miércoles, 12 de febrero de 2014

JOSÉ CLAVIJO Y FAJARDO







Por Carlos Gaviño de Franchy
En Clavijo, más que la obra interesa la vida.
Agustín Espinosa. Lancelot 28°-7°.

A doña Manuela Rodríguez Clavijo, José Hernández González, María Dolores Rodríguez Armas y Francisco Hernández Delgado, mis amigos lanzaroteños.


    El profesor Negrín Fajardo, autor de un trabajo publicado en 1994, en el volumen undécimo de los Coloquios de Historia canario-americana, que lleva por título «Clavijo y Fajardo, naturalista ilustrado», tras la introducción comienza el segundo apartado con estas frases:

    La realización de una biografía de Clavijo: una necesidad inaplazable. Cuando se revisan los estudios que existen sobre el lanzaroteño, salta a la vista que Clavijo sigue siendo bastante desconocido, incluso para sus biógrafos. Hay demasiadas lagunas en los escasos trabajos que esbozan los acontecimientos más significativos de su vida. La mayoría se limita a repetir, los datos que aportó en su momento Viera y Clavijo y, más tarde, los resultados del estudio de Agustín Espinosa, que sigue siendo la obra más sólida de entre las escritas hasta ahora sobre Clavijo y Fajardo.

    Agustín Millares Carlo y Sebastián de la Nuez Caballero, el primero en su Bio-Bibliografía de Autores Canarios, el segundo en la introducción a la edición facsimilar de El Pensador, editada por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife en 2001 nos proporcionan una fecha de nacimiento: el 19 de marzo de 1726, sin especificar de dónde la tomaron, añadiendo el profesor De la Nuez una nota en la que aclara que no se adjunta una copia de la partida de bautismo de Clavijo por haber desaparecido la mayor parte de la documentación del archivo parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe en el incendio que destruyó el inmueble a comienzos del siglo XIX.

    La citada data la proporcionó don José de Viera y Clavijo en la noticia biográfica que escribió sobre su ilustre primo, incluida en la Biblioteca de Autores Canarios, con que comienza el Libro XIX de sus Noticias de la Historia General de las Islas Canarias. Podríamos no obstante creer que todos la dedujeron de la necrológica dedicada a don Josef Clavijo y Fajardo por la Gaceta de Madrid del viernes primero de mayo de 1807, que comienza diciendo:
    El día 3 de noviembre próximo pasado falleció en ésta a la edad de 80 años, 7 meses y 8 días, el señor don Josef Clavijo y Faxardo, director jubilado del Real Gabinete de Historia Natural...

    Hemos hallado un traslado autorizado de la partida de bautismo de don José Clavijo y Fajardo en El Museo Canario, conservado en el fondo documental Julián Sáenz. El original de este documento se obtuvo el 16 de agosto de 1804. Transcrita literalmente dice:

    Certifico yo el infrascrito teniente de Beneficiado don Francisco de Acosta como en uno de los libros de Bautismos que se hallan en el Archivo de esta Iglesia Parroquial Matriz de Nuestra Señora de Guadalupe, que tuvo su principio el año pasado de mil septecientos veynte y quatro, y a su folio sesenta y uno vuelto se halla la partida siguiente:

    En Lanzarote en veynte y quatro de Marzo de mil septecientos veynte y seis años: Yo don Salvador de Armas Clavijo, presbítero, de licencia del señor licenciado don Diego Josef Betancourt y Nantes, venerable beneficiado de esta Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe bapticé puse óleo y chrisma a Josef Gabriel hijo lexítimo de don Nicolás Clavijo y de doña Catalina Fajardo y Clavijo, vecinos de esta Villa, fue su padrino el señor licenciado don Ambrosio Cayetano de Ayala y Navarro Comisario de los Santos Tribunales de Inquisición y Cruzada, venerable Beneficazo Rector de esta Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe. Vino la criatura a la pila de seis días: doy fe y lo firmé. Betancourt. Salvador de Armas Clavijo.

    Con lo que parece que nació el 18 y no el 19 de marzo de 1726.

    Como vemos le cupo el honor de ser cuna de don José Clavijo a la villa de San Miguel Arcángel de Teguise, en Lanzarote. Dice Viera en su obra citada que nació en la isla de Lanzarote para honrarla con sus talentos, pero no aclara dónde. A pesar de que las principales propiedades de los Clavijo estuvieron desde antiguo localizadas en San Bartolomé, particularmente en el pago de Tomaren, donde poseían la extensa hacienda de San Miguel del Sobaco y su ermita. Queda bien claro en documentos que iremos revelando a medida que tratemos de establecer la rama familiar paterna del insigne polígrafo que, en la época de su nacimiento, se encontraban varios miembros de ella avecindados en Teguise.

    Todos coinciden, siguiendo a don José de Viera, quien, como pariente cercano, debía saberlo bien, que sus padres fueron don Nicolás Clavijo y Álvarez, natural de la villa de La Orotava en Tenerife, y doña Catalina Martín Fajardo, que lo era de la misma Lanzarote.

    Otro nombre familiar es citado frecuente y confusamente en relación con la educación primera recibida por Clavijo y Fajardo en el convento dominico de San Pedro Mártir de Canaria. Se trata de un tío, fraile dominico, al que algunos estudiosos han llegado a llamar fray Presentado Clavijo. Podemos afirmar que el muy reverendo padre presentado en Sagrada Teología fray José Antonio de Clavijo, que no es otro el personaje, era hermano de don Nicolás Clavijo, padre de nuestro biografiado. Nacido hacia 1683, profesó –según Millares Carlo– en la orden dominicana y desempeñó los cargos de regente de estudios en el convento que estos religiosos poseían en La Orotava y consultor y calificador del Santo Oficio. Fue el primer prior del convento dominico de Teguise, Lanzarote, en el cual falleció a los sesenta y tres años de edad el 15 de mayo de 1746. Su ilustración y virtudes fueron grandes y alcanzó fama de notable teólogo y predicador.

    Hasta aquí las escasas noticias sobre la familia y nacimiento de don José Clavijo, nombres y fechas que sin ser estudiados adecuadamente, han sido repetidos una y otra vez por cuantos han tratado sobre su entorno doméstico.
    Veamos ahora quiénes fueron sus padres. Don Nicolás Clavijo y Álvarez, o Clavijo Álvarez de Valladares, o incluso Clavijo y Martín, como también fue conocido, nació, efectivamente, en La Orotava, concretamente en su puerto, el día diez de septiembre de 1694 y fue bautizado, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción, el diecinueve siguiente, como hijo legítimo del capitán Diego Clavijo Perdomo, natural de San Bartolomé en Lanzarote, y de Catalina Álvarez Suárez de Valladares, que lo era a su vez de Sebastián Álvarez y de Antonia Suárez de Valladares, todos tres naturales de La Orotava y vecinos de Lanzarote. En el testamento otorgado por don Nicolás Clavijo ante el escribano y notario público José Miguel Pérez, el día diez de junio de 1742, manifiesta éste:

... como yo Dn. Nicolás Clavijo y Martín, vecino de esta Villa e Isla de Lanzarote, una de las siete Canarias, Alguacil Mayor del Santo Tribunal de Inquisición y Rexidor perpetuo en ella, natural del puerto de la Orotaba, en la Ysla de Tenerife; hijo lexmo. del Capitán Dn. Diego Clabijo y de Da Catalina Suárez, vecinos que fueron del citado puerto...

    El capitán Diego Clavijo Perdomo había nacido en 1641 y, como tantos otros lanzaroteños que arriesgaron sus vidas cruzando el océano interinsular, fue apresado por corsarios africanos y confinado en un ergástulo de Berbería, hasta que fue rescatado por su madre con la ayuda económica del resto de sus hijos. Del testamento de una de sus hermanas, María del Espíritu Santo Clavijo, otorgado el día catorce de agosto de 1674, se desprende que ésta colaboró con seis fanegas de trigo para liberar al capitán Diego Clavijo, que se encontraba en aquellas fechas cautivo.

    No debió durar muchos años la forzada ausencia de nuestro personaje ya que casó, como queda dicho, con Catalina Álvarez de Valladares en Teguise, parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, el veintidós de junio de 1681. El matrimonio se estableció temporalmente en La Orotava, donde Diego continuaría realizando operaciones comerciales y Catalina poseía bienes hereditarios. En la villa de Taoro nacieron sus hijos, de los que cuatro alcanzaron la mayoría de edad: Nicolás, padre de Clavijo y Fajardo; fray José Antonio de Clavijo; doña María de Jesús de Clavijo y doña Antonia María de Clavijo.

    La familia, en permanente contacto con Lanzarote, retornó a la isla en la que el capitán Clavijo conservaba diversas propiedades de sus mayores y donde ejerció dos distinguidos empleos, reservados desde siempre para la clase de los hidalgos: los de regidor perpetuo decano y alguacil mayor del Santo Oficio. De sus hijos, Nicolás y María de Jesús se establecieron definitivamente en ella. Fray José Antonio de Clavijo se trasladó asimismo a Lanzarote en calidad de primer prior del convento dominico de San Juan de Dios, al menos desde 1726, fecha de la fundación del mismo y año de nacimiento de Clavijo y Fajardo. Antonia María, como veremos luego, quedó en Tenerife, casada con el viudo don Gabriel del Álamo y Viera. El capitán Diego Clavijo Perdomo testó en Teguise, cuando se encontraba enfermo, el once de septiembre de 1728, ante el escribano Francisco José Martínez.

    Doña María de Jesús de Clavijo, nacida como sus hermanos en La Orotava, casó en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción, el día doce de noviembre de 1719, con don José Antonio de Brito y Béthencourt, hijo del coronel don Pedro de Brito y Béthencourt y de su mujer doña Antonia de Castro, avecindándose en Lanzarote donde dejaron descendencia.

    Doña Antonia María de Clavijo, hermana asimismo de don Nicolás, permaneció en Tenerife. Había casado en la misma parroquia, el día veinticinco de diciembre de 1722, con don Gabriel del Álamo y Viera, o Viera del Álamo, como también se firmaba, que estaba viudo de doña Lucía García de Orta y Estrada. Don Gabriel del Álamo y su segunda mujer procrearon diez hijos, a saber: Josefa Jacinta; Antonio José Domingo; Nicolás Antonio y Gabriela, nacidos en La Orotava. Antonio Francisco José y José Antonio, que lo hicieron en el Realejo Alto. Antonia Florentina de la Trinidad; Felipe Nicolás Domingo; María Joaquina y Andrés Domingo, que vinieron al mundo en el Puerto de La Orotava.

    Nicolás Clavijo y Álvarez Valladares, que ejerció como escribano público, cuyo segundo apellido compuesto utilizaría como seudónimo Clavijo y Fajardo, había casado en Teguise, en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe –a la que Viera no dudó en calificar como una de las más hermosas y mejor dotadas del archipiélago– el veinticuatro de mayo de 1717, con doña Catalina Martín Fajardo y Clavijo, su prima, previa dispensa del tercer grado de consanguinidad. Doña Catalina era hija del alférez don Domingo Hernández Faxardo, natural de Buenavista en Tenerife, y de su mujer doña Ana de Clavijo1. Vivían en su hacienda de la aldea de Testeina.

    Casó don Nicolás Clavijo por segunda vez, en la citada parroquia, el 30 de enero de 1740, con doña Sebastiana Magdaleno de Medina, hija de Mateo Magdaleno y de Antonia Ignacia de Medina, con la que tuvo a doña Nicolasa Clavijo, mujer don Vicente Gutiérrez de Franquis.

    No es lugar este para extendernos en la genealogía de la familia Clavijo. Los interesados en ella pueden recurrir a unas notas sucintas que incluimos en el tomo introductorio a la edición, ya citada, de El Pensador, obra publicada en facsímil bajo los auspicios de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife. Sin embargo, queremos aclarar que la familia Clavijo tiene como tronco en Canarias a Juan de Clavijo el viejo, sevillano que asistió a la conquista de Tenerife en calidad de paje del primer Adelantado, y a su segunda mujer, María Hernández, toda vez que de la primera, María de Ponte, no queda descendencia en las islas, aunque sí, probablemente en el Perú.

    Nicolás Clavijo y su primera mujer, doña Catalina Martín Fajardo, tuvieron cuatro hijos de los que fue el más pequeño nuestro don José Clavijo y Fajardo. Hermanas suyas lo fueron doña Ana Catalina Clavijo y Fajardo, casada en Teguise, el veinte de septiembre de 1734, con don Gaspar Domingo de Salazar Carrasco y Miranda, y doña Catalina Clavijo y Fajardo mujer, desde el quince de octubre de 1733, de don Manuel Feo de Béthencourt y Cabrera. De su hermano, el capitán don Salvador Clavijo y Fajardo, alférez mayor y regidor perpetuo de Lanzarote, casado en primeras nupcias con doña Nicolasa María de Socas y Clavijo, descienden los de esta rama de la familia Clavijo quienes, por obra y arte de un precipitado e incompleto estudio inserto en la segunda edición del Nobiliario y Blasón de Canarias de Francisco Fernández de Béthencourt, se han visto, sin pretenderlo, constituidos en únicos detentadores de una filiación supuestamente agnada, que excluye del frondoso árbol familiar a centenares de individuos portadores del apellido y retoños al fin de otras ramas con igual o mejor derecho.
    Establecidos los cuatro abuelos del ilustre escritor nos conviene hacer hincapié en la figura del alférez don Domingo Hernández Faxardo, su abuelo materno, en la que creemos encontrar algunos de los gérmenes de la filantropía que fue norma y práctica de Clavijo y Fajardo. Este personaje se trasladó a Lanzarote, sin duda con motivo de las múltiples transacciones comerciales llevadas a efecto entre los puertos de Garachico y Arrecife. Tenemos constancia de su participación en compras y ventas de cereales y esclavos. Era analfabeto, como él mismo declaró en su testamento otorgado en sus casas de Testeina el diecinueve de enero de 1723, lo que no le impidió ser uno de los valedores más generosos y dispuestos a la hora de defender los derechos de los habitantes de la isla de Lanzarote. En su calidad de síndico personero general se desplazó en diversas ocasiones, a costa de su peculio, a la isla de Gran Canaria, con el fin de litigar cuantos pleitos consideró oportunos para el beneficio de sus paisanos. Pero oigámoslo de su propia voz cuando dicta al amanuense su última voluntad:

    Declaro que en el año de noventa y ocho se me nombró la primera vez de Personero de esta isla y conseguí despachos a favor de la isla a costa de mi caudal y en el año de diez pasé a Canaria con ciertas dependencias que me encargó la vecindad, y por acuerdo y lo mismo en el año de trece y sólo en el pleito con los mercaderes tuvo esta isla más de cuarenta mil reales de abanso, y todo lo defendía costa de mi caudal, sin habérseme pagado cosa alguna, como ni tampoco en el año de quince que pasé también a Canaria y los gastos que he hecho constan de mi libro de cuentas, memorias y recibos de los procuradores de Canaria. Y en el año de veinte me mandó llamar la Real Audiencia sobre ciertas razones que para ello tuvo y estuve en dicha isla dos años haciendo muchos costos y gastos, además de los daños tan considerables que se me causaron a mi hacienda y todo se me debe pagar por la vecindad y aunque para dicha cobranza traje despachos, así de la Audiencia como del Gobernador de Tenerife, todavía no se ha cobrado cosa alguna, mando que mis albaceas y herederos hagan dicha cobranza para el pagamento de mi funeral y deudas.

    Otra cláusula de este expresivo documento nos dice:

    Declaro tener algunas cuentas con algunas personas de esta isla a quien he prestado dinero y granos, mando se ajusten y se cobre lo que debieren, según consta de mi libro, menos alguno que sea pobre y no tenga con que pagarme, que a estos, en este caso, les perdono lo que me debieran.

    Estamos ante la imagen del hidalgo labrador, honrado practicante de esa caridad cristiana que a su nieto ilustrado gustaba llamar beneficencia. Él mismo había padecido en carne propia los crueles avatares climatológicos de una geografía en la que las fortunas, trabajosamente alcanzadas, cambian de manos o desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Para confirmar lo dicho transcribiremos finalmente otra cláusula del testamento de don Domingo Hernández Faxardo:

    Declaro que según los inventarios que yo y dicha mi mujer hicimos al tiempo de nuestro matrimonio teníamos muchos bienes, pero habiendo entrado los años de ochenta y nueve, noventa y tres, setecientos, setecientos y uno, dos y tres, que fueron muy malos, perdimos unos y otros, especialmente todos los muebles, sin embargo de haber pasado mucha parte de ellos a Fuerteventura para escaparlos y no se pudo por la miseria del tiempo. Y así se consumió en la manutención de la familia las fanegas de pan que teníamos.
    Doña Ana de Clavijo, mujer de Domingo Hernández Fajardo había tenido de un primer matrimonio, tres hijos. Uno de ellos, don Salvador de Armas Clavijo, sacerdote y síndico personero como su padrastro, que profesó luego como franciscano, fue el encargado de proteger y cuidar a la madre de Clavijo y Fajardo, huérfana desde la infancia. Suponemos que ya que no tuvo ocasión de conocer o, al menos, tratar a su abuelo, si es que éste falleció de la enfermedad que le movió a testar, al menos pudo tener noticia por su tío de la limpia ejecutoria de su abuelo labrador.

    Pero entre los vínculos familiares quizá sea el más destacable el mantenido con su tío fray José Antonio de Clavijo. Todo hace pensar que la educación de nuestro futuro polígrafo le fuera encomendada desde la primera infancia, si tenemos en cuenta que el fraile dominico se encontraba en Teguise, dirigiendo el convento de San Juan de Dios desde 1726, año del nacimiento de Clavijo. No es difícil imaginar que, una vez trasladado fray José al monasterio de San Pedro Mártir de Canaria, llevara consigo al sobrino predilecto al que ya habría aleccionado en su villa natal. Don Nicolás Clavijo pudo haber fallecido luego de otorgar su testamento que tiene fecha de 1741, dejando a su hijo menor huérfano con apenas quince años de edad.

    Detengámonos ahora en la figura de fray José Antonio de Clavijo, calificador y consultor del Santo Oficio que fue, como queda dicho, el primer prior del convento de San Juan de Dios y San Francisco de Paula de Teguise. Falleció a los sesenta y tres años de edad, el quince de mayo de 1746, mientras gobernaba con igual cargo los destinos del convento de su orden en La Orotava. Millares Carlo, en su ya citada Bio-Bibliografía añade que fue regente de estudios en ese mismo cenobio; que su ilustración y virtudes fueron grandes y que alcanzó fama de gran teólogo y predicador. Fray José de Clavijo fue autor de un texto latino publicado en 1717, del que se conserva un ejemplar en la Biblioteca de la Universidad de La Laguna. Alejandro Cioranescu, en nota a su edición de 1982 de las Noticias de Viera, nos dice:

    Honró con satisfacción y ternura la memoria de este singular religioso, no tanto por el cercano parentesco, como por haber sido uno de los varones más sabios, más exactos, más serios, más virtuosos y más útiles de su provincia.

    Prior de cinco grandes casas, regente de casi todos sus principales estudios, maestro ejemplar de sus novicios, misionero del Rosario durante muchos años, gran teólogo, gran predicador, consultor y calificador del santo oficio, examinador sinodal y confidente de muchos obispos; en suma, uno de los hombres de mérito que han tenido este siglo las Canarias.

    Éste fue pues, en suma, el hombre que educó a Clavijo y Fajardo.

     Pocos datos poseemos de estos primeros años de Clavijo, escribe Agustín Espinosa en su tesis doctoral publicada por el Cabildo Insular de Gran Canaria en 1970,

    ... junto al probo y respetable dominicano que le guió en los difíciles pasos de su iniciación cultural y educó su sediento espíritu con las sabias enseñanzas de la Filosofía y Estudios Teológicos. Dice Dugour, hablando de aquella época de Clavijo en la biografía publicada en La Ilustración de Canarias: Por aquellos tiempos la educación de la juventud se reducía al conocimiento del latín y a infundirles una filosofía completamente eclesiástica y teocrática. Reducida la razón a discurrir en estrecho recinto, no se atrevía a traspasar la valla impuesta por la costumbre y la severidad religiosa. Preciso era, para salir del adocenado carril, una fuerza de voluntad privilegiada, un entendimiento claro y despreocupado, a fin de apartarse de los viciosos ergos de una ideología que llamaremos circular, y de los insípidos argumentos de la escuela. El buen religioso Clavijo, excelente latino y filósofo escolástico hasta dejarlo de sobra, explicaba a su sobrino los fundamentos de las ciencias filosóficas, pero apartándose continuamente de cuanto pudiera oler a libre examen; el discípulo escuchaba atentamente; mas sembraba en las conferencias, con harto asombro del buen padre, puntos de puro racionalismo, que venían, como otros tantos arietes, a desmoronar el edificio escolástico. El eclecticismo, que no había aún brillado en el mundo, se revelaba en las audaces proposiciones del joven Clavijo, y, embarazado el tío con tal locuaz perspicacia, solía decir a su amigo el padre Henrique: «Mi sobrino será un gran impío o un gran santo». Ni lo uno ni lo otro fue, sin duda, nuestro héroe, pero basta lo apuntado para dar a conocer a nuestros lectores que el joven Clavijo poseía desde entonces una facilidad de ingenio, que, como dice Viera, «han comprobado sus escritos».
 
 Agustín Espinosa, en su bellísimo texto Lancelot 28°-7°, nos traslada poéticamente a la infancia de Clavijo en Teguise, con estas palabras:

    La floración más fuerte de la literatura de las islas Canarias se produjo en el siglo XVIII. En Tenerife y Lanzarote, fundamentalmente. El Puerto de la Cruz, escuela de la erudición humanística de nuestro Setecientos, nos dio a los Iriarte: Don Tomás, tan representativo en su aspecto fabulario de la centuria neoclásica; Don Juan, signo máximo de la crítica española más próxima al Novecientos. El Realejo Alto nos dio a Viera, primera piedra básica de nuestra historiografía, gran erudito de la serie de los Burriel y de los Flórez. La Orotava, a Graciliano Afonso, poeta del rococó más puro, eglógico auténtico del fin de siglo.

    Teguise, a Clavijo y Fajardo.
 
    Teguise es un pueblecito alegre, rumoroso, que hace girar su rueda de colores frente a la blanca arquitectura general de la isla. Acostado, confiadamente, al pie de una montaña encastillada, sin temor de peligros inéditos, su sonreír es el del niño durmiente de los cuadros, protegido sobre el precipicio por las alas fáusticas del Ángel de la Guarda. La montaña de Guanapay es el Ángel Custodio de Teguise. Por ella sonríe confiado el pueblo de las mujercitas de andar jaguarino y largo mirar de novias de "film" yanqui. Por ella, una aurora de claridad perenne juega a los moros, entre un sonar de campana de leyenda y un correr regocijado de película de Harold.
    Sobre la montaña, el castillo de Santa Bárbara pone su nota tradicional. De una tradición de incursiones africanas que el Romancero de las Islas ha cantado con sentimiento propio, dando categoría atlántica peculiar a un tipo de romance exactamente canario.


    Mañanita de San Juan,
    Como costumbre que fuera,
    las damas y los galanes
    a bañarse a las Arenas.
    Laurencia se fue a bañar
    Sus carnes blancas y bellas.
    Vino un barquito de moros
    Y a Laurencia se la llevan.

    En este pueblo -Teguise- jovial y esperanzado, nació José Clavijo y Fajardo.

    Hacia los finales del primer tercio del siglo XVIII.
    Esa fianza en sus destinos, esa tranquilidad, de escolar con Ángel Custodio, de Teguise, explican una gran parte de la obra y la vida aventurera de Clavijo y Fajardo. En esa escuela sin maestros del fiar, el hijo del parto más jubiloso de Lanzarote aprendió a saltar audazmente los dobles obstáculos peligrosos de la vida. En sus correrías de infante por las calles de Teguise, recogió Clavija y Fajardo la prodigiosa cosecha de valentías confiadas, futuros salvavidas para los naufragios imprevistos de los días.
    De lo anteriormente expuesto podemos sacar algunas conclusiones. La infancia de Clavijo y Fajardo se desarrolló entre la Real Villa de San Miguel Arcángel de Teguise, las propiedades familiares en San Bartolomé y la aldea de Testeina. Su familia pertenecía a la clase dominante y la mayor parte de sus ancestros habían desempeñado empleos y cargos en la milicia, el regimiento y la iglesia. No eran ricos, como no lo era apenas nadie en el Lanzarote de la época, pero tuvieron un mediano pasar, siempre dependiente de la bondad de las cosechas. Los años buenos, el trigo y la cebada son tan abundantes, que se puede pensar en una economía saneada. Pero como ya hemos podido comprobar, una serie de años de sequía podían acabar con todo. Incluso con los muebles de la casa. Esta frugalidad de costumbres a la que se vieron avocados los espartanos habitantes de nuestras islas más orientales, puede ser rastreada en la personalidad de Clavijo y Fajardo. En su pensamiento XXXVII late toda una defensa de la pobreza, del vivir acomodados a aquello que nos depara la fortuna, sin envidiar los lujos externos de que hacen gala otros y que pueden llegar a ser causa de padecimientos. No deja de emocionarnos su largo poema eglógico en el que exalta las bondades de la agricultura y la vida campesina, quizás nostalgias de una infancia apacible y agraria.

    Podemos conocer a algunos de sus parientes de primera mano. En 1764 publicó en Londres George Glass su The History of the Discovery and Conquest of de Canary Islands. En el capítulo dedicado a la descripción de los habitantes de Lanzarote narra Glass su llegada a la isla:

    Cuando llegué por primera vez a Lanzarote, anclamos en el puerto de El Río, [...] desde donde inmediatamente despaché a un mensajero, un pastor que encontré allí, al Gobernador para informarle de nuestra llegada. Regresó el mismo día, trayendo consigo a uno de los criados del Gobernador, con un burro ensillado y una orden de que me esperaba en el pueblo de Haría. En consecuencia salté a tierra y llevé conmigo a un joven de Tenerife. Después de subir la empinada roca por la estrecha senda, encontramos el asno ensillado, esperándonos, el cual monté, y pronto llegamos al pueblo, en donde encontramos al Gobernador sentado en un banco delante de su casa; el cual al acercarme, me abrazó y me saludó a la manera española. Estaba vestido con un chaleco negro de tafetán, los calzones de la misma tela, con medias de seda, un gorro de dormir de lino con lazos, con un sombrero de anchas alas caídas. Este atavío le hacía parecer muy alto, aunque en realidad tendría unos seis pies, y parecía tener alrededor de los cincuenta y cinco años.
    Al cabo de un tiempo de estar sentados en la puerta, me hizo entrar en la casa, y me presentó a algunas señoras, quienes me parecieron su mujer y sus hijas. Fue ésta una fineza de no poca consideración en ésta o en cualquiera de las otras islas Canarias. Aunque había dejado el barco antes de la hora de comer, nadie me preguntó si había comido, de modo que ese día ayuné desde por la mañana hasta por la noche. Es una extraña forma de finura entre la gente acomodada de aquí, que consiste en que uno no debe pedir nada de comer, por muy hambriento o desmayado que esté, en una casa ajena; pues una libertad de este tipo se consideraría como el mayor grado de vulgaridad o mala crianza: por tanto, cuando hallé una oportunidad, hice que tenía que ir a hablar con mi criado, pero en verdad para tratar de conseguir alguna comida por mi cuenta. Me di cuenta que el joven de Tenerife había sufrido tanto como yo: de cualquier manera le di algún dinero y le mandé traer lo que pudiera encontrar que fuera comestible; y que en caso de no conseguir nada mejor, que me trajera una pella de gofio o un puñado de harina; pero su búsqueda resultó inútil, no habiendo allí ni pan ni otra cosa comestible en venta. Al fin llegó la hora de cenar, y la comida fue, por lo que respecta a aquella parte del mundo, no sólo buena, sino muy elegante, compuesta de diferentes platos. En todo el tiempo que estuvimos en la mesa, las señoras se mostraron muy minuciosas en cuanto a sus preguntas referentes a las mujeres inglesas, su aspecto, sus vestidos, comportamiento y diversiones. Contesté a todas aquellas preguntas lo mejor que pude; pero quedaron muy escandalizadas acerca de lo que les dije sobre su libre comportamiento; y cuando les informé acerca de las costumbres de las señoras francesas, me dijeron claramente que no era posible que pudiera haber entre ellas mujeres virtuosas. Después de retirarse las señoras, el anciano señor exaltó el poder, la riqueza y la grandeza del Rey de España, por encima de todos los reyes del mundo [...].

    Añadió que los españoles, en cuanto a valentía, sobriedad, honor y fervor por la verdadera religión, superaban a todo el resto del mundo. [...] Entre otras cosas, me preguntó si Inglaterra y Francia estaban en la misma isla, o si estaban en islas diferentes, le rogué me hiciera el honor de visitarme a bordo de mi barco en El Río: me contestó que lo haría con todo el corazón, si mi barco se encontrara en Puerto Naos, pero que sería indecoroso que un hombre de su categoría bajara la colina a gatas.

    Este personaje, contemporáneo y paisano de Clavijo y Fajardo, bien pudo ser don Francisco Fernández de Socas, alguacil mayor del tribunal del Santo Oficio y alcalde mayor de la isla, de cuya vara tomó posesión el trece de agosto de 1756. Suegro de don Salvador Clavijo y Fajardo, hermano de don José, tenía sus casas en el pueblo de Haría y fue uno de los hacendados más poderosos de la isla en su tiempo.

 
Su carrera profecional y literarria

En Las Palmas estudió Humanidades junto a su tío, el ya citado fray José Antonio de Clavijo y, gracias a las enseñanzas del regente don Tomás Pinto Miguel, adquirió conocimientos de Derecho2.

    A los diecinueve años marchó a Ceuta como oficial primero de la secretaría del Ministerio de Marina y, luego, al Campo de San Roque en calidad de secretario de la Comandancia General. Nombrado secretario particular del comandante don José Vázquez Priego se estableció en Madrid en 1749, donde, gracias a la protección del marqués de Grimaldi, obtuvo una plaza de oficial de la secretaría del Despacho Universal de la Guerra.
    Publicó en esta ciudad, en 1755, con el seudónimo don Joseph Faxardo, El Tribunal de las Damas, copia auténtica de la Executoria que ganó la Modestia en el Tribunal de la Razón, representado por las Damas juiciosas de España, obra que fue reimpresa, aumentada, el mismo año en Valencia, por el Santo Hospital General, para socorrer la necessidad de sus pobres enfermos, y en Córdoba. Volvió a imprimirse en Madrid, en la imprenta de A. Ulloa, en 1792.


    En 1755 y 1756, y en Madrid y Sevilla respectivamente, se estamparon dos ediciones de Pragmática del Zelo y Desagravio de las Damas que saca a luz don Joseph Gabriel Clavijo y Faxardo.
    Posteriormente fue ayudante de guardia almacén de Artillería, y se trasladó de nuevo a Ceuta. Escribió su Estado general, histórico y cronológico del Exército, y ramos militares de la Monarquía, con distinción del pié que antes tenía y gastos que causaban al tiempo de su reducción en 1749. Incluye la creación de los Regimientos y demás Cuerpos, con los colores y divisas de sus uniformes, vanderas y estandartes: los planos de todas las plazas y fortalezas del Reyno: las tarazanas, arsenales y cañones de todos los calibres, los instrumentos y utensilios de artillería e ingenieros; los sueldos y valor de todas las Encomiendas de las órdenes militares; el vecindario de España, etc., que lleva fecha de 1761 en Madrid.

            Comenzó a publicar El Pensador, siguiendo el modelo de The Spectator de Addison y Steele y firmado con otro de sus heterónimos, don Joseph Álvarez y Valladares, en 1762, en los talleres que Ibarra regentaba en la Villa y Corte. Dos tomos más de esta obra vieron la luz al año siguiente y el resto, a partir de su vuelta a Madrid, después de 1767. Según Eliseo Izquierdo, el propio Clavijo había definido este semanario como Sátira de la Nación, que se esforzaba en realizar con elegancia, de forma lícita y laudable, animado por el afán de contribuir a la moralización de la sociedad de su tiempo.

    Viajó por España y Francia, país este último donde conoció a Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, y a otros célebres pensadores de la época.
    El día primero de febrero de 1763, Clavijo fue nombrado para ocupar la plaza de oficial del archivo de la primera secretaría de Estado, en sustitución de don Joseph Marcos Benito y, al año siguiente, el 12 de junio, advertido por el marqués de Grimaldi de que no ponga los pies en él, y mucho menos en la Secretaría, hasta que el Rey tome providencia con su empleo, si se persuadiese que no es acreedor de subsistir en él, como lo estoy yo de su descabellada conducta, y del poco aprecio que hace de su reputación.

 Retornó a Madrid, probablemente en 1767, año en que volvió a publicar El Pensador.


El Pensador, Tomos I y III

    Poco después fue designado por Campomanes oficial mayor para la correspondencia de los asuntos relativos a la ocupación de las temporalidades de los jesuitas expulsos.
    En 1770, le designó Carlos III director de los teatros de los Reales Sitios, y sucedió a don Tomas de Iriarte en la dirección del Mercurio Histórico y Político, labor que realizó hasta 1779.

    Al crearse en el Real Gabinete de Historia Natural la plaza de formador de índices, pasó a ocuparla en 1777 y, nueve años más tarde, fue ascendido a segundo director del mismo Centro y a director en abril de 1798, cargo en que fue jubilado en 1802.

    En 1800 Carlos IV lo nombró miembro del Tribunal de la Contaduría Mayor del Consejo de Hacienda. Ese mismo año también fue admitido como individuo de mérito en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria e ingresó en las academias de Historia Natural de Berlín y de Copenhague.

    Otras obras suyas que permanecen inéditas o se hallan en paradero desconocido son Diccionario castellano de Historia Natural, con sus acepciones en castellano, latín y francés; Catálogo científico de las producciones y curiosidades del Real Gabinete de Historia Natural y Medios para hacer útil para la prosperidad de la Nación española el Real Gabinete de Historia Natural.


    De entre las traducciones que llevó a cabo habría que citar antes que otras la Historia natural, general y particular, escrita en francés por el Conde de Buffon, Intendente del Real Gabinete, y del Jardín Botánico del Rey Christianísimo, y Miembro de las Academias Francesa, y de las Ciencias, que pasa por ser una de las más bellas producciones de las prensas del príncipe de los impresores españoles, don Joaquín Ibarra y, posteriormente, de su viuda.
    También son suyas La Feria de Valdemoro, zarzuela, impresa por el citado Ibarra en 1764, inspirada, según Leandro Fernández de Moratín en Il mercato di Monfregoso de Goldoni; El Vanaglorioso, comedia en prosa; Saynete nuevo. Beltrán en el Serrallo; El Heredero Universal; La Andrómaca de J. Racine; El barbero de Sevilla, de Beaumarchais; Diccionario histórico de las herejías, errores y cismas… del abate Pluquet, publicado en 1792; Los jesuitas reos de lesa majestad divina y humana y Conferencias y discursos synodales sobre las principales obligaciones de los eclesiásticos, con una colección de cartas pastorales sobre diferentes asuntos, del obispo de Clermont, Juan Bautista Masillon;

Tentativa de autorretrato

Yo, señor mío, soy de genio taciturno, pensador, y nimiamente delicado. La menor cosilla en orden a las costumbres, a la política, al idioma, o a cualquiera de aquellas, que miran a la sociedad, a la vida, a las Artes, y a las Ciencias, excita mi imaginación, y sin saber cómo, ni por dónde, me hallo a cada instante con el cerebro lleno de ideas, que unas veces me alegran, otras me entristecen, y siempre tienen en ejercicio mi pensamiento. Lo peor del caso es, que, por aquel rato, que me dura el entusiasmo (que no son pocos) todo cuanto pienso me parece excelente: me miro como el primero de los hombres: deploro la suerte de éstos en no tenerme por su guía, y llega mi desvanecimiento hasta creer, que podría contribuir a su felicidad. En esta divertida manía pasó la mayor parte de mi vida, siempre pensativo, y casi siempre sin salir de mi cuarto. A los principios se volvían mis pensamientos por el mismo camino, que habían traído: llegaban otros, que ocupaban el lugar de los primeros; y no despidiéndose éstos, ni los que les seguían sin dejar sucesión, se iban borrando en mi memoria, al arribo de los nuevos huéspedes, las ideas, que habían excitado sus abuelos. No le pareció bien este método a mi amor propio, que en cada especie olvidada creía haber perdido un tesoro. Mudé de sistema: empecé a trasladar al papel todas las quimeras, y todas las necedades, que pasaban por mi fantasía; y gracias a este cuidado me hallo hoy con un registro general de cuanto he pensado de algunos años a esta parte.
    He leído a mis amigos algunos de mis pensamientos: noté que no les ponían mal semblante; y no necesitó más mi vanidad para querer darlos a la prensa. Es verdad, que deseaba algo más: Quería me dijesen, que era lástima no imprimirlos: que sería sensible no saliesen al público; y que este tendría fundado motivo de quejarse de mi flojedad. Esto, y mucho más han logrado otros casi de mi calibre, si hemos de creer a ciertos Prólogos, y no sería milagro sucediese lo mismo conmigo; pero no he sido tan dichoso. El que más me ha lisonjeado, se ha contentado con decirme, mascando, y meneando la cabeza: No es del todo malo: hay algunas cosillas tolerables; y esta expresión, que hubiera desalentado a cualquiera otro, ha bastado para determinarme a salir a la vergüenza. Créame vuestra merced señor Público. Yo no sé estar ocioso: Leer, pensar y escribir es mi ocupación, y mi entretenimiento; y sería cosa dura almacenar escritos, en que quizá pueda vuestra merced hallar utilidad, si se le comunican. Este es el motivo de imprimir mis Pensamientos; se entiende, el que quiero que vuestra merced crea. En confianza, bien podría dar otros motivos, no tan especiosos, pero más sinceros. Diría que escribo porque me da gana [...]
    Ya dije a vuestra merced que soy de genio delicado, taciturno y pensador. Añado ahora, que las horas del día, que tengo libres, las empleo en examinar toda clase de gentes. Tan presto me introduzco en una Asamblea de Políticos, como en un Estrado de Damas. Ni en uno, ni en otro paraje hago traición a mi querido silencio, con lo que quedan aquellos muy satisfechos de que he estado encantado de sus máximas, y persuadidas estas a que salgo absorto de su hermosura. Dejo a todos contentos con su vanidad, y logro mi designio. Visito los Teatros, los Paseos, y las Tiendas. Entablo mis Diálogos con el Sastre, el Zapatero, y el Aguador: la Puerta del Sol me consume algunos ratos; y en estas escuelas aprendo más en un día, que pudiera en una Universidad en diez años.
    Verme en una conversación es cosa de comedia, porque aborrezco la murmuración; y como, por desgracia, casi todas las conversaciones se reducen a despedazar al prójimo, si tengo precisión de asistir a este abominable espectáculo, me entristezco, sudo, pateo, me muerdo los labios y no tengo otro consuelo, que el de estar imaginando cómo ridiculizar, y avergonzar a esta maldita raza de murmuradores, que tienen apestada la España. Esta y otras debilidades de mi genio me tienen en un tormento continuo. [...] 
    En fin, por desgracia mía, yo soy tan sensible, especialmente en orden a aquellos males, que turban la sociedad, que no puedo mirarlos sin dolor; y tan simple, que mi Filosofía pierde los estribos, y me tomo una pesadumbre tal, y tan buena, cuando contemplo el estado actual de los hombres, como si todos ellos fueran mis hijos, o yo tuviese comisión particular para proteger la virtud, las Artes, el buen gusto, y la razón; con lo que paso la vida más triste, y más afligida del mundo. [...]




     Yo no me considero nacido para mandar a los hombres, ni estos me parecen tales, que merezcan la pena, y afanes, que cuesta el mandarlos. Los asuntos del Gobierno, su plan, ni sus máximas, tampoco me inquietan, ni tientan mi curiosidad. Amo a mis Reyes, como fiel vasallo, y a mi patria, como buen hijo. Yo soy un pasajero en la nave del mundo: pretendo hacer en ella mi viaje, pero no mandarla, ni fiscalizar a los que tienen este cargo. Gobiérnela quien quiera, y del modo que guste: todo me es indiferente, como naveguemos tranquilos. Los grandes empleos no se hicieron para mí, ni y o soy a propósito para los pequeños. Aquellos no me son accesibles; y cuando lo fuesen, quizás no serían compatibles con mi Filosofía, y tendría precisión de desalojar ella, o ellos. [...]
    Hasta aquí me he mostrado por el lado, en que mi figura es regular; pero falta ver el reverso de la medalla. Considéreme vuestra merced pues, raro, delicado, sin contemplación, pagado de mi dictamen, engreído con un cierto mérito, que me he figurado, y finalmente, haciendo tanta vanidad de mi Filosofía, como pudiera un Príncipe de sus títulos, y de sus estados; y concluirá vuestra merced que soy como los demás hombres, ni más ni menos: esto es, un compuesto de vicios y de virtudes [...].
    En su Pensamiento XXXVII creemos encontrar un fragmento que contribuye a conformar este retrato autobiográfico cuando escribe:
     No se pasó mucho tiempo sin que determinase mi viaje, para cuyo fin vendí mis tierras, y mis derechos, sabiendo bien que un indiano, para navegar en Madrid, ha de comprar hasta los vientos; y el lastre de su bajel no ha de ser de piedra, ni hierro; en fin, al cabo de muchos trabajos llegué a esta Corte, donde por más de seis meses no hice sino ver, admirar, y maldecir: yo me creía fuera de mi elemento: los hombres me parecían otros, aunque las mujeres las mismas: grandes empresas, grandes cosas: misterios en mozos, travesuras en viejos. Cardenales, Ministros, Generales, y mil cosas nuevas para un hombre nacido donde no hay fortuna (el subrayado es de Clavijo). ¡Válgame Dios, decía yo dentro de mí, qué mundo tan diferente este viejo! ¡Qué multitud de empleos, y recursos para los buenos! Aquí el que nace con espíritu fogoso, puede decir voy a ser General: el que se siente con entendimiento claro, y despejado, puede sonar discretamente en el Ministerio: el que se conoce inútil para la campaña, o el gabinete, o para todo, puede aspirar a otra cosa que yo me sé, y no quiero decir. Nada de esto hay en mi pobre tierra: allá no hay más que hacer, que comer, dormir, y poetizar: renuncio para siempre a un País donde faltan la esperanza, y el aplauso, dos grandes móviles de la virtud heroica [...]. Me pareció preciso ir a tomar un baño en los Países extranjeros, lo que emprendí luego, y fue tal el baño, que salí de él enteramente pelado; pero con ínfulas de embajador, en Francia, o Inglaterra, que fueron los teatros de mis más prolijas especulaciones. Para abreviar, considéreme vuestra merced y a de vuelta de mis viajes; y si vuestra merced me hace el honor de figurarme bien peinado, y provisto de encajes, créame también cargado de libros, y mapas; que aunque erré el camino de la fortuna, lo erré como ciego, y no como borracho.
    He pasado muy buenos ratos en Ciudades, y Cortes, donde se vive cómoda, y alegremente: he gozado las dos saludables elementales, que son sanidad, y dinero; y tenía también la dulce ilusión de la esperanza, que mostraba entre rosas, y jazmines, tinteros de ágata, y polvos de oro. Mas ¡o fiero desengaño! ¡Mundo falso! De tan sabrosas ideas vine a pasar los más amargos tragos: pobre, y desvalido necesité pretender a pie, y sin apoyo: todos los días bajaba mi fermento; y a los seis meses me ví tan humilde, y abatido, que casi de rodillas imploré en la peor parte de Indias un empleo; pero ni esto pude conseguir por mi mala suerte, o mis zapatos sucios. Ya yo en mis libros ingratos había aprendido, que en las Cortes era menester cuidar mucho de la superficie; pero poco aprovechan máximas aprendidas con gusto. Sólo el dolor es maestro, que da memoria. Si mis zapatos sucios tuvieron mucha parte en mi desgracia, ¿qué remedio? Comprar mi bayeta negra, y mi cepillo; pero ya es tarde, porque había llegado el tiempo fatal de llevarlos rotos, o remendados: y en Madrid causa más asco la pobreza, que la porquería. ¡Crueles aprietos! Ya uno de estos cocodrilos de Madrid, que no lloran, sino ríen después de haberse comido su hombre, me había tragado todo el resto de mi sustancia: Ya entre mi posadero, y yo, nos habíamos comido los vestidos, y encajes, y el buen Barón de Bielfed estaba en una tienda de aceite, y vinagre bajo mi palabra de honor. Todo me faltaba, menos un amigo verdadero (único privilegio de la pobreza), el cual me sacó de mi posada, y me puso en la sublime habitación que tengo, sujetándome a una estrechísima economía: mal que siempre he temido, como la apoplejía, o hidropesía. Este es mi estado actual, en el cual no puedo decir, que voy tirando, sino encogiendo.

Retratos

Si de algunos de los miembros del denominado grupo de los ilustrados canarios, cuyos retratos ha estudiado la doctora Carmen Fraga González, se conservan varias láminas y óleos, de don José Clavijo y Fajardo tan sólo conocemos su semblante gracias a una pequeña y excelente miniatura, que quizás se deba a la mano de Joaquín de Inza [h. 1736-1811], y a su copia a la tempera realizada por el prebendando don Antonio Pereira Pacheco y Ruiz, celoso perpetuario del aspecto físico de los isleños célebres.
    Este último retrato, inserto en El Nuevo Can Mayor o Constelación Canaria del Firmamento Español en el Reinado del Señor Don Carlos Quarto, de don José de Viera y Clavijo, ilustra la sexta estrella que viene descrita con la siguiente octava:



         ¿Qué cuerpo celestial, qual Astro Fixo
         Puede ensalzar sus sabias producciones,
         Si se compara a Don José Clavijo [1],

         Redactor de un Mercurio no proxilo,
         Glorioso Traductor de los Buffones [2],
         A quien tres Reynos [3] dan por privilegio
         La Dirección del Gabinete Regio?

    [1] José Addison, célebre literario, compuso mucha parte del Espectador Inglés, periódico que imitó el Pensador Matritense.
    [2]  El Conde de Bufón, autor de la famosa Historia Natural Francesa.
    [3]  Los tres Reynos de la Naturaleza, Animal, Vegetal, Mineral.

    El retrato nos muestra el busto de un caballero casi obeso, ya en la madurez, que usa peluca empolvada y viste casaca azul bordada en oro con cuello de vueltas rojas y chaleco de brocado. El rostro denota carácter. Los ojos claros y el entrecejo fruncido. Los labios parecen conservar aún una cierta tersura no exenta de sensualidad.
    La miniatura de Pereira, como ya se dijo, es copia de la que conservaban los herederos de su sobrino don Rafael Clavijo y Socas en su casona-palacio de La Laguna, donde reunieron algunas de las piezas que constituirían, más tarde, la magnífica colección de retratos que poseyó esta familia y que pasó luego, en la primera mitad del siglo XIX, a la casa de Clavijo en la calle de La Marina de Santa Cruz de Tenerife. Entre ellos figuraban, desde luego, tres retratos del general de marina don Rafael Clavijo y Socas, uno de cuerpo entero, de mano de don Luis de la Cruz y Ríos, que actualmente se encuentra depositado en el Museo Naval; otro, de medio cuerpo, del mismo autor, conservado por sus familiares en Madrid, y un tercero que fue hace años atribuido a Goya, sin fundamento alguno, y que probablemente sea también obra del citado Joaquín de Inza. No cabe duda que Pereira Pacheco se sirvió de estos originales para obtener sus versiones que representan al general Clavijo y a su tío, el ilustre Clavijo y Fajardo.
   
Ya en el siglo XIX, una copia fotográfica de la miniatura de Pereira fue puesta a disposición de José Masí para que grabara en madera el estampón cuya lámina acompaña la biografía de Clavijo y Fajardo, escrita por don José Desiderio Dugour, para La Ilustración de Canarias.

    Don Joaquín de Inza y Aysa, nació en Ágreda, obispado de Tarazona, hacia 1736. Era pues, diez años más joven que Clavijo y Faxardo. Lafuente Ferrari definió su trabajo como estimable pero discreto […] de dibujo correcto y técnica empastada. Fue retratista de la nobleza y los grupos de poder madrileños y llegó a recibir algunos encargos para la Corte. Se especializó también en la realización de miniaturas. Es de suponer que los canarios residentes en Madrid conocieran bien a un pintor que había retratado a uno de ellos, don Tomás de Iriarte y, con toda probabilidad, a don Rafael Clavijo, sobrino carnal de don José. No podemos aportar pruebas de la estrecha amistad que unía a estos isleños, pero servirá de muestra patente del afecto y camaradería que entre ellos reinaba el hecho de la que mantenían los hermanos Betancourt con su amiguísimo Clavijo.

    De la amistad existente entre don José Clavijo y los integrantes de la familia del ingeniero Agustín de Betancourt y Molina dan muestra las frecuentes citas en la correspondencia íntima de esta última, recientemente publicada por Juan Cullen Salazar. En carta enviada desde Madrid por don José de Betancourt-Castro y Molina, a su padre, el 26 de noviembre de 1788 le dice:

    En el correo pasado se me pasó decir a Vm. me remitiese a la Coruña un barril doble de vino dulce y otro de buen vino seco para nuestro segundo padre Don Joseph Clavijo, quien ha hecho y hace por nosotros lo que no puedo decir. La dirección será al Director del Correo de la Coruña.

    Ambos hermanos, José y Agustín, en otra del 24 de diciembre inmediato, indican a su padre que las misivas que les envíen que bengan a nuestro amiguísimo Clavijo, traygan cubiertas separadas. Y le recuerdan que:

    Con las primeras cartas que Vm. nos dirija, escríbale Vm. a nuestro Clavijo dándole las gracias por los muchos favores que nos hace, por el cariño que nos tiene, y la ternura con que se interesa en todos nuestros asuntos, y en primera ocasión vea Vm. cómo le remite el barril doble de vino dulce bueno y el otro del verde del buen vidueño, pues los agradecerá muchísimo.

    Algunos años más tarde, el 27 de febrero de 1793, Agustín de Betancourt, escribe a su madre, en carta dirigida a su padre, y le comenta:
    que me vengan a decir que los eclipses son anuncios de sucesos funestos, cuando estando la luna eclipsada el 25 de este mes me entregaron la Orden precedente [en la que Godoy le anuncia un aumento de sueldo y la autorización para que viajara a Inglaterra y otros países para completar la colección de Modelos del Gabinete de Máquinas] que me envió el Duque de la Alcudia. En el mismo día y hora nombraron a Estanislao [de Lugo-Viña y Molina] para Director de los Reales Estudios de esta Corte con 57 drs. anuales y la Cruz de Carlos 3º y a Don José Clavijo, segundo Director del Gabinete de Historia Natural, le aumentaron 8 drs. a su sueldo, de modo que al mismo tiempo se concedieron las gracias a tres paisanos, tres amigos y tres Directores. Demos gracias a Dios por tantos favores como nos dispensa.

    Don José Clavijo actuó en calidad de testigo, junto con los hermanos Francisco y Cristóbal Fierro, José de Medranda Caraveo, Domingo Verdugo de Alviturría, José de Icaza Botello, Gonzalo Machado y Miranda y Francisco Javier Wadding, en las pruebas de ingreso en la Orden de Santiago que practicó Agustín de Betancourt, en Madrid, a principios de 1792, y que le permitieron profesar en ella en marzo del mismo año.
    Es probable que el futuro general de Marina don Rafael Clavijo y su tío conocieran y trataran a Inza en el entorno artístico de la casa de los Iriarte. Podríamos incluso suponer que el interés de don Rafael por dejar plasmada su fisonomía y formar posteriormente una colección con los retratos de los miembros de su familia surgiera del conocimiento y estímulo de don Bernardo, don Juan, don Domingo y don Tomás de Iriarte.

    Retratos como los del primer marqués de Bajamar y su esposa, doña María Jerónima Daoíz y Güendica, antiguamente atribuidos a Goya, han sido ahora estudiados desde esclarecedoras perspectivas científicas. El de la marquesa se da por hecho que es obra de Mariano Salvador Maella, con indudables influencias del genio aragonés, maneras que pueden rastrearse en otros muchos pintores coetáneos suyos y que no excluyen al propio Inza.

            El caso Clavijo
                                                    
 Hallábase de oficial del archivo de la primera secretaría del Estado y su Despacho en 1764, cuando un monstruo, salido de la Francia, vino a perturbar su destino y a interrumpir sus útiles tareas. Llamo monstruo, no sin razón, a aquel Pedro Carón de Beaumarchais, tan conocido en toda Europa por sus tramas, sus procesos, sus aventuras, sus escritos, sus comedias y sus talentos; y él mismo ha sido el que en un alegato forense cargado de jactancias y de imposturas, no dudó publicar en París, año de 1774, todo el daño que había ocasionado a nuestro José Clavijo, haciéndose en Madrid el don Quijote de una hermana, que aspiraba a su mano. Fácil le hubiera sido a Clavijo el refutar una novela, tan llena de ficciones que Wolfgang Goethe, poeta alemán, creyó haber hallado en ellas argumento bastante para su tragedia alemana que intituló El Clavijo, y que se ha traducido en francés por Mr. Friedel; pero quiso más dar al mundo el raro testimonio de su cristiana filosofía y generosidad, haciendo representar en el teatro de los reales sitios y de palacio, del cual era a la sazón primer director, una comedia del mismo Beaumarchais, intitulada El Barbero de Sevilla.
    Con estas palabras describe Viera el incidente que motivó que el apellido Clavijo fuera conocido en toda la cultura occidental, más allá del escaso número de histo- riadores a los que pudiera recordarle el nombre de aquella encrucijada de caminos medievales riojanos donde tuvo lugar la también célebre batalla.
    Y es aquí cuando comienza a entrar en juego el calidoscopio de lo literario, y los hechos, trastornados tanto por los giros caprichosos que cada cual le imprime a la realidad como por el color subido de los cristales, han dado como resultado versiones para todos los gustos de un asunto, nos atrevemos a decir, con un sustrato, por anodino y frecuente, casi vulgar.

    Algunos publicistas, los que cierran filas del lado del dramaturgo y hombre de negocios francés, han intentado una vez más resucitar la leyenda del donjuanismo machista español, inspirado en Tirso, casi tan popular en la Europa culta de la época como el quijotismo manchego. Existe una imagen de España, convenientemente distorsionada, llena de hidalgos quijotescos, rufianes donjuanescos, sangrientos conquistadores e ignorantes y crueles monjes inquisidores.

    Los ataques de Beaumarchais hacia Clavijo se sustentan en dos pilares, la hidalguía de éste y su pretendido comportamiento a imitación del libresco donjuán. En sus alegatos insultantes, Clavijo aparece siempre como el hidalgo español. No sería difícil rastrear en la personalidad de Beaumarchais un cierto odio clasista hacia Clavijo, humilde caballero ultramarino, pero caballero al fin, enfrentado a un artesano, hijo de maestro relojero, que había tenido que inventar hasta su apellido en un afán de ennoblecimiento que le llevo a adoptar el nombre de una pequeña propiedad rural de su primera mujer, la viuda Franquet. Cuando Pedro Agustín Carón, ya de Beaumarchais, vino a Madrid a resolver varios asuntos comerciales, entre ellos, la boda de su hermana, tenía una idea estereotipada de cuál habría de ser el comportamiento de aquel hidalgo que, de momento, se negaba a ser su cuñado.

    Pero situemos en la escena a los personajes. De Clavijo ya hemos hecho un boceto de sus orígenes y educación, falta sin embargo aclarar que no es ningún mozo, que ya ha cumplido los treinta y ocho años y que su situación económica no es, precisamente, boyante. Asiste, como se decía entonces, en casa de su jefe don Antonio Portugués, en quien no dejamos de ver a ese amigo, citado en el Pensamiento antes transcrito cuando intentamos hacerle pronunciar su autorretrato, como la persona que le ofreció ayuda, trabajo y cobijo, en los momentos en que los exiguos medios económicos con los que contaba se acabaron.

    Vive y trabaja con y para don Antonio Portugués, alto funcionario del estado, y desde hace algún tiempo, su nombre suena en los ambientes literarios como responsable de una publicación periódica, El Pensador, que aún sigue firmando con los apellidos de su abuela paterna.

    De su aspecto poco podemos decir; desde luego no es moreno, ni delgado, ni tiene aspecto de criollo, como lo describe Ricardo Baroja en su biografía novelada, aunque sí puede que conserve el acento semiandaluz de los nacidos en las islas Canarias, a pesar de no haberse establecido en Madrid a los nueve años, como afirma Baroja.

    Por sus propias confesiones sabemos que es taciturno, silencioso y observador y que gusta de acercarse a la Puerta del Sol, para estudiar en la universidad popular de la calle. Cerca de este mentidero de desocupados, como fue calificada la plaza madri-leña, en la Carrera de San Jerónimo, tienen abierta tienda de modas las hermanas Carón.

    Pero ¿quiénes son estas modistas francesas? Son hermanas de Pedro Agustín Carón de Beaumarchais. La mayor se llama María Josefa y está casada con un arquitecto de la misma nacionalidad, de apellido Guilbert. La pequeña, María Luisa, a la que todos llaman Lisette, no es tan pequeña, tiene treinta y dos años cumplidos y será responsable de la ruina pasajera y la fama universal de Clavijo.

    Clavijo entabla amistad con todos ellos frecuentándolos so pretexto de practicar su idioma, lengua que estudia incansablemente. A partir de aquí la historia se complica y mientras Lisette intenta atrapar a Clavijo en los líquidos lazos indisolubles de un matrimonio que el archivero no desea, éste, o no sabe negarse o deja de actuar como el caballero que es, olvidando sus supuestos compromisos y la palabra empeñada.

    Lisette escribe a su padre contándole su desgracia y éste transmite el mensaje a su hijo Pedro Agustín, que «a por atún y a ver al duque», organiza un viaje de negocios a Madrid como apoderado del rico financiero Paris-Duvernay. Entre sus muchos negocios se encontraba resolver el precio del dudoso honor de su hermana.

    Pedro Agustín Carón es seis años más joven que Clavijo. Comenzó su carrera como criado en la corte de Luis XV, a cuyas hijas, las madamas de Francia, entretiene y compone los relojes. Había sido expulsado desde joven de su casa por desatender la tienda y el oficio. Pero a los treinta años se ha labrado un porvenir y es ya escudero, consejero real y primer oficial del duque de la Valliére. El Delfín le protege y dice de él que es el único hombre que se atreve a decirle la verdad.

    El ejemplo de Beaumarchais puede servir de muestra del rendimiento que un hombre puede obtener de la vida. Dramaturgo, poeta y comerciante, al decir de González-Porto Bompiani. Sus éxitos comerciales y financieros le llevaron pronto a recorrer el mundo. Provee a las tropas de España; trata de proporcionar esclavos negros a todas las colonias españolas; compra el bosque de Chinon, lo hace talar y construye carreteras, puentes y naves. Para la impresión de las obras de Voltaire y Rousseau, compra en Inglaterra tipos de imprenta, fabrica el papel en Holanda, organiza en Kehl, territorio neutral, una vasta empresa tipográfica; idea una lotería para mejor colocar sus ediciones, y pierde un millón de francos en el negocio. Es enviado por el rey a Londres para salvar a Mme. Du Barry y vuelve una vez llevada a cabo la misión que, por encargo del nuevo monarca repite en Viena con María Antonieta. Facilita personalmente ayuda económica a Lafayette, convence al soberano y sus ministros de que Francia debe apoyar la insurrección americana, arma una flota de transporte, posee naves de guerra que enarbolan su propia divisa en el momento del combate, se interesa por el canal de Panamá y la aerostática y apoya a una compañía destinada a suministrar agua a las casas de París. Defraudado por los comediantes, inventa el derecho de autor, logra reunir en torno suyo, con un vaso de buen vino en la mano, a todos los escritores contemporáneos y les lleva a un acuerdo. También, estuvo a punto de ir a galeras y a la marca de infamia. En fin, un inteligente logrero, la antítesis del hidalgo español que representaba su buen enemigo Clavijo.

    Varias, como hemos dicho, son las versiones del incidente entre Carón y Clavijo. Según admite en sus memorias el primero, fue a visitarlo en compañía de un criado español a casa de don Antonio Portugués, donde se alojaba, muy temprano, a las ocho, cuando aún Clavijo estaba en la cama. Previamente Carón había tenido una entrevista con don José expresándole sus simpatías y manifestándole, aduladoramente, la buena acogida que tenía en los medios intelectuales franceses su periódico El Pensador. Clavijo se asombra de la hora de la visita, pero accede, acaso halagado por aquella muestra de familiaridad que le proporcionaba un importante hombre de letras al que apenas conocía. Lo cierto es que, una vez en la habitación, y tras haberle confesado la verdadera intención de su visita, apunta a la cabeza del aterrado Clavijo con una pistola de dos cañones armada y le obliga a firmar una carta, que previamente ha escrito don José, dictada, naturalmente en francés, por el mismo Pedro Agustín. La carta, inserta en las citadas memorias, viene a decir traducida:

    Yo, el abajo firmado Josef Clavijo, guardián de uno de los Archivos de la Corona, reconozco que, a pesar de ser recibido con bondad en casa de la Señora Guilbert, he engañado a la Señorita Carón, su hermana, con la promesa de honor, mil veces repetida, de casarme con ella, a la cual he faltado; sin que ninguna falta o debilidad por su parte, haya podido servir de pretexto o de excusa a mi desconfianza; al contrario, esa señorita, por la que siento profundo respeto, siempre ha sido pura y sin mancha. Reconozco que por mi conducta, la ligereza de mis palabras y por la interpretación que se les ha podido dar, he ultrajado abiertamente a esa virtuosa señorita, a la cual pido perdón en este escrito libremente y con plena voluntad; aunque me reconozco indigno de obtenerlo; prometiendo cualquiera clase de reparación que ella desee, si ésta no le conviene. Hecho en Madrid y todo escrito por mi puño y letra, en presencia del hermano, el diecinueve de mayo de 1764. Firmado Josef Clavijo.
    No bastándole esto, Carón registra un bargueño y se apodera de unos anillos, alfileres y monedas de oro que, afirma, toma considerándolos un obsequio para su hermana. Clavijo, que muy bien hubiera podido denunciar el comportamiento de este supuesto caballero, no lo hace. Por el contrario, con el paso de los días y las adecuadas gestiones ante el embajador francés del intrigante Carón, Clavijo es depuesto de su cargo y comienza a sufrir un extrañamiento que le apartará de la Corte durante dos años, periodo de tiempo en que deja de publicarse El Pensador.

    Hasta aquí un boceto sucinto de la aparente realidad. Lo que sigue es literatura. Beaumarchais, no contento con el daño que había ocasionado a Clavijo, recreó en su «Cuarta Memoria» el asunto, disponiendo los personajes a su favor, como si de una obra dramática se tratase. Las hermanas son engañadas por el ambicioso pretendiente quien alcanza empleo, popularidad y prestigio ante la Corte y el Rey, gracias a ellas. Ellas son las que hacen posible el éxito inmediato de El Pensador. Ellas también, las que buscan casa capaz para cobijar dos familias y ellas en fin, las que están dispuestas a esperar pacientemente que Clavijo alcance el ansiado empleo que le permita estar en disposición de casarse. Clavijo incumple todas sus promesas y abandona a sus protectoras. Beaumarchais deja todo, su patria, obligaciones familiares, y laborales para intentar obtener una restitución del honor de su dulce hermana.

    Son estas memorias, cuajadas de falsedades, las que cayeron en manos de Wolfgang Goethe y a partir de ellas se fraguó el mito que, a la larga, más que perjudicar, ha servido a la interesantísima figura de don José Clavijo y Fajardo para salir del cerrado y desconocido círculo en el que aún permanecen muchos intelectuales de su talla y época.
    Beaumarchais, aquel monstruo, que diría Viera, había escrito en 1767 un drama en cinco actos con idéntico argumento, titulado Eugenio. En él, Clavijo vuelve a ser el hidalgo donjuán, frío y calculador, que seduce a la dulce Lisette. Agustín Espinosa, en su tesis varias veces citada nos dice:
    El perverso rencor de Beaumarchais no se calmó, sin embargo, con el viaje a España. Para su primer ensayo dramático, Eugenio, estrenado en el Teatro Francés el 20 de enero de 1767, y que Voltaire leyera «sólo para ver cómo un hombre tan petulante como Beaumarchais había podido hacer llorar al mundo», toma el asunto del episodio ocurrido en Madrid tres años antes, haciendo aparecer a Clavijo bajo la malvada personalidad de un aventurero, en su conde de Clarendon.

    A partir de esa obra, y haciendo excepción del Clavijo de Goethe que comentaremos seguidamente, surgieron una serie de secuelas, la primera de ellas Norac y Jovalci, de Marsollier, estrenada en el Teatro del Temple el tres de marzo de 1785, y más tarde en Lión ante el propio Beaumarchais. En 1806 se publica Clavijo ou la Jeunesse de Beaumarchais, obra de Michel de Cubiéres Palmezeau y, en 1831, tuvo lugar el estreno de Beaumarchais á Madrid, drama de León Halévy.
    Prosigue Espinosa:

    Todas estas obras, excepto la de Goethe, y en general todos los críticos franceses, han tratado de presentar a Clavijo como el tipo del perfecto contumaz, que nos ha descrito Beaumarchais en el desfigurado relato de su Fragmento de mi viaje a España; y los adjetivos de pérfido, fatuo, etc., adornan comúnmente su nombre cada vez que del caballero español tienen que ocuparse.

    Junto a un hombre tan conocido por sus petulancias y sus intrigas como Beaumarchais, no puede aparecer jamás Clavijo como el Fripon que han querido ver los franceses, y que ya con el nombre de Clarendon o Jovalci, ha hecho llorar a la ingenua burguesía parisiense. En Clavijo no hubo otra falta que el disculpable engaño a Lisette. Lo demás fue sólo defenderse de un intrigante, que podía hacerle perder su reputación, o de una boda, tan a la fuerza, como el médico de la comedia francesa.
    En cuanto a María Luisa, la supuesta víctima del drama, parece que estuvo a punto de casarse con un amigo de su hermano a poco de su ruptura con Clavijo, pero el matrimonio no se llevó, esta vez tampoco, a efecto.

 El Clavijo de Goethe

    La hermana del joven poeta alemán Wolfgang Goethe, que apenas cuenta veinticinco años y ya posee un bien ganado prestigio en su país y fuera de él, ha organizado un grupo entre sus amigos, que se reúne una vez por semana. Inventan un juego en el que se forman parejas, mediante sorteo, que actúan como si lo fueran de novios. Se les exige un comportamiento a las parejas formadas por el azar, que incluye toda la actividad externa de los enamorados: galanteos, cartas de amor, serenatas, etc. Se comentan las novedades literarias y se practica todo tipo de entretenimientos cultos, de moda en la época. Pasado algún tiempo, esto les aburre y comienzan a tratarse las parejas como si de matrimonios se tratara, durante una semana. Ahora deberán fingir el desapego y la indiferencia propias de su estado. En este punto del entretenimiento, una damisela, llamada Isabel Schonemann (José María Valverde dice que se trataba de Ana Sibila Munich), por capricho de la suerte; esposa durante dos semanas consecutivas del joven Goethe y, más tarde, de nuevo su esposa en una tercera edición del juego, por decisión mayoritaria de los integrantes de la tertulia se convierte en su esposa definitiva. Así lo narra, entre la realidad y la ficción literaria Ricardo Baroja.
    Conforme a los estatutos de la sociedad, y siempre según Baroja, que preconizan la lectura de algo nuevo y notable en cada sesión, el joven poeta lleva las Memorias de Beaumarchais, recién publicadas en París y lee el apéndice, que se refiere a la aventura amorosa de María Luisa Carón con don Josef Clavijo y Fajardo. Escuchada con curiosidad y comentada durante largo tiempo, los contertulios dan a entender que lo relatado por el autor francés, puede tomarse por una fantasía, que merece los honores de ser llevada al teatro. Isabel le dice a su eventual esposo, si en vez de ser tu mujer, fuera tu novia te suplicaría que escribieras un drama con ese argumento.
    Y Goethe le responde: Para demostrarte que la misma persona puede ser esposa y amante, te prometo escribir el drama que me pides en ocho días. Lo leeré aquí la semana que viene.

    Ocho días más tarde, tal y como había prometido, el drama estaba escrito. La reseña del argumento, en versión de María Rosa Alonso, es como sigue:
    En el acto primero, Clavijo y su amigo Carlos dialogan. La familia Beaumarchais, con el español Buenco (que ama en secreto a María, la novia de Clavijo) esperan al hermano que ha de vengar y hacer cumplir al novio su promesa. Una promesa de matrimonio en unas relaciones en las que la joven no ha perdido más que el corazón. Llega el hermano y termina el primer acto. En el segundo, Clavijo en su casa. Beaumarchais y un amigo entran a visitarle; aquél se presenta como un francés y le habla de sus méritos como director de El Pensador.

    Luego le cuenta sin referirse concretamente, la historia de su hermana. Clavijo va agitándose por momentos. Un joven de las islas Canarias dice el francés, frío, tranquilo. Al fin, el hermano se descubre y obliga a Clavijo, ante los criados, a firmar su condenación y promesa. Éste lo hace y arrepentido de su conducta anterior pide a Beaumarchais que interceda con su hermana para que le perdone. Al cambiar la escena, el amigo Carlos le amonesta por la determinación, pero Clavijo está decidido a casarse con María.

    En el acto tercero, se arroja a los pies de su novia, suplica y obtiene el perdón. Buenco no cree en su protesta de amor. Beaumarchais llega y al ver tanta nobleza rompe el documento que le firmara de antemano y se lo entrega. En el acto cuarto, Clavijo y Carlos hablan. Carlos insiste en reprocharle su conducta y en haber estropeado su carrera de Archivero del Rey. Le señala que su novia está enferma, tuberculosa. Le pinta el cuadro de un matrimonio desdichado. Clavijo le contesta que ella está así por su culpa; luego añade que en efecto está muy distinta. Al fin cede. La persuasión ha sido puntilla azuzadora, perforante y el carácter débil, tornadizo, fatuo y mujeriego, más por presumir de mujer que por la mujer misma, se inclina. Acuerdan la trama aun cuando no quiere hacerle daño a Beaumarchais. Éste llega a su casa y dice a las mujeres que Clavijo no está en la suya. Una carta de aquél (dictada por Carlos) le dice que le acusa de suplantación de nombre, de haberle forzado en su declaración, etc. María se desmaya y muere. La escena es de ira y de dolor. En el acto quinto, Clavijo y un criado ven el entierro de María. Se angustia el galán y se arroja sobre el cadáver. Beaumarchais le atraviesa el pecho. Antes de morir le cuentan la muerte de ella, con el nombre suyo en los labios. Pidiendo perdón y encargando a Carlos que no intente salvarle a él y sí a Beaumarchais, muere.

    José María Valverde cree que Goethe consideraba su Clavijo como una obra de poco empeño. Sin embargo, prosigue, en esa modesta línea, Clavijo ofrece una perfecta solidez de construcción, y queda como uno de los mejores ejemplos, en absoluto, del género tragedia burguesa de fines del siglo XVIII.


Matrimonio y muerte

Pasado el huracán transpirenaico, Clavijo recuperó su posición y prestigio y fue nombrado sucesivamente oficial mayor para la ocupación de las temporalidades de los jesuitas, director de los Teatros de los Reales Sitios, vicedirector del recientemente creado Real Gabinete de Historia Natural y, finalmente, director del mismo, donde fue jubilado por el Rey con honores de consejero de Estado de Hacienda. Nada más se supo de Lisette, quien para algunos murió soltera en un convento de la Picardía y, según otros, casada, por fin, en París.

   En fecha que desconocemos contrajo matrimonio don José Clavijo con doña María Teresa Martín-Valmojados y Agua, natural de Fuente la Encina, en el arzobispado de Madrid, hija legítima de don Francisco Martín Valmojados y doña María Agua, que lo eran de Casarrubios del Monte y Peñalver, respectivamente.

    El matrimonio testó en Madrid, el día trece de junio de mil setecientos noventa y dos, ante el escribano de S. M. don Pedro Barrero. Se nombraron el uno al otro únicos y universales herederos y después del fallecimiento de ambos instituyeron por sucesora en la posesión de sus bienes a una sobrina de doña María Teresa, doña María Abaitúa y Martín-Valmojados. Fueron albaceas testamentarios, in solidum, el capitán de los Reales Ejércitos don Vicente Chasco y Abaitúa, y don Francisco Bustos, cadete la Real Compañía Española de Guardias de Corps.

    Don José Clavijo murió en Madrid, de avanzada edad, después de una productiva existencia. 
    La Gaceta de Madrid, del viernes primero de mayo de 1807 publicó la siguiente necrológica:
    El día 3 de noviembre pasado, falleció a la edad de 80 años, 7 meses y 8 días, el Sr. D. Josef Clavijo y Faxardo, director jubilado del Real Gabinete de Historia Natural, con honores del Consejo de Hacienda, individuo de las Academias de Historia Natural de Berlín y de Copenhague, y de la Sociedad de Amigos del País de la isla Canaria. Sirvió a S. M. desde el año 1745 en distintos empleos y comisiones de la mayor importancia, hasta que en 1802 se dignó S. M. jubilarlo con su sueldo y honores en atención a su avanzada edad, y a sus muchos y buenos servicios. En su juventud publicó la obra intitulada El Pensador, y otras varias, merecieron aprecio entre nacionales y extranjeros; hizo varias traducciones del francés y finalmente la de la Historia Natural del Conde de Bufón, tan estimado de los sabios, y dejó escrito en latín, francés y castellano un diccionario de Historia Natural, que sería muy útil que se diese a la luz. En el discurso de su vida no cesó de dar pruebas de su gran mérito literario, y del más ardiente celo por el servicio de S. M., ejercitando en el retiro en que vivió las virtudes cristianas, entre las cuales sobresalió especialmente su caridad con los pobres.

Conclusion

No hemos pretendido otra cosa que intentar aportar algunos datos que contribuyan al conocimiento de la biografía de don José Clavijo y Fajardo. Sabemos ahora algo más sobre su infancia y educación en las islas. Hemos creído ver en el origen de su filantropía, en ese compasivo amor al pueblo, al pobre pueblo, como el lo llama, tal y como expresa Agustín Espinosa, el ejemplo del generoso comportamiento con sus compatriotas de que hicieron gala su abuelo y su tío, ambos personeros generales que comprometieron seriamente sus fortunas personales en la defensa de los derechos de la isla en que habitaban.

    La instrucción recibida de su tío fray José de Clavijo, uno de los hombres más valiosos de su siglo, y también más desconocidos, no fue el fruto de un aleccionamiento eventual en el convento de San Pedro Mártir de Las Palmas, sino que podemos afirmar que fue el resultado de una larga permanencia junto a él, desde su infancia en Teguise.
    Sigue pendiente de estudio su larga estancia en la Corte, sus viajes al extranjero, el día a día de su carrera profesional.

    Los estudios históricos, particularmente biográficos, en nuestro archipiélago, no han hecho más que comenzar. Pongamos como ejemplo el hecho de que a los setenta años de fallecido en Santa Cruz de Tenerife el general Clavijo, sobrino de nuestro don José, se lamentaba don Patricio Estévanez, en 1880, que nadie supiera absolutamente nada de él, a la hora de publicar su retrato en la galería que propició La Ilustración de Canarias. Don Rafael Clavijo y Socas fue uno de los marinos más salientes del siglo XVIII español, destacándose como jefe de escuadra, ingeniero naval, director de los astilleros de La Coruña y, luego, del departamento naval de Cádiz, para terminar dirigiendo los correos marítimos. De él dijo el barón Alexander von Humboldt:

    Es un hombre distinguidísimo, que merece pertenecer a una familia como la suya. Hemos admirado la dársena que está construyendo. En toda España no hay albergue tan hermoso como el nuevo correo que tiene en construcción.



NOTAS

[1] Doña Ana de Clavijo era, al tiempo de su matrimonio con don Domingo Hernández Faxardo, viuda de don Bartolomé de Armas Ponte, hijo de Manuel de Ponte Peraza y de Inés de Armas Cayrós Caldas y Béthencourt, con el que tuvo tres hijos: Don Salvador de Armas Clavijo, presbítero, que profesó en la orden de San Francisco el día primero de diciembre de 1730 y adoptó el nombre de fray Antonio; don Sebastián de Armas Clavijo, que casó con doña María de Higueras, y don Manuel de Armas Clavijo que falleció soltero.
[2] Don Tomás Pinto Miguel, nació en Zamora, en la villa de Morales, cerca de Toro, en 1690. Fueron sus padres don Ambrosio Pinto y doña Catalina Miguel.
    Abogado de los Reales Consejos, sirvió la alcaldía mayor de Zamora por el conde de Ripalda, su protector. Teniente primero del intendente de Andalucía, el propio Ripalda. Ingresó en la magistratura en 1730, año en que fue designado alcalde del Crimen de la Audiencia de Sevilla. Oidor de este tribunal en 1735. Regente de la Real Audiencia de Canarias [1739-1745] por título dado en el Buen Retiro el 9 de julio de 1739 y en sustitución de don *Diego Adorno que había pasado a la de Galicia. Por Real Cédula dada en San Ildefonso el 23 de agosto de 1740 se ordenó que se le pagara su salario desde el día primero de septiembre del año anterior en que llegó al puerto de Cádiz. Aportó a Las Palmas el día 2 de febrero de 1741 y tomó posesión el 9 inmediato. Regente del Consejo de Navarra en 22 de marzo de 1747. Ministro Togado del Consejo de Hacienda por título dado en el Buen Retiro el día 14 de enero de 1749. Consejero de Castilla por otro Real Título dado en Buen Retiro, el 18 de diciembre de 1755.
    Andrés de Bruna dijo de él: es práctico en negocios civiles y criminales, su literatura y desinterés son notorios, y el mismo concepto ha mantenido en la Regencia de Canarias, que actualmente sirve [1746].
    En la obra Apunte de algunas noticias y memorias del Ilustrísimo señor don Juan Francisco Guillén, Obispo de Canarias y Arzobispo de Burgos, por don Miguel de Lobera, su familiar y sobrino, canónigo de la Insigne Iglesia Colegial de San Felipe de Játiva, oficial y vicario foráneo de dicha ciudad y partido etc., se hace referencia al licenciado Pinto en los siguientes términos:
    Halló en Santa Cruz al señor don Tomás Pinto Miguel, regente de Canaria, promovido para la de Pamplona y próximo a embarcarse con su familia: Le había debido su Ilustrísima estimación y cariño, y aunque se complacía de su ascenso, no dejaba de sentir su partida. Había sido este caballero favorecedor de las religiosas de la Concepción de Garachico, en adelantamiento de sus causas y derechos del convento para recobro de algunos bienes y dotes desde hace dos años que vino a La Laguna y comisión que le delegó la Real Audiencia. Y parece tenían estrella para verse, pues así sucedió en Cádiz en julio de 1740, en Santa María, en enero de 1741. En Canaria, arribaron a un mismo tiempo, aunque en distintas embarcaciones. Se abrazaron en el castillo de La Luz. En La Laguna, en la Cuaresma de 1745, cuando vino con la comisión de Su Majestad sobre propios y ahora; y aunque ésta parecía había de ser la Blancavista, no fue así, sino que estando su Ilustrísima en Burgos le hospedó en su palacio y cortejó cuando venía de Pamplona a la corte a servir la plaza de Consejero de Castilla.
    Autor del célebre Reglamento de los Propios en 1746.
    Casó con doña Juana Monroy y no hubo sucesión.
    Falleció el 23 de abril de 1762. El Mercurio Histórico y Político de mayo inmediato le dedicó la siguiente necrológica:
    El día 23 del pasado falleció en esta Corte de edad de 72 años el señor don Tomás Pinto Miguel, de los Supremos Consejos de Castilla, y Guerra, y ministro de la Real Junta de Abastos; en cuyos empleos, en los de regente de Canarias y del Supremo Consejo de Navarra, y otros que obtuvo, sirvió a S. M. por espacio de 43 años.

(Carlos Gaviño de Franchy)

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