domingo, 28 de septiembre de 2014

Hundimiento del velero "La Verdad" en las islas Bermudas

1898

A las diez y media se avistaron dos barquillas de prácticos por la proa y momentos antes de llegar a ellas noté que el color del mar era de poco fondo, orzando inmediatamente todo para el O; pero a los pocos momentos tocó el buque en el fondo, quedando sobre un bajo. En aquellos instantes tuve suficiente valor y conservé toda mi serenidad, disponiendo todas las maniobras para sacar el buque del bajo; pero después que me convencí que todo era inútil, me quedé sin ánimo y sin poder articular palabra. La sangre se me agolpó a mi cabeza y sólo pensé en terminar pronto aquel horrible sufrimiento. Ya un poco más calmado me determiné a ir a tierra para pedir auxilio y ayuda a la autoridad consular española y salvar todo lo que pudiera del cargamento, pues no había tiempo que perder. A las tres de la tarde llegué a tierra y tuve que esperar en el bote hasta que llegó el médico de sanidad acompañando al cónsul de España, no habiéndome admitido libremente por ser mi procedencia de La Habana. Entonces pedí al cónsul que me facilitara toda clase de auxilios para salvar la tripulación y la carga, y se me proporcionaran medios de ir a mi buque, pues temía se destrozara de pronto y sobreviniera algún daño a la tripulación. A las siete de la tarde me mandaron un remolcador, y embarcándome en él partí para a bordo; pero a causa del mal tiempo reinante no me fue posible llegar a bordo hasta la una de la madrugada, encontrando el buque bastante destrozado y completamente anegado, sin la tripulación, y pasé el resto de la noche en la toldilla de popa con el agua hasta las rodillas. ¡Qué noche más horrible pasé y qué largas me parecieron las horas! Cada golpazo que el buque daba contra las rocas, crujiendo sus maderos, eran otros tantos que sentía en mi cabeza, y tenía momentos que deseaba acabara de romperse para yo hundirme con él; y así llegó el día 13 de enero. Cuando ya fue de día empezaron a llegar lanchones y el remolcador que me había traído, y por ellos supe que la tripulación había llegado sin novedad a tierra. Casi todo el día lo pasé al lado de los escombros del barco, en el remolcador, teniendo cuidado que los lanchones fueran recogiendo las pipas de aguardiente que iban flotando, y a las cuatro de la tarde llegó en un vaporcito el cónsul y el médico de sanidad y se empeñaron en llevarme a tierra.
Miguel Sosvilla González. Diario de navegación del velero La Verdad.
El viejo Falero:

Entre la marinería que vivía en la mar y de la mar, y que tanto abundó en nuestra Isla, podía fácilmente reconocerse, por muy poco que fuera el espíritu observador que se tuviese, cuatro tipos, perfectamente diferenciados, que formaban sus distintas clases. Existía el marino de altura, distinguido, respetuoso, caballeroso, tripulación magnífica de nuestros veleros de América; el de cabotaje, que tripulaba las goletas a este tráfico dedicadas, y el costero, que navegaba en los balandros y pailebotes que hacían la pesca del "salado" en el banco de la vecina costa africana. Lo completaba otro importante grupo que en sus pequeños barquichuelos, llamados "barquitos de pesca", se dedicaban a echar sus lances en los veriles del litoral de nuestra Isla, que previamente tenían marcados, y aún otros que lo hacían frente a nuestra ciudad, próximamente así como a una milla de distancia de su ribera, botando al atardecer para tener tiempo de fondearse antes de "anochecido", y cuando "el oscuro" les llegaba y envolvía, entonces "pegaban fuego" (encendían) sus "jachos" (hachos), confeccionados con rajas de tea que colocaban por fuera de la banda de su barquito, en un curioso y bien ideado aparato que hacían firme en la regala de su pequeña embarcación, sobre la cual ponían una teja de arcilla, de las que servían para entejar las casas, y dentro de ésta formaban una pequeña fogata u hoguera, a la luz de cuya llama acudían en cardumen las caballas y chicharros que pescaban con caña y anzuelo y algunas veces también con su güeldera. A estos modestos pescadores se les conocía con el nombre de "chicharreros". De madrugada varaban estos pequeños barquitos, dejándolos durante el día estacionados en una especie de explanada situada en el desemboque de la calle de los Molinos, justo entre la ribera del mar y la calle de la Marina, por lo cual a este sitio se le conoció siempre con el nombre de el Varadero, desapareciendo al ser construída la Avenida Marítima, que hoy cruza por todo el litoral frente a nuestra ciudad. [...] (Armando Yanes Carrillo, Narraciones que parecen cuento) (Tomado de: Mgar.net)

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