CARMEN LORENZO HERNANDEZ
Un ejemplo de supervivencia durante el franquismo.
La historia de Carmen, es una historia de esas que a
menudo pasan desapercibidas, una de esas vidas de mujer que jamás encontrarán
un lugar en las páginas de un libro de Historia. Pero esas vidas, como la suya,
sencillas que se quedan en el olvido suelen contener la importancia
ejemplarizante de haber vivido, en este caso sobrevivido, a una de las épocas
más duras acaecidas en nuestras islas.
Carmen es la voz de aquellas mujeres que pasan a
nuestro lado tan cotidianamente y tan silenciosamente que extinguen sus días
sin contar sus experiencias. Es la voz de aquellas mujeres, que además de serlo
eran pobres, sin estudios, y por tanto quedan alejadas de los grandes
acontecimientos de su tiempo que, por otra parte, tanto determinan su manera de
vivir y estar en el mundo.
Así como considero que la Historia es patrimonio de
todos y de todas, creo que debe ser, por tanto, el relato de los hechos y
acontecimientos que han vivido todos los hombres y todas las mujeres en este
caso de nuestras islas, a menudo la situación de marginalidad de las mujeres
canarias en el discurso histórico proviene de su ausencia en las principales
fuentes históricas, es nuestro deber buscarlas allá donde podamos rescatar la
más mínima referencia de sus quehaceres, ya que nuestras mujeres, las mujeres
anónimas de nuestro pasado han forjado con su trabajo gran parte de nuestra
historia. Es necesario extender este homenaje, tanto a la familia de Carmen
Lorenzo Hernández, como a todas aquellas mujeres de nuestro entorno que han
llevado una vida de humilde hormiguita que sin duda ha ayudado a mantener
nuestros pasos en el camino. Es nuestra obligación dar voz a las sin voz.
Carmen nació en Los Realejos en 1911, a sus 97
años conservaba junto a una prodigiosa memoria, un espléndido sentido del humor
y unas enormes ganas de vivir dentro de su ya ajado cuerpo. En las horas que
compartí con ella charlando me contó como su vida se vio determinada cuando con
16 años sus padres decidieron casarla con un hombre 12 años mayor que ella, que
había regresado de Cuba y cuya mayor riqueza era poseer un mulo: “… y yo me
digo por qué me casaron tan luego, pero qué madres tan bobas, (…) porque una
niña de 16 años que puede hacer con un hombre y una casa…”, a raíz de esto tuvo
dos hijos, de los que sólo le sobrevivió uno, y cuatro hijas, a los 21 años ya
tenía a todos sus hijos. Tras la pérdida del mayor cuando todavía era un bebé,
Carmen reacciona ante la enfermedad de la segunda con una determinación
admirable, ante la negativa del médico a que le diera de comer; ella cuando su
hija le pide comida le va dando a escondidas y la niña se fue mejorando,
entonces se planta ante el médico: “… Mire le he dado esto y esto, se me queda
el médico mirando y me dice: «¿Qué está usted hablando?» Lo que le digo, si se
me moría se moría, pero yo ya no podía más verla así, el desespero tanto que
tenía…”. Esto supuso un acto de total rebeldía y osadía para ella, ya que Carmen
jamás había cuestionado a ninguna autoridad, puesto que como relataba fue
criada en unos tiempos en que las mujeres poco podían decidir por ellas mismas:
“… Los padres no nos dejaban salir, sí nos dejaban por una fiesta con el día en
la casa, si no había que encerrarlas. Eso los padres antes estaban mirando con
quién hablabas, eso te tenían sujeta, muchacha, que no podías ni resollar,
antes era otra vida…” Sobre el papel de las mujeres en su medio social
destacaba la violencia continúa con que eran tratadas, ella se sentía
afortunada porque su marido siempre la trató con respeto: “… Vale mucho uno
tener tranquilidad sea casada, sea como sea, mi niña, antes los hombres le
metían leña a las mujeres, se llegaban con un vaso de vino y le zumbaban (…)
¡Ay, bien pasaban las pobres! Ya por eso las mujeres no aguantan nada a los
hombres, no lo pueden aguantar, (…) ya los esclavos se acabaron…”.
Antes de casarse, su vida trascurría entre las
paredes de su casa, ya que su madre salía todos los días a trabajar porque su
padre emigraba periódicamente a Cuba, así relataba el momento en que tras
casarse se vio obligada a salir a trabajar: “… ¡Ay, Dios mío!, quién va a
trabajar por fuera, que yo no estaba acostumbrada a que me vean trabajando,
¡mira me daba vergüenza! Porque yo estaba en mi casa siempre, porque era mi
madre quién salía (…) Pues empecé a trabajar por fuera, ganaba tres pesetas,
todo el día amarrando viña, pues iba para esos Palo Blanco hasta el Realejo
Viejo, hasta el Guirre. ¡Tres pesetas!, pero aquello era un mundo porque con
aquellas tres pesetas ya uno iba vigoneando la cosa a mejor, mas que sea
pa´comer…”.
Relata Carmen, como gracias a sus vecinas va
venciendo las trabas de la cotidianeidad y en tiempos del levantamiento militar
franquista, ya Carmen había logrado montar un ventucho en su barrio, que
mantenía ella sola en los momentos más duros de la posguerra: “… me iba bien en
el ventuchito, vendía bien, y yo le compraba a Don Casiano…” hasta que por
rencillas de su marido con el alcalde por asuntos de negocios, le retiran las
cartillas de racionamiento que tenía para buscar provisiones en Santa Cruz,
esto unido a los continuos robos que sufre hizo que se endeudara con Don
Casiano, “… las raciones, no nos daban sino aquella cagada que no te daba, una vez
y para siete personas y sin tener nada, las pasamos bien putas(…) y no había
trabajo sólo te hablaban cuando tenían una zafrita de papas, de viñas… pero no
es como hoy”.
Enumera los muchos esfuerzos realizados en su
vida, los múltiples trabajos que tuvo que desempeñar para ir sacando a los
suyos adelante, comenzando la jornada yendo a buscar pinocha y tronquitos: “…
Había tronquitos así de chiquitos y nosotros los atábamos así y nos trajimos
los saquitos de leña, porque no había ni leña, ni velas había, con las campochinas
los cuartos ahumados ¡Ay Dios mío!...” Labor esta, de recogida de troncos,
leña y ciscos (pinocha) para cocinar y calentar las casas, que
realizaban las mujeres del barrio: “… Hambre sí pasé y trabajo, nos íbamos al
monte, nos levantábamos a las dos de la mañana; esa calle allá afuera, todas,
todas nos levantábamos… eso era una fiesta por allí arriba, todas al monte. Si
nos trincaban los guardas nos quitaban las sogas, yo llevaba una dentro de la
bata y otras viejas para hacer el lazo porque si llegaban los guardas, al
momento que me quitaran la vieja, yo la nueva la tenía aquí dentro.”
Otra de las cosas que destaca de su pasado era la
complicidad existente entre las mujeres de su barrio, a las que les agradecía
haberle enseñado a desenvolverse en la vida y añoraba la solidaridad que
practicaban incluso en los tiempos más duros de la posguerra: “… Sí, teníamos
los vecinos si podíamos un caldito de papas nos dábamos. Y ella cada vez que
tenía papas me daba un cestito de papas…”.
Esta mujer no dejó nunca de trabajar y de buscar
soluciones para sacar a su familia adelante: “… Aprendí a calar, fíjate yo he
batallado más, (…) Esto no puede ser, endrogada de la venta si tenía una
raposa de papas la tenía que vender ya me quedaba sin comer pa´pagar la venta,
le dije a mi marido: Hoy mismo voy a ir allá abajo, detrás de La Montaña , yo conozco una
mujer que da calado, voy a ir a ver si me da un pañito y lo calo. Y él: “Ah, tú
no vas a ir allá abajo a buscar calado” pues le digo: Esteban, no tenemos ni
para una caja de fósforos, no tenemos nada ¿para donde vamos? Pues traje dos
pañitos en el día, me estaba por la noche hasta las dos de la madrugada…” Por
estos paños cobró diez duros y así fue aprendiendo a calar, noche tras noche,
después de trabajar todo el día, aprendizaje que años después la llevaría a dar
clases de calado a otras mujeres de la zona norte. “… Pues después empecé a
calar los manteles grandes, me los pagaban a siete duros, ochos duros, me iba
subiendo. Yo, como el afán mío era tener una perra, tener una perra y tener que
comer, porque pasábamos hambre pues empecé así a calar y a calar. Y guardaba un
durito, guardado a ver si lo podía aguarecer, pues así fuimos, y me fui
espabilando…”. Reflexionando sobre tantos sacrificios Carmen decía en la
tristeza de su viudez: “… Bien he trabajado yo, penas he pasado por ir a
trabajar y hoy digo pa´que coño trabajé yo tanto, pa´que pasé hambre y ahora me
quedé sin marido, ¿Esto es vida? ya hace nueve años que me caí y ni puedo salir
al camino.”
Hablando de la Guerra Civil se
indigna, para ella fue el resultado de tanta injusticia social que se vivía en
las islas y que acabó con las reivindicaciones de la clase trabajadora de
manera cruel y desproporcionada: “… después se metió la guerra y esos cabrones
ricos mataban las personas, las mataban. No hacían sino llegar a tu casa
abrirte las puertas y sacarte a tu marido y tus hijos y matarlos…”.
Sobre el levantamiento franquista resalta el
miedo con que tuvo que aprender a vivir: “… hasta que después la guerra, los
del gobierno (se refiere a los mandos franquistas) mataban la gente, no podían
salir. Una vez un tío mío le dijo a mi marido: Esteban, no salgas esta noche
porque todo el que trinquen esta noche lo meten allí. Los metían en una
casa que tenían ahí y los llevaban a trabajar las carreteras…”
Sus testimonios nos acercan a una sociedad
intimidada, temerosa, acallada y ultrajada de manera continua: “… No, pues no
me voy a acordar eso fueron las últimas guerras, ahí íbamos a La Orotava , cuando eso tenía
yo la venta… y en la plaza salía aquella gente con aquellas músicas y tenía uno
que arrodillarse y poner la mano así (hace el saludo fascista) ¡Oh! Tenías que
hacer lo que te decía el gobierno, tenía que ser y derechitas porque si te
equivocabas, ¡qué va! Hubo quién la pasara mal. De aquí mataron un muchacho, de
aquí de La Punta ,
un chico nuevo y él no hizo nada, sino porque dicen que era contrario al
gobierno. Como era contrario ya lo tenían ojeado, lo llevaron a Santa Cruz y lo
tuvieron preso.” De los falangistas cuenta como la mayoría eran unos arribistas
que en muchos casos aprovecharon la ocasión para aumentar su estatus social
sembrando el miedo entre sus convecinos: “… Los falange, cualquiera era
falange, porque ellos se metían para que a ellos no los tocaran, pero después
ellos sí tocaban…”, “… Los falange no eran sino unos verdugos, mataban a
cualquiera…”
El relato de Carmen nos conduce a esas parcelas
ocultas de la vida cotidiana de nuestro archipiélago, a esos pequeños rincones
testigos de las miserias, del hambre, de los grandes esfuerzos, de la
resignación de aquellas mujeres fuertemente sujetas por la sociedad misógina en
que vivían y por la fiereza del régimen franquista que desde el levantamiento
militar les incrustó el miedo y el silencio desde los atroces acontecimientos
que presenciaban en sus barrios, en sus pueblos, cometidos por rostros
conocidos para ellas y ante los que debían callar y mostrar sumisión. Es pues,
por esto tan relevante prestar atención al relato de estas mujeres, que como
Carmen aprendieron a sobrevivir en nuestros pueblos, sacando adelante a sus
familias, cuando se desarrollaban los procesos más oscuros de la historia
presente de nuestro Estado. Su historia es una callada lucha contra las trabas
sociales que se iba encontrando, lo que hizo de ella que a sus noventa y siete
años poseyera una visión de la vida sorprendente y una defensa activa del papel
de las mujeres en su entorno, aceptando de buen grado todos los cambios que la
democracia fue dando para construir una sociedad que ella consideraba más justa
y más respetuosa con las mujeres.
(Yanira Hermida
Martín, en Revista Canarii. Historia
Contemporánea)
Yanira Hermida Martín es Lcda. en
Historia, ULL.
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