1898
A las diez y media se avistaron dos barquillas de
prácticos por la proa y momentos antes de llegar a ellas noté que el color del
mar era de poco fondo, orzando inmediatamente todo para el O; pero a los pocos
momentos tocó el buque en el fondo, quedando sobre un bajo. En aquellos
instantes tuve suficiente valor y conservé toda mi serenidad, disponiendo todas
las maniobras para sacar el buque del bajo; pero después que me convencí que
todo era inútil, me quedé sin ánimo y sin poder articular palabra. La sangre se
me agolpó a mi cabeza y sólo pensé en terminar pronto aquel horrible
sufrimiento. Ya un poco más calmado me determiné a ir a tierra para pedir
auxilio y ayuda a la autoridad consular española y salvar todo lo que pudiera
del cargamento, pues no había tiempo que perder. A las tres de la tarde llegué
a tierra y tuve que esperar en el bote hasta que llegó el médico de sanidad
acompañando al cónsul de España, no habiéndome admitido libremente por ser mi
procedencia de La
Habana. Entonces pedí al cónsul que me facilitara toda clase
de auxilios para salvar la tripulación y la carga, y se me proporcionaran
medios de ir a mi buque, pues temía se destrozara de pronto y sobreviniera
algún daño a la tripulación. A las siete de la tarde me mandaron un remolcador,
y embarcándome en él partí para a bordo; pero a causa del mal tiempo reinante
no me fue posible llegar a bordo hasta la una de la madrugada, encontrando el
buque bastante destrozado y completamente anegado, sin la tripulación, y pasé
el resto de la noche en la toldilla de popa con el agua hasta las rodillas.
¡Qué noche más horrible pasé y qué largas me parecieron las horas! Cada golpazo
que el buque daba contra las rocas, crujiendo sus maderos, eran otros tantos
que sentía en mi cabeza, y tenía momentos que deseaba acabara de romperse para
yo hundirme con él; y así llegó el día 13 de enero. Cuando ya fue de día
empezaron a llegar lanchones y el remolcador que me había traído, y por ellos
supe que la tripulación había llegado sin novedad a tierra. Casi todo el día lo
pasé al lado de los escombros del barco, en el remolcador, teniendo cuidado que
los lanchones fueran recogiendo las pipas de aguardiente que iban flotando, y a
las cuatro de la tarde llegó en un vaporcito el cónsul y el médico de sanidad y
se empeñaron en llevarme a tierra.
Miguel Sosvilla González. Diario de navegación
del velero La Verdad.
El viejo Falero:
Entre la marinería que vivía en la mar y de la
mar, y que tanto abundó en nuestra Isla, podía fácilmente reconocerse, por muy
poco que fuera el espíritu observador que se tuviese, cuatro tipos,
perfectamente diferenciados, que formaban sus distintas clases. Existía el
marino de altura, distinguido, respetuoso, caballeroso, tripulación magnífica
de nuestros veleros de América; el de cabotaje, que tripulaba las goletas a
este tráfico dedicadas, y el costero, que navegaba en los balandros y
pailebotes que hacían la pesca del "salado" en el banco de la vecina
costa africana. Lo completaba otro importante grupo que en sus pequeños
barquichuelos, llamados "barquitos de pesca", se dedicaban a echar
sus lances en los veriles del litoral de nuestra Isla, que previamente tenían
marcados, y aún otros que lo hacían frente a nuestra ciudad, próximamente así
como a una milla de distancia de su ribera, botando al atardecer para tener
tiempo de fondearse antes de "anochecido", y cuando "el
oscuro" les llegaba y envolvía, entonces "pegaban fuego"
(encendían) sus "jachos" (hachos), confeccionados con rajas de tea
que colocaban por fuera de la banda de su barquito, en un curioso y bien ideado
aparato que hacían firme en la regala de su pequeña embarcación, sobre la cual
ponían una teja de arcilla, de las que servían para entejar las casas, y dentro
de ésta formaban una pequeña fogata u hoguera, a la luz de cuya llama acudían
en cardumen las caballas y chicharros que pescaban con caña y anzuelo y algunas
veces también con su güeldera. A estos modestos pescadores se les conocía con
el nombre de "chicharreros". De madrugada varaban estos pequeños
barquitos, dejándolos durante el día estacionados en una especie de explanada
situada en el desemboque de la calle de los Molinos, justo entre la ribera del
mar y la calle de la Marina ,
por lo cual a este sitio se le conoció siempre con el nombre de el Varadero,
desapareciendo al ser construída la Avenida Marítima , que hoy cruza por todo el
litoral frente a nuestra ciudad. [...] (Armando Yanes Carrillo, Narraciones
que parecen cuento) (Tomado de: Mgar.net)
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