El caso es
que me contó cómo dentro de aquel túnel, del que yo ya sabía historias de
fantasmas y de brujas embrujadas, había aparecido en la noche anterior el
cadáver de un hombre, al que le habían extraído la sangre. Era un cadáver sin
sangre...
Todavía hoy, después de tantos años, el
recuerdo de aquella fatídica noche emerge en mis sueños y me hace revivir lo
que nunca deseé vivir.
Era allá en la década de los cuarenta, del
siglo pasado. En aquellos años, el cotidiano vivir transcurría sin sobresaltos,
sin noticias del exterior, inmersos en una crisis. Sin saber que aquello era
una crisis porque tampoco antes viviste años mejores. Se asumía que aquello era
así y te decías es lo que hay y el conformismo te hacia feliz dentro
de tu entorno. Eran los años en que por no haber noticias te las inventabas
porque nada nuevo había que contar. La prensa escrita no circulaba, de la
televisión ni noticias de su existencia se tenían y la radio era cosa de
algunos ricos.
A veces el conocimiento previo de sucesos
ocurridos que del pasado tenemos nos salvan la vida. Cuántas y cuántas veces
levantamos el pie del acelerador cuando pasamos por un lugar de la carretera
donde sabemos que ha muerto alguien, quizás por exceso de velocidad...; y
cuántas y cuántas veces tomamos otro camino porque conocemos a priori que aquel
nos puede llevar a la muerte...
Como todo en la vida, esta vez el conocimiento
previo fue una excepción, y más que aminorar mis temores en aquella trágica
noche los aumentó hasta tal extremo que presentí que la muerte se me acercaba a
pasos agigantados.
- ¿Te enteraste de lo que ocurrió anoche en
el túnel? -me preguntó el amigo, más que por saber si estaba o no informado,
por ganas o deseos de trasmitirme una información que aún hoy no sé si fue
cierta o se la inventó él mismo con ánimo de asustarme-.
El caso es que me contó cómo dentro de
aquel túnel, del que yo ya sabía historias de fantasmas y de brujas embrujadas,
había aparecido en la noche anterior el cadáver de un hombre, al que le habían
extraído la sangre. Era un cadáver sin sangre. A veces solo una gota de agua es
lo suficiente para que el vaso de derrame y así sucedió con esta historia
contada por mi amigo. De tal manera que lo que ya sabía sobre el túnel, que no
era poco, se sumó a esta nueva historia. Nunca supe si en realidad el hombre en
cuestión murió dentro del túnel y menos aún si los vampiros o las brujas le
chuparon la sangre -vaya usted a saber- con qué artes de brujería.
Era el túnel, y es todavía hoy, una
perforación del majestuoso Risco de la Concreción hecha antaño casi a nivel del mar y a
escasos metros de éste... Era ayer y lo es hoy un agujero negro, oscuro,
estrecho con algunos huecos de tramo en tramo abiertos al mar a manera de
ventanas para que por ellos penetrara, aunque con dificultad, la luz del día.
Ya atravesar el túnel en coche durante el día era una aventura que tenías de
correr con verdadero terror, conteniendo la respiración no por el hecho de
perder la visión de la luz diurna, sino por el temor a que una piedra o quizás
el techo entero se desplomase sobre tu coche y, allí mismo, de tan miserable
manera, se terminara toda la historia de tu pasada vida. Que las rocas se
desprendían con facilidad del techo era un hecho cierto, tú lo sabías; no
porque te lo contaran testigos presenciales sino porque tú mismo las veías
depositadas al borde de la carretera. Si es que a aquella vía de circulación se
le podía llamar carretera. En más de una ocasión o bien tenías que dar
un desvío para no chocar con rocas desprendidas o te bajabas del coche para
despejar tú mismo la vía y poder pasar. Para colmo de males, a las oquedades
que daban al mar, durante la guerra civil española se le habían realizado
algunas perforaciones para, según me contaron, colocar dinamita con la
intención de volar el túnel, si el supuesto enemigo intentaba asediar la
ciudad. Era el túnel así de oscuro, peligroso, silencioso y misterioso. Si a
decir verdad, aquella leyenda, o tal vez realidad, que del túnel se conocía se
vino a confirmar el día en que se desplomó.
Meses y más meses estuvo el túnel cerrado,
tapiado e incomunicado. Había que dar un largo rodeo si se quería acceder al
otro lado de la isla. Según contaban, por aquella época no era fácil
desencumbrar el túnel, porque se temía, y con razón, que la retirada de las
rocas desprendidas propiciase el desprendimiento de las siguientes, de tal
manera que la vida de los obreros acabase bajo los escombros de los siguientes
desprendimientos. Así estuvo aquel túnel, de funestos recuerdos, meses y más
meses, y quizá años, casi abandonado.
Llegó el invierno y con él las filtraciones
de agua de lluvia penetraron por las grietas que el calor del verano había
dilatado. A la fragilidad de aquellas rocas, ahora se sumaba el efecto
producido por la humedad y consecuentemente los desprendimientos eran cada vez
más y más frecuentes. Por fin los obreros, aun a riesgo de sus vidas,
despejaron los escombros y el túnel quedó abierto de nuevo al tráfico rodado y
al paso de los asustados peatones, que casi obligatoriamente, a diario, por
razones de trabajo o estudio, habrían de cruzarlo en ese ir y venir a la
ciudad. Ahora aquel túnel ya no era un túnel completo, como lo era antes. Ahora
quedaba dividido en dos mitades, una larga y otra corta, separada la una de la
otra por un espacio vacío, a cielo abierto, como consecuencia de aquel
derrumbamiento.
Todo había cambiado. Ya no pensabas que
quizás el túnel podría desplomarse y aplastarte dentro algún día, no, ya no era
una hipótesis; ahora era una cruel realidad. Si bajo de las enormes montañas de
rocas había alguna persona muerta fue una sospecha que se perpetuó en el tiempo
hasta el día en que se retiraron las últimas rocas desprendidas. Lo que se
contaba como cierto era que una muchacha murió dentro del túnel. Se decía, y se
repetía constantemente, que la difunta entró dentro del túnel por la boca del
Norte. Por Santa Cruz de la
Palma rumbo a Las Breñas... Comentaban que la moza iba en
compañía de otras dos muchachas y que la maldita roca desprendida del techo
justamente cayó sobre de ella, que tranquilamente caminaba en el centro del
grupo. Nunca supe ni el nombre ni los apellidos de la muerta. Mas unos contaban
que se lo contaban y así llegó contado hasta mis oídos.
Era una fría tarde otoñal. Yo había cruzado
el túnel rumbo a Breña Baja. Por aquellos años mi vista era como la vista de un
lince, veía a la perfección. Aun así, la penumbra que entre ventana y ventana
del túnel existía me producía pánico. Sombras y luces se sucedían
continuamente. A través de aquellas bocas mal formadas del túnel, que miraban
al mar, alguna que otra ola intentaba penetrar dentro del mismo. A veces,
algunas veces, lo conseguía y la salada agua marina te dejaba empapado. Así que
sobre el miedo que ya llevabas en tu cuerpo se sumaba el de la fría y salada
agua marina. Ahora la marea había subido y las olas se sentían batir con tal
fuerza que el mismo túnel se estremecía desde sus cimientos al recibir el
potente impacto de la enfurecida mar. En más de una ocasión intenté volver
sobre mis pasos; pero solo pensar que para llegar a mi destino tardaría más de
tres horas caminando a través de los sinuosos caminos o veredas que dando
vueltas y más vueltas nos conducen hasta La Concepción , me disuadía
de aquella idea, producto del miedo.
Continué mi camino dentro de aquel túnel.
Algún que otro transeúnte, quizás tan asustado como yo, se cruzaba en el
camino. La penumbra no nos permitía reconocernos mutuamente, ni tampoco yo me
acercaba mucho al que conmigo se cruzaba. Quizás era un buen hombre pero, ¡Dios
mío!, podía ser un ladrón, o un vagabundo o quizás alguno de aquellos asesinos
que chuparon la sangre al hombre que apareció muerto, aquella noche, dentro del
túnel. Ahora el conocimiento previo de muertos, de brujas y de misteriosos
sucesos acaecidos en un pasado lejano, que me habían contado, acudían
persistentemente a mi mente y aquel misterioso batir de las olas con intervalos
de un prolongado silencio envuelto en la penumbra acongojaba mi alma.
Por fin logré llegar a la otra puerta del
túnel. Respiré profundamente; miré el cielo y la tierra y gocé de la libertad
que se siente cuando antes no se tuvo. Aquella alegría y aquel sentido gozo de
felicidad pronto se truncó. El tiempo voló y la tarde se venía encima a pasos
agigantados. Ahora se presentaba el regreso. La alternativa era la misma: o dar
un gran rodeo o volver a atravesar a aquel maldito túnel. Al miedo se sumaba
otro miedo y era que la luz del día estaba muriendo y la boca del túnel ahora
era más negra que la negra noche. El regreso fue una odisea que jamás ser
viviente ha vivido.. Al menos que yo sepa.
Hice la señal de la cruz y atravesé la
negra boca que ante mí se presentaba. La oscuridad más oscura lo envolvía todo.
Caminaba lentamente temeroso de abrazar a algún fantasma. No veía nada y la
nada era una nada absoluta. Constantemente, en medio de la oscuridad, creía oír
voces, ahora procedentes de la mar como de algún náufrago que se ahoga. Ahora
procedentes de aquellas negras ventanas, como si alguien estuviese escondido en
ellas esperándome para terminar con mi pobre vida. Repentinamente se encendió
una tenue luz a pocos metros de mí. Alguien prendía fuego a su cachimba y una
tos honda, ronca y profunda vino a decirme que lo que pensaba era cierto. Me
crucé con aquel hombre y ni yo lo vi ni él me vio. Seguí mi camino recto, a mi
parecer, pero sin un referente que me sirviera de guía. Así que para orientarme
rozaba con mis manos las frías y húmedas paredes de aquel túnel. No sabía por
dónde estaba, si faltaba mucho o poco para salir de aquel infierno.
Me pareció ver a una mujer, después a dos,
incluso creí percibir sus risotadas dentro de aquel maldito túnel. Eran risas de
terror, de miedo, de ultratumba, del más allá , Era el preludio a una nueva
cacería y la víctima a cazar era yo. El eco de mis pasos retumbaba dentro del
aquella oquedad. Temí que yo mismo, en mi angustioso caminar dentro del túnel,
provocase la caída de alguna parte del techo. Me vi sepultado, pero vivo bajo
aquellas agrietadas rocas desprendidas del techo. Pensé en lo que harían por
mí. De seguro, me buscarían por todas partes, pensé. Yo gritaba, estaba vivo
pero ellos no me oían. Intentaba gritar más fuerte, pero no podía. Hasta en mi
ahora calurienta mente llegaban las voces de los que me llamaban para comprobar
si estaba vivo bajo aquellas rocas. A través de una estrecha abertura percibí
el olfato de un perro y hasta me pareció ver su afilada y mojada nariz. Era uno
de esos perros que buscan cadáveres, pero yo no era un cadáver, estaba vivo.
Por fin allá y a través de aquella maldita
oscuridad, en la lejanía, una esperanza de vida creí percibir. Unas tenues
luces fueron cada vez haciéndose más perceptibles, más y más. Eran las luces
del pobre alumbrado público de Santa Cruz de la Palma. La vida volvió a
mí; pero aquella trágica noche dentro del túnel se revivía en mis sueños una y
otra vez.
Mas ahora no. Ahora todo terminó y ese
maldito túnel permanece cerrado, prisionero, abandonado como merecido castigo
por tantos y tantos disgustos que el pasado dio a aquellas pobres gentes de su
época.
Aún hoy, cuando por la hermosa Avenida de
Los Indianos, en las frías tarde de invierno o las calurosas del verano,
bordeando el mar recorro el mismo trayecto que recorrí antaño, desvío la vista
del viejo túnel por no traer a mi memoria recuerdos de un triste pasado.
(Manuel García Rodríguez. Publicado en el
número 366 de Bienmesabe)
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