UNA HISTORIA
RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920
CAPITULO-IX
Eduardo Pedro García Rodríguez
1912. Fallece el criollo Don Antonio Oramas Hernández, esposo
de Mª Dolores Cué Gallego,
fue alcalde de San Juan de la
Rambla de 1804
a 1807. Se preocupó enormemente por el progreso y el
embellecimiento de su pueblo, por la sanidad y la educación, hasta el punto de
anteponer los intereses de los vecinos a los suyos propios.
Demostró siempre
una gran caballerosidad en todos sus actos. En atención a sus méritos, la
corporación municipal en 1913 dio su nombre a una de las calles del pueblo.
1912. Fallece en Añazu n Chinech (Santa
Cruz de Tenerife) Secundino Delgado Rodríguez
considerado como el Padre de la moderna Matria Canaria, invocado por distintas formaciones políticas
canarias que van desde Coalición Canaria al independentismo. La recuperación de
la figura de Secundino comenzó durante
el período de la transición en esta colonia de la dictadura franquista a la
democracia burguesa de sus herederos, paralelo al actuar del MPAIAC y su
estrategia de propaganda armada. Uno de los miembros del MPAIAC, Manuel Suárez
Rosales, fue autor del primer libro con la biografía de Secundino, cuyo título
apunta bien las intenciones que, con su publicación, se perseguía: Secundino
Delgado. Apuntes para una biografía del padre de la nacionalidad canaria (Cándido
Hernández, editor, 1980).
De Secundino Delgado, aún hoy después de la aparición de nuevas obras, seguimos teniendo de su vida zonas de sombra o penumbra. Miguel Iñiguez lo rescata en su Esbozo de una enciclopedia histórica del anarquismo español (FAL, 2001), dedicándole unas líneas. Los independentistas libertarios (Ver el “Libro Negro”: Canarias: Independencia y Autogestión, Ediciones Guanilas, 2005) lo han señalado como un libertario que tenía en cuenta a las patrias oprimidas, particularmente Cuba y Canarias. Raquel Pérez Brito, historiadora anarcosindicalista canaria, también lo cita como anarquista (entrevista en www.fuerteventuradigital.com: ).
¿Nacionalista? ¿Libertario? ¿Quién fue verdaderamente Secundino Delgado? En la última monografía publicada sobre Secundino (Secundino Delgado en Venezuela. El Guanche inédito, CCPC, 2003), Manuel Hernández nos lo retrata como un inquieto anarquista que interviene, como así lo hacían los comunistas libertarios, en los procesos de emancipación nacional como inicio de una plena liberación social. No es la única ni principal aportación de Hernández, pues lo más significativo es desenterrar de los archivos los últimos números de El Guanche, deliberadamente obviados en una anterior edición, ya agotada, a cargo de Manuel Suárez Rosales (El Guanche. 1ª época. Ecotopía Ediciones, 1981). Si atendemos a las propias palabras de Secundino Delgado en su autobiografía (¡Vacaguaré…! (Vía-Crucis), Cándido Hernández, editor, 1980) las cosas parecen estar claras:
“Antes que nacionalista, soy libertario. Mientras aliente, bregaré por la autonomía de los pueblos y de los individuos cueste lo que cueste. (…) Todo por y para la libertad de los pueblos y de los hombres. Como Bakunin, que al mismo tiempo que predicaba la gran revolución política-económica-social, no abandonaba las regiones conquistadas y sometidas a potencias extrañas”.
Cuando muere, su amigo Luís F. Gómez Wangüemert le dedica un artículo en el que dice:
“Para conocer sus ideas políticas y sociales, basta decir que fue siempre asiduo lector de Ibsen, Tolstoi, Max Nordau, Zolá, Eliseo Reclus, Juan Most, Juan Grave, Bakunin y Kropotkin”. Este impenitente lector de escritores anarquistas tendrá en El Esclavo la primera publicación en la que participa, junto a emigrados cubanos, en Tampa (Florida, USA) y cuyo contenido era netamente obrerista y anarquista, a decir de Federica Montseny (Breve historia del Movimiento Anarquista en Estados Unidos de América del Norte. Cultura Obrera, s.f.) y del historiador canario Manuel de Paz Sánchez (Secundino Delgado y la emancipación cubana. El Pirácrata, 2001). El Esclavo, ante el proceso por la independencia de Cuba, señaló claramente cuál era su posición:
“Destruyamos, pues, al tirano gobierno español, pero no pongamos otro en su lugar que nos va suceder igual; tomemos posesión de toda la riqueza y organicémonos bajo la base de la libertad y de la igualdad y seremos relativamente felices, sin burgueses ni proletarios, sin amos ni esclavos, pues todos seremos libres productores”.
Igual que hicieran otros anarquistas, ya en el interior de Cuba —isla a la que Secundino había emigrado siendo muy joven, huyendo de la miseria en la que el pueblo vivía en Canarias tras finalizar el ciclo económico de la cochinilla y posiblemente también para eludir el servicio militar— se implica en la lucha contra la ocupación española de la isla caribeña, tras regresar de EE.UU. En 1896 fue despedido de una empresa de guaguas, en la que trabajaba como herrero, al descubrir que Secundino tenía un pujavante (una especie de espátula alargada y plana para rebajar el casco de la caballería y poder asentar correctamente la herradura) en el que tenía el lema “Mueran los burgueses, viva la anarquía”. Tras una breve estancia en Canarias junto a su familia (se había casado en Nueva York con una norteamericana, con quien tuvo dos hijos), se estableció posteriormente en Venezuela, lugar en el que había ya una notable colonia de emigrados canarios. Allí, junto a Brito Lorenzo y Guerra Zerpa, funda El Guanche, primera publicación que defiende la independencia de Canarias de España. A diferencia de El Esclavo, El Guanche apuesta por el interclasismo, aunque Secundino Delgado sigue rezumando obrerismo libertario en sus escritos. Así, en su segundo número, bajo el título de “El Ideal”, entre otras cosas se expresa:
“Y tú, pueblo trabajador, que, desde que naciste, gravaron los pícaros en tu frente tu deber, habiéndose guardado en sus faldones el derecho que te corresponde, organízate, forma círculos de artesanos, ponte en relación con los proletarios de todas partes, instrúyete robando algunas horas al descanso y después que sepas cuál es tu derecho y quién te lo robó, rebélate, que ese derecho te corresponde.
Tu emancipación y el mejoramiento de tu Patria no lo esperes de esos sabios de librea que asisten a las Cortes para hacer la venia al amo.
Es el mismo pueblo el que debe moverse, protestar contra las exageradas contribuciones, los abusos del caciquismo, las arbitrariedades de los exóticos gobernantes, etc.
Si las leyes de aquella monarquía nos coaccionan, en Canarias, no debemos respetarlas, ya que entorpecen el progreso y apagan la luz del pensamiento libre, no las respetemos y, si es necesario, seamos hostiles”.
El Guanche no tuvo excesiva trascendencia, dándosele más importancia en los tiempos recientes que en el que fue editado. No obstante, a causa de su publicación, Secundino Delgado sufrió prisión en Venezuela. Ante el peligro de la anexión inglesa de Canarias, El Guanche decide cerrar su publicación. No es un cambio de potencia dominadora lo que se quiere y, ante la coyuntura, prefiere unas Canarias españolas.
Secundino se establece durante 1900 en Canarias, junto a su mujer y sus hijos. Profundizando en su estrategia populista, tomando como trampolín la Asociación Obrera de Canarias, decide formar un partido para presentarlo a las elecciones municipales. A decir de Manuel Hernández (“Secundino Delgado. El padre del nacionalismo canario” en La enciclopedia de canarios ilustres, CCCP, 2005), el Partido Popular fue la concreción de las ideas que Secundino ya había expuesto en El Guanche, con sus propuestas interclasistas, y por la influencia del Congreso sindical venezolano de 1896. El PP sacó un concejal en Santa Cruz de Tenerife, de cuyas actividades curiosamente nunca se ha hablado… Secundino, poco después, funda el periódico ¡Vacagüaré…! desde el que arropa la demanda de autonomía con la que se dirigía el PP, dejando de lado los planteamientos independentistas, mientras continúa haciendo guiños al obrerismo. Aunque se está haciendo esperar una edición facsímil de ¡Vacagüaré…! podemos acceder la mayor parte de sus contenidos por el trabajo de Manuel de Paz (“Nuevos documentos sobre Secundino Delgado”, Revista del Oeste de África, nº 9).
La publicación de ¡Vacagüaré…! se verá interrumpida por el encarcelamiento de Secundino, a causa de la intervención del General Weyler, quién había sido Capitán General en La Habana. Llevado a Madrid, compartirá celda de la Prisión Modelo con el anarquista Pedro Vallina ―amigo del famoso libertario Fermín Salvochea―, que lo recordará en sus memorias dedicándole varias páginas (Memorias de un revolucionario, Solidaridad Obrera, París, 1958). Salvochea se interesa también por Secundino, consiguiendo mejoras en su presidio, llevándole comida y moviéndose para divulgar su situación, buscando su excarcelación. Mientras está preso, Secundino publica varios cuentos en La Revista Blanca, la publicación anarquista que dirigían los padres de Federica Montseny y que, todavía en los tiempos de la II República española la misma cabecera los reeditaba. Fue Salvochea el que avisa al canario Nicolás Estévanez, quién había sido capitán del ejército español en Cuba y había renunciado a esta condición en 1871 por la represión a los independentistas cubanos, y, posteriormente, Ministro de la Guerra durante la breve I República Española. Estévanez, un radical republicano federal, se había acercado al anarquismo, colaborando en algunas de sus propuestas, como la de la Escuela Moderna de Ferrer, para la que escribió un libro (Resumen de la Historia de España, Editorial Benchomo, 1999), y posteriormente se verá involucrado en el atentado que Mateo Morral (bibliotecario de la Escuela Moderna barcelonesa) realizó contra el rey Alfonso XIII en el día de su boda. El escándalo que se monta en Madrid, cuando es conocida la prisión de Secundino, obliga a su excarcelación. Será a los anarquistas de La Revista Blanca a los primeros que visite tras su liberación y los que le den dinero para que se las remedie.
Secundino
escribirá posteriormente, en 1904, ¡Vacaguaré! (Vía Crucis…) en el que
remorará su tiempo de presidio, la ayuda de los anarquistas y a los que
reconocerá su lucha:
“He observado que la fe, en ideales, sólo la poseen en España los anarquistas. Los demás obran como comediantes.”
“He observado que la fe, en ideales, sólo la poseen en España los anarquistas. Los demás obran como comediantes.”
Pocas pistas se tienen de Secundino tras regresar a Canarias después de su salida de prisión. Al parecer, y tras recibir una indemnización por su encarcelamiento, viajó por Cuba, Argentina… Secundino morirá en 1912, tras haber fallecido con anterioridad su mujer y sus hijos, en una vivienda de la calle Progreso de Añazu (Santa Cruz), sus restos están sepultados en un lugar indeterminado del antiguo cementerio añazero de S. Rafael y S. Roque.
1912.
Nace en Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) el criollo, historiador e
investigador sobresaliente, Antonio Rumeu de Armas.
Licenciado en
Filosofía y Letras por la Universidad Coplutense de Madris (España) donde
se doctoró en Derecho, fue catedrático de Historia de España en la Edad Moderna en la
citada universidad, cátedra que desempeñó con anterioridad en las universidades
de Barcelona y Granada. También fue profesor extraordinario de la Universidad Georgetown
de Washington, centro especializado en estudios internacionales. Fue presidente
de la Real Academia
de la Historia
(España), convirtiéndose en el primer canario (hasta la fecha único) que
alcanzó tan destacada prevenda. También lo fue durante cuatro lustros del
Instituto Jerónimo Zurita del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
español. Es académico de número de la Real Academia de la Historia en España y
profesor emérito de la Escuela
de Guerra Naval y de la
Escuela Diplomática, y pertenece también a las academias de
México, Argentina, Perú, Colombia yChile, entre otras. Entre los galardones recibidos
figura el premio Marvá en 1942 y el premio Antonio Nebrija del Consejo Superior
de Investigaciones Científicas de España en 1945. Diez años más tarde consiguió
el Premio Nacional español de Literatura. Su producción científica se ha
orientado hacia el estudio de la historia de América (ocho obras publicadas),
la historia social (cinco títulos), la historia de la ciencia (cuatro estudios)
y el Atlántico (cuatro publicaciones). Este excepcional tinerfeño, historiador
solvente y profundo, es un escrupuloso investigador a la hora de utilizar las
obras que utiliza en sus obras. Ha escrito mucho y bueno. Además es un
excelente conferenciante. Une a su probada sapiencia histórica, la no fácil
cualidad de la amenidad. De la historia de nuestro archipiélago estaba
profundamente impuesto. En 1950 había publicado su gran obra: Piratería y
ataques navales contra las islas Canarias Un título poco afortunado, como
él ha reconocido, porque la obra es mucho más. La segunda edición, fechada en
1991, se titula Canarias y el Atlántico. Son cinco excelentes volúmenes
que no pueden faltar en la biblioteca de quien pretenda saber algo de la
historia del archipiélago. Premio Canarias en 1988, en 1998 fue investido
doctor honoris causa por la
Universidad de Eguerew (La Laguna).
1912.
En este año los
edificios militares del ejercito español en
Santa Cruz de Tenerife eran los siguientes: el pabellón y la cuadra del
muelle; el fuerte de San Juan; la batería de San
Francisco; el cuartel de San Carlos; la batería de la Concepción; el
castillo de San Cristóbal; las baterías de San Miguel y Almeida; el fuerte
de Paso Alto; el parque de artillería en la calle del Pilar; el cuartel de
caballería; la comandancia general; el hospital militar con sus pabellones
anexos; el palomar militar de La
Cuesta; los polvorines de
Taco y de El Conntal.
“Hasta
principios del siglo XIX,
las islas Canarias y su capital militar
habían desempeñado un papel relativamente importante en la defensa de las rutas
imperiales españolas. Escala natural de las navegaciones
transatlánticas y casi forzada de la navegación de conserva
de la flota y de los galeones, el archipiélago era por su misma posición
una avanzada militar: de ahí su historia, llena de ataques marítimos, de
piraterías y de aventuras. De ahí también la historia de Santa
Cruz como plaza de armas, de su importancia como puesto de mando,
de su sistema de protección.
Esta
misión duró tanto como el imperio español. Al derrumbarse el
régimen colonial de América, Canarias no perdió solamente el principal
mercado de sus exportaciones, sino también su importancia estratégica.
En el siglo XIX la
historia de Canarias, desde el punto de vista de
las empresas guerreras y de la organización de sus defensas,
no se parece ya con lo que había sido su pasado. Al haber terminado
su misión, la infraestructura, y principalmente el recinto fortificado
de Santa Cruz, sufren un abandono que no fue ni repentino
ni total, pero que conduce fatal y lentamente al desmoronamiento
y a la ruina. Los papeles, incluso, se han invertido. Las fortificaciones,
que habían sido el escudo de las islas y el principal motivo
de orgullo del Cabildo que las había costeado en su mayor parte,
ahora sólo sirven de estorbo.
La muralla y las baterías habían sufrido mucho por
efecto del catastrófico aluvión de 7 de noviembre de 1826. Se
arreglaron en la mayor parte de los casos los desperfectos producidos, sin las
dificultades que hallaba siempre el Cabildo en la
realización de las obras por falta de dinero. Existía
ahora un fondo de fortificaciones, alimentado por un
tributo especial y administrado por el comandante general
de las islas. Pero la mejor prueba de que aquellas instalaciones habían
perdido su interés es precisamente la laxitud con que se administraba el
fondo: se volvieron a levantar las murallas caídas, pero no se
emprendieron más cosas nuevas que el arreglo del barranco de Santos,
del paseo de la Concordia
y del camino de La Laguna,
todos ellos con pretextos, más o menos fundados, de
utilidad militar.
A mediados del siglo, el sistema de fortificaciones
de la capital se componía de tres castillos, doce baterías y dos
fuertes, uno de ellos en construcción. Si se compara la lista
de las fuerzas con las baterías y los reductos existentes de 1797, se podrá ver
que muchos habían desaparecido ya. Después de 1862 desaparecen
también El Pilar, Isabel II y San Telmo; Santo Domingo se
derriba en 1868 y Santa Rosa en 1875. Las demás viven apenas: la Concepción, medio abandonada,
subminada por las avenidas del Barranquillo y la ruina de
la muralla: en el castillo de San Joaquín, de La Cuesta, se ha instalado
en 1898 un palomar militar. En 1894 subsistían, además de los
tres castillos de Paso Alto, San Cristóbal y San Juan, tres baterías
en Almeida, San Miguel y San Francisco, una explanada en San Pedro
y tres baterías en proyecto, en San Andrés, El Bufadero y Las Cruces.
Las defensas de la capital disponen de 76 piezas de artillería, 19
de ellas a barbeta, servidas por 35 hombres, es decir, malamente un
hombre para cada dos cañones.
Esta situación no podía dejar de llamar la atención.
En el mismo año de 1894, el senador por Tenerife Imeldo
Serís pedía que se completase el sistema de fortificaciones de
la capital y se aumentase su guarnición. Pero los tiempos no
permitían tan grandes esfuerzos para la defensa de las islas, cuando urgía
hallar una solución para Cuba. Sólo después de perdida la última colonia de las
Antillas, el comandante general Bargés formó un nuevo plan de
defensa de Canarias, precisamente a raíz de la nueva situación
creada por la desaparición de las bases españolas en América.
Hacía mucho tiempo que el plan era necesario y, además, esperado.
Sin embargo, no era realizable. El conjunto de las nuevas
fortificaciones en que se había pensado en un principio
representaba un gasto de 30 millones de pesetas:
Bargés abandonó el principio de fortificaciones fijas y se limitó
en pedir un refuerzo de la guarnición y una nueva organización de las milicias
provinciales. Se le prometió todo cuanto pedía, porque efectivamente pedía poco; pero no se le dio
ni siquiera lo prometido.
Bargés presentó su dimisión, por esta razón y por
protestar contra la utilización indiscreta de los puertos
canarios por parte de los navíos ingleses, con motivo de la guerra de los boers. Su sucesor en el mando, el general Pérez Galdós, heredaba
una situación difícil.
Había polémicas en la prensa, en Canarias tanto como
en Madrid, por saber si había suficiente fortificación
en las islas, o si se debía empezar a partir de cero. La revista de especialidad El
Ejército español declaraba que, en caso de agresión, las islas se
encontrarían tan indefensas como las Filipinas, donde, al estallar la guerra,
sólo había cuatro cañones viejos. A
Pérez Galdós lo querían enfrentar con Bargés: sin razón, porque aquél luchó
tanto como éste, para conseguir del gobierno la aprobación de nuevas
fortificaciones y de nuevos cuarteles. En efecto, es ésta misma la época en que
el ministro de la Guerra,
general Azcárraga, manda formar para Canarias un proyecto de conjunto de defensas del primer grado, por un importe de 50 millones, además de otro proyecto de
defensas completas, para Canarias y Baleares, por un valor de 165
millones. Aquello era demasiado bonito para
ser verdad: el ministro mantuvo su criterio, pero hubo cambio de gobierno
antes de que se hubiese tomado una decisión.
En 1912 los edificios militares de Santa Cruz eran
los siguientes: el pabellón y la cuadra del muelle; el fuerte de San Juan; la
batería de San Francisco; el cuartel de San Carlos; la batería
de la Concepción;
el castillo de San Cristóbal; las baterías de San Miguel y Almeida; el
fuerte de Paso Alto; el parque de artillería en la calle del Pilar; el
cuartel
de caballería; la comandancia general; el hospital militar con sus pabellones
anexos; el palomar militar de La
Cuesta; los polvorines de
Taco y de El Conntal.
Dentro del conjunto de defensas, había pocas en
buenas condiciones, y su eficacia podía ponerse en duda. Por otra parte, el crecimiento
urbano estaba impedido o, cuando menos, estorbado, por la presencia de las baterías y sus acostumbradas
servidumbres. Todo aquello se había quedado estrecho. Las prácticas de
artillería que se hacían antes en el
Blanco, ahora incluido en el recinto de Almeida, tuvieron que
suspenderse en 1908, porque los tiros hacían daño a las fincas, al otro lado del barranco. Las llamadas zonas polémicas, de haberse observado en Santa Cruz, habrían
conducido a la destrucción casi total
de la ciudad. En efecto, la ley preceptuaba que alrededor de los castillos se debía dejar una zona libre y totalmente descubierta,
sobre una radio de 1.500 varas, que son unos 1.250 metros. Afortunadamente, nadie había tenido en cuenta esta
disposición. En 1871, los militares quisieron obligar a un vecino a derribar
una casa que había empezado a
fabricar en San Andrés, porque estaba dentro de la zona del castillo, que hacía medio siglo que se hallaba en ruinas. Tuvieron que dejarlo en paz, porque se
observó que nadie se había acordado
jamás de la ley; que, de aplicarse ésta, en San Andrés se debían denegar todos los permisos para
fabricar; y que el comandante de
armas, que era la persona que había denunciado el caso, había fabricado todavía
más cerca del castillo que el denunciado.
Casos como éste se daban con demasiada frecuencia.
El ayuntamiento tropezó con enormes dificultades para
determinar el sitio en que se debía establecer el cementerio
municipal, porque ninguno reunía las condiciones exigidas
por la ley. En 1903 se solicitó la supresión de
las zonas polémicas alrededor de los antiguos fuertes que habían dejado de
servir, y afortunadamente se consiguió. Pero la medida no
era suficiente, porque las demás fortificaciones tenían todavía
bastante vida militar como para estorbar. Para establecer un
nuevo matadero, se tuvo que pedir permiso a la autoridad militar, porque
caía en la zona de la batería de San Carlos. Finalmente, en 1926,
el alcalde García Sanabria consiguió la cesión del castillo de San
Cristóbal y de otros edificios de guerra inútiles, generalmente por
medio de permutas o cesión de solares, lo cual condujo a la rápida
supresión de todo el recinto fortificado.
La víctima más ilustre fue el castillo de San
Cristóbal. Sede del Gobierno Militar de la plaza de Santa Cruz, no había sido
apenas modificado o ampliado: la única obra de alguna consideración, de las
emprendidas en el siglo XIX,
había sido el nuevo cuerpo de guardia, construido
por el ayuntamiento, sobre proyecto del arquitecto Vicente Alonso de Armiño,
en 1872, por haberse debido derribar el edificio
anterior, para ensanchar el acceso al muelle. Además de haber
perdido gran parte de su utilidad, la mole del castillo carecía de
elegancia al igual que de monumentalidad. La irregularidad de sus macizos
y de sus garitas, el aspecto lóbrego de sus muros comidos por
la humedad, la misma pobreza de sus materiales formaban un conjunto
de aspecto poco grato a la vista y, por su ubicación a la entrada
misma de la ciudad, no eran sin duda la mejor tarjeta de presentación.
Pero había en aquellas murallas de mediocre mérito arquitectónico varios siglos
de historia y la opinión santacrucera seguía encariñada con su presencia. Por
otra parte, el edificio pertenecía al ramo de Guerra y no era
fácil que éste soltase prenda.
Después de 1883 fue cuando se empezó a pensar
seriamente en su demolición. Un anteproyecto, presentado en la
prensa por Juan Maffiotte, proponía formar en su lugar una
explanada, en la que se fabricarían por el lado del
muelle la Capitanía
del Puerto y por el lado opuesto, mirando a la Aduana, un local para la Escuela Náutica,
con una plaza ajardinada entre las dos. El ayuntamiento estudió la posibilidad
de ofrecer a cambio otro local para que sirviese de Gobierno
Militar. Se presentó al gobierno la correspondiente solicitud, pero la
contestación fue negativa, alegándose que no se podía decidir
nada antes de haberse determinado un plan de conjunto de las
defensas de Santa Cruz. Pero este plan tampoco era fácil que se
pudiese fijar, y, como se habrá visto, los tres que se formaron por aquellos
años sólo sirvieron para hacer perder el tiempo. El ayuntamiento
repitió su petición en 1902, con el mismo resultado negativo.
En 1906 se aprovechó la visita real a Santa Cruz
para volver a plantear la cuestión. A don Alfonso no debió de
causarle gran impresión el castillo, porque prometió que lo
cedería al ayuntamiento. Hubo incluso orden real de
cesión: el arreglo hubiera debido satisfacer a ambas
partes, porque los militares ganaban un local más decoroso.
Sin embargo, surgieron dificultades en las negociaciones del ayuntamiento con la Capitanía General.
Aquél ofrecía fabricar a cambio un edificio para Gobierno Militar en los
solares de la Capitanía,
esquina a 25 de Julio, y mientras se fabricaba pagar alquileres para las
oficinas que se evacuarían. El
desacuerdo se refería a detalles que no se pudieron soslayar. Se
llevó todo el expediente a Madrid y el jefe del gobierno,
general López Domínguez, prometió resolver las dificultades en diez días;
efectivamente las resolvió, incluso antes del plazo fijado,
pero por la negativa.
El ayuntamiento volvió con nuevas proposiciones en
1908. Ofreció a cambio del castillo el Hotel Battenberg,
de construcción reciente, en la calle Jesús y María, que estaba
a la venta en 150.000 pesetas. El ministerio de la Guerra examinó la
proposición durante un año y acabó dando su acuerdo, pero con la
doble condición de costear el ayuntamiento los arreglos que
consideraba necesarios, por un importe de 15.458 pesetas, y
de pagar la diferencia de precio, que estimaba en
200.000 pesetas. El ayuntamiento retiró su proposición. En
este asunto, todo se le venía abajo, menos el castillo.
Sin embargo, también estaban contados los días de
éste. A raíz de las mencionadas gestiones de Santiago García
Sanabria y de una visita del mismo a Madrid, por fin se concertó
la cesión del castillo al ayuntamiento. El precio
estipulado era de medio millón de pesetas; como el
ayuntamiento no disponía de tanto dinero, quien lo rescató fue
el Cabildo, para conseguir los solares que necesitaba para su propia casa y su
proyecto de avenida marítima. En marzo de 1930 el castillo
de San Cristóbal estaba completamente arrasado y se estaba
trabajando en la explanada formada sobre sus cimientos.
El castillo de Paso Alto, reformado en 1782, foco de
resistencia muy activo en 1797, había sido reducido al silencio, por falta de
ocupaciones marciales. En la primera mitad
del siglo XIX llenó
sus ocios con la custodia de los presos políticos que se le
enviaban regularmente, por orden de los comandantes generales, y después por
disposición del gobierno central. Enfrente, en La Altura, la batería que
había colocado el general Gutiérrez en 1797 ha conservado su recinto amurallado.
Abajo se habían hecho algunas mejoras y reformas; las más importantes
parecen haber sido las de 1881, cuando se abrieron tres casamatas
nuevas, con troneras para piezas de 500 libras y se renovó la
dotación de artillería. Más tarde su misión militar pasó a Almeida
y el edificio lo compró la Junta
de Obras del Puerto. Está restaurado y se utiliza algunas
veces para manifestaciones de carácter cultural, aunque no
haya encontrado hasta ahora una misión definida.
Igual
suerte corrió el tercer castillo, de San Juan, renovado y dotado
con una batería de cuatro piezas montadas e inauguradas el 18
de noviembre de 1898. La última etapa de su vida militar duró medio
siglo: en 1948 el castillo fue cedido al ayuntamiento. Se pensaba
y se sigue pensando en la posibilidad de instalar en él un museo histórico
de la ciudad, para cuyo objeto se han realizado importantes reformas.
De las baterías, la última fue la de San Francisco,
en Caleta de Negros, reconstruida en 1888-93 sobre proyecto del coronel de Ingenieros José Lezcano
y armada con cuatro piezas de 24
cm. montadas por el
teniente Leocadio Machado. A pesar de ser la más moderna, estorbaba tanto como las demás y su
demolición había sido solicitada un
sinnúmero de veces. La batería de Isabel II y la de Concepción
fueron adquiridas por el ayuntamiento y su solar fue cedido en
parte, la primera en 1932, a
la Compañía
Eléctrica y la segunda en 1933 para palacio del Cabildo
Insular. El castillo de San
Pedro fue permutado por la
Capitanía General y luego cedido en 1945 a la Junta de Obras del Puerto,
que lo hizo desaparecer. El fuerte de Santa
Isabel fue desmontado a fines de 1885 para abrir el camino a Paso Alto y San
Andrés el de San Miguel, en la desembocadura
del barranco de Tahodio, fue descompuesto por el aluvión de 1826, reconstruido en 1860, vendido en 1927 y
derribado para dar lugar al Club
Náutico. En fin, el complejo de Almeida se empezó a fabricar en 1859, en la cuesta de los Melones,
encima de la playa y batería de San
Antonio, siendo director de la obra el general de ingenieros Salvador Clavijo y Pió. Tuvo desde el
principio batería de casamatas, con fortín y cuartel de artillería, y un
fuerte anexo fabricado en 1896.
Ha conservado su primera finalidad y, aunque como plaza artillera no haya servido, mantiene más o
menos intacto su recinto. El frente
marítimo de las antiguas trincheras, muralla bastante tosca, pero no falta de solidez, ha resistido mal los embates del
tiempo, sobre todo por la
indiferencia con que se ha observado el progreso de su ruina. Todavía en 1891 se le hacían algunos arreglos, pero con dinero ofrecido por un vecino. Sus últimos
vestigios han desaparecido después de 1930. En fin, el polvorín antiguo,
fabricado en el siglo XVIII en la
proximidad del castillo de San Juan, fue mudado a Taco,
por considerarse demasiado expuesto a los golpes enemigos.” (Alejandro
Ciuranescu, Historia de Santa Cruz de Tenerife, 1978, t. IV: 55 y ss.).
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