jueves, 5 de septiembre de 2013

CAPITULO XV-XXIII



EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XXIII




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1610.
Domingo Boulineau, mercader francés residente en La Laguna, anticipa 1.500 reales a Thomas Revett, mercader residente en Vilaflor, para poner un comer­
cio en común. (AHP: 1531/617).
1610. Se solicita en la isla de La Gomera la constitución del Convento de San Pedro Apóstol en el Valle de Hermigua,  aunque hasta al año siguiente no tomarían varios religiosos de la secta católica de la Ermita del mismo nombre. Ya en el año 1648 fue elevado al rango de priorato y se abrió una escuela conventual.
1610. Alguaciles mayores en la colonia. Sus competencias eran bastante amplias y abarcan desde la ejecución de las sentencias y detención de los delincuentes hasta cuestiones de orden público como las rondas nocturnas y las cárceles. Lo característico de estos oficios es que a partir del siglo XVII llevan anexa una regiduría a pesar de la oposición de los cabildos y, al mismo tiempo, como consecuencia de los problemas financieros del reinado en la metrópoli de Felipe III se enajenaron de por vida a particulares. Así sucedió en 1610 con el alguacilazgo mayor de Benahuare (La Palma) en favor de Juan de Vega, criado del rey, con voz y voto en el Cabildo; en 1613 con el de Tenerife en favor del capitán Juan de Basterra, y por igual fecha ocurre lo mismo con el de Gran Canaria a favor de la familia Westerling.

Los Regidores. La designación real es la norma que acaba consolidándose en relación con el nombramiento de regidores a lo largo del periodo estudiado. Si algo caracteriza estos nombramientos es el hecho de que la Corona enajenó la propiedad de estos cargos de regidor, si bien se establecieron algunas condiciones en las transmisiones no sólo por las exigencias del servicio sino por la conveniencia fiscal pues, de no cumplirse, los oficios revierten de nuevo en el real patrimonio. Estas enajenaciones se hicieron por juro de heredad o perpetuas, de una sola renunciación y renunciables. En realidad, las tres eran perpetuas puesto que las dos últimas formas no indican término alguno, sino que únicamente previenen cuál es el medio adecuado para la transmisión del oficio. Esto da como resultado el que tales cargos siempre se titularan «regidores perpetuos», a pesar de que pertenecieran a la clase de los renunciables. A estos regidores hay que añadir otros cargos que llevaban anexo el tener voz y voto en los cabildos (alférez mayor, alguacil mayor, depositario general...), que también eran objeto de enajenación. Estas ventas de oficios permiten que el regimiento acabe cayendo en poder de los colonos terratenientes más destacados de la terratenencia colonial, por lo general avecindada en las ciudades capitalinas, hasta el punto que los cabildos terminan por constituirse en un fiel reflejo de la clase dominante colonial, representada fundamentalmente por los grandes propietarios surgidos a raíz de los repartimientos de la tierras usurpadas o de las posteriores adquisiciones de tierra realizadas con capitales provenientes del comercio.

Como cualquier otro bien, estos cargos fueron objeto de vinculación, transacción, enajenación o herencia. En aquellos oficios que no podían ser ejercidos por sus titulares por algún impedimento, podían nombrar un teniente siempre que la concesión real de la metrópoli contuviese la cláusula de facultad para nombrar teniente.
Precisar su número en cada isla no resulta fácil al fracasar todos los intentos por regularizarlo. (Vicente J. Suárez Grimón 1991)

1610. Contribuye a situar las Fortunadas, real aviso de 1610. Iniciada la expulsión de los moriscos en Valencia, ciertas familias gaditanas, presintiendo el futuro, fletaron barcos de franceses, marchando a Berbería. Temiendo Felipe III que al pasar quedasen en Canarias, remitió orden de urgencia, para que no fuesen recibidos, pues estando las islas tan cerca de tierra de moros, representarían peligro suplementario.
Impulsados por la fuerza moral, que les daban la apropiación de la corona portuguesa, por el rey de las Españas y el matrimonio de Miguel de Portugal, primogénito del Prior de Ocrato, con hija de Mauricio de Nasseau, sus aliados holandeses, franceses e ingleses, fundaron poblamientos en la "conquista" de Portugal, haciendo tan peligroso el Caribe, que ni aun a Canarias se navegaba en barco suelto. Estando nueve "mercantiles" en Sanlúcar, con las "islas" por destino, fueron obligados formar flota, "subordinados" al mayor, según costumbre. Suspendida la de Indias de 1607, los colonos canarios violaron todas las disposiciones, yendo cada cual a Indias, como le pareció. Consciente Felipe III de que legislar en el absurdo, da desobediencia civil por resultado, en 1612 adaptó la ley a lo posible. Los fuesen con la flota de Nueva España, se pondrían a "la colla" el 1º de mayo y los de Tierra Firme, "en las primeras aguas de agosto". De no avistar a los navíos, podrían hacerse a la mar, zarpando los unos entre el 20 y el 30 de julio y los otros del 20 al 30 de diciembre. El regreso lo harían por Sevilla, para registrar las mercancías en la Contratación. Al ser cada vez más raro el encuentro de los barcos, con las flotas, en 1626 se agregó barco de Canarias, a la de Nueva España[1].
1610.
Cabildo colonial de Tenerife, se formaliza un concierto con el albañil Benito Afonso, que cobraría 300 ducs., por la siguiente obra: tenía que construir un aposento alto y bajo en la mitad del sitio junto al Ayunta­miento, de modo que las vigas irían parejas al mismo, y culminaría 14 palmos por en­cima de las vigas, disponiendo de dos ventanas de cantería en lo alto; en la otra mitad del solar haría una bóveda de cantería colorada, que tendría acceso al aposento me­diante una puerta de cantería en la bóveda.

1610.
En el puerto de Tedote n Benahuare (Santa Cruz de La Palma), quizás sorprendido por un temporal, se hunde el navío Nuestra Señora de la Victoria, el cual regresaba de América con un rico cargamento.
1610.
La zona de Famara y Soo (en la Isla Lanzarote) han estado siempre unidas. La primera nota localizada hasta la fecha que cita la zona de la Caleta, es el testamento de Luís de Samarines llamado “El Viejo”, este señor vivía en Soo en 1610 y allí redactó ese mismo año su testamento que en una de sus notas dice,

“He comprado el término que va desde la montaña de Soo a dar a la mar, todo hasta Las Caletas de Famara....”

La relación de la familia Samarines con esta zona continuó años después, pues en 1618 un sobrino de Luís de Samarines llamado Marcial de Samarines, hace escritura de venta en la Villa de Teguise a Gaspar de Umpierrez de,

“Del termino y tierras y casas y maretas que dicen Desso” (Francisco Delgado Hernández)
1610. Un huracán derribó el Garoé o Árbol Santo era la fuente de agua de la Isla Esero (El Hierro). El gigantesco árbol era un tilo, perteneciente a la familia de las lauráceas y tenía un carácter sagrado para los bimbaches de Esero (El Hierro) ya que el agua que manaba de sus hojas por la condensación -fenómeno conocido como lluvia horizontal- se recogía en una especie de estanque y era suficiente para abastecer a sus pobladores, pues no existía ningún otro depósito de agua potable en la isla. El Ingeniero cremonés Leonardo Torriani en su obra Descripción de Las Islas Canarias, nos ha trasmitido una descripción de éste Árbol Santo, así como de las costumbre de los antiguos bimbaches en los siguientes tçerminos:
“La isla más austral de estas Afortunadas, vecina con las Purpurarias, es El Hierro,  y también es, la más pequeña de todas; no tiene sino 30 minutos de longitud y 27 grados y cinco minutos de latitud. Su mayor día tiene 13 horas. De  modo que, por la poca diferencia entre la elevación del polo de esta isla a Lanzarote el día no llega a variar en estas islas sino en una media hora. Tiene un circuito de 92 millas, y es casi redonda, En dirección suroeste, el mar queda como muerto, sin viento, por espacio de 150 millas, de modo que 1os navíos que entran allí, en esta bonanza, casi no pueden salir.  Plinio la llama Ombrión. Es famosa por los árboles de que hasta ahora se saca el agua de beber: grandísima providencia de la naturaleza, que, allí donde no hubo agua para el sustento de las personas, los árboles la proveyesen. En los últimos doscientos años se han descubierto tres fuentes, Acof,  Apio y El Pozo. Además, la industria ha enseñado a los hombres cómo recoger las aguas llovedizas en unas cisternas de madera, qué las gentes de esta isla llaman tanques están hechos a modo de cajas grandes, cuadradas, y en ellas se conservan las aguas que una o dos veces al año caen con las 1luvias.

En una distancia de cuatro millas a partir de la costa, esta isla es áspera y montuosa; pero después, el resto de la tierra es casi llano, y se parece con el de La Gomera en la abundancia de los árboles. Produce mucha carne, queso, que llevan a vender a España, y bastante yerba pastel, que compran los ingleses para teñir. En estos últimos años, los isleños han plantado viñas, que ya rinden mucho provecho.

Antiguamente no había en esta isla sino cabras, cerdos y ovejas, que criaban sin darles de beber  por la falta de agua; como también lo usan hoy día, pues hay poco agua para toda la gente y para el ganado. Así se explica que las carnes sean más sabrosas que las demás que se crían con agua; e igual ocurre con las de las islas desiertas, Alegranza,
Santa Clara y Graciosa.

Esta isla tuvo pocos habitantes, que vivían en casas construidas con piedra seca. La villa se decía Amoco y ahora los españoles la llaman Valverde; tiene 250 casas y está a 7 millas de distancia de la costa.

Los antiguos herreños fueron mucho más salvajes que los lanzaroteños, los de Fuerteventura, gomeros y palmeros. Además de la idolatría y de muchas más cosas, entre ellos no hacían más diferencia que la de rico a pobre; y el más rico de todos era el rey; el último que reinaba cuando Letancurt conquistó la isla, se llamaba Añofo.

Vivian con carne cocida, con leche, que decían achemen, con mantequilla, que llamaban mulan, y con raíces de helecho, .llamadas haran, que ponían a cocer, y hacían con ellas
su pan, y también la pasta con que alimentaban a los niños, a la cual .llamaban guamames. Se vestían con pieles largas, dejando las piernas y los brazos desnudos y los cabellos, largos. Las mujeres llevaban la piel sostenida con una cintura y fofa; y cuando hacía un poco de frío, se cubrían con el tamarco. Dormían sobre paja de helechos, y se cubrían con pieles de cordero. Bailaban cantando, porque no tenían otro;  creo que de allí tiene su origen el famoso baile canario. Eran muy aficionados a los convites que ellos llaman guativao. Fueron más que los otros isleños melancólicos, pacíficos y cobardes

No llevaban otras armas, mas que una vara pintada de amarillo, para descanso de su cuerpo. Se casaban con cuantas mujeres querían y sólo" exceptuaban a 1a madre. Su cárcel estaba debajo de tierra y la llamaban benisahare. Sólo, al homicida le quitaban la vida; a los ladrones la primera vez  le quitaban un ojo, y la segunda el otro; para que, quedando ciego, no 'pudiese más robar.

Los hombres adoraban  a un ídolo macho, y las mujeres a una hembra. Al macho llamaban Eraoranhan; y a la hembra Moneiba; les hacían oraciones, sin sacrificio, y creían que vivían en los altísimos peñascos. Además de estas cosas, tenían en gran veneración el cerdo y el demonio a quien llamaban Aranfaibo se les aparecía en esta figura.

Cuando tardaban las lluvias, ayunaban tres días; seguidos y gritaban al cielo, llamando el agua, estando en un lugar reservado para ello, llamado Tacuitunta, que estaba cerca de una cueva llamada Abstenehita; y de esta cueva, a sus gritos, salía fuera el demonio en figura de cerdo,  y les daba la lluvia.

El doctor Troya  escribió que entre estos bárbaros, cien años antes de que los sometiese Letancurt, hubo un tal Jone, quien, al tiempo de su muerte, predijo que, después que él mismo se hubiese vuelto cenizas, vendría desde lejos por el mar, vestido de blanco, el verdadero Eraoranhan, a quien debían de creer y de obedecer y después de muerto, lo pusieron, según era su costumbre, en una cueva bien tapada, y al cabo de cien años lo hallaron hecho cenizas. De allí pocos meses aparecieron los cristianos, en sus naves con velas blancas; los cuales, por este signo, fueron creídos por estos bárbaros ser verdaderos Dioses, y no hombres mortales como ellos; por la cual cosa no hicieron ninguna resistencia, sino que los adoraron y les obedecieron, como Jone les había dicho.

Del Garoe

La excelencia de este árbol, que en lengua herreña se llama Garoe, es tan grande que, además de la merecida admiración que despierta en cualquiera que lea a Plinio, muchos creen que es milagro y divina providencia, más bien que efecto natural. Pero los investigadores de los ocultos secretos, que no lo han visto, dicen que está vaciado, ama nera de caña, y que nació casualmente encima de alguna fuente; de modo que el agua entra, debajo de la tierra, en el tronco y después sale por algún lado, de manera que parece que el árbol produce el agua por su propia naturaleza. Otros suponen que es tan seco y poroso, que tiene la fuerza, como el imán, de chupar el agua de la tierra y de volverla después por sus ramas y por las hojas.

Plinio escribe que en esta isla los árboles de que se saca el agua son parecidos con las férulas, algunos blancos y otros negros, y que de los blancos se saca el agua buena para beber, y de los negros, el agua amarga. Ambas cosas son falsas, porque este árbol Garoe, y otros de su misma naturaleza y de su propio efecto ni se parecen con las férulas, ni son negros ni blancos, ni se saca de ellos agua buena  o amarga. La verdad es que este árbol no es otra cosa que el incorruptible til, con que se adorna el agradable Partenio del divino Sannazaro. Este árbol busca los montes y es duro, nudoso y odorífero. Tiene hojas llenas de nervios y parecidas a las del lauro. El fruto es medio pera y medio bellota; las ramas, intrincadas; nunca pierde las hojas, y no alcanza grandes alturas.

En estas tres islas occidentales se hallan muchísimos tiles que dan buena agua; pero solo se tiene cuenta del que los herreños llamari Árbol Santo, por ser el mayor de todos, y también porque da mayor cantidad de agua. Este árbol es tan grueso que apenas lo pueden abrazar cuatro hombres.

Está .lleno de ramas muy intrincadas y espesas. Su tronco está completamente cubierto con una pequeña yerba que crece en todos los árboles que tienen mucha humedad. Está
situado encima de un barranco, en la banda del norte. Está tan torcido en su parte baja que los hombres que van a verlo suben y pesean por encima de ella; y debajo tiene un
gran foso en el que se recoge el agua que gotea de este árbol.

La maravilla del gotear agua no es otra cosa, sino que cuando reina el viento levante, allí en este valle se recogen muchas nieblas que después, con la fuerza del calor solar y del viénto, sube poco a poco, hasta que llegan al árbol; éste detiene, la niebla con sus numerosas ramas y hojas, que se empapan como si fuese guata y, no pudiéndola conser var en forma de vapores, la convierte en gotas que recaen espesísimas en el foso.

Todos los otros árboles de esta clase producen el mismo efecto cuando pasa la niebla encima de ellos, e igual lo hace la carrasca en todas estás islas donde haya niebla; pero ni los unos ni los otros producen tanta cantidad, por ser pequeños. En esta isla, el agua que así se produce se reparte con buena, cuenta entre 1os isleños; porque en toda la tierra, aunque haya las tres fuentes mencionadas, no hay agua bastante para sustento de la gente.

Ninguna cosa de este árbol parece tan digna de maravilla, como lo es su incorruptibilidad. En efecto, por la diferencia que su grosor tiene con los demás, así como su grandeza y sus efectos, se debe pensar que había nacido mucho antes de Plinio; y está cosa no se debe atribuir sino a la perfecta proporción de los cuatro elementos que lo componen. Merece sin duda considerarse como santo y maravilloso entre cuantos han sido celebrados por Pigafetta, por Münster y por otros naturalistas, pues con esta planta rara y perenne la divina providencia quiso asegurar la vida de aquellos hombres que desde el principio vinieron a vivir aquí. Gracias a ella se conserva hasta el presente su descendencia; y por lo mismo colegimos de su inmutable naturaleza que deberá conservarse por toda la duración de los siglos futuros.” (Leonardo Torriani: 210-17).

1610.
La Orchilla que se recolectaba en la colonia especialmente en las Islas denominadas de realengo, en era regalía de la corona de la metrópoli la cual cedía su explotación a particulares mediante arriendo. La renta generada este año fue mil ducados o 375.000 mrs. (AHP: Ha­cienda 1956/16)
Productos, espontáneos de la agricultura colonial
La explotación del suelo no se limita a las especies cultivadas, sino que abarca también una parte de la flora espontánea, en la medida en que ésta halla algún uso doméstico o industrial. El endemismo canario de algunas de estas especies aparece como dudosa: nuestra documenta­ción, de todos modos, es insuficiente para que pueda conducir a con­clusiones válidas. Así, el alpiste se suele considerar como originario de Canarias; pero resulta que desde mediados del siglo XVIII era artículo de importación en las islas.
El aloe o leñaloe, buscado por su empleo en la farmacia, se ha ex­portado de Tenerife desde el siglo XVI hasta muy entrado el xviii Desde mediados del siglo XVI se exportaba el zumaque, empleado en el curtido de las pieles, y que se llevaba de Canarias a Indias; en 1802 todavía se recogía en Garachico, por valor de 1.200 reales, y en Tegueste por 2.000 reales. Se sabe que la barrilla representó en el siglo XIX un renglón importante de las exportaciones canarias. Se considera que la planta había sido introducida en Canarias en el siglo anterior, e incluso hay quien sabe la fecha exacta, 1752, de su aparición en las is­las. En realidad, consta que se exportaba ya en el siglo XVI, aunque de manera intermitente. En 1802, Buenavista era el primer produc­tor de barrilla, que se recogía por un valor de 300.000 reales.

Otro producto curioso de Tenerife fue la baga de laurel, que se exportaba para usos farmacéuticos y probablemente también como condimento. Su recolección era estancada, es decir, intervenida por el Cabildo, que tenía el monopolio de su aprovechamiento y lo daba a renta a algún administrador. La recogida había decaído a finales del si­glo XVI. En 1581, la renta correspondiente en la isla de La Palma era de 400 ducados, mientras en Tenerife, por falta de interés del Cabildo, se daba a renta por sólo 50 doblas, a pesar de ser artículo que gozaba de mucha aceptación a la exportación, sobre todo en Flandes. Al año siguiente se prohibió el corte de la baga, por los destrozos que ha­bía causado en el arbolado; pero debió de ser una disposición provisio­nal, porque se volvió a dar a renta en los años siguientes.
El drago fue la víctima lamentable del aprovechamiento intensi­vo. A juzgar por la importancia de los cortes, debía de ser muy co­rriente en los bosques de la isla, por lo menos hasta mediados del siglo XVI. En 1513 se mandaba por la justicia que, en razón de las amenazas francesas de invasión, todos los vecinos y estantes de 18 a 60 años de­bían proveerse en un plazo de 40 días con una tarja de drago de tres a cuatro palmos de ancho. Posteriormente, su corcho fue utilizado co­mo material preferido, cuando no exclusivo, para la fabricación de colmenas. Su savia o sangre se recogía intensivamente, por ser uno de los productos canarios más apreciados a la exportación y el dentífrico de mayor aceptación en España. La sangre de drago, recogida por inci­sión, se exportaba bajo dos formas diferentes: la sangre común, tal co­mo se había recogido, y la sangre en gota, obtenida por la purificación de la anterior. También se exportaban palillos de dientes cortados en ramas de tabaiba dulce y mojados en uno de sus extremos en sangre de drago, hasta tener un aspecto parecido al de los fósforos y que se empleaban en España, en la sociedad elegante, como cepillo de dien­tes. Esta intensa explotación del drago tinerfeño sólo se acabó en 1574, cuando se prohibió hacer corchos de drago o recoger sangre, pe­na de cien azotes, y cuando quedaban pocos dragos para proteger.
Además, sería una ilusión imaginar que la medida tuvo alguna efica­cia: la moda española de la sangre de drago es posterior a esta fecha.
La orchilla había sido tradicionalmente el primer artículo de ex­portación de Canarias, posiblemente desde antes de la conquista de Béthencourt; y parece lícito imaginar que había sido el primer alicien­te y estímulo de aquella conquista. En las islas de señorío constituía una renta o monopolio de los señores; en las realengas formó hasta 1817 un comercio estancado, directamente intervenido por las rentas reales.
El producto había tenido siempre mucha aceptación en el mercado internacional: el de la orchilla había sido dominado en el siglo XVI por los genoveses, quienes habían acaparado la producción tinerfeña, y en el siglo XVIII por los ingleses.

La recolección de la orchilla era peligrosa, por ser planta que crece preferentemente en riscos escarpados y barrancos. Se recogía libremente, sin intervención o vigilancia alguna; pero la planta recogida no podía negociarse entre particulares, sino que debía venderse directa e íntegramente a la administración de la renta: ésta podía exportarla, volver a venderla a particulares, con un sobreprecio que constituía el  beneficio de la renta y del arrendatario de la misma.
La diferencia en los precios solía ser considerable, por lo cual, se recurrió a menudo a fraude, al contrabando o a la venta directa ilegal El remate de la renta se hacía por períodos de seis años. El pri­mer arrendador que conozcamos en Tenerife, Pedro de Segura (1553-1559), era vecino de Toledo>; el último parece haber sido Roberto de la Hanty, por dos períodos que iban de 1747 a 1758. Después de es­ta fecha, la administración se hizo directamente, por la aduana de San­ta Cruz. A partir de 1812, las urgencias del Tesoro fueron tales, que la Aduana dejó de recibir los fondos necesarios para asegurar la compra de la orchilla que se venía recogiendo. A partir del año siguiente, 1813, la administración se vio obligada a suprimir las compras y en adelante su actividad se limitó a la liquidación de las existencias, que eran prácticamente nulas en 1817. La administración de la orchilla quedó suprimida por orden real de aquel mismo año.

La producción tinerfeña de la orchilla, en períodos normales, no dejaba de ser importante. En 1730 representaba 500 quintales, frente a una producción total de las islas de 2.600 quintales: sólo le era supe­rior la recogida del Hierro, con 800 quintales. Donde mejor se reco­gía era en Los Silos, con una producción de 5.216 libras en 1806.

La riqueza forestal de Tenerife había sido considerable en sus principios. Tanto por su densidad como por la calidad de su madera, había llamado la atención desde antes de la conquista, siendo la pri­mera explotación regular establecida por los españoles en la isla, con su base en el castillo de Añazo, edificado por Diego de Herrera. Luego los cortes se extendieron por toda la isla. En 1512, al fijarse los pro­pios del Cabildo insular, se dividieron en dos partes todos los montes de Tenerife, separadas por una línea ideal que iba desde el Roque Ber­mejo de Anaga por las cumbres, aguas vertientes, en dirección al sur, hasta la punta de Daute. La zona que se extendía al sureste de esta lí­nea quedó para libre aprovechamiento de los vecinos, mientras al nor­te de la línea el corte de la leña para fuego y la explotación de la made­ra quedaba supeditada a una autorización del Cabildo, que la otorgaba previo abono de determinados derechos para la renta de propios. Que­daba protegida la zona boscosa que rodeaba La Laguna, con la prohi­bición de exportar madera procedente de aquella región.
En la práctica, los cortes fueron igualmente intensivos en todas las zonas. Por un lado, las necesidades de la construcción eran enor­mes, no sólo para el uso interior, sino también porque a menudo se recurría a los bosques de Tenerife para enviar fuera madera labrada, vi­gas y tablas. No eran menores las exigencias de la construcción de navíos, tanto para la industria local como para la flota real, así como la confección de cajas para la industria del azúcar. Por otro lado, la madera de menor calidad no se salva de la destrucción, porque es tam­bién considerable la demanda de leña de fuego, para el uso de los vecinos, pero más aun para los hornos de cal y la fabricación del carbón de humo.

Pero en realidad los mayores enemigos del bosque tinerfeño son los ingenios y los fabricantes de brea. Los primeros consumen cantida­des ingentes de leña para sus operaciones de refinado. De aquí se sur­ten en combustible no sólo los ingenios de la isla, sino también los de Gran Canaria, que son más numerosos y de mayor rendimiento. Para surtirse en Tenerife, no hay dificultad, porque la leña de Tenerife destinada a aquel uso no paga ningún derecho.
La brea o pez era producto estancado, cuya renta pertenecía al Cabildo. Este había tomado al respecto algunas medidas de interven­ción y conservación, confirmadas en 1520 por Carlos Quinto. La brea se vendía por los productores a diez maravedís el quintal; la pro­ducción máxima, que fue la de 1593, se elevaba a 28.300 quintales de­clarados por los productores, y probablemente a más del doble. La preparación corría a cargo de algunos pegueros que pagaban la renta, principalmente en Agache, donde en 1558 había dos hornos de pez. Tal como se procedía a su extracción en los bosques de Tenerife, la brea era el producto más ruinoso que se hubiera podido imaginar. No se sacaba la resina por incisión, como se acostumbraba hacer en otras partes, porque se consideraba de escaso rendimiento, a causa de las distancias, de los hurtos y sobre todo de la impaciencia de los pro­ductores. En Tenerife se prefería quemar los troncos en una especie de grande parrilla, para recoger en un hoyo practicado por debajo la resina derretida y mezclada con la ceniza. El rendimiento no llegaba al diez por ciento. Si se admite que la producción anual de brea gi­raba alrededor de 30.000 quintales, esto significa que unas 150.000 toneladas de madera, al peso actual, se transformaban anualmente en cenizas. Dada la distancia y el aislamiento de los lugares del trabajo, la vigilancia del Cabildo era una ilusión. Los destrozos ocasionados por los pegueros fueron incalculables y la pez de Tenerife se vendió, mien­tras hubo bosques, en todos los puertos de España y de Portugal.
El tercer enemigo de los bosques fue el incendio. En un princi­pio fue considerado como el medio más expedito, adaptado espontá­neamente por los vecinos, para rozar y desboscar la tierra con el fin de poderla roturar. Luego hubo varios incendios de los que no se po­día decir que habían sido provocados intencionadamente. El de 1780 en la montaña de Aguirre, duró más de dos semanas y llegó a poner en peligro el abastecimiento con agua de La Laguna y de Santa Cruz . El de 1800 hizo desaparecer grandes extensiones de bosque en los monte de Taganana, Los Batanes y el valle de San Andrés.

Al ritmo que seguían las cosas, no era difícil prever que la madera de Tenerife no duraría mucho. Lo primero que vino a faltar fue la que se necesitaba para fabricar los toneles y las pipas: a fines del siglo xyi ya no había para ello madera en la isla y hubo que traerla de Galicia o de Portugal. Tampoco era difícil prever que se iba a prohibir el corte de madera en la isla, porque era el camino que parecía más fácil. Como la ley se entendía entonces como una función represiva y prohibitiva del gobierno, se prohibió y se reprimió repetidamente el corte abusivo: pero la misma autoridad que dictaba la ley debía de abrigar el mayor escepticismo acerca de la eficacia de sus medidas.

En 1498, al multar el teniente de gobernador a un vecino que ha­bía cortado en los bosques de La Orotava sin autorización de la justi­cia, los regidores estimaron la sentencia injusta, «por quanto puede aver dos años, poco más o menos, que la ordenanca se hizo e que nunca se ha guardado ni usado; porque muchos y generalmente veen cortar ma­dera y nunca han visto llevar pena ninguna». Afortunadamente la la­xitud de la ley se completa con el indiferentismo de la policía.

Sobre este punto de la madera, que por lo demás parece insoluble, la política del Cabildo consiste en navegar capeando. Ora prohi­be la fabricación de las cajas de azúcar con madera de los montes de La Laguna, para proteger los bosques de su reserva, como desde un principio se había comprometido a hacer; ora, al año exacto, revoca la ordenanza, porque son muchos los azúcares que vienen a embarcar en Santa Cruz, y es más cómodo tener cerca el material para su em­balaje. Ora acuerda que no se debe dejar que salga madera ni tabla­zón alguna por el puerto de Santa Cruz, sin licencia de todo el Cabil­do, ora despacha apresuradamente la licencia de pura forma, o hace la vista gorda, o se inclina ante la intervención interesada de al­gún poderoso. Y es que no puede mantener una actitud tajante, por hallarse cogido entre la premática que exige la conservación de los bosques, y la merced real de los bosques de Tenerife para el uso más indiscreto de los vecinos.
Donde es más constante y se siente más a sus anchas el Cabildo, es en su papel de Casandra o profeta de las desgracias futuras. Las talas, los fuegos y la fábrica de navios están acabando con los bosques. Hay que hacer algo: «si no se executa lo que Su Magestad manda, muy presto no avría madera no sólo para poder labrar una casa de nuevo, pero para poder rreparar las que ay». También es cierto que multipli­ca los procedimientos contra los que sacan madera sin su licencia, prin­cipalmente por el puerto de Santa Cruz; pero la razón es que se están multiplicando considerablemente los mismos abusos censurados, debi­do a la escasez y a los precios cada vez más subidos de la madera.

Por fin, en 1748 una premática indica la única solución viable, la de una repoblación forestal que mantenga por lo menos el mismo compás de los cortes. Desgraciadamente, su aplicación no es posi­ble, por la conocida pobreza de la autoridad insular. En 1770, el Con­sejo de Castilla ordena que se proceda al nombramiento de un guarda mayor de los bosques que no fuese un regidor, como hasta entonces se había acostumbrado, sino un vecino no calificado. Se hizo como se mandaba, pero sin experimentarse ninguna mejora. Algunos de estos guardas mayores fueron consultados en ocasiones, e informaron exac­tamente sobre la situación desastrosa de los montes; pero cualquier medida eficaz rebasaba las posibilidades de acción del Cabildo.

La situación, en efecto, era desastrosa. En La Laguna y en Santa Cruz no se puede edificar normalmente, porque no hay madera de construcción. Las industrias que necesitaban mayores gastos de energía, tales como los ingenios y la fábrica de vidrio, hacía mucho tiempo que habían cerrado sus puertas. La construcción de navíos, antes la más im­portante de las industrias locales, había recibido el golpe de gracia con el acuerdo tomado por el Cabildo, de no dar más licencia de corte para uso de los astilleros o varaderos locales. Las viñas no tienen horquetas.
La cosecha de vino de 1782 ha sido abundante y el vino se vende bara­to, pero no encuentra compradores, porque éstos no tienen envases en que llevárselo. Una buena viga de tea, de las gruesas que se usan en los lagares, sólo se puede descubrir por milagro. Una carga de leña para el fuego llega a costar tres reales de plata precio tan exorbitante, que los pobres nunca pueden permitirse el lujo de una comida caliente.

En 1775, Juan García Cocho de Iriarte, guarda mayor de montes y persona más decidida que los que lo han precedido, toma personal­mente la decisión de demoler los hornos de pez. Pero el mal está hecho y la situación es irreversible. La corona de bosques que encerra­ba por los tres lados el lugar de Santa Cruz ha desaparecido irremisi­blemente.

Ahora, “cuando se recorren los alrededores, no se descubre ni un solo sitio, ni un solo paisaje que pueda producir imágenes agra­dables. Todo está quemado: caminamos sobre lavas sueltas, puntiagu­das, que lastiman los pies a través de las suelas más fuertes”. Las llu­vias han barrido tan concienzudamente la frágil capa vegetal que se había quedado indefensa, que los técnicos a quienes se intenta explicar que aquellos riscos pelados y cortados a pique estaban hasta hace dos­cientos años poblados de bosques espesos, están seguros que se trata de un error de lectura del historiador. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.1: 542 y ss.).




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