Refugio
de gigantescos árboles, las vertientes de las cumbres de La Orotava tuvieron fama por
la belleza y el vigor de su flora.
Sus pinos, sus cedros, sus castaños, de una corpulencia desmedida, eran como pregones portentosos de las maravillas de la selva canaria, próxima a extinguirse. De lejos venia la avalancha destructora, arrasando las arboledas, sembrando el exterminio y la muerte, como una nueva horda de Atila, y ya se sentía en los bosques vecinos los golpes de las hachas como anuncio siniestro de su fatal e inevitable destino. Pronto iban a desaparecer también aquellos gigantes, viejos moradores de las cumbres, que siglo tras siglo habían resistido, impávidos y fuertes, los más desatados vendavales.
Ya se les acercaba la hora de doblar su cerviz, bajo la cuchilla de los verdugos…Y fueron cayendo uno tras otro, con breves intervalos, segados por la implacable guadaña. Los primeros en sucumbir dejaron a los otros la tortura de ver como crujían y se desgajaban los troncos heridos y como crepitaban sus maderas entre las furias de las llamas. ¡Hasta que caían ellos también! ¡Últimos “abencerrajes” de la cruenta cruzada!
Hasta los
comienzos del siglo XVIII la selva del Valle de La Orotava conservaba en gran
parte el esplendor y lozanía de los primeros tiempos. En 1728, según informe
del regidor Don José de Anchieta, la masa forestal se extendía desde la Fuente del Madroño para
arriba, y hallábase igualmente cubiertas de árboles silvestres las tierras
situadas por encima de la llamada Vereda de los Mulos. Mas ya a mediados de
dicho siglo, comenzó la desaforada destrucción del bosque, y en un Consistorio
celebrado el año 1752, el propio regidor formulaba una enérgica protesta contra
las grandes talas que se estaban realizando en la foresta de la Orotava.
Ejemplares
notables de castaños, barbusanos, sabinas, mocanes y pinos fueron inmolados a
la codicia y la rapiña de los leñadores, al amparo de la indiferencia e
insensibilidad del país, que entonces, como después, adoleció de la falta de
una dirección consciente y celosa del interés general. A partir de aquella
fecha el expolio fue continuo. Hasta consumar totalmente su obra de
destrucción, puesta al desnudo en los grandes calveros de nuestras montañas, despojadas
de todo ropaje de vegetación. Zonas de esterilidad que muestran sus desiertas
lomas como vientres infecundos, despanzurrados por bárbaras plantas… Quedaron
únicamente las huellas, los restos aislados de la desaparecida selva. Ahora, ya
sólo se conserva el marco espléndido de insuperable belleza, que la rodeaba.
Marco que siempre mueve a admiración a los viajeros y a los artistas. Uno de
ellos, de tan fina percepción como el académico belga Jules Leclercq, gran
exaltador de nuestra tierra, decía hablando de estos bellos parajes de los
altos de La Orotava:
“Desde las alturas a que hemos llegado, vemos desplegarse a nuestros pies, con
todas sus armonías y sus campestres gracias, el inmenso Valle de La Orotava desde los ribazos
de Santa Úrsula hasta las lejanas villas de los Realejos. Es uno de los
panoramas más maravillosos que se pueden contemplar. La vegetación se
transforma a ojos vistos: pasamos súbitamente de la zona tórrida a la templada,
de los trópicos a los Alpes.” Y añadía que lo que más hacíale creer que estaba
en los Alpes eran las cabras que pacen en estas regiones, agitando las
campanillas que penden de sus cuellos, y que vistas al través de la bruma
semejan vacas pequeñas, de grandes que son.
¡Aguamansa, Monte-verde, Los
Órganos…! Paisajes donde la luz, el color, los árboles, las brumas y el
ambiente todo tienen un matiz, una emoción y un espíritu distinto a los demás
paisajes canarios. En ellos, seguramente, debió morar el Dragón de las
Hespérides. Tierra de antiguos castañeros, aún conserva La Orotava el prestigio de
estos árboles que parecían haberse dado cita en esta región para manifestarse
en toda su viril y arrogante prestancia. ¡Castaño del Marqués de la Candia! ¡Castaño de
Aguamansa, el de las Siete Pernadas…! ¿Quién no oyó ponderar su fama? Del
primero se conserva aún su tronco seco como recuerdo del centenario árbol, tan
vinculado a la noble casa, que se placía en abrir las puertas de su jardín para
mostrarlo a la admiración de los visitantes extranjeros. Sus gajos eran tan
corpulentos, que fue preciso construir un soporte para que no se viniese al
suelo uno de aquellos. Y se dio el caso curioso de que del fondo de la pared
que servía de puntal surgiese un brote que al cabo de los años se convirtió en
hermoso árbol. Ambos, padre e hijo, sucumbieron hace ya algún tiempo, quedando
solamente el tronco del más viejo.
Y los actuales poseedores del
jardín, señores de Cólogan, demostrando su veneración y amor al árbol familiar,
de tantos recuerdos para ellos, han rodeado el decrépito tronco de una verja de
floridas enredaderas. Digno sudario del admirable ejemplar, que se calcula
tenía más de cuatro siglos de edad.
Todo era
opulencia en este árbol: hasta sus espléndidas cosechas de castañas, que en
algunos años excedieron de quince fanegas. Y su fruta, sabrosa y de gran
tamaño, disputábansela las compradoras por ser la que más fama tenía en todo el
Valle.
De
mayor corpulencia aún que el citado ejemplar del Marqués de la Candia, es el castaño de
Aguamansa, popularmente conocido por el de las “Siete Pernadas”. También de
antiquísimo origen, mide más de doce metros de circunferencia, y a poca altura
de su tronco parten siete grandes gajos, todos de considerable grueso, que hoy
han quedado reducidas a cinco, pues dos han sido destrozadas por los vientos.
Entre ellas había instalada en otros tiempos una mesa para cinco personas, a
la que se subía por unos escalones de piedra, y en la cual acostumbraban
merendar los turistas. El castaño se halla enclavado en una finca que
perteneció a López Doya Gallego, al que le fue concedida por el noveno
Adelantado, abuelo del Marqués de la
Candia, Don Juan Máximo Franchy, y se decía que en este árbol
fueron ahorcados varios reos en los tiempos de los primitivos justicias de la Isla. Últimamente era el
árbol predilecto de las clases populares, que en torno del añoso tronco
celebraban divertidos ágapes y ruidosas zambras. Y lo frecuentaba, sobre todo,
la gente moza, ávida de divertimiento y buena suerte, por que existía entre
ella la tradición de que bajo las ramas del castaño habían encontrado siempre
feliz augurio los devaneos amorosos. ¡Cuántas miradas relampagueantes de pasión
y de ilusión se han cruzado a la sombra del viejo árbol! Y cuántas veces,
también, se habrán dicho los que hallaron en él la buena suerte, la soñada
ventura:
-¿Te acuerdas…? ¡ Aquel día, en el “castaño de las Siete Pernadas”…!
-¿Te acuerdas…? ¡ Aquel día, en el “castaño de las Siete Pernadas”…!
" A mi querido y respetable amigo, Don Francisco
Miranda, tinerfeño, benemérito, artista y gran difusor de la cultura desde su
antigua librería de la Orotava
"
Introducción: Lazaro Sánchez Pinto " El Castaño de las 7 pernadas": Leoncio Rodríguez (Rincones del Atlántico)
Introducción: Lazaro Sánchez Pinto " El Castaño de las 7 pernadas": Leoncio Rodríguez (Rincones del Atlántico)
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