De repente, un silencio
conmovedor infundió en mí el pánico y el terror. Algo estaba sucediendo.
Aquellos mirlos uno a uno iban muriendo. Vi las huertas sembradas de negros
cadáveres con sus patitas mirando al cielo. Aquí y allá había otros muchos
agonizantes...
A través de los exuberantes y frondosos
pinos se filtraba un humo blanco, denso y acuoso con olor mezcla de leña
quemada y de helechos verdes. "Algo se está quemando", pensé, e
instintivamente dirigí mis pasos en la dirección de procedencia de aquel humo.
Un tupido entramado de brezos y hayas hacía difícil, por no decir imposible, el
camino. En algunas ocasiones tenía que dar un rodeo para avanzar apenas dos
pasos y en más de una vez estuve a punto de abandonar aquella loca aventura y
volver a mi lugar de origen.
Discurría el mes de diciembre y, como era
mi costumbre, mochila al hombro, cantimplora al cinto y con la lanza de pastor
en las manos, me decidí a recorrer, una vez más, los hermosos y exuberantes
montes de nuestra querida isla de La Palma. En otras ocasiones me había acompañado mi
hermano, José Luis, pero esta vez fui solo. Quizás por ello la soledad del
pinar, el silencio del ambiente y aquel frío aire de misterio oculto en el
silencio, fueron lo que despertaron en mí la curiosidad por lo desconocido, aún
a sabiendas de que todo lo desconocido puede encerrar en sí mismo un peligro en
potencia.
Durante mi travesía a través de aquel monte bajo,
de vez en cuando hacía un descanso y me paraba para escuchar atentadamente,
reprimiendo la respiración para poder percibir el mínimo sonido... Así lo hice
varias veces. Ahora, hasta mis oídos, a trabes de una mezcla de aire y humo,
percibía el alegre silbo de una persona que no muy lejos debía de estar
trabajando en algo laborioso, a juzgar por el ras ras producido de una
azada. No tuve que dar un paso más para adivinar quién silbaba pues de
inmediato descubrí que quien lo hacía era un carbonero, que en aquellos
momentos cuidadosamente limpiaba, con una vieja azada, el entorno de su
“horna”.
Entre aquel humo se dibuja la figura de un
hombre alto y delgado. Mas era imposible de ver la fisonomía de su cara porque
ésta era negra, negra como el mismo carbón.
Me acerqué un poco más. En esos momentos, un perro pastor me localizó y comenzó a ladrar anunciando mi presencia a su dueño. Aquel hombre mandó a callar al perro.
Me acerqué un poco más. En esos momentos, un perro pastor me localizó y comenzó a ladrar anunciando mi presencia a su dueño. Aquel hombre mandó a callar al perro.
- Cállate, Tigre -le dijo una y otra vez
con enérgica voz. El animal, aunque con recelo, por fin obedeció a su dueño.
Por la voz, más que por la figura, reconocí
que aquel hombre era Antonio, un viejo conocido mío.
- Buenos días, Antonio -le dije-.
- ¡Oh! Buenos días, ¿tú por aquí?
Era Antonio el carbonero del pueblo. Por
aquellos tiempos no existía ni el gas butano ni las cocinas eléctricas. La leña
y el carbón eran los combustibles habituales utilizados en todos los hogares
isleños. Antonio, humilde, trabajador, buena persona, resignado en su profesión
y respetuoso con todos, prácticamente vivía su vida en el monte, salvo que en
alguna que otra ocasión bajaba al poblado a vender su carbón; de casa en casa.
Solté mi mochila y la coloqué sobre una
piedra. Clavé la lanza en la húmeda tierra y me decidí a sostener una sencilla
y amena conversación con Antonio escuchando de su propia boca esas historias
que te cuentan las almas sencillas y nobles cuando, investidos de innata
paciencia, describen la realidad por ellos vivida sin obviar ni una sola
palabra.
En ello estaba cuando, repentinamente, algo
llamó mi atención. No muy lejos de mí, majestuosamente posado sobre un acebiño,
estaba un mirlo que parecía mirarme atentamente. De momento no di importancia a
este descubrimiento mío pues en nuestros montes, en aquella época, mirlos los
había en abundancia por todas partes, Instintivamente aparté la vista de aquel
mirlo y continué mi conversación con Antonio.
Me contaba éste de sus noches pasadas allí,
en el monte, ora frío, ora calor, pero siempre junto a su “horna”, muerto de
sueño, vigilante toda una noche, por si se producía algún escape de aire y
consecuentemente la leña se convirtiera en ceniza. Azada en mano colocando
tierra aquí y allí, tapando agujeros un día y otro. "No me quejo",
terminó diciéndome, "otros lo pasan peor, es mi vida". Ya iba yo
a levantarme para abandonar el lugar y continuar con mis caminatas por aquellos
verdes y tupidos montes, cuando por casualidad volví a ver aquel mirlo. Ahora
el ave me miraba más atentamente aún. Ello llamó más poderosamente mi atención
y cautelosamente, dando pequeños pasitos, me acerqué a aquella ave.
Repentinamente me quedé parado. No podía creer lo que ahora veía. Aquel mirlo
tenía una corbata blanca... Por un momento pensé que lo que veía era reflejo de
algún rayo de sol que incidía en alguna que otra parte; pero no, no, aquel
mirlo tenía su cuello blanco y éste resaltaba sobre el fondo oscuro y negro de
su brillante plumaje.
Absorto estaba en mis contemplaciones
cuando oí la voz de Antonio que me decía:
- Verdad que no habías nunca visto un mirlo
igual.
- No -contesté, sin apartar la mirada del mirlo-.
- Se llama Perico -me dijo-.
- Perico, ¿es amigo tuyo? -le pregunté-.
- Es amigo de los hombres. Me acompaña día y
noche. Algunas veces se va de paseo por ahí, pero regresa. Hace unos días
desapareció y estuvo más de una semana sin venir. Me tenía preocupado pero,
cuando ya no lo esperaba, regresó... Si quieres hacerte su amigo tráele algo
que comer.
- ¿Qué come? -le pregunté-.
- De todo -me contestó Antonio, y fue enumerando
papas guisadas, frutas, y un sinfín de etcéteras-.
- Ahora, te digo una cosa, solo viene hacia mí
cuando sabe que le ofrezco de comer. A veces lo veo por estos montes, pero ni
se acerca a mí. Es muy interesado, el muy pillo.
En esos momentos me di cuenta de que en mi
bolsillo yo llevaba un pito o silbato que utilizada para llamar a mi perro
cuando éste me acompañaba. Así que dirigiéndome a Antonio le dije:
- Te voy a enseñar “un truco” -y de
inmediato mostrándole el pito le comenté-. Te regalo este pito y cada vez que
le des de comer a Perico le haces sonar el silbato. Cuando esté acostumbrado a
asociar silbato con comida ya lo puedes llamar desde cualquier parte del monte,
que él acudirá
- ¿Estas seguro? -me preguntó Antonio, algo
sorprendido-.
- Prueba y verás -le respondí-.
De regreso a mi casa iba pensando en aquel
mirlo. Decían en el pueblo que no existían los mirlos blancos, pero aquel mirlo
tenía un hermoso collar blanco.
Pasaron varias semanas e incluso meses
desde que tuve aquella agradable conversación con Antonio, el carbonero, junto
a su “horna”. Recuerdo que fue allá por el mes de marzo cuando, a eso de las
ocho y media de la tarde, llamaron a la puerta de mi casa. Era Antonio; me
extrañó verle a esas horas con un vestido nuevo y muy limpio, que hacía
contraste con aquel humilde vestido de carbonero, con el que trabajaba en los
montes.
- Buenas tardes -me dijo-.
- Hola, Antonio, cómo... ¿tú por aquí?
- Me voy a trabajar a Lanzarote y antes de irme
quería entregarle el pito que usted me dejó.
- ¡Pero hombre!, ese pito te lo regalé yo, y es
tuyo.
- No se trata de eso -me contestó-.
- ¿Hay algo más?
- Sí. Es que Perico, el mirlo, está acostumbrado
a oír el pito y acude a mí en cuanto lo llamo.
- Entonces, ¿aprendió la lección?
- Perfectamente -contestó Antonio, y me entregó
el pito-.
- Gracias, Antonio, pero yo ahora no recuerdo
bien dónde tenías “la horna”.
- No importa, desde cualquier lugar del monte en
que te encuentres de esta isla Perico acudirá al oír el silbato -y repitió desde
cualquier lugar-. Haga usted la prueba -me dijo, y se despidió de mí con
un fuerte apretón de manos-.
Por ese afán de presumido que uno lleva
dentro, sentí la necesidad de demostrar, ante cualquier testigo. lo importante
que yo era en amaestrar aves, aún a sabiendas de que en este caso yo solo había
sido maestro “teórico” en los aprendizajes que Perico recibió y que quien tenía
todo el mérito era Antonio por llevar a la “práctica”, con cariño y paciencia,
aquella sencilla teoría.
Aquel día, con mochila al hombro,
cantimplora al cinto y lanza en la mano emprendí la marcha cuesta arriba, rumbo
al monte. Por aquella época, el monte era fuente de riqueza en la isla. La
escasez de agua era tan acuciante y la miseria tan extendida por doquier que,
como medida de salvación, la gente acudía masivamente al monte. Unos en
busca de carbón, como era el caso de Antonio; otros en busca de leña seca para
guisar; otros en busca de varas para tomateros; otros en busca de hierba fresca
para sus ganados; otros sembraban papas de invierno y una gran mayoría dejaban
la piel de sus manos arañando el suelo de la isla en busca de pinillo o
pinocha para ganarse algunos reales con su venta. Era pues el
monte un ir y venir de gentes. Razón esta por la cual los caminos y senderos
estaban limpios. Las laderas sin pinocha que propagara el fuego y salpicados de
aquí hasta allá castaños, guindaros y ciruelos cuidadosamente atendidos por sus
dueños.
Entre pinares y brezales, algunos claros de
labranza, que el hombre, con su esfuerzo, había preparado con esmero, para
cosechar en ellos sus papas, sus coles, su maíz y todo lo que para su
subsistencia diaria necesitaba. Junto a aquel claro, que entre el monte se
abría, se vislumbraba la choza donde pernoctaba el campesino en la época de
cosecha y donde celosamente guardaba aquellos viejos aperos de labranza junto
al zurrón del gofio, el queso fresco y el barrilete del vino que de cuando en
cuando, para mitigar la sed, succionaba sin necesidad de vaso.
Dentro de este contexto de vida y trabajo,
no me era difícil andar acompañado en aquellos montes de La Palma y contemplar el duro
esfuerzo de aquellas gentes a las que, en vez manifestarse en lamentos y
suspiros de tristeza, se les oía por aquí o por allí cantando las viejas
canciones de le época… ”Allá en el rancho grande...” o “Si Adelita se fuera con
otro...”, por nombrar algunas.
Mi primera experiencia estuvo a punto de
dar por fracasado el intento de atraer hacia mí a Perico, el mirlo. Recuerdo
perfectamente cuántas veces hice sonar el silbato y cuantas veces esperé a
Perico; pero éste no acudía. Decepcionado, ya iba yo a dar por fracasado el
intento cuando tras unas hayas alcancé a ver a Perico. Me observaba atentamente
como preguntándose "¿quién es éste?". En esos momentos me acordé de
la fruta que llevaba en el bolsillo y muy lentamente, por miedo de asustar a
Perico con movimientos bruscos, esparcí por el suelo algunos trozos de fruta.
Perico esperó pacientemente a que yo me alejara algunos pasos. Parecía
comprobar si yo en verdad era persona grata o venía con ideas de atentar contra
su propia vida.
Algunos días después volví a repetir la
experiencia. Me alegraba al ver cómo Perico iba depositando su confianza en mí
hasta tal punto que, al oír el silbato, éste acudía y se posaba junto a mis
pies, mirando atentamente al bolsillo desde donde sabía que saldría su tan
deseado alimento. Tanta fue la confianza que Perico depositó en mí que al final
me presentó a su mujer, a sus hijos, a sus abuelos y hasta la última
generación. Mirlos y más mirlos, muchos, muchísimos mirlos se unieron a la
invitación. Llegué a sentir miedo de los mirlos, pues aquella nube negra de
mirlos revoloteando sobre mi cabeza era terrorífica. Cada día que pasaba había
más y… más. No podía llevar en mis bolsillos tanta fruta para alimentar
aquellos estómagos hambrientos.
En cierta ocasión, estando yo junto a la
choza que el tío Julián había preparado junto a sus sembrados, se me ocurrió
hacer sonar el silbato. Aquella experiencia fue desastrosa. A mi reclamo
acudieron cientos y cientos de mirlos y con sus rojos picos escarbaron y se
comieron toda la semilla que el tío había sembrado con tanta ilusión. A punto
estuve de sucumbir ante la furia del tío. Se enfadó de tal manera que juró allí
mismo “odio eterno a los mirlos”.
Gané tanta fama entre los leñadores y
labriegos que terminaron llamándome El Hombre de los Mirlos, y
ansiosos esperaban a que so hiciera sonar mi silbato para deleitarse con el
resultado. Tal acontecimiento se extendió a lo largo y ancho de la isla y,
según me contaron más tarde, la noticia fue comentada en el resto del
Archipiélago.
Trascurrieron los años. El petróleo
sustituyó a la leña y al carbón. Las varas se cambiaron por tubos de metal. El
pinillo se hizo innecesario. Las galerías alumbraron agua. Los abonos líquidos
sustituyeron al estiércol vegetal. La gente comenzó a abandonar los montes. Al
final ya no había vida humana en el monte y el bosque ocupó de nuevo su
territorio borrando del mapa caminos, senderos, atajos y veredas. Ahora arriba,
en el monte, quedaron los mirlos, solos, tristes, lejos de los hombres a
quienes acompañaron durante tantos y tantos años. Como santos inocentes,
aquellos mirlos buscaron al hombre, quisieron seguir siendo amigos suyos. Al no
encontrar a los humanos en los montes buscaron su compañía y bajaron a la
civilización.
Era una mañana veraniega cuando abrí la
ventana de mi casa. No podía creer lo que veía ante mis ojos. Allí, posado en
un naranjo, estaba Perico. Por un momento dudé, pero no, no me equivoqué. Sí,
era Perico, ya mayor, ya era abuelo. Conservaba su blanco cuello no tan blanco
como cuando era joven. Pero sí, aún era blanco. Fui a la cocina para buscar el
silbato y con el corazón en vilo salí a la terraza desde la cual se divisaba
toda la campiña. Al oír el silbato, Perico comenzó a cantar y cantar, y cientos
y cientos de mirlos revoloteando en círculos bajaron desde el monte. Como locos
de contentos picoteaban la fruta madura, hurgaban en los sembrados, felices y
llenos de alegría buscaban y rebuscaban por aquí y por allí.
De repente, un silencio conmovedor infundió
en mí el pánico y el terror. Algo estaba sucediendo. Aquellos mirlos uno a uno
iban muriendo. Vi las huertas sembradas de negros cadáveres con sus patitas
mirando al cielo. Aquí y allá había otros muchos agonizantes. Miré a Perico y
éste, tendido en el suelo, a duras penas respiraba. En ese instante abrió los
ojos y me miró como diciéndome: "Amigo, ¿qué mal te hemos hecho?" En
aquellos momentos, un sentimiento de culpabilidad se apoderó de mí. Me sentí
acusado por Perico y su generación de mirlos.
Aquellos pobres mirlos habían bajado de los
montes a acompañar a los hombres y éstos, nosotros, los hombres, en
agradecimiento, los habíamos asesinado envenenando sus alimentos. Higos,
duraznos, peras… todo, todo, había sido fumigado con productos tóxicos. Mas los
mirlos, cual santos inocentes, nunca llegaron a pensar que los nuevos tiempos
traerían, irremediablemente, su muerte.
(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número
360 de Bienmesabe)
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