sábado, 20 de diciembre de 2014

MUJERES AFRICANAS SINGULARES-LXXVI



CARMEN LORENZO HERNANDEZ

Un ejemplo de supervivencia durante el franquismo.
La historia de Carmen, es una historia de esas que a menudo pasan desapercibidas, una de esas vidas de mujer que jamás encontrarán un lugar en las páginas de un libro de Historia. Pero esas vidas, como la suya, sencillas que se quedan en el olvido suelen contener la importancia ejemplarizante de haber vivido, en este caso sobrevivido, a una de las épocas más duras acaecidas en nuestras islas.
Carmen es la voz de aquellas mujeres que pasan a nuestro lado tan cotidianamente y tan silenciosamente que extinguen sus días sin contar sus experiencias. Es la voz de aquellas mujeres, que además de serlo eran pobres, sin estudios, y por tanto quedan alejadas de los grandes acontecimientos de su tiempo que, por otra parte, tanto determinan su manera de vivir y estar en el mundo.
Así como considero que la Historia es patrimonio de todos y de todas, creo que debe ser, por tanto, el relato de los hechos y acontecimientos que han vivido todos los hombres y todas las mujeres en este caso de nuestras islas, a menudo la situación de marginalidad de las mujeres canarias en el discurso histórico proviene de su ausencia en las principales fuentes históricas, es nuestro deber buscarlas allá donde podamos rescatar la más mínima referencia de sus quehaceres, ya que nuestras mujeres, las mujeres anónimas de nuestro pasado han forjado con su trabajo gran parte de nuestra historia. Es necesario extender este homenaje, tanto a la familia de Carmen Lorenzo Hernández, como a todas aquellas mujeres de nuestro entorno que han llevado una vida de humilde hormiguita que sin duda ha ayudado a mantener nuestros pasos en el camino. Es nuestra obligación dar voz a las sin voz.
Carmen nació en Los Realejos en 1911, a sus 97 años conservaba junto a una prodigiosa memoria, un espléndido sentido del humor y unas enormes ganas de vivir dentro de su ya ajado cuerpo. En las horas que compartí con ella charlando me contó como su vida se vio determinada cuando con 16 años sus padres decidieron casarla con un hombre 12 años mayor que ella, que había regresado de Cuba y cuya mayor riqueza era poseer un mulo: “… y yo me digo por qué me casaron tan luego, pero qué madres tan bobas, (…) porque una niña de 16 años que puede hacer con un hombre y una casa…”, a raíz de esto tuvo dos hijos, de los que sólo le sobrevivió uno, y cuatro hijas, a los 21 años ya tenía a todos sus hijos. Tras la pérdida del mayor cuando todavía era un bebé, Carmen reacciona ante la enfermedad de la segunda con una determinación admirable, ante la negativa del médico a que le diera de comer; ella cuando su hija le pide comida le va dando a escondidas y la niña se fue mejorando, entonces se planta ante el médico: “… Mire le he dado esto y esto, se me queda el médico mirando y me dice: «¿Qué está usted hablando?» Lo que le digo, si se me moría se moría, pero yo ya no podía más verla así, el desespero tanto que tenía…”. Esto supuso un acto de total rebeldía y osadía para ella, ya que Carmen jamás había cuestionado a ninguna autoridad, puesto que como relataba fue criada en unos tiempos en que las mujeres poco podían decidir por ellas mismas: “… Los padres no nos dejaban salir, sí nos dejaban por una fiesta con el día en la casa, si no había que encerrarlas. Eso los padres antes estaban mirando con quién hablabas, eso te tenían sujeta, muchacha, que no podías ni resollar, antes era otra vida…” Sobre el papel de las mujeres en su medio social destacaba la violencia continúa con que eran tratadas, ella se sentía afortunada porque su marido siempre la trató con respeto: “… Vale mucho uno tener tranquilidad sea casada, sea como sea, mi niña, antes los hombres le metían leña a las mujeres, se llegaban con un vaso de vino y le zumbaban (…) ¡Ay, bien pasaban las pobres! Ya por eso las mujeres no aguantan nada a los hombres, no lo pueden aguantar, (…) ya los esclavos se acabaron…”.
Antes de casarse, su vida trascurría entre las paredes de su casa, ya que su madre salía todos los días a trabajar porque su padre emigraba periódicamente a Cuba, así relataba el momento en que tras casarse se vio obligada a salir a trabajar: “… ¡Ay, Dios mío!, quién va a trabajar por fuera, que yo no estaba acostumbrada a que me vean trabajando, ¡mira me daba vergüenza! Porque yo estaba en mi casa siempre, porque era mi madre quién salía (…) Pues empecé a trabajar por fuera, ganaba tres pesetas, todo el día amarrando viña, pues iba para esos Palo Blanco hasta el Realejo Viejo, hasta el Guirre. ¡Tres pesetas!, pero aquello era un mundo porque con aquellas tres pesetas ya uno iba vigoneando la cosa a mejor, mas que sea pa´comer…”.
Relata Carmen, como gracias a sus vecinas va venciendo las trabas de la cotidianeidad y en tiempos del levantamiento militar franquista, ya Carmen había logrado montar un ventucho en su barrio, que mantenía ella sola en los momentos más duros de la posguerra: “… me iba bien en el ventuchito, vendía bien, y yo le compraba a Don Casiano…” hasta que por rencillas de su marido con el alcalde por asuntos de negocios, le retiran las cartillas de racionamiento que tenía para buscar provisiones en Santa Cruz, esto unido a los continuos robos que sufre hizo que se endeudara con Don Casiano, “… las raciones, no nos daban sino aquella cagada que no te daba, una vez y para siete personas y sin tener nada, las pasamos bien putas(…) y no había trabajo sólo te hablaban cuando tenían una zafrita de papas, de viñas… pero no es como hoy”.
Enumera los muchos esfuerzos realizados en su vida, los múltiples trabajos que tuvo que desempeñar para ir sacando a los suyos adelante, comenzando la jornada yendo a buscar pinocha y tronquitos: “… Había tronquitos así de chiquitos y nosotros los atábamos así y nos trajimos los saquitos de leña, porque no había ni leña, ni velas había, con las campochinas los cuartos ahumados ¡Ay Dios mío!...” Labor esta, de recogida de troncos, leña y ciscos (pinocha) para cocinar y calentar las casas, que realizaban las mujeres del barrio: “… Hambre sí pasé y trabajo, nos íbamos al monte, nos levantábamos a las dos de la mañana; esa calle allá afuera, todas, todas nos levantábamos… eso era una fiesta por allí arriba, todas al monte. Si nos trincaban los guardas nos quitaban las sogas, yo llevaba una dentro de la bata y otras viejas para hacer el lazo porque si llegaban los guardas, al momento que me quitaran la vieja, yo la nueva la tenía aquí dentro.”
Otra de las cosas que destaca de su pasado era la complicidad existente entre las mujeres de su barrio, a las que les agradecía haberle enseñado a desenvolverse en la vida y añoraba la solidaridad que practicaban incluso en los tiempos más duros de la posguerra: “… Sí, teníamos los vecinos si podíamos un caldito de papas nos dábamos. Y ella cada vez que tenía papas me daba un cestito de papas…”.
Esta mujer no dejó nunca de trabajar y de buscar soluciones para sacar a su familia adelante: “… Aprendí a calar, fíjate yo he batallado más, (…) Esto no puede ser, endrogada de la venta si tenía una raposa de papas la tenía que vender ya me quedaba sin comer pa´pagar la venta, le dije a mi marido: Hoy mismo voy a ir allá abajo, detrás de La Montaña, yo conozco una mujer que da calado, voy a ir a ver si me da un pañito y lo calo. Y él: “Ah, tú no vas a ir allá abajo a buscar calado” pues le digo: Esteban, no tenemos ni para una caja de fósforos, no tenemos nada ¿para donde vamos? Pues traje dos pañitos en el día, me estaba por la noche hasta las dos de la madrugada…” Por estos paños cobró diez duros y así fue aprendiendo a calar, noche tras noche, después de trabajar todo el día, aprendizaje que años después la llevaría a dar clases de calado a otras mujeres de la zona norte. “… Pues después empecé a calar los manteles grandes, me los pagaban a siete duros, ochos duros, me iba subiendo. Yo, como el afán mío era tener una perra, tener una perra y tener que comer, porque pasábamos hambre pues empecé así a calar y a calar. Y guardaba un durito, guardado a ver si lo podía aguarecer, pues así fuimos, y me fui espabilando…”. Reflexionando sobre tantos sacrificios Carmen decía en la tristeza de su viudez: “… Bien he trabajado yo, penas he pasado por ir a trabajar y hoy digo pa´que coño trabajé yo tanto, pa´que pasé hambre y ahora me quedé sin marido, ¿Esto es vida? ya hace nueve años que me caí y ni puedo salir al camino.”
Hablando de la Guerra Civil se indigna, para ella fue el resultado de tanta injusticia social que se vivía en las islas y que acabó con las reivindicaciones de la clase trabajadora de manera cruel y desproporcionada: “… después se metió la guerra y esos cabrones ricos mataban las personas, las mataban. No hacían sino llegar a tu casa abrirte las puertas y sacarte a tu marido y tus hijos y matarlos…”.
Sobre el levantamiento franquista resalta el miedo con que tuvo que aprender a vivir: “… hasta que después la guerra, los del gobierno (se refiere a los mandos franquistas) mataban la gente, no podían salir. Una vez un tío mío le dijo a mi marido: Esteban, no salgas esta noche porque todo el que trinquen esta noche lo meten allí. Los metían en una casa que tenían ahí y los llevaban a trabajar las carreteras…”
Sus testimonios nos acercan a una sociedad intimidada, temerosa, acallada y ultrajada de manera continua: “… No, pues no me voy a acordar eso fueron las últimas guerras, ahí íbamos a La Orotava, cuando eso tenía yo la venta… y en la plaza salía aquella gente con aquellas músicas y tenía uno que arrodillarse y poner la mano así (hace el saludo fascista) ¡Oh! Tenías que hacer lo que te decía el gobierno, tenía que ser y derechitas porque si te equivocabas, ¡qué va! Hubo quién la pasara mal. De aquí mataron un muchacho, de aquí de La Punta, un chico nuevo y él no hizo nada, sino porque dicen que era contrario al gobierno. Como era contrario ya lo tenían ojeado, lo llevaron a Santa Cruz y lo tuvieron preso.” De los falangistas cuenta como la mayoría eran unos arribistas que en muchos casos aprovecharon la ocasión para aumentar su estatus social sembrando el miedo entre sus convecinos: “… Los falange, cualquiera era falange, porque ellos se metían para que a ellos no los tocaran, pero después ellos sí tocaban…”, “… Los falange no eran sino unos verdugos, mataban a cualquiera…”
El relato de Carmen nos conduce a esas parcelas ocultas de la vida cotidiana de nuestro archipiélago, a esos pequeños rincones testigos de las miserias, del hambre, de los grandes esfuerzos, de la resignación de aquellas mujeres fuertemente sujetas por la sociedad misógina en que vivían y por la fiereza del régimen franquista que desde el levantamiento militar les incrustó el miedo y el silencio desde los atroces acontecimientos que presenciaban en sus barrios, en sus pueblos, cometidos por rostros conocidos para ellas y ante los que debían callar y mostrar sumisión. Es pues, por esto tan relevante prestar atención al relato de estas mujeres, que como Carmen aprendieron a sobrevivir en nuestros pueblos, sacando adelante a sus familias, cuando se desarrollaban los procesos más oscuros de la historia presente de nuestro Estado. Su historia es una callada lucha contra las trabas sociales que se iba encontrando, lo que hizo de ella que a sus noventa y siete años poseyera una visión de la vida sorprendente y una defensa activa del papel de las mujeres en su entorno, aceptando de buen grado todos los cambios que la democracia fue dando para construir una sociedad que ella consideraba más justa y más respetuosa con las mujeres.

Yanira Hermida Martín es Lcda. en Historia, ULL.


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