interrumpidos por el canto de algunas grajas o mirlos que anunciarn el atardecer, dijo José:
- Hoy es el día de San Bartolo y… dicen que el dia de San Bartolo el diablo anda suelto. Al menos eso dicen en Puntallana -insistió José con una sonrisa de burla en sus labios-.

Al oír hablar del diablo, Pedro se sobresaltó y el miedo se reflejó en su cara.

Tenía Pedro un especial respeto al maligno. Desde su niñez, sus abuelos y sus padres le habían contado que Tijarafe fue en su día amenazado por el diablo.
Contaban que algunos jóvenes del pueblo, en cierta ocasión, el día de San Bartolo, cuando el diablo anda suelto, se burlaron de él, y éste, en venganza, esa misma noche cruzó los trigales de Tijarafe y, a su paso, lo dejó todo quemado. No contento con ello visitó los almendros, viñedos e higueras que asimismo fueron todos ellos pastos de las llamas. Cansados los vecinos de que el día de San Bartolo de cada año ocurriese la misma tragedia, hicieron un trato con el diablo. Le ofrecieron celebrar una fiesta anual (Fiesta del Diablo) en su honor a cambio de que los dejara tranquilos y no apareciese nunca más por Tijarafe. Sintiéndose alagado el vanidoso diablo, aceptó la oferta y dejó tranquilos a los tijaraferos. Así, cada año, según este cuento, los vecinos de Tijarafe sacan al diablo a las calles del pueblo y le cantan y bailan a su alrededor.
José oía con incredulidad toda la historia de Pedro y, cuando éste terminó de contarla, una carcajada se oyó retumbar en medio de la silenciosa Caldera de Taburiente.
- No te rías, José -le replicó con cara de enfado Pedro-.
- Yo me río de ese diablo y de todos los diablos de Tijarafe.
- Eso son cuentos de viejas -y volvió a reírse aún más-.

Al oír estas palabras, Pedro casi se desmayó; no podía creer lo que José decía. Mas José, para convencer a Pedro, subió sobre la más alta de las peñas que por allí había, y alzando la voz, a todo pulmón, gritó:

- ¡Satanás, yo te invoco!

Y continuó:

- ¡Si este día estás suelto, preséntate aquí! ¡Yo te desafío!

Apenas había José pronunciado estas palabras cuando un fuerte y ensordecedor ruido de viento se sintió en el interior de la Caldera de Taburiente, acompañado de truenos y relámpagos. La luz del día se tornó de un color violeta y un frío intenso se adueñó del lugar, al mismo tiempo que un intenso olor a azufre quemado contaminó el aire.

Repentinamente King, el perro pastor de José, comenzó a emitir unos extraños y horribles alaridos; sus dientes comenzaron a crecer y crecer, y de su legua se desprendía como un fuego de color azul claro.


Inesperadamente el perro dio un enorme salto, y rugiendo como un león, corrió hacia el corral donde José tenía todas sus cabras. Una a una las iba asesinando. Les rajaba sus gargantas con descomunal rabia. La sangre inundaba el corral de José. Despavoridas algunas de las cabras que sobrevivieron a la matanza, lograron huir sin rumbo fijo.

En medio de esta diabólica situación, Pedro pidió a Dios con fervorosa devoción piedad para José, y haciendo la señal de la cruz imploró con todas sus fuerzas al Creador.

- ¡Oh Dios, aparta al maligno de nosotros!

En ese mismo instante, con la misma rapidez con que había llegado, cesó la tormenta y la paz volvió a reinar en el lugar. José apenas respiraba. Tendido en el suelo estaba a punto de morir. La palidez de su cara predecía la muerte.

En el silencio de la noche Pedro miró hacia el cielo, contempló el firmamento y por la posición de la luna calculó que eran exactamente las doce de la noche. Un nuevo día había comenzado y con él la libertad del diablo el día de San Bartolo había terminado.

Según cuenta la leyenda, el diablo volvió a estar encerrado en la cárcel de siempre, el infierno, esperando un nuevo año para gozar de la libertad extra-carcelaria concedida solo el día de San Bartolo.

Sin cabras, sin fuerzas, aterrorizado, exhausto, en brazos de Pedro permaneció José el resto de la noche. Al amanecer del día, Pedro, abandonando su rebaño, acompañó a José, de regreso a casa, hasta el cerro de la Cumbre Vieja, dejándolo a manos de otros pastores que por aquellos parajes andaban.

Conocedores los cabreros de la isla de La Palma de lo ocurrido, a partir de ese año, llegado el día de San Bartolo, todos abandonan la Caldera de Taburiente por temor al diablo que, como digo, el día de San Bartolo, por aquellos parajes, anda suelto.

Como me lo contaron, yo lo cuento.

(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 238 de BienMeSabe)
Con el paso de los años su capital fue creciendo y creciendo. Los viñedos, almendros e higüeros, cuidados con esmero por sus honrados medianeros, rentaban lo suficiente como para que D. Fulgencio no tuviese que gastar el oro. Con el paso de los años, la riqueza de D. Fulgencio despertó la avaricia de sus dos sobrinos cuando supieron, por boca de D. Leoncio, otro vecino del barrio de Las Tricias que no hacía mucho había llegado de Cuba, que D. Fulgencio era muy rico por allá y que, según se comentaba en La Habana, su fortuna en oro la había traído a Canarias en monedas onzas y centenes.
Corrían los años sesenta del siglo XIX cuando D. Fulgencio regresó de Cuba. Hacía un mes que el viejo velero había zarpado desde La Habana. Durante la travesía, D. Fulgencio vivió muchos días de intensa amargura pensando que la caudalosa fortuna que consigo llevaba pudiera caer en manos de algunos de los sospechosos tripulantes del Roca de Mar, como así se llamaba el velero en que viajaba.
Había visto pasear en cubierta a algunos desalmados con cara de fanfarrones y bien pertrechados de armas, y eso le ponía muy nervioso. Pasaba los días angustiosamente, casi aferrado a su camarote sin apenas subir a cubierta por miedo a que durante su ausencia sus onzas de oro le desaparecieran como por arte de magia.
Había nacido D. Fulgencio en Garafía, en el tranquilo barrio de Franceses, pero desde muy temprana edad sus padres se trasladaron a vivir a Las Tricias, donde habían adquirido algunos terrenos y una vieja casita en Buracas.
Apenas tendría dieciocho años cuando emigró a Cuba. Trabajó muchos años allá en Pinar del Río, en el cultivo del tabaco, pero más tarde con sus ahorros adquirió un negocio situado en el Malecón, una calle en pleno centro de La Habana, y se dedicó, por completo, al comercio del azúcar.
Fueron muy buenos años los que por esa época se vivieron en Cuba y la exportación de azúcar a Estados Unidos fue tan floreciente que amasó una considerable fortuna.

Casó con doña Elvira, mujer de noble familia cubana que, cuarenta y cinco años antes, había nacido del Cienfuegos. A los seis años de casado, Doña Elvira enfermó gravemente y a los pocos meses murió sin tener hijos.
Tendría setenta años cuando pensó que lo mejor sería pasar el resto de sus días en Las Tricias. Desde La Habana soñaba con adquirir allí una vieja casona que, por aquellos tiempos, su propietario, residente por aquel entonces en La Habana, había puesto en venta. En el pequeño puerto de Santa Cruz de La Palma lo esperaban sus dos sobrinos, Miguel y Ernesto.
Ese día, debido al mal tiempo reinante del Sur, el Roca del Mar tardó más de una hora en poder fondear en la bahía. Por fin, como de costumbre, algunas lanchas de pescadores se acercaron a la borda del velero para recoger a los pocos pasajeros que desembarcan en el puerto, pues el resto de ellos tenía como destino Tenerife y Las Palmas.

Un hombre elegante, aunque ya entrado en años, pelo semicano, sombrero pajizo en mano y blanca guayabera se destacaba entre el resto de los pasajeros de la lancha que a tierra lentamente se acercaba. "¿Debe ser el tío Fulgencio?", comentó Miguel a Ernesto. Ya en tierra vio que dos muchachos se acercaban a él con intención de saludarlo.

- ¿Ustedes deben ser mis sobrinos?
-         Sí, tío -contestaron-. Este es Miguel y yo soy Ernesto.
-         Un fuerte abrazo selló el primer encuentro de Fulgencio con sus sobrinos. La obligada pregunta por la salud de los otros familiares amenizó el diálogo. El resto de la conversación giró en torno a informarse mutuamente de los últimos acontecimientos acaecidos tanto en Las Tricias como en La Habana.
Una carro tirado por dos hermosos caballos negros había sido alquilado, por sus sobrinos, para trasladar al tío Fulgencio hasta Las Tricias.
Después de hacer noche en la pensión, conocida en aquella época como la pensión del tío Grelo, en Los Llanos, y tras cambiar el carro por caballos y mulos diestros en camino de herradura, al día siguiente, tras una breve parada en El Time para contemplar el hermoso paisaje y revivir recuerdos de juventud, los caballos y mulos en los que viajaban tío y sobrinos arribaron al barrio de Las Tricias, donde el vecindario, casi al completo. agasajaron con un cálido recibimiento donde la carne asada del recién matado cerdo, preparada a tal fin, y el vino de tea dio luz y colorido a tan emotiva celebración.

Instalado D. Fulgencio en la vieja casita, herencia de sus padres, después de un buen rato de distendida conversación con sus familiares, se despidió amablemente de ellos con un "hasta luego, familia".
No más el último de ellos se había alejado del su hogar cuando ya D. Fulgencio sacaba de dentro de uno de los baúles que de Cuba había traído, una bolsa llena de monedas de oro que escondió en un recóndito lugar bajo el piso de su casa.
Muchas y muchas noches, allá en La Habana, había pensado en este especial escondrijo para su oro, y muchas y muchas noches desde Cuba pensaba en qué y cómo iba a gastar el oro que había adquirido con arduo esfuerzo.
Transcurrieron varios años desde que D. Fulgencio regresó de Cuba. Había comprado la vieja casona con la que soñaba allá, y en ella se instaló después de amueblarla con los mejores enseres de la época. Adquirió más de veinte fanegas de terreno de almendros más otras tantas que tenía sembradas de higueras y viñedos. Poseía varios caballos y las mejores vacas y toros de la comarca.
Con el paso de los años su capital fue creciendo y creciendo. Los viñedos, almendros e higüeros, cuidados con esmero por sus honrados medianeros, rentaban lo suficiente como para que D. Fulgencio no tuviese que gastar el oro. Con el paso de los años, la riqueza de D. Fulgencio despertó la avaricia de sus dos sobrinos cuando supieron, por boca de D. Leoncio, otro vecino del barrio de Las Tricias que no hacía mucho había llegado de Cuba, que D. Fulgencio era muy rico por allá y que, según se comentaba en La Habana, su fortuna en oro la había traído a Canarias en monedas onzas y centenes.

- ¿Dónde tendrá ese oro escondido? -era la pregunta que a diario se hacían lo mismo Ernesto como Miguel-.
Tanto uno como el otro vigilaban constantemente los pasos de su tío por ver si este se descuidaba y dejaba al descubierto su tesoro.
Una tarde, cuando D. Fulgencio regresó a su casa, después de haber realizado un paseo a caballo por los hermosos caminos de Las Tricias, encontró toda su mansión revuelta, como si alguien estuviese buscando algo. En principio creyó que habían sido sus criados, pero después comprobó que no, al darse cuenta de que en el suelo de una de las habitaciones estaba el reloj de bolsillo, que él mismo había regalado a Ernesto.
En otra ocasión también observó que en las caballerizas se habían movido algunas piezas del dornajo de los caballos. Asimismo comprobó, cierta tarde, que en el lagar habían levantado la piedra.

Lo que no sabían ellos era que Chicho, un joven del barrio de Las Tricias, los estaba espiando constantemente a raíz de haber observado que buscaban y rebuscaban día a día, tanto en los aposentos de su tío Fulgencio como en los viejos pajares y bodegas de su propiedad.
Era Chicho un joven del Tablado, aunque hacía años que vivía en Las Tricias, de buena familia, honrado, alegre y divertido. Tenía como profesión la de guardia jurado, razón por la que conocía minuciosamente cada rincón de la comarca. Dicharachero, pero no alcahuete. Sabía de la vida pública y oculta de las gentes del barrio de Las Tricias, pero no comentaba nada con nadie.
Llegó un día en que D. Fulgencio, ya muy mayor, enfermó. Una noche su estado de salud empeoró. Acudieron sus sobrinos a Puntagorda en busca del médico del pueblo. De regresó, cuando cruzaban el barranco de Las Tricias, el galeno contó a sus sobrinos de la gravedad de la enfermedad de su tío.
A partir de ese día, tanto Miguel como Ernesto no se apartaban de la cama de su tío. Cuando Miguel se quedaba al cuidado del tío, acercándose al oído de D. Fulgencio, preguntaba:

- ¿Dónde está el oro, tío? 
Mas D. Fulgencio por respuesta daba un profundo suspiro; pronunciaba concientemente, para que su sobrino no se enterada, unas incomprensibles palabras y se hacía profundamente dormido con el fin de que no le preguntaran más. De igual forma vigilaba Ernesto la ausencia de Miguel para hacerle a D. Fulgencio la misma pregunta. Mas la contestación era idéntica.
Murió D. Fulgencio sin que sus sobrinos supiesen donde tenía su tesoro.
Cuentan, algunos vecinos de las Tricias, que cuando una persona muere sin decir donde tiene el oro, por las noches una luz de ultratumba se posa sobre el escondrijo en señal de aviso a sus familiares, para que vayan a sacar el tesoro de ese lugar. Incluso se comentaba, entre los clientes del bar de la plaza, que un tal Julián, del Roque del Faro, todas la noches veía una luz dentro de una cueva y que esa luz le condujo al lugar en donde su abuelo, muerto ochenta años antes, dejó escondido el oro.

Sabedores tanto Miguel como Ernesto de esta y otras historias, ambos creyeron a pie juntillas que la misteriosa luz ya andaba por el barrio. Noche tras noche, sin faltar una, salían de sus casas, con la ilusión de que la esperada luz les indicase el lugar en donde su tío había dejado enterrado el tesoro.
No quería Ernesto que Miguel supiese de sus nocturnos pasos en busca del tesoro. De igual forma procuraba Ernesto que Miguel no se enterase de sus nocturnas andanzas. Lo que no sabían ambos era que Chicho los vigilaba y conocía cada uno de sus pasos. Observaba Chicho que tanto Miguel como Ernesto levantan piedra a piedra el suelo de las casas y propiedades de su tío.
Al final, una noche Ernesto descubrió a Miguel en sus andanzas y Miguel a Ernesto en las suyas, pero jamás hubo comunicación, sobre este asunto, entre ellos.
Esta ansiedad por encontrar el tesoro se veía incrementada por Julia, la mujer de Ernesto, que preguntaba a su marido por el oro. Soñaba ella con disfrutar del dinero que el viejo Fulgencio, con tanto sacrificio, había obtenido en Cuba y no consentiría jamás que Miguel se apoderase del tesoro que ya consideraba como suyo. Mientras tanto Chicho se concentraba pensando en qué forma divertirse a costa de estos dos avaros sobrinos.

Dándole mil vueltas a su cabeza, se le vino a Chicho una genial idea: frente a un viejo pajero situado en los terrenos que había sido propiedad de D. Fulgencio, existía, y existe, una alta pared de piedra seca. Entre la pared y el pajero hay una distancia considerable así que Chicho colocó un cristal de botella en lo alto de la pared, y después de hacer varias experiencias y pruebas logró que la luz de la luna proyectara un rayo de luz en el cristal de botella que a su vez se reflejaba en los cristales de la puerta del viejo pajero.

Después de haber preparado cuidadosamente este artilugio, esperó pacientemente a que Ernesto o Miguel, en sus nocturnas andanzas, se percataran de una luz en la puerta del pajero. Noche tras noche, con su acostumbrada paciencia, vigiló cuidadosamente a ambos.

Inesperadamente, una noche de luna llena, vio cómo Miguel acudía con acelerado paso al pajero provisto de pico y azada. Chico, tras unos matorrales, podía observar claramente cómo el rayo de luz desde la pared se proyectaba en los cristales de la puerta del viejo pajero. Esperó impaciente, vio a Miguel abrir con rapidez la puerta y comprobó que, al abrir la luz, dejó de reflejarse. Miguel cavó y cavó afanosamente durante toda la noche. Lo hizo de mil maneras. Le habían dicho que una moneda de oro atraía a la demás y por ello sacó la que a tal fin en el bolsillo llevaba, para que le sirviese de imán. Pero nada consiguió. Triste, aburrido y cabizbajo regresó casi al amanecer a su casa.
Pasados varios días, y cuando la luna alcanzó un punto en el firmamento, volvió a enviar su indirecta luz al pajero. Esta vez fue Ernesto el que vio la luz. Rápido como un galgo tras su presa corrió hacia su casa, jadeante apenas sin aliento, lo comunicó a Julia, su mujer; de inmediato corrió al cuarto de aperos y, cargado con azada, pico y pala salió en dirección al pajero. Apenas entró, se dio cuenta de que todo allí estaba revuelto. El piso había sido levantado y había huecos excavados en las paredes. Alguien había estado destrozándolo todo. Una rabia incontenida se apoderó de su alma. Después de proferir una y mil maldiciones ya se disponía a marcharse cuando vio, casi por casualidad, la moneda de oro que se le había extraviado a Miguel. Este hallazgo le confirmó que Miguel ya se había apropiado del tesoro y, con las prisas, había dejado olvidada una moneda. En ese mismo instante un sudor frío recorrió todo su cuerpo y un arrebato de soberbia se apoderó de él.
Llegó Ernesto a su casa a eso de las tres de la madrugada y no le fue necesario abrir la puerta de la casa porque ya Julia, su mujer, estaba esperándolo con la ilusión puesta en las muchas monedas de oro que su marido de seguro traería. Cuando Julia oyó el relato de Ernesto, su rostro quedó petrificado y una intensa palidez le recorrió todo el cuerpo. Marido y mujer pasaron el resto de la noche en vela preparando una estrategia que le permitiese robar a Miguel su tesoro. Entre las mil y una ideas que por sus cabezas pasaron, al final se decidieron por la que más efectiva les pareció.
- Tienes que utilizar tus armas de mujer, Julia - le dijo a su mujer-.
Era consciente Ernesto de que Julia poseía una escultural figura realzada por los veinticinco años de su juventud. De agraciado rostro y hermosa cabellera negra, era Julia la reina de la belleza de todo Garafía. Había observado Ernesto que Miguel se quedaba atónito ante la presencia de Julia, aunque él procuraba disimularlo en todo momento por respeto a su primo.

- ¿Qué quieres que haga? -contestó Julia-.
- Simplemente quiero que le incites y le seduzcas, pero llegado el momento, le pides que te confiese en qué lugar tiene escondido el tesoro. En cuanto se confiese lo abandonas y huyes del lugar.
El primer día, Julia, fingiéndose encontrar mal, mandó a su criado a casa de Miguel en busca de auxilio con el pretexto de que su marido no lo podía hacer porque estaba vendimiando, arriba, en el Topo de Mago.

- Dice Doña Julia que si puede Vd. ir a su casa porque se siente muy mal -comentó el criado de Julia a Ernesto-.
- De inmediato voy -contestó-.
Mientras que Miguel acudía a auxiliar a su prima, Ernesto registró la casa de Miguel paso a paso, en busca del tesoro, pero por mucho que buscó el oro no apareció por ninguna parte.
Julia, acostada en su cama, fingía sentirse mal e insinuaba e incitaba para que se acostara con ella al objeto de ganar tiempo suficiente para que su marido registrase la casa de Miguel. A partir de este momento, Ernesto vigilaba noche y día a Miguel convencido de que éste acudiría al lugar donde tenía el oro escondido.
El fracaso de Ernesto no convenció a Julia que, utilizando ahora y definitivamente sus armas de mujer, trató de seducir a Miguel. A tal fin se acercó a su casa en inesperada visita y le habló de lo mal que se encontraba. Le dolía el vientre, según ella, y para que Miguel lo comprobara se fue sacando una a una sus prendas de vestir hasta quedarse completamente desnuda. Su esbelto cuerpo, a la luz de la vela, se reflejaba en la pared de la habitación. Miguel se sintió en ese momento irresistiblemente atraído por la mujer de su primo e intentó acercarse a ella con ademán de besarla, pero ella repentinamente le atajó diciéndole.
- Si me das tu oro, abandonaré a Ernesto y seré tuya para siempre.
- ¿Qué oro? -respondió Miguel-.
- El oro que te encontraste en el pajero.
- Te juro que no he encontrado oro alguno -repitió Miguel, al mismo tiempo que se daba cuenta de la estrategia-.
- Si lo sabes, acércate a mí, cariño, bésame, abrázame.

Miguel intentó acercarse aún más a ella, pero por segunda vez fue rechazado. En ese momento se dio cuenta de la estrategia de Julia y gritó con rabia:

- ¡Vístete y márchate de aquí!

Salió Julia enfurecida de la casa de Miguel y contó a su marido lo ocurrido. Éste, en el paroxismo de su soberbia, iluminó su mente con una macabra y espantosa idea. Provisto de su escopeta de caza, la cargó con dos cartuchos y, como alma que lleva el diablo, corrió a la casa de Miguel. Serían las dos de la madrugada cuando llamó a la puerta de éste con incontrolada insistencia. Miguel, casi a medio vestir, abrió sorprendido.

- El oro... o te doy dos tiros ahora mismo -le gritó Ernesto-.
- Te juro que yo no tengo el oro -dijo con voz de terror Miguel-.
- Te lo digo por segunda vez: dime el lugar donde lo has escondido o te vuelo la cabeza ahora mismo -le volvió a gritar con furia-.

Miguel cayó de rodillas a los pies de Ernesto e imploró. Dos disparos de escopeta retumbaron en la tranquila noche de Las Tricias. Miguel cayó por tierra muerto, justo a la puerta de su casa.
Su ensangrentado cuerpo fue hallado, por un vecino, a la siguiente mañana. Varios días tardó la guardia civil en localizar a Ernesto. Chico, conocedor del desmedido interés de Ernesto y Miguel por el oro de su tío Fulgencio, comunicó sus sospechas en el juzgado. Se creyó culpable de la broma gastada a Miguel y a Ernesto con la luz del pajero.

El día del juicio, en el que comparecieron Ernesto y Julia, el ministerio fiscal acusó a Ernesto de un delito de homicidio en primer grado y a Julia con diez años de cárcel por encubridora. La sentencia comenzó así:
Debo condenar y condeno A Ernesto Pérez Martín a cuarenta años de prisión por...

En esos momentos una voz irrumpió en la sala. Era la presencia del padre Justo, un anciano sacerdote del pueblo de Garafía quien, agitado y con voz de cansancio, gritó: “

- ¡¡¡El oro de D. Fulgencio lo tengo yo!!!, ¡¡me lo entregó horas antes de su muerte con la condición de que lo repartiese entre los pobres de Garafía!!


 (Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 242 de BienMeSabe)
Aquel año, llegado el mes de enero, mi padre me prometió que mis próximas Navidades las pasaría en Canarias, en La Palma, junto a mi abuelo Julián, en su pueblo con sus gentes, disfrutando de la compañía de otros niños, comunicándome de viva voz... En fin, viendo lo que mis ojos nunca habían visto. Y… pasaron los meses muy lentos, uno a uno iba contando los días que faltaban para el tan ansiado viaje.
Noches de intenso frío glacial en las que hasta el aire parece congelarse, intensa oscuridad, de un silencio sepulcral solo interrumpido por el horrendo quejido de alguna foca mal herida, o el ladrar de los perros junto a sus trineos. Días tristes, nublados, silenciosos, en los que hasta el alma se enconge víctima de la ansiedad y angustia.
Aquí, en esta lejana tierra de la Argentina, viví los primeros años de mi niñez. Mi padre era un italiano que movido por la aventura, y en su afán de conseguir una vida mejor para los suyos, se había establecido en esta fría región Antártica, donde la pesca se caracterizaba por su abundancia, aunque para ello había sacrificado lo mejor su vida, alejado de su familia y de las comodidades de su lugar en la civilización.
Se había casado mi padre con una buena mujer canaria, Elena; así se llamaba mi madre. Y aunque mi padre intentó disuadirla para que no pasara los mejores años de su vida en las frías regiones, sin embargo ella, como prototipo de mujer palmera que era, nunca le abandonó y juntos, en su día, dejando atrás su tierra y sus seres más queridos, buscaron un prometedor futuro trabajando al servicio de una Compañía conservera con sede en Tierra Perdida, que así era conocida por algunos.
Fruto de ese matrimonio, es el que este relato les cuenta. Mi nombre: Roberto. Recuerdos de mi niñez. allá, en aquellas lejanas tierras, una factoría de conserva de pescado; su nombre: La Esperanza. Estaba enclavada esta factoría, como decía, en la región de la Antártica, lugar Cabo de San Roque. En ella vivíamos las seis familias de seis operarios. Toda la comunicación con el resto del mundo era a través de la radio, aunque cada quince días un helicóptero, fletado por la compañía, hacía aparición en “La Esperanza” y nos traía alimentos y alguna que otra correspondencia. Mi maestra fue mi madre. Ella, con la ayuda facilitada por una emisora de enseñanza a distancia, consiguió para mí una formación integral. Debo decir que en aquellas inhóspitas y frías tierras no existían esos encantadores lugares de juego de los que disfrutan otros niños en nuestra querida isla de La Palma.
De noche, recluido en la modesta vivienda, a sabiendas de que cuando llegara el día continuábamos encerrados, prisioneros en nuestro propio destino por temor al frío y a las tempestades.
Y volvieron a llegar Las Navidades, y una vez más, a través de la radio, me comunicaba con mi abuelo, al que jamás había visto en persona. A mí también se me caían las lágrimas cuando, por la radio, oía a mi abuelo llorar, y le preguntaba: "¿Por qué lloras, abuelo?" Siempre me contestaba lo mismo: "Soy mayor, y no quiero morirme sin conocerte, sin tenerte en mis brazos, sin darte un fuerte abrazo. Estos cansados ojos no quieren irse de este mundo sin conocer al nieto de mi alma. Llegan las Navidades", me decía, "se engalanan las calles de mi pueblo, y en la isla de La Palma la luna brilla más que nunca, cantos de villancicos por las calles, castañuelas, tambores flautas y guitarras acompañan a los dulces cantares que en las madrugadas las misas de luz o misas del gallo alegran el amanecer de un nuevo día".
En la soledad de las tierras de la Antártica, lo que abuelo Julián me contaba sonaba a fantasía. Me parecía que mi abuelo, tal vez debido a su edad, deliraba ya que mis Navidades eran diferentes. Navidades vividas en esta tierra, sin villancicos en las calles, más aún, sin calles, sin campanas que anunciaran las misas del gallo, sin esas luminarias te que inundan el alma de alegría.

Aquel año, llegado el mes de enero, mi padre me prometió que mis próximas Navidades las pasaría en Canarias, en La Palma, junto a mi abuelo Julián, en su pueblo con sus gentes, disfrutando de la compañía de otros niños, comunicándome de viva voz... En fin, viendo lo que mis ojos nunca habían visto. Y… pasaron los meses muy lentos, uno a uno iba contando los días que faltaban para el tan ansiado viaje. Ya, próximas las Navidades, un día mi padre me dijo:

- He hablado con el piloto del helicóptero. Éste está de acuerdo: tras algunas escalas, te llevará hasta la ciudad de Buenos Aires. Allí tomarás el avión que te trasportará hasta las Islas Canarias, donde se cumplirá el sueño de tu vida.

Tal y como mi padre había previsto, el helicóptero partió del helipuerto de “La Esperanza” el día hablado y a la hora previamente acordada.

Durante el vuelo mis ojos permanecieron atónitos, el helicóptero volaba a baja altura. A esa distancia, podía observar la grandiosidad de la naturaleza e inconscientemente comparaba cuanto iba viendo con las helados paisajes de mi residencia habitual. Árboles, ríos, tierra, lagos, ciudades monumentales, pueblos alejados. Todo ello, todo quedaba grabado en mi mente como referente para toda mi vida futura.

Por recomendación de mi madre, el piloto del helicóptero contrató con la azafata mi custodia durante el vuelo Buenos Aires-Canarias.

Ya dentro del avión, que nos había de conducir a Tenerife, mi corazón latía con fuerza, consecuencia de la emoción que sentía en aquellos instantes. Mis Navidades con abuelo Julián, su compañía, esos pastores de los que me hablaba, esa música que, a decir de él, bajaba de las cumbres de La Palma anunciando la llegada del Niño Dios... Despegó el avión, la azafata me sujetó a mi silla y ya dejaba atrás toda una vida vivida en aquellas tristes tierras.

Habría apenas pasado dos horas de vuelo cuando, de repente, algo raro se oyó. Era un ruido estrepitoso que procedía del motor del avión. Noté que este bajaba y bajaba, perdía altura con rapidez. Los pasajeros despavoridos gritaban y gritaban. El avión se tambaleaba, se apagaron las luces y en medio de la oscuridad se oyó la voz del comandante. El mensaje era claro”: “Hemos tenido un fallo en el motor izquierdo, vamos a hacer un aterrizaje de emergencia en un aeropuerto militar abandonado de la isla de Hervera. ¡Por favor, tranquilidad, permanezcan en sus asientos con la cabeza entre las piernas!”

En aquellos momentos, por mi mente pasaron mil y una imágenes a una velocidad de vértigo. Vi a mi padre y a mi madre, allá, en aquellas heladas tierras llorando por mí. Vi a mi abuelo Julián, que moría de pena. La gente daba la noticia en Canarias. Se suspendían las Navidades; todo era luto, desesperación y agonía. Mil imágenes se agolpaban en mi mente.

Apenas había terminado el comandante de trasmitir este mensaje cuando un tremendo golpe casi me hace saltar del asiento. Después silencio… silencio prolongado… y otra vez la voz del comandante . Esta vez decía: “Se va a proceder al desembarque de los pasajeros pero, por favor, no se alejen del avión, hemos pedido ayuda de emergencia.” Recuerdo que la azafata me cogía de su mano. "Roberto", me dijo, "ánimo, niño, todo saldrá bien".

Miré a mi alrededor y observé algo que me sorprendió. Era la selva, y por primera vez contemplé en plena naturaleza a unos animales salvajes que temerosamente se acercaron al avión. Pájaros que cantaban a lo lejos, junto al sonoro discurrir de las aguas de un río.

El sonido hondo y ronco de la sirena de un barco me sacó de mi asombro. Era nuestra salvación. Más tarde me enteré de que era un buque, que en aquellos tristes momentos del accidente pasaba cerca de la isla, captó el SOS, por lo que acudió en nuestra ayuda. Recogimos nuestras cosas y cruzando una exuberante maleza, a duras penas conseguimos llegar hasta la costa. A bordo fuimos recibidos con los honores que se merecen todos los que han estado a punto de abandonar para siempre esta vida.

- No hay que preocuparse -dijo en capitán del buque-, hemos contactado con las tierras de la Antártica y con el Archipiélago Canario y hemos trasmitido la feliz noticia de vuestra salvación.

La travesía duró casi doce días. Al final, un día muy de mañana se divisó la Isla de la Palma. "¡Canarias!", exclamé… "Tienen razón la gente, ¡qué hermosa tierra!"

El buque tocó tierra en el puerto de Santa Cruz de la Palma y, entre la muchedumbre, allí estaba mi abuelo Julián. Era tal y como lo imaginaba. Casi me come a besos. Después, cogiéndome de su mano, me condujo a través las calles de Santa Cruz de la Palma, ahora, con sus mil luces navideñas. Un belén en aquella plaza, rondallas que van y vienen  villancicos que resuenan en calles y en plazas, y todo ello mezclado con un fresco aire de felicidad que, según mi abuelo, procedía de las nevadas cumbres palmeras.

Mas llegados al Ayuntamiento, mi abuelo quedó como petrificado, silencioso, pensativo. Contemplé en su rostro los signos de la emoción. Miraba y escuchaba atentamente a un conjunto musical.

- ¿Ves a esos que tocan las castañuelas y el tambor?
- Sí, abuelo, los veo -le contesté con la ansiedad de saber el porqué se quedó tan emocionado-.
- Es el conjunto “Renacer”, son gente de mi edad, todos amigos míos.

Entonces noté como en su alma renacía su vida pasada.

Y me fue nombrando uno a uno: Miguel El Maestro, Antonio El Dentista, Manolo Duque, Germán, Roberto Arozena y a otros muchos que ahora no recuerdo.

Llegada a la casa paterna, la abuela María. "¡Qué alegría!", los tíos y primos. Un grupo de dos personas de color acompañaba a mi familia.

- ¿Quiénes son éstos? -pregunté-.

Mi abuelo contestó:

- Emigrados en pateras y sin calor familiar a quienes hemos invitado esta Nochebuena.

Un calor de Navidad se hacía sentir por doquier y, en medio de tanta felicidad, el recuerdo de mis padres allá, perdidos entre los hielos de la Antártica, me entristeció. De repente, pensé, ellos estarán felices sabiendo que su hijo es feliz. A mi mente acudieron aquellas palabras que un día oí en boca de mi padre: “La felicidad de los hijos hacen felices a los padres”, me dijo.


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