Uno de los mitos más arraigados en la historia de
la migración canaria es el concerniente a la época del llamado tributo de
sangre, una etapa de nuestra historia moderna en la que la Corona castigó a la
población insular con su traslado forzoso al mundo americano a cambio de la
continuidad del régimen de comercio del Archipiélago con América. Pilar teórico
que justificaba tal concepción es la célebre Real Cédula de 1678 por la que por
cada mil toneladas de productos canarios concedidos, se obligaba a los canarios
a enviar en tales buques cincuenta familias.
Sin embargo, esa interpretación simplista no
resiste ni el más mínimo análisis riguroso ni su traslación a la realidad
histórica. En primer lugar, porque esa propuesta partió no de la imposición de la Monarquía sino de las
propias elites dirigentes canarias que querían garantizar con ello la
continuidad de su régimen mercantil privilegiado, la única excepción al
monopolio sevillano, e incluso hegemonizar el tráfico de un territorio con una
compañía privilegiada, en una época de contracción de la economía insular, con
la pérdida del mercado colonial portugués del vidueño, tras la Emancipación de ese
país y de riesgo de sobrepoblación. Las clases dominantes insulares fueron
conscientes de la posibilidad que se les abría de vincular la continuidad de su
estatus con las necesidades de la
Monarquía de poblar unos territorios prácticamente vacíos
como los caribeños y en grave riesgo de perderlos. En 1663 el Capitán General
Quiñones había propuesto al Consejo de Indias el envío de familias para poblar
Santo Domingo y otras plazas americanas. En 1670 el cabildo de Tenerife
solicitó a su diputado en la
Corte la gestión de la continuidad de su permisión y una
licencia para que cada diez años pudieran salir de Tenerife hasta 100 familias
a poblar Santo Domingo, a las que se les debía de dar repartimiento de tierras.
En segundo lugar los navieros que trasladaban en
sus buques las familias quedaban exentos del impuesto de la avería. Pero no era
obligatorio, los que no lo hacían simplemente lo sufragaban, como se hizo en
múltiples ocasiones en destinos ventajosos como los de La Guaira, donde era mucho más
rentable la carga o cobrar el pasaje de las familias que lo pagaban y que iban
directamente allí, que hacer escala en Puerto Rico o Santo Domingo, que eran el
destino preferente de tales familias. De hecho las clases dirigentes insulares
mostraron su desacuerdo cuando éstas fueron trasladadas por comerciantes
sevillanos a cambio de privilegios mercantiles y el título de Gobernador, como
acaeció con las que en 1684 y1685 trasladó Ignacio Pérez Caro. Sólo entonces
hablaron de despoblación. Ellas querían participar activamente de ese pastel y
de los privilegios que conllevaba y no que cayesen en manos de foráneos.
En realidad, hasta el reglamento del comercio
canario-americano de 1718 el grueso de las familias emigradas no fue trasladada
por esa vía, sino por particulares a cambio de privilegios, como acaeció con
las cien familias llevadas a Rosario de Perijá por Juan Chourio, o lo hizo por
su propia cuenta a destinos que consideraba ventajosos como Cuba o Venezuela.
De nada servía el pago del pasaje si la Corona no invertía en la fundación de pueblos, en
los utillajes para sus pobladores y en su alimentación durante los primeros
meses. Hasta tales fechas no invirtió en tales desembolsos y lo hizo recaer
sobre los privilegiados o sobre los pueblos ya establecidos.
A partir de 1718 La Corona decidió afrontar los
costes del poblamiento de Puerto Rico y Santo Domingo, y en menor medida del
Oriente venezolano con recursos procedentes de México, que lo financiarían. De
esa forma arribaron familias que erigieron los pueblos de la costa y del
interior de ambas islas y que prosperaron con el comercio de contrabando tanto
con el Santo Domingo francés, como con otras colonias extranjeras. El pasaje
fue un negocio para los navieros, porque una parte significativa de él fue
pagada y no financiada con cargo a la exención del impuesto de avería. Hasta
tal punto tenían claro las ventajas de ese recurso para sus intereses que
promovieron la ampliación de su comercio hacia el Río de la Plata a cambio de trasladar
familias a la fundación de Montevideo, como acaeció en 1728 y 1729, donde 50 de
ellas dieron pie a la capital del Uruguay. Sin embargo, las presiones del
monopolio sevillano prohibieron en ese año tal tráfico y por consiguiente
dejaron de arribar. Precisamente sólo protestó con el traslado de las
conducidas a la Península
de Florida por la Compañía
de La Habana
si no eran enviadas en sus buques, pero les dio su beneplácito cuando ésta les
abonaba su pasaje.
En tercer lugar ningún emigrante fue obligado a
trasladarse por la fuerza. Es más, lo que lo hicieron fueron personas
desarraigadas y pobres sin conexiones en América, que vieron en el pasaje
gratis y la concesión de tierras la consecución de su sueño de acceder a ser
hacendados. Por ello completaron las familias mujeres solteras con hijos
ilegítimos. Fueron mucho más numerosos lo que lo hicieron por su cuenta,
ayudados por redes de parentesco o de vecindad, que los introducían en medios
como el venezolano o el cubano, donde había grandes expectativas de futuro.
Además había plena conciencia tras los primeros viajes de a donde se iba y que
perspectivas se le ofrecían. De ahí que acudieran por su cuenta a Santo
Domingo, al reactivarse su economía con el tráfico fronterizo.
Con la instrucción de libre comercio de 1765, que
abría al comercio peninsular iberico el ámbito antillano, cesó el traslado de
familias con cargo a los navieros. Éstos, ante la pérdida de rentabilidad de su
tráfico, paradójicamente convirtieron a los pasajes en su fuente primordial de
financiación. Por otro lado, la
Monarquía, como sucedió con las trasladadas a la Costa de los Mosquitos en
Honduras o a La Luisiana,
siguió financiando su embarque e instalación en el Nuevo Mundo. (Manuel Hernández González,
profesor titular de la ULPGC)
No hay comentarios:
Publicar un comentario