F R A N T Z F A N O
N
PREFACIO DE JEAN-PAUL SARTRE
Primera edición liberada: Junio
de 2006
Segunda edición liberada: Enero de 2007
Primera edición en francés, 1961
Primera edición en español, 1963
Fuente: http://www.elortiba.org/
T í t u l o o r i g i n a l : Les damnés de la terre
Traducción de Julieta Campos
La reproducción
total o parcial de este libro en forma idéntica, modificada, o parecida – esto
es, plagio – escrito a máquina por el sistema “multigraph”, mimeógrafo, impreso y demás yerbas, no autorizadas por
los editores, viola derechos naturales del orden burgués…
No obstante, se
reconoce que estos derechos irreales son los que obstaculizan la libre
circulación de información y se actúa en función de
transformar esta realidad:
entonces la reproducción total o
parcial de este
libro y todo
el conjunto de
técnicas colectivas que se han aplicado en su producción no está
prohibida sino alentada y apoyada sobretodo cuando aporte a la revolución
social por una sociedad mejor sin explotados ni oprimidos.
Kolectivo E dito
rial “Ultimo Recu rso” Rosario – Santa Fe – Argentina
Hecho en el depósito…
Impreso en Rosario, Argentina.
P R E F A C I O
No hace mucho tiempo, la tierra
estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos
millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros
disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquéllos y éstos,
reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada de una sola
pieza servían de intermediarios. En las colonias, la verdad aparecía desnuda;
las "metrópolis" la preferían vestida; era necesario que los
indígenas las amaran. Como a madres, en cierto sentido. La élite europea se
dedicó a fabricar una élite indígena; se
seleccionaron adolescentes, se les marcó
en la frente,
con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les
introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se
adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les
regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada
que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Ámsterdam nosotros
lanzábamos palabras: "¡Partenón! ¡Fraternidad!" y en alguna parte, en
África, en Asia, otros labios se abrían: "¡...tenón! ¡...nidad!" Era la Edad de Oro.
Aquello se
acabó: las bocas
se abrieron solas;
las voces, amarillas y
negras, seguían hablando
de nuestro humanismo, pero fue para reprocharnos nuestra
inhumanidad. Nosotros escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de
amargura. Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan solos? ¡Ved lo que
hemos hecho de ellos! No dudábamos de que aceptasen nuestro ideal, puesto que
nos acusaban de no serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a
los asiáticos, había creado esa especie nueva. Los negros grecolatinos. Y
añadíamos, entre nosotros, con sentido práctico: hay que dejarlos gritar, eso
los calma: perro que ladra no muerde.
Vino otra generación que desplazó
el problema. Sus escritores, sus poetas, con una increíble paciencia, trataron
de explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la verdad de su vida, que
no podían ni rechazarlos del todo ni asimilarlos. Eso quería decir, más o
menos: ustedes nos han convertido en monstruos, su humanismo pretende que somos
universales y sus prácticas
racistas nos particularizan. Nosotros
los escuchamos, muy tranquilos: a
los administradores coloniales no se les paga para que lean a Hegel, por eso lo
leen poco, pero no necesitan de ese filósofo para saber que las conciencias
infelices se enredan en sus gemidos. De pues, su infelicidad, no surgirá sino
el viento. Si hubiera, nos decían los expertos, la sombra de una reivindicación
en sus gemidos, sería la de la integración. No se trataba de otorgársela, por
supuesto: se habría arruinado el sistema que descansa, como ustedes saben, en
la sobreexplotación. Pero bastaría hacerles creer el embuste: seguirían
adelante. En cuanto a la rebeldía, estamos muy tranquilos. ¿Qué indígena
consciente se dedicaría a matar a los bellos hijos de Europa con el único fin
de convertirse en europeo como ellos? En resumen, alentábamos esa melancolía y no
nos parecía mal,
por una vez,
otorgar el premio Goncourt a un negro: eso era antes de 1939.
1961. Escuchen:
"No perdamos el
tiempo en estériles letanías ni en mimetismos
nauseabundos. Abandonemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al
mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra, en todas las
esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo. Hace
siglos....que en nombre de una pretendida 'aventura espiritual' ahoga a casi
toda la humanidad." El tono es nuevo. ¿Quién se atreve a usarlo? Un
africano, hombre del Tercer Mundo, ex colonizado. Añade: "Europa ha
adquirido tal velocidad, local y desordenada...
que va... hacia
un abismo del
que vale más alejarse." En otras palabras: está
perdida. Una verdad que a nadie le gusta declarar, pero de la que estamos
convencidos todos —
¿no es cierto, queridos europeos?
Hay que
hacer, sin embargo,
una salvedad. Cuando
un francés, por ejemplo, dice a otros franceses: "Estamos
perdidos" —lo que, por lo que yo sé, ocurre casi todos los días desde
1930— se trata de un discurso emotivo, inflamado de coraje y de amor, y
el orador se incluye a sí mismo con todos sus
compatriotas. Y además, casi siempre añade: "A menos que...". Todos
ven de qué se trata: no puede cometerse un solo error más; si no se siguen sus
recomendaciones al pie de la letra, entonces y sólo entonces el país se
desintegrará. En resumen: es una amenaza seguida de un consejo y esas ideas
chocan tanto menos cuanto que brotan de la intersubjetividad nacional.
Cuando Fanon, por el contrario, dice que Europa se precipita a la
perdición, lejos de lanzar un grito de alarma hace un diagnóstico. Este médico
no pretende ni condenarla sin recurso —otros milagros se han visto— ni darle
los medios para sanar; comprueba que está agonizando, desde fuera, basándose
en los síntomas
que ha podido
recoger. En cuanto a curarla, no:
él tiene otras preocupaciones; le da igual que se hunda o que sobreviva. Por
eso su libro es escandaloso. Y si ustedes murmuran, medio en broma, medio
molestos: "¡Qué cosas nos dice!",
se les escapa
la verdadera naturaleza
del escándalo: porque Fanon no les "dice" absolutamente nada;
su obra —tan ardiente para otros— permanece helada para ustedes; con frecuencia
se habla de ustedes en ella, jamás a ustedes. Se acabaron los Goncourt negros y
los Nobel amarillos: no volverá la época de los colonizados laureados. Un ex
indígena "de lengua francesa" adapta esa lengua a nuevas exigencias,
la utiliza para dirigirse únicamente a los colonizados: "¡Indígenas de
todos los países subdesarrollados, uníos!" Qué decadencia la nuestra: para
sus padres, éramos los únicos interlocutores; los hijos no nos consideran ni
siquiera interlocutores válidos: somos los objetos del razonamiento. Por
supuesto, Fanon menciona de pasada nuestros crímenes famosos, Setif, Hanoi,
Madagascar, pero no se molesta en condenarlos: los utiliza. Si descubre las
tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y
oponen a los colonos y los "de la metrópoli" lo hace para sus
hermanos; su finalidad es enseñarles a derrotarnos.
En una palabra, el Tercer Mundo
se descubre y se expresa a través de esa voz. Ya se sabe que no es homogéneo y
que todavía se encuentran dentro de ese mundo pueblos sometidos, otros que han
adquirido una falsa independencia, algunos que luchan por conquistar su
soberanía y otros más, por último, que aunque han ganado la libertad plena
viven bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas diferencias han nacido
de la historia colonial, es decir, de la opresión. Aquí la Metrópoli se ha
contentado con pagar a algunos señores feudales; allá, con el lema de “dividir
para vencer", ha fabricado de una sola pieza una burguesía de colonizados;
en otra parte ha dado un doble golpe: la colonia es a la vez de explotación y
de población. Así Europa ha fomentado las divisiones, las oposiciones, ha
forjado clases y racismos, ha intentado por todos los medios provocar y
aumentar la estratificación de las
sociedades colonizadas. Fanon
no oculta nada: para luchar
contra nosotros, la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien
ambas luchas no son sino una sola. En el fuego del combate, todas las barreras
interiores deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes y los
compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el
lumpen-proletariat de los
barrios miserables, todos
deben alinearse en la misma posición de las masas rurales, verdadera
fuente del ejército
colonial y revolucionario; en
esas regiones cuyo desarrollo ha
sido detenido deliberadamente por el colonialismo, el campesinado, cuando se
rebela, aparece de inmediato como la clase radical: conoce la opresión al
desnudo, la ha sufrido mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para
que no
muera de hambre,
se necesita nada
menos que un desplome de todas las estructuras. Si
triunfa, la Revolución
nacional será socialista; si se corta su aliento, si la burguesía colonizada
toma el poder, el nuevo Estado, a pesar de una soberanía formal, queda en manos
de los imperialistas. El ejemplo de Katanga lo ilustra muy bien. Así, pues, la
unidad del Tercer Mundo no está hecha: es una empresa en vías de realizarse,
que ha de pasar en cada país, tanto después como antes de la independencia, por
la unión de todos los colonizados bajo el mando de la clase campesina. Esto es
lo que Fanon explica a sus hermanos de África, de Asia, de América Latina:
realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o seremos
derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. No oculta nada; ni las
debilidades, ni las discordias, ni las mistificaciones. Aquí, el movimiento
tiene un mal comienzo; allí, tras brillantes éxitos, pierde velocidad; en otra
parte se detiene; si se quiere reanudarlo, será necesario que los campesinos
lancen al mar a su burguesía. Se advierte seriamente al lector contra las
enajenaciones más peligrosas: el dirigente, el culto a la personalidad, la
cultura occidental e, igualmente, el retorno al lejano pasado de la cultura
africana: la verdadera cultura es la Revolución, lo que quiere decir que se forja al
rojo. Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos podemos escucharlo: la
prueba es que aquí tienen ustedes este libro en sus manos; ¿no teme que las
potencias coloniales se aprovechen de su sinceridad?
No. No
teme nada. Nuestros
procedimientos están anticuados: pueden
retardar ocasionalmente la
emancipación, pero no la detendrán. Y no hay que imaginar que podemos
modificar nuestros métodos: el neocolonialismo, ese sueño lánguido de las
metrópolis, no es más que aire; las "Terceras Fuerzas" no existen o
bien son las burguesías de hojalata que el colonialismo ya ha colocado en el
poder. Nuestro maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy
despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras. El colono no
tiene más que un
recurso: la fuerza
cuando todavía le
queda; el indígena no tiene más
que una alternativa: la servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede importarle a
Fanon que ustedes lean o no su obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia
nuestras viejas malicias, seguro de que no tenemos alternativa. A ellos les
dice: Europa ha dado un zarpazo a nuestros continentes; hay que acuchillarle
las garras hasta que las retire. El momento nos favorece: no
sucede nada en
Bizerta, en Elizabethville, en el
campo argelino sin que la tierra entera sea informada; los bloques asumen
posiciones contrarias, se respetan mutuamente, aprovechemos esa parálisis,
entremos en la historia y que nuestra irrupción la haga universal por primera
vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará la paciencia del cuchillo.
Europeos, abran este libro,
penetren en él. Después de dar algunos
pasos en la
oscuridad, verán a
algunos extranjeros reunidos en
torno al fuego, acérquense, escuchen: discuten la suerte que reservan a las
agencias de ustedes, a los mercenarios que las defienden. Quizá estos
extranjeros se den cuenta de su presencia, pero seguirán hablando entre sí, sin
tan siquiera bajar la voz. Esa
indiferencia hiere en
lo más hondo:
sus padres, criaturas de sombra, criaturas de ustedes, eran
almas muertas, ustedes les dispensaban
la luz, no hablaban sino a ustedes y nadie se ocupaba de responder a esos
zombis. Los hijos, en cambio, los ignoran:
los ilumina y los calienta
un fuego que
no es el de
ustedes, que a
distancia respetable se
sentirán furtivos, nocturnos,
estremecidos: a cada quien su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir
otra aurora, los zombis son ustedes.
En ese caso, dirán, arrojemos este libro por la ventana.
¿Para qué leerlo si no está escrito para nosotros? Por dos motivos, el primero
de los cuales es que Fanon explica a sus hermanos cómo somos y les descubre el
mecanismo de nuestras enajenaciones:
aprovéchenlo para revelarse a
ustedes mismos en su verdad de objetos. Nuestras víctimas nos conocen por sus
heridas y por sus cadenas: eso hace irrefutable su testimonio. Basta que nos
muestren lo que hemos hecho de ellas para que conozcamos lo que hemos hecho de
nosotros mismos. ¿Resulta útil? Sí, porque Europa está en gran peligro de
muerte. Pero, dirán ustedes, nosotros vivimos en la Metrópoli y reprobamos
los excesos. Es verdad, ustedes no son colonos, pero no valen más
que ellos. Ellos son sus pioneros, ustedes los enviaron a las regiones
de ultramar, ellos los
han enriquecido; ustedes
se lo habían advertido: si hacían correr demasiada
sangre, los desautorizarían de labios afuera; de la misma manera, un Estado
—cualquiera que sea— mantiene en el extranjero una turba de agitadores, de
provocadores y de espías a los que desautoriza cuando se les sorprende.
Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura,
parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre. Fanon
revela a sus camaradas —a algunos de ellos, sobre todo, que todavía están
demasiado occidentalizados— la solidaridad de los "metropolitanos"
con sus agentes coloniales. Tengan el valor de leerlo: porque
les hará avergonzarse y la vergüenza, como
ha dicho Marx, es
un sentimiento revolucionario. Como
ustedes ven, tampoco yo puedo desprenderme de la ilusión subjetiva. Yo
también les digo: "Todo está perdido, a menos que..." Como europeo,
me apodero del libro de un enemigo y lo convierto en un medio para curar a
Europa. Aprovéchenlo.
Y he aquí la segunda razón: si
descartan la verborrea fascista de
Sorel, comprenderán que
Fanon es el
primero después de Engels que ha vuelto a sacar a la
superficie a la partera de la historia. Y no vayan a creer que una sangre
demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado algún gusto
singular por la violencia: simplemente se convierte en intérprete de la situación:
nada más. Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa,
la dialéctica que
la hipocresía liberal
les oculta a ustedes y que nos ha producido a nosotros
lo mismo que a él.
En el siglo pasado, la burguesía
consideraba a los obreros como envidiosos, desquiciados por groseros apetitos,
pero se preocupaba por incluir a esos seres brutales en nuestra especie: de no
ser hombres y libres ¿cómo podrían vender libremente su fuerza de trabajo? En
Francia, en Inglaterra, el humanismo presume de universal.
Con el trabajo forzado sucede
todo lo contrario. No hay contrato.
Además, hay que
intimidar: la opresión
resulta evidente. Nuestros soldados, en ultramar, rechazan el
universalismo metropolitano, aplican al género humano el numerus clausus: como
nadie puede despojar a su semejante sin cometer un crimen, sin someterlo o
matarlo, plantean como principio
que el colonizado
no es el
semejante del hombre. Nuestra fuerza de choque ha recibido
la misión de convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena reducir
a los habitantes del territorio anexado al nivel de monos superiores, para
justificar que el colono los trate como bestias. La violencia colonial no se
propone sólo como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres
sometidos, trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus
tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir su
cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. Desnutridos,
enfermos, si resisten todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se
dirigen contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan en su
tierra y con el látigo lo obligan a cultivarla para ellos. Si se resiste, los
soldados disparan, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser un
hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar su
persona. Todo se hace a tambor batiente, por expertos: los "servicios
psicológicos" no datan de hoy. Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a
pesar de todos los esfuerzos, no se alcanza el fin en ninguna parte: ni en el Congo,
donde se cortaban las manos a los negros ni en Angola donde, recientemente, se
horadaban los labios
de los descontentos, para
cerrarlos con cadenas. Y no sostengo que sea imposible convertir a un hombre en
bestia. Sólo afirmo que no se logra sin debilitarlo considerablemente; no
bastan los golpes, hay que presionar con la desnutrición. Es lo malo con la
servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye
su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba por costar
más de lo que rinde. Por esa razón los colonos se ven obligados a dejar a
medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el indígena.
Golpeado, subalimentado, enfermo, temeroso, pero sólo hasta cierto punto, tiene
siempre, ya sea amarillo, negro o blanco, los mismos rasgos de carácter: es
perezoso, taimado y ladrón, vive de cualquier cosa y sólo conoce la fuerza.
¡Pobre colono!: su contradicción
queda al desnudo. Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar al que
captura. Pero eso no es posible. ¿No hace falta acaso que los explote? Al no
poder llevar la matanza hasta el genocidio y la servidumbre hasta el
embrutecimiento animal, pierde el control, la operación se invierte, una
implacable lógica lo
llevará hasta la descolonización.
Pero no
de inmediato. Primero,
reina el europeo: ya
ha perdido, pero no se da cuenta; no sabe todavía que los indígenas son
falsos indígenas; afirma que les hace daño para destruir el mal que existe en
ellos; al cabo de tres generaciones, sus perniciosos instintos ya no
resurgirán. ¿Qué instintos? ¿Los que impulsan
al esclavo a
matar al amo?
¿Cómo no reconoce
su propia crueldad dirigida ahora contra él mismo? ¿Cómo no reconoce en
el salvajismo de esos campesinos oprimidos el salvajismo del colono que han
absorbido por todos sus poros y del que no se han curado? La razón es sencilla:
ese personaje déspota, enloquecido por su omnipotencia y por el miedo de
perderla, ya no se acuerda de que ha sido un hombre: se considera un látigo o
un fusil; ha llegado a creer que la domesticación de las "razas inferiores"
se obtiene mediante el condicionamiento de sus reflejos. No toma en cuenta la
memoria humana, los recuerdos imborrables;
y, sobre todo,
hay algo que
quizá no ha
sabido jamás: no nos convertimos en lo que somos sino mediante la
negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros. ¿Tres generaciones?
Desde la segunda, apenas abrían los ojos, los hijos han visto
cómo golpeaban a
sus padres. En
términos de psiquiatría, están
"traumatizados". Para toda la vida. Pero esas agresiones renovadas
sin cesar, lejos de llevarlos a someterse, los sitúan en una contradicción
insoportable que el europeo pagará, tarde o temprano. Después de eso, aunque se
les domestique a su vez, aunque se les enseñe la vergüenza, el dolor y el
hambre, no se provocará en sus cuerpos sino una rabia volcánica cuya fuerza es igual
a la de
la presión que
se ejerce sobre
ellos. ¿Decían ustedes que no
conocen sino la fuerza? Es cierto; primero será sólo la del colono y pronto
después la suya propia: es decir, la misma, que incide sobre nosotros como
nuestro reflejo que, desde el fondo de un espejo, viene a nuestro encuentro. No
se equivoquen; por esa loca roña, por esa bilis y esa hiel, por su constante
deseo de matarnos, por la contracción permanente de músculos fuertes que temen
reposar, son hombres: por el colono, que
quiere hacerlos esclavos,
y contra él.
Todavía ciego, abstracto, el
odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque trata de embrutecerlos, no
puede llegar a quebrantarlo porque sus intereses lo detienen a medio camino;
así, los falsos indígenas son todavía humanos, por el poder y la impotencia del
opresor, que se transforman, en ellos, en un rechazo obstinado de la condición
animal. Por lo demás ya se sabe; por supuesto, son perezosos: es sabotaje.
Taimados, ladrones. ¡Claro! Sus pequeños hurtos marcan el comienzo de una
resistencia todavía desorganizada. Eso no basta: hay quienes se afirman
lanzándose con las manos desnudas contra los fusiles; son sus héroes; y otros
se hacen hombres asesinando europeos. Se les mata: bandidos y mártires, su
suplicio exalta a las masas aterrorizadas.
Aterrorizadas, sí: en ese
momento, la agresión colonial se interioriza como Terror en los colonizados. No
me refiero sólo al miedo que experimentan frente a nuestros inagotables medios
de represión, sino también al que les inspira su propio furor. Se encuentran
acorralados entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos,
esos deseos de matar que surgen del fondo de su corazón y que no siempre
reconocen: porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida,
que crece y los desgarra; y el primer movimiento de esos oprimidos es ocultar
profundamente esa inaceptable cólera, reprobada por su moral y por la nuestra y
que no es, sin embargo, sino el último reducto de su humanidad. Lean a Fanon:
comprenderán que, en el momento de impotencia, la locura homicida es el
inconsciente colectivo de los colonizados.
Esa furia contenida, al no
estallar, gira en redondo y daña a los propios oprimidos. Para liberarse de
ella, acaban por matarse entre sí: las
tribus luchan unas
contra otras al
no poder enfrentarse al enemigo
verdadero —y, naturalmente, la política colonial fomenta sus rivalidades; el
hermano, al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir de una vez
por todas la imagen detestada de su envilecimiento común. Pero esas víctimas
expiatorias no apaciguan su sed de sangre; no evitarán lanzarse contra las
ametralladoras, sino haciéndose nuestros cómplices: ellos mismos van a acelerar
el progreso de esa deshumanización que rechazan. Bajo la mirada zumbona del
colono, se protegerán contra sí mismos
con barreras sobrenaturales, reanimando antiguos mitos terribles o
atándose mediante ritos meticulosos: el obseso evade así su exigencia profunda,
infligiéndose manías que lo ocupan en todo
momento. Bailan: eso los ocupa; relaja sus músculos dolorosamente
contraídos y además la danza simula secretamente, con
frecuencia a pesar
de ellos, el
No que no pueden
decir, los asesinatos
que no se
atreven a cometer.
En ciertas regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que
antes era el hecho religioso en su simplicidad, cierta comunicación del fiel
con lo sagrado, lo convierten en un arma contra
la desesperanza y la
humillación: los zars,
las loas, los santos
de la santería
descienden sobre ellos,
gobiernan su violencia y la gastan
en el trance hasta el agotamiento. Al mismo tiempo, esos altos personajes los
protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de la enajenación
colonial acrecentando la enajenación religiosa. El único resultado a fin de
cuentas, es que se acumulan ambas enajenaciones y que cada una refuerza a la
otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, los
alucinados creen un buen día que han escuchado la voz de un ángel que los
elogia; los denuestos no desaparecen, sin embargo: en lo sucesivo, alternan con
el elogio. Es una defensa y el final de su aventura: la persona está disociada,
el enfermo se encamina a la demencia. Hay que añadir, en el caso de algunos desgraciados
rigurosamente seleccionados, ese otro trance de que he hablado más arriba: la
cultura occidental. En su lugar, dirán ustedes, yo preferiría mis zars a la Acrópolis. Bueno,
eso quiere decir que han comprendido. Pero no del
todo, sin embargo, porque ustedes no se
encuentran en su lugar. Todavía no. De otra manera sabrían que ellos no pueden
escoger: acumulan. Dos mundos, es decir, dos trances: se baila toda la noche,
al alba se apretujan en las iglesias para oír misa; día a día, la grieta se ensancha.
Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus
hermanos hacen lo mismo. La condición del indígena es una neurosis introducida
y mantenida por el colono entre los colonizados, con su consentimiento.
Reclamar y negar, a la vez, la
condición humana: la contradicción es explosiva. Y hace explosión, ustedes lo
saben lo mismo que yo. Vivimos en la época de la deflagración: basta que
el aumento de
los nacimientos acreciente
la escasez, que
los recién llegados tengan que temer a la vida un poco más que a la
muerte, y el torrente de violencia rompe todas las barreras. En Argelia, en
Angola, se mata al azar a los europeos. Es el momento del boomerang, el tercer
tiempo de la violencia: se vuelve contra nosotros, nos alcanza y, como de
costumbre, no comprendemos que es la nuestra. Los "liberales" se
quedan confusos: reconocen que no éramos lo bastante corteses con los
indígenas, que habría sido más justo y más prudente otorgarles ciertos derechos
en la medida de lo
posible; no pedían
otra cosa sino
que se les admitiera por hornadas y sin padrinos en
ese club tan cerrado, nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento
bárbaro y loco no los respeta en mayor medida que a los malos colonos. La
izquierda metropolitana se siente molesta: conoce la verdadera suerte de los
indígenas, la opresión sin piedad de que son objeto y no condena su rebeldía,
sabiendo que hemos hecho todo por provocarla. Pero de todos modos, piensa, hay
límites: esos "guerrilleros"
deberían esforzarse por mostrarse caballeros; sería el mejor medio de
probar que son hombres. A veces los reprende: "Van ustedes
demasiado lejos, no
seguiremos
apoyándolos." A ellos no les
importa; para lo que sirve el apoyo que les presta, ya puede hacer con él lo
que más le plazca. Desde que empezó su guerra, comprendieron esa rigurosa
verdad: todos valemos lo que somos, todos nos hemos aprovechado de ellos, no
tienen que probar nada, no harán distinciones con nadie. Un sólo deber, un
objetivo único: expulsar al colonialismo por todos los medios. Y los más
alertas entre nosotros estarían dispuestos, en rigor, a admitirlo, pero no
pueden dejar de ver en esa prueba de fuerza el medio inhumano que los
subhombres han asumido para lograr que se les otorgue carta de humanidad: que
se les otorgue lo más pronto posible y que traten luego, por medios pacíficos,
de merecerla. Nuestras almas bellas son racistas.
Nos servirá la lectura de Fanon;
esa violencia irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una absurda tempestad
ni la resurrección de instintos salvajes, ni siquiera un efecto del
resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose. Esa verdad, me parece, la
hemos conocido y la hemos olvidado: ninguna dulzura borrará las señales de la
violencia; sólo la violencia puede destruirlas. Y el colonizado se cura de la
neurosis colonial expulsando al colono
con las armas.
Cuando su ira
estalla, recupera su transparencia perdida, se conoce en la medida misma
en que se hace; de lejos, consideramos su guerra como el triunfo de la
barbarie; pero procede por sí misma a la emancipación progresiva del
combatiente, liquida en él y fuera de él, progresivamente, las tinieblas
coloniales. Desde que empieza, es una guerra sin piedad. O se sigue
aterrorizado o se vuelve uno terrible; es decir: o se abandona uno a las
disociaciones de una vida falseada o se conquista la unidad innata. Cuando los
campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las
prohibiciones desaparecen una
por una; el
arma de un combatiente es
su humanidad. Porque,
en los primeros momentos de la rebelión, hay que
matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a
un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el
superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de los
pies. En ese instante, la
Nación no se aleja de él: se encuentra dondequiera que él va,
allí donde él está -nunca más lejos-, se confunde con su libertad. Pero, tras
la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona: hay que unirse o dejarse
matar. Las discordias tribales se atenúan, tienden a desaparecer; primero
porque ponen en peligro la
Revolución y, más hondamente, porque no tenían más finalidad
que derivar la violencia hacia falsos enemigos. Cuando persisten —como en el
Congo— es porque son alimentadas por los agentes del colonialismo. La Nación se
pone en marcha:
para cada hermano
está en dondequiera que combaten
otros hermanos. Su amor fraternal es lo
contrario del odio
que les tienen
a ustedes: son
hermanos porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a
otro, haber matado. Fanon muestra a sus lectores los límites de la
"espontaneidad", la necesidad y los peligros de la
"organización". Pero, cualquiera que sea la inmensidad de la tarea,
en cada paso de la empresa se profundiza la conciencia social. Los últimos
complejos desaparecen: que nos hablen del "complejo de
dependencia" en el
soldado del A.L.N..
Liberado de sus anteojeras, el
campesino toma conciencia
de sus necesidades: ellos lo mataban, pero él
trataba de ignorarlos; ahora los descubre como exigencias infinitas. En esta
violencia popular, para sostenerse cinco años, ocho años como han hecho los
argelinos, las necesidades militares, sociales y políticas no pueden
distinguirse. La guerra —aunque sólo fuera planteando el asunto del mando y las
responsabilidades— instituye nuevas estructuras que serán las primeras
instituciones de la paz. He aquí, pues, al hombre instaurado hasta en las
nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible presente, helo aquí legitimado
por un derecho que va a nacer, que nace cada día en el fuego mismo: con el
último colono muerto, reembarcado o asimilado, la especie minoritaria desaparece
y cede su lugar a la fraternidad socialista. Y esto no basta: ese combatiente
quema las etapas; por supuesto no arriesga su piel para encontrarse al nivel
del viejo "metropolitano".
Tiene mucha paciencia: quizá sueña a veces con un nuevo Dien-Bien- Phu;
pero en realidad no cuenta con eso: es un mendigo que lucha, en su miseria,
contra ricos fuertemente armados. En espera de
las victorias decisivas
y con frecuencia
sin esperar nada, hostiga a sus adversarios hasta
exacerbarlos. Esto no se hace sin espantosas
pérdidas; el ejército
colonial se vuelve
feroz: cuadrillas, ratissages,
concentraciones, expediciones punitivas; se asesina a mujeres y niños.
Él lo sabe: ese hombre nuevo comienza su vida de hombre por el final; se sabe
muerto en potencia. Lo matarán: no sólo acepta el riesgo sino que tiene la
certidumbre; ese muerto en potencia ha perdido a su mujer, a sus hijos; ha
visto tantas agonías
que prefiere vencer
a sobrevivir; otros gozarán de la victoria, él no: está
demasiado cansado. Pero esa fatiga del corazón es la fuente de un increíble
valor. Encontramos nuestra humanidad más acá de la muerte y de la
desesperación, él la encuentra más allá de los suplicios y de la muerte.
Nosotros hemos sembrado el
viento, él es la tempestad.
Hijo de la violencia,
en ella encuentra
a cada instante
su humanidad: éramos hombres a
sus expensas, él se hace hombre a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor
calidad.
Aquí se detiene Fanon. Ha
mostrado el camino: vocero de los combatientes,
ha reclamado la
unión, la unidad
del Continente africano contra todas las discordias y todos los
particularismos. Su fin está logrado. Si quisiera describir integralmente el
hecho histórico de la descolonización, tendría que hablar de nosotros, y ése no
es, sin duda, su propósito. Pero, cuando cerramos el libro, continúa en
nosotros, a pesar de su autor, porque experimentamos la fuerza de los pueblos
en revolución y respondemos con la fuerza. Hay, pues, un nuevo momento de violencia y
nos es necesario
volvernos hacia nosotros esta vez
porque esa violencia nos está cambiando en la medida en que el falso indígena
cambia a través de ella. Que cada cual reflexione como quiera, con tal de que
reflexione: en la Europa
de hoy, aturdida por los golpes que recibe, en Francia, en Bélgica, en
Inglaterra, la menor distracción del pensamiento es una complicidad criminal
con el colonialismo. Este libro no necesitaba
un prefacio. Sobre
todo, porque no
se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo, para
llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias: también a nosotros, los
europeos, nos están
descolonizando; es decir,
están extirpando en
una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros.
Literalmente, "cacería de ratas", término
utilizado por los colonialistas para calificar los asaltos a los barrios y
viviendas argelinos.
Debemos volver la mirada hacia
nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para ver qué hay en nosotros.
Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro
humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología
mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su
preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no
violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si no son ustedes víctimas,
cuando el gobierno que han aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que
han servido sus hermanos menores, sin vacilación ni remordimiento, han emprendido
un "genocidio", indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser víctimas,
arriesgarse a uno o
dos días de
cárcel, simplemente optan por retirar su carta del juego. No pueden
retirarla: tiene que permanecer allí hasta el final. Compréndanlo de una vez:
si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no
han existido jamás
sobre la
Tierra,
quizá la pregonada "no
violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen todo y hasta
sus ideas sobre la no violencia están condicionados por una opresión milenaria,
su pasividad no sirve sino para alinearlos del lado de los opresores.
Ustedes saben bien que somos
explotadores. Saben que nos apoderamos
del oro y
los metales y
el petróleo de
los "continentes nuevos" para traerlos a las viejas
metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales
industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales
para amortiguarla o
desviarla. Europa, cargada
de riquezas, otorgó de jure la
humanidad a todos sus habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un
cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado con la explotación colonial.
Ese continente gordo y lívido acaba por caer en lo que Fanon llama justamente
el "narcisismo". Cocteau se irritaba con París, "esa ciudad que
habla todo el tiempo de sí misma". ¿Y qué otra cosa hace Europa?
¿Y ese monstruo supereuropeo, la América del Norte?
Palabras: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria. ¿Qué se yo?
Esto no nos impedía pronunciar al mismo tiempo frases racistas, cochino negro,
cochino judío, cochino
ratón. Los buenos espíritus, liberales y tiernos —los
neocolonialistas, en una palabra— pretendían sentirse asqueados por esa inconsecuencia;
error o mala fe: nada más consecuente, entre nosotros, que un humanismo
racista, puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando
esclavos y monstruos. Mientras existió la condición de
indígena, la impostura
no se descubrió;
se encontraba en el género humano una abstracta formulación de
universalidad que servía para encubrir prácticas más realistas: había, del otro
lado del mar, una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años
quizá, alcanzarían nuestra condición. En resumen, se confundía el género con la
élite. Actualmente el indígena revela su verdad; de un golpe, nuestro club tan
cerrado revela su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Lo que es
peor: puesto que los otros se hacen hombres en contra nuestra, se
demuestra que somos
los enemigos del
género humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una
pandilla. Nuestros caros valores
pierden sus alas; si los contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que
no esté manchado de sangre. Si necesitan ustedes un ejemplo, recuerden las grandes
frases: ¡cuan generosa
es Francia! ¿Generosos nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho
años de guerra feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos? Y
la tortura. Pero comprendan que no se nos reprocha haber traicionado una
misión: simplemente porque no teníamos ninguna. Es la generosidad misma la que
se pone en duda; esa hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido:
condición otorgada. Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie
tiene el poder ni el privilegio de dar nada a nadie. Cada uno tiene todos los
derechos. Sobre todos; y nuestra especie, cuando un día llegue a ser, no se
definirá como la suma de los habitantes del globo sino como la unidad infinita
de sus reciprocidades. Aquí me detengo; ustedes
pueden seguir la
labor sin dificultad.
Basta mirar de frente, por primera y última vez, nuestras
aristocráticas virtudes: se mueren; ¿cómo podrían sobrevivir a la aristocracia
de subhombres que las han engendrado? Hace años, un comentador burgués —y
colonialista— para defender a Occidente no pudo decir nada mejor que esto:
"No somos ángeles. Pero, al menos, tenemos remordimientos." ¡Qué
declaración! En otra época, nuestro Continente tenía otros salvavidas: el
Partenón, Chartres, los Derechos del
Hombre, la svástica.
Ahora sabemos lo que
valen: y ya no pretenden salvarnos del naufragio sino a través del muy cristiano
sentimiento de nuestra
culpabilidad. Es el
fin, como verán ustedes: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha
sucedido? Simplemente, que éramos los sujetos de la historia y que ahora
somos sus objetos.
La relación de
fuerzas se ha invertido,
la descolonización está
en camino; lo
único que pueden intentar
nuestros mercenarios es retrasar su realización.
Hace falta aún que las viejas
"metrópolis" intervengan, que comprometan todas sus fuerzas en una
batalla perdida de antemano. Esa vieja brutalidad colonial que hizo la dudosa
gloria de los Bugeaud volvemos a encontrarla, al final de la aventura,
decuplicada e insuficiente. Se envía al ejército a Argelia y allí se mantiene
desde hace siete años
sin resultado. La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos, la
ejercíamos sin que pareciera alterarnos: descomponía a los demás y en nosotros,
los hombres, nuestro humanismo permanecía intacto; unidos por la ganancia, los
"metropolitanos" bautizaban como fraternidad, como amor, la comunidad
de sus crímenes; actualmente, bloqueada por todas partes, vuelve sobre nosotros
a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee. La involución
comienza: el colonizado se reintegra y nosotros, ultras y liberales, y colonos
y "metropolitanos" nos descomponemos. Ya
la rabia y
el miedo están al desnudo: se
muestran al descubierto en las "cacerías de ratas" de Argel. ¿Dónde
están ahora los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el
tam-tam: las bocinas corean "Argelia francesa" mientras los europeos
queman vivos a los musulmanes. No hace mucho, recuerda Fanon, los psiquiatras
se afligían en un congreso por la criminalidad de los indígenas: esa gente se
mata entre sí,
decían, eso no
es normal; su
corteza cerebral debe estar subdesarrollada. En África central, otros
han establecido que "el
africano utiliza muy
poco sus lóbulos frontales". Esos sabios
deberían proseguir ahora su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Porque
también nosotros, desde hace algunos años, debemos estar afectados de
pereza mental: los Patriotas empiezan a asesinar a sus compatriotas; en
caso de ausencia,
hacen volar en
trozos al conserje y su casa. No
es más que el principio: la guerra civil está prevista para el otoño o la
próxima primavera. Nuestros lóbulos parecen, sin embargo, en perfecto estado:
¿no será, más bien, que al no poder aplastar al indígena, la violencia se
vuelve sobre sí misma, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida?
La unión del pueblo
argelino produce la
desunión del pueblo francés; en todo el territorio de la
antigua metrópoli, las tribus danzan y se
preparan para el combate. El
terror ha salido de África para
instalarse aquí: porque están los furiosos, que quieren hacernos pagar con
nuestra sangre la vergüenza de haber sido derrotados por el indígena y están
los demás, todos los demás, igualmente culpables —después de Bizerta, después
de los linchamientos de septiembre ¿quién salió a la calle para decir: basta?—,
pero más sosegados: los liberales, los más duros de los duros de la izquierda
muelle. También a ellos les sube la fiebre. Y el malhumor. ¡Pero qué espanto!
Disimulan su rabia con mitos, con ritos complicados; para retrasar el arreglo
final de cuentas y la hora de la verdad, han puesto a la cabeza del país a un
Gran Brujo cuyo oficio es mantenernos a cualquier precio en la oscuridad. Nada
se logra; proclamada por unos, rechazada por otros, la
violencia gira en
redondo: un día
hace explosión en Metz, al día siguiente en Burdeos; ha
pasado por aquí, pasará por allá, es el juego de prendas. Ahora nos toca el
turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de indígena.
Pero para convertirnos en indígenas del todo, sería necesario que nuestro suelo
fuera ocupado por los antiguos colonizados y que nos muriéramos de hambre. Esto
no sucederá: no, es el colonialismo decadente el que nos posee, el que nos
cabalgará pronto, chocho y soberbio; ése es nuestro zar, nuestro loa. Y al leer
el último capítulo de Fanon uno se convence de que vale más ser un indígena en
el peor momento de la desdicha que un ex colono. No es bueno que un funcionario
de la policía se vea obligado a torturar diez horas diarias: a ese paso, sus
nervios llegarán a quebrarse a no ser que se prohíba a los verdugos, por su
propio bien, el trabajo en horas suplementarias. Cuando se quiere proteger con
el rigor de las leyes la moral de la
Nación y del Ejército, no es bueno que éste desmoralice
sistemáticamente a aquélla. Ni que un país de tradición republicana confíe a cientos
de miles de sus jóvenes a oficiales putchistas. No es bueno, compatriotas,
ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es
realmente bueno que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia
alma, por miedo a tener que juzgarse a sí mismos. Al principio ustedes
ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora saben, pero siguen callados.
Ocho años de silencio degradan. Y en vano: ahora, el sol cegador de la tortura
está en el cenit,
alumbra a todo el país;
bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara
que no se cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto
que no traicione nuestra repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos
franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver. Y cuando digo
uno... Francia era antes el nombre de un país, hay que tener cuidado de que no
sea, en 1961, el nombre de una neurosis.
¿Sanaremos? Sí.
La violencia, como
la lanza de
Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha infligido. En este momento
estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo más bajo. Felizmente
esto no basta
todavía a la
aristocracia colonialista: no puede concluir su misión retardataria en
Argelia sin colonizar primero
a los franceses.
Cada día retrocedemos frente a la contienda, pero
pueden estar seguros de que no la evitaremos: ellos, los asesinos, la
necesitan; van a seguir revoloteando a nuestro alrededor, a seguir golpeando el
yunque. Así se acabará
la época de
los brujos y
los fetiches: tendrán ustedes que pelear o se pudrirán en
los campos de concentración. Es el momento
final de la
dialéctica: ustedes condenan
esa guerra, pero no se atreven todavía a declararse solidarios de los
combatientes argelinos; no tengan miedo, los colonos y los mercenarios los
obligarán a dar este paso. Quizá entonces, acorralados contra
la pared, liberarán
ustedes por fin
esa violencia nueva suscitada
por los viejos
crímenes rezumados. Pero eso, como
suele decirse, es otra historia. La historia del hombre. Estoy seguro de que ya
se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo.
Jean-Paul Sartre
Septiembre de
1961
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