EFEMERIDES DE LA NACION
CANARIA
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XXIII
Guayre
Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1610.
Domingo Boulineau, mercader
francés residente en La Laguna,
anticipa 1.500 reales a Thomas Revett,
mercader residente en Vilaflor, para poner un comer
cio en común. (AHP: 1531/617).
cio en común. (AHP: 1531/617).
1610. Se solicita en la isla de La Gomera la constitución del
Convento de San Pedro Apóstol en el Valle de Hermigua, aunque hasta al año siguiente no tomarían
varios religiosos de la secta católica de la Ermita del mismo nombre. Ya en el año 1648 fue
elevado al rango de priorato y se abrió una escuela conventual.
1610. Alguaciles mayores en la colonia. Sus competencias eran bastante
amplias y abarcan desde la ejecución de las sentencias y detención de los
delincuentes hasta cuestiones de orden público como las rondas nocturnas y las
cárceles. Lo característico de estos oficios es que a partir del siglo XVII
llevan anexa una regiduría a pesar de la oposición de los cabildos y, al mismo
tiempo, como consecuencia de los problemas financieros del reinado en la
metrópoli de Felipe III se enajenaron de por vida a particulares. Así sucedió
en 1610 con el alguacilazgo mayor de Benahuare (La Palma) en favor de Juan de
Vega, criado del rey, con voz y voto en el Cabildo; en 1613 con el de Tenerife
en favor del capitán Juan de Basterra, y por igual fecha ocurre lo mismo con el
de Gran Canaria a favor de la familia Westerling.
Los
Regidores. La designación real es la norma que acaba consolidándose en relación
con el nombramiento de regidores a lo largo del periodo estudiado. Si algo
caracteriza estos nombramientos es el hecho de que la Corona enajenó la propiedad
de estos cargos de regidor, si bien se establecieron algunas condiciones en las
transmisiones no sólo por las exigencias del servicio sino por la conveniencia
fiscal pues, de no cumplirse, los oficios revierten de nuevo en el real
patrimonio. Estas enajenaciones se hicieron por juro de heredad o perpetuas, de
una sola renunciación y renunciables. En realidad, las tres eran perpetuas
puesto que las dos últimas formas no indican término alguno, sino que
únicamente previenen cuál es el medio adecuado para la transmisión del oficio.
Esto da como resultado el que tales cargos siempre se titularan «regidores
perpetuos», a pesar de que pertenecieran a la clase de los renunciables. A
estos regidores hay que añadir otros cargos que llevaban anexo el tener voz y
voto en los cabildos (alférez mayor, alguacil mayor, depositario general...),
que también eran objeto de enajenación. Estas ventas de oficios permiten que el
regimiento acabe cayendo en poder de los colonos terratenientes más destacados
de la terratenencia colonial, por lo general avecindada en las ciudades capitalinas,
hasta el punto que los cabildos terminan por constituirse en un fiel reflejo de
la clase dominante colonial, representada fundamentalmente por los grandes
propietarios surgidos a raíz de los repartimientos de la tierras usurpadas o de
las posteriores adquisiciones de tierra realizadas con capitales provenientes
del comercio.
Como
cualquier otro bien, estos cargos fueron objeto de vinculación, transacción,
enajenación o herencia. En aquellos oficios que no podían ser ejercidos por sus
titulares por algún impedimento, podían nombrar un teniente siempre que la
concesión real de la metrópoli contuviese la cláusula de facultad para nombrar
teniente.
Precisar
su número en cada isla no resulta fácil al fracasar todos los intentos por
regularizarlo. (Vicente J. Suárez Grimón 1991)
1610. Contribuye a situar las Fortunadas, real aviso de
1610. Iniciada la expulsión de los moriscos en Valencia, ciertas familias
gaditanas, presintiendo el futuro, fletaron barcos de franceses, marchando a
Berbería. Temiendo Felipe III que al pasar quedasen en Canarias, remitió orden
de urgencia, para que no fuesen recibidos, pues estando las islas tan cerca de
tierra de moros, representarían peligro suplementario.
Impulsados por la fuerza moral, que les daban la
apropiación de la corona portuguesa, por el rey de las Españas y el matrimonio
de Miguel de Portugal, primogénito del Prior de Ocrato, con hija de Mauricio de
Nasseau, sus aliados holandeses, franceses e ingleses, fundaron poblamientos en
la "conquista" de Portugal, haciendo tan peligroso el Caribe, que ni
aun a Canarias se navegaba en barco suelto. Estando nueve
"mercantiles" en Sanlúcar, con las "islas" por destino,
fueron obligados formar flota, "subordinados" al mayor, según
costumbre. Suspendida la de Indias de 1607, los colonos canarios violaron todas
las disposiciones, yendo cada cual a Indias, como le pareció. Consciente Felipe
III de que legislar en el absurdo, da desobediencia civil por resultado, en
1612 adaptó la ley a lo posible. Los fuesen con la flota de Nueva España, se
pondrían a "la colla" el 1º de mayo y los de Tierra Firme, "en
las primeras aguas de agosto". De no avistar a los navíos, podrían hacerse
a la mar, zarpando los unos entre el 20 y el 30 de julio y los otros del 20 al
30 de diciembre. El regreso lo harían por Sevilla, para registrar las
mercancías en la
Contratación. Al ser cada vez más raro el encuentro de los
barcos, con las flotas, en 1626 se agregó barco de Canarias, a la de Nueva
España[1].
1610.
Cabildo colonial de Tenerife, se formaliza un
concierto con el albañil Benito Afonso, que cobraría 300 ducs., por la
siguiente obra: tenía que construir un
aposento alto y bajo en la mitad del sitio junto al Ayuntamiento, de modo que
las vigas irían parejas al mismo, y culminaría 14 palmos por encima de las vigas, disponiendo de dos ventanas de
cantería en lo alto; en la otra mitad del
solar haría una bóveda de cantería colorada, que tendría acceso al aposento mediante una puerta de cantería en la bóveda.
1610.
En el puerto
de Tedote n Benahuare (Santa Cruz de La Palma), quizás sorprendido por un temporal, se
hunde el navío Nuestra Señora de la Victoria, el cual regresaba de América con un
rico cargamento.
1610.
La zona de Famara y Soo (en la Isla Lanzarote) han
estado siempre unidas. La primera nota localizada hasta la fecha que cita la
zona de la Caleta,
es el testamento de Luís de Samarines llamado “El Viejo”, este señor vivía en
Soo en 1610 y allí redactó ese mismo año su testamento que en una de sus notas
dice,
“He comprado el término que va desde la montaña de Soo a dar a la mar, todo hasta Las Caletas de Famara....”
La relación de la familia Samarines con esta zona continuó años después, pues en 1618 un sobrino de Luís de Samarines llamado Marcial de Samarines, hace escritura de venta en la Villa de Teguise a Gaspar de Umpierrez de,
“Del termino y tierras y casas y maretas que dicen Desso” (Francisco Delgado Hernández)
1610. Un
huracán derribó el Garoé
o
Árbol Santo era la fuente de agua de la Isla Esero (El Hierro). El gigantesco árbol era
un tilo, perteneciente a la familia de las lauráceas y tenía un carácter
sagrado para los bimbaches de Esero (El Hierro) ya que el agua que manaba de
sus hojas por la condensación -fenómeno conocido como lluvia horizontal- se
recogía en una especie de estanque y era suficiente para abastecer a sus
pobladores, pues no existía ningún otro depósito de agua potable en la isla. El
Ingeniero cremonés Leonardo Torriani en su obra Descripción de Las Islas Canarias, nos ha trasmitido una
descripción de éste Árbol Santo, así como de las costumbre de los antiguos
bimbaches en los siguientes tçerminos:
“La
isla más austral de estas Afortunadas, vecina con las Purpurarias, es El
Hierro, y también es, la más pequeña de
todas; no tiene sino 30 minutos de longitud y 27 grados y cinco minutos de
latitud. Su mayor día tiene 13 horas. De
modo que, por la poca diferencia entre la elevación del polo de esta
isla a Lanzarote el día no llega a variar en estas islas sino en una media hora.
Tiene un circuito de 92
millas, y es casi redonda, En dirección suroeste, el mar
queda como muerto, sin viento, por espacio de 150 millas, de modo que
1os navíos que entran allí, en esta bonanza, casi no pueden salir. Plinio la llama Ombrión. Es famosa por los
árboles de que hasta ahora se saca el agua de beber: grandísima providencia de
la naturaleza, que, allí donde no hubo agua para el sustento de las personas,
los árboles la proveyesen. En los últimos doscientos años se han descubierto
tres fuentes, Acof, Apio y El Pozo.
Además, la industria ha enseñado a los hombres cómo recoger las aguas
llovedizas en unas cisternas de madera, qué las gentes de esta isla llaman
tanques están hechos a modo de cajas grandes, cuadradas, y en ellas se
conservan las aguas que una o dos veces al año caen con las 1luvias.
En
una distancia de cuatro millas a partir de la costa, esta isla es áspera y
montuosa; pero después, el resto de la tierra es casi llano, y se parece con el
de La Gomera
en la abundancia de los árboles. Produce mucha carne, queso, que llevan a
vender a España, y bastante yerba pastel, que compran los ingleses para teñir.
En estos últimos años, los isleños han plantado viñas, que ya rinden mucho
provecho.
Antiguamente
no había en esta isla sino cabras, cerdos y ovejas, que criaban sin darles de
beber por la falta de agua; como también
lo usan hoy día, pues hay poco agua para toda la gente y para el ganado. Así se
explica que las carnes sean más sabrosas que las demás que se crían con agua; e
igual ocurre con las de las islas desiertas, Alegranza,
Santa Clara y Graciosa.
Esta isla tuvo pocos
habitantes, que vivían en casas construidas con piedra seca. La villa se decía
Amoco y ahora los españoles la llaman Valverde; tiene 250 casas y está a 7 millas de distancia de
la costa.
Los
antiguos herreños fueron mucho más salvajes que los lanzaroteños, los de
Fuerteventura, gomeros y palmeros. Además de la idolatría y de muchas más
cosas, entre ellos no hacían más diferencia que la de rico a pobre; y el más
rico de todos era el rey; el último que reinaba cuando Letancurt conquistó la
isla, se llamaba Añofo.
Vivian
con carne cocida, con leche, que decían achemen, con mantequilla, que llamaban
mulan, y con raíces de helecho, .llamadas haran, que ponían a cocer, y hacían
con ellas
su
pan, y también la pasta con que alimentaban a los niños, a la cual .llamaban
guamames. Se vestían con pieles largas, dejando las piernas y los brazos
desnudos y los cabellos, largos. Las mujeres llevaban la piel sostenida con una
cintura y fofa; y cuando hacía un poco de frío, se cubrían con el tamarco.
Dormían sobre paja de helechos, y se cubrían con pieles de cordero. Bailaban
cantando, porque no tenían otro; creo
que de allí tiene su origen el famoso baile canario. Eran muy aficionados a los
convites que ellos llaman guativao.
Fueron más que los otros isleños melancólicos, pacíficos y cobardes
No
llevaban otras armas, mas que una vara pintada de amarillo, para descanso de su
cuerpo. Se casaban con cuantas mujeres querían y sólo" exceptuaban a 1a
madre. Su cárcel estaba debajo de tierra y la llamaban benisahare. Sólo, al homicida le quitaban la vida; a los ladrones
la primera vez le quitaban un ojo, y la
segunda el otro; para que, quedando ciego, no 'pudiese más robar.
Los hombres adoraban
a un ídolo macho, y las mujeres a una hembra. Al macho llamaban Eraoranhan; y a la hembra Moneiba; les hacían oraciones, sin
sacrificio, y creían que vivían en los altísimos peñascos. Además de estas
cosas, tenían en gran veneración el cerdo y el demonio a quien llamaban Aranfaibo se les aparecía en esta
figura.
Cuando
tardaban las lluvias, ayunaban tres días; seguidos y gritaban al cielo,
llamando el agua, estando en un lugar reservado para ello, llamado Tacuitunta, que estaba cerca de una
cueva llamada Abstenehita; y de esta
cueva, a sus gritos, salía fuera el demonio en figura de cerdo, y les daba la lluvia.
El
doctor Troya escribió que entre estos
bárbaros, cien años antes de que los sometiese Letancurt, hubo un tal Jone,
quien, al tiempo de su muerte, predijo que, después que él mismo se hubiese
vuelto cenizas, vendría desde lejos por el mar, vestido de blanco, el verdadero
Eraoranhan, a quien debían de creer y de obedecer y después de muerto, lo
pusieron, según era su costumbre, en una cueva bien tapada, y al cabo de cien
años lo hallaron hecho cenizas. De allí pocos meses aparecieron los cristianos,
en sus naves con velas blancas; los cuales, por este signo, fueron creídos por
estos bárbaros ser verdaderos Dioses, y no hombres mortales como ellos; por la
cual cosa no hicieron ninguna resistencia, sino que los adoraron y les
obedecieron, como Jone les había dicho.
Del
Garoe
La
excelencia de este árbol, que en lengua herreña se llama Garoe, es tan grande que, además de la merecida admiración que
despierta en cualquiera que lea a Plinio, muchos creen que es milagro y divina
providencia, más bien que efecto natural. Pero los investigadores de los
ocultos secretos, que no lo han visto, dicen que está vaciado, ama nera de
caña, y que nació casualmente encima de alguna fuente; de modo que el agua
entra, debajo de la tierra, en el tronco y después sale por algún lado, de
manera que parece que el árbol produce el agua por su propia naturaleza. Otros
suponen que es tan seco y poroso, que tiene la fuerza, como el imán, de chupar
el agua de la tierra y de volverla después por sus ramas y por las hojas.
Plinio
escribe que en esta isla los árboles de que se saca el agua son parecidos con
las férulas, algunos blancos y otros negros, y que de los blancos se saca el
agua buena para beber, y de los negros, el agua amarga. Ambas cosas son falsas,
porque este árbol Garoe, y otros de su misma naturaleza y de su propio efecto
ni se parecen con las férulas, ni son negros ni blancos, ni se saca de ellos
agua buena o amarga. La verdad es que
este árbol no es otra cosa que el incorruptible til, con que se adorna el
agradable Partenio del divino Sannazaro. Este árbol busca los montes y es duro,
nudoso y odorífero. Tiene hojas llenas de nervios y parecidas a las del lauro.
El fruto es medio pera y medio bellota; las ramas, intrincadas; nunca pierde
las hojas, y no alcanza grandes alturas.
En
estas tres islas occidentales se hallan muchísimos tiles que dan buena agua;
pero solo se tiene cuenta del que los herreños llamari Árbol Santo, por ser el
mayor de todos, y también porque da mayor cantidad de agua. Este árbol es tan
grueso que apenas lo pueden abrazar cuatro hombres.
Está
.lleno de ramas muy intrincadas y espesas. Su tronco está completamente
cubierto con una pequeña yerba que crece en todos los árboles que tienen mucha
humedad. Está
situado
encima de un barranco, en la banda del norte. Está tan torcido en su parte baja
que los hombres que van a verlo suben y pesean por encima de ella; y debajo
tiene un
gran
foso en el que se recoge el agua que gotea de este árbol.
La
maravilla del gotear agua no es otra cosa, sino que cuando reina el viento
levante, allí en este valle se recogen muchas nieblas que después, con la
fuerza del calor solar y del viénto, sube poco a poco, hasta que llegan al
árbol; éste detiene, la niebla con sus numerosas ramas y hojas, que se empapan
como si fuese guata y, no pudiéndola conser var en forma de vapores, la
convierte en gotas que recaen espesísimas en el foso.
Todos
los otros árboles de esta clase producen el mismo efecto cuando pasa la niebla
encima de ellos, e igual lo hace la carrasca en todas estás islas donde haya
niebla; pero ni los unos ni los otros producen tanta cantidad, por ser
pequeños. En esta isla, el agua que así se produce se reparte con buena, cuenta
entre 1os isleños; porque en toda la tierra, aunque haya las tres fuentes
mencionadas, no hay agua bastante para sustento de la gente.
Ninguna
cosa de este árbol parece tan digna de maravilla, como lo es su
incorruptibilidad. En efecto, por la diferencia que su grosor tiene con los
demás, así como su grandeza y sus efectos, se debe pensar que había nacido
mucho antes de Plinio; y está cosa no se debe atribuir sino a la perfecta
proporción de los cuatro elementos que lo componen. Merece sin duda
considerarse como santo y maravilloso entre cuantos han sido celebrados por
Pigafetta, por Münster y por otros naturalistas, pues con esta planta rara y
perenne la divina providencia quiso asegurar la vida de aquellos hombres que
desde el principio vinieron a vivir aquí. Gracias a ella se conserva hasta el
presente su descendencia; y por lo mismo colegimos de su inmutable naturaleza
que deberá conservarse por toda la duración de los siglos futuros.” (Leonardo
Torriani: 210-17).
1610.
La Orchilla
que se recolectaba en la colonia especialmente en las Islas denominadas de
realengo, en era regalía de la corona de la metrópoli la cual cedía su
explotación a particulares mediante arriendo. La renta generada este año fue
mil ducados o 375.000 mrs. (AHP: Hacienda
1956/16)
Productos,
espontáneos de la agricultura colonial
La
explotación del suelo no se limita a las especies cultivadas, sino que abarca también una parte de la flora
espontánea, en la medida en que ésta
halla algún uso doméstico o industrial. El endemismo canario de algunas de estas especies aparece como dudosa:
nuestra documentación, de todos
modos, es insuficiente para que pueda conducir a conclusiones válidas. Así, el alpiste se suele
considerar como originario de Canarias; pero resulta que desde mediados
del siglo XVIII era
artículo de importación en las islas.
El aloe o leñaloe, buscado por su empleo en la
farmacia, se ha exportado de Tenerife
desde el siglo XVI hasta muy entrado el xviii Desde mediados del siglo XVI se exportaba el zumaque, empleado en el curtido de las pieles, y que se llevaba de
Canarias a Indias; en 1802 todavía se
recogía en Garachico, por valor de 1.200 reales, y en Tegueste por 2.000 reales. Se sabe que la barrilla
representó en el siglo XIX un renglón
importante de las exportaciones canarias. Se considera que la planta había sido introducida en Canarias en
el siglo anterior, e incluso hay quien sabe la fecha exacta, 1752, de su
aparición en las islas. En realidad,
consta que se exportaba ya en el siglo XVI, aunque
de manera intermitente. En 1802, Buenavista
era el primer productor de barrilla,
que se recogía por un valor de 300.000 reales.
Otro producto curioso de Tenerife fue la baga de
laurel, que se exportaba para usos
farmacéuticos y probablemente también como condimento. Su recolección era estancada, es decir, intervenida por el
Cabildo, que tenía el monopolio de su
aprovechamiento y lo daba a renta a algún
administrador. La recogida había decaído a finales del siglo XVI. En 1581, la renta
correspondiente en la isla de La
Palma era de 400 ducados,
mientras en Tenerife, por falta de interés del Cabildo, se daba a renta por sólo 50 doblas, a pesar de ser
artículo que gozaba de mucha aceptación
a la exportación, sobre todo en Flandes. Al año siguiente se prohibió el corte de la baga, por los destrozos que
había causado en el arbolado; pero debió de ser
una disposición provisional, porque se
volvió a dar a renta en los años siguientes.
El drago fue la víctima lamentable del
aprovechamiento intensivo. A juzgar por la
importancia de los cortes, debía de ser muy corriente
en los bosques de la isla, por lo menos hasta mediados del siglo XVI. En 1513 se mandaba por la justicia que, en razón de
las amenazas francesas de invasión, todos los
vecinos y estantes de 18 a
60 años debían proveerse en un plazo de 40 días con una tarja de drago de tres
a cuatro palmos de ancho. Posteriormente, su corcho fue utilizado como material preferido, cuando no exclusivo, para la
fabricación de colmenas. Su savia o sangre se
recogía intensivamente, por ser uno de los
productos canarios más apreciados a la exportación y el dentífrico de mayor aceptación en España. La sangre de drago,
recogida por incisión, se exportaba bajo dos formas diferentes: la sangre
común, tal como se había recogido, y la
sangre en gota, obtenida por la purificación de la anterior. También se exportaban palillos de dientes cortados en ramas de tabaiba dulce y mojados en uno de sus
extremos en sangre de drago, hasta
tener un aspecto parecido al de los fósforos y que se empleaban en España, en la sociedad elegante, como
cepillo de dientes. Esta intensa explotación
del drago tinerfeño sólo se acabó en 1574, cuando se prohibió hacer corchos de drago o recoger sangre, pena de cien azotes, y cuando quedaban pocos dragos
para proteger.
Además, sería una ilusión imaginar que la medida
tuvo alguna eficacia: la moda española de la sangre de drago es posterior a
esta fecha.
La orchilla había sido tradicionalmente el primer
artículo de exportación de Canarias,
posiblemente desde antes de la conquista de Béthencourt; y parece lícito imaginar que había sido el primer aliciente y estímulo de aquella conquista. En las islas de
señorío constituía una renta o
monopolio de los señores; en las realengas formó hasta 1817 un comercio estancado, directamente intervenido
por las rentas reales.
El producto había tenido siempre mucha aceptación en
el mercado internacional: el de la orchilla había
sido dominado en el siglo XVI por los genoveses,
quienes habían acaparado la producción tinerfeña, y en el siglo XVIII por los ingleses.
La recolección de la orchilla era peligrosa, por ser
planta que crece preferentemente en riscos
escarpados y barrancos. Se recogía libremente, sin intervención o vigilancia alguna; pero la planta
recogida no podía negociarse entre particulares, sino que debía venderse
directa e íntegramente a la
administración de la renta: ésta podía exportarla, volver a venderla a particulares, con un sobreprecio que constituía
el beneficio de la renta y del arrendatario de la misma.
La diferencia en los
precios solía ser considerable, por lo cual, se recurrió a menudo a fraude, al contrabando o a la venta directa ilegal El remate de la renta se hacía por períodos de seis
años. El primer arrendador que conozcamos
en Tenerife, Pedro de Segura (1553-1559), era vecino de Toledo>; el
último parece haber sido Roberto de la Hanty, por dos períodos que iban de 1747 a 1758. Después de esta fecha, la administración se hizo directamente,
por la aduana de Santa Cruz. A partir de 1812, las urgencias del Tesoro fueron
tales, que la Aduana dejó de recibir los fondos necesarios para
asegurar la compra de la orchilla que
se venía recogiendo. A partir del año siguiente, 1813, la administración se vio obligada a suprimir las compras y en
adelante su actividad se limitó a la liquidación de las existencias, que eran prácticamente nulas en 1817. La administración
de la orchilla quedó suprimida por orden real
de aquel mismo año.
La producción tinerfeña de la orchilla, en períodos
normales, no dejaba de ser importante. En 1730
representaba 500 quintales, frente a una
producción total de las islas de 2.600 quintales: sólo le era superior la
recogida del Hierro, con 800 quintales. Donde mejor se recogía era en Los Silos, con una producción de 5.216 libras en 1806.
La riqueza forestal de Tenerife había sido
considerable en sus principios. Tanto por su densidad como por la calidad de su
madera, había llamado la atención desde antes de la conquista, siendo la primera explotación regular establecida por los
españoles en la isla, con su base en el
castillo de Añazo, edificado por Diego de Herrera. Luego los cortes se extendieron por toda la isla. En 1512,
al fijarse los propios del Cabildo insular, se dividieron en dos partes todos
los montes de Tenerife, separadas por una
línea ideal que iba desde el Roque Bermejo de Anaga por las cumbres, aguas
vertientes, en dirección al sur, hasta la
punta de Daute. La zona que se extendía al sureste de esta línea quedó para
libre aprovechamiento de los vecinos, mientras al norte de la línea el corte de la leña para fuego y la
explotación de la madera quedaba
supeditada a una autorización del Cabildo, que la otorgaba previo abono de
determinados derechos para la renta de propios. Quedaba
protegida la zona boscosa que rodeaba La Laguna, con la prohibición de exportar madera procedente de aquella región.
En la práctica, los cortes fueron igualmente
intensivos en todas las zonas. Por un
lado, las necesidades de la construcción eran enormes,
no sólo para el uso interior, sino también porque a menudo se recurría a los bosques de Tenerife para enviar fuera
madera labrada, vigas y tablas. No eran menores las exigencias de la
construcción de navíos, tanto para la industria
local como para la flota real, así como la
confección de cajas para la industria del azúcar. Por otro lado, la madera de menor calidad no se salva de la
destrucción, porque es también considerable la
demanda de leña de fuego, para el uso de los vecinos,
pero más aun para los hornos de cal y la fabricación del carbón de humo.
Pero en realidad los mayores enemigos del bosque
tinerfeño son los ingenios y los fabricantes
de brea. Los primeros consumen cantidades ingentes de leña para sus operaciones de refinado. De aquí se surten en combustible no sólo los ingenios de la isla,
sino también los de Gran Canaria, que
son más numerosos y de mayor rendimiento. Para surtirse en Tenerife, no hay dificultad, porque la leña de
Tenerife destinada a aquel uso no paga
ningún derecho.
La brea o pez era producto estancado, cuya renta
pertenecía al Cabildo. Este había tomado al respecto algunas medidas de
intervención y conservación,
confirmadas en 1520 por Carlos Quinto. La brea se vendía por los productores a
diez maravedís el quintal; la producción
máxima, que fue la de 1593, se elevaba a 28.300 quintales declarados por los productores, y probablemente a más
del doble. La preparación corría a cargo de
algunos pegueros que pagaban la renta, principalmente en Agache, donde en 1558
había dos hornos de pez. Tal como se
procedía a su extracción en los bosques de Tenerife, la brea era el producto más ruinoso que se hubiera podido imaginar. No
se sacaba la resina por incisión, como se acostumbraba hacer en otras partes, porque se consideraba de escaso
rendimiento, a causa de las distancias, de
los hurtos y sobre todo de la impaciencia de los productores. En Tenerife se prefería quemar los troncos en una especie de grande parrilla, para recoger en un hoyo
practicado por debajo la resina derretida y
mezclada con la ceniza. El rendimiento no llegaba al
diez por ciento. Si se admite que la producción anual de brea giraba alrededor de 30.000 quintales, esto significa
que unas 150.000 toneladas de madera, al peso
actual, se transformaban anualmente en cenizas.
Dada la distancia y el aislamiento de los lugares del trabajo, la vigilancia del Cabildo era una ilusión. Los
destrozos ocasionados por los pegueros fueron
incalculables y la pez de Tenerife se vendió, mientras hubo bosques, en todos los puertos de España y de Portugal.
El tercer enemigo de los bosques fue el incendio. En
un principio fue considerado como el
medio más expedito, adaptado espontáneamente por los vecinos, para rozar y desboscar la tierra con el fin
de poderla roturar. Luego hubo varios incendios
de los que no se podía decir que habían
sido provocados intencionadamente. El de 1780 en la montaña de Aguirre, duró más de dos semanas y llegó a poner en peligro el abastecimiento con agua de La Laguna y de Santa Cruz . El
de 1800 hizo desaparecer grandes extensiones
de bosque en los monte de Taganana, Los
Batanes y el valle de San Andrés.
Al ritmo que seguían las cosas, no era difícil
prever que la madera de Tenerife no
duraría mucho. Lo primero que vino a faltar fue la que se necesitaba para fabricar los toneles y las pipas:
a fines del siglo xyi ya no había
para ello madera en la isla y hubo que traerla de Galicia o de Portugal. Tampoco era difícil prever que se iba a
prohibir el corte de madera en la isla, porque
era el camino que parecía más fácil. Como
la ley se entendía entonces como una función represiva y prohibitiva del gobierno, se prohibió y se reprimió
repetidamente el corte abusivo: pero la misma autoridad que dictaba la ley
debía de abrigar el mayor escepticismo
acerca de la eficacia de sus medidas.
En 1498, al multar el teniente de gobernador a
un vecino que había cortado en los bosques de La Orotava sin autorización
de la justicia, los regidores estimaron la
sentencia injusta, «por quanto puede aver dos
años, poco más o menos, que la ordenanca se hizo e que nunca se ha guardado ni usado; porque muchos y generalmente
veen cortar madera y nunca han visto llevar
pena ninguna». Afortunadamente la laxitud
de la ley se completa con el indiferentismo de la policía.
Sobre este punto de la madera, que por lo demás
parece insoluble, la política del Cabildo consiste en navegar capeando. Ora
prohibe la fabricación de las cajas de azúcar con madera de los montes de La Laguna, para proteger los bosques de su reserva, como
desde un principio se había comprometido
a hacer; ora, al año exacto, revoca la ordenanza,
porque son muchos los azúcares que vienen a embarcar en Santa Cruz, y es más
cómodo tener cerca el material para su embalaje. Ora acuerda que no se debe dejar que salga madera ni tablazón alguna por el puerto de Santa Cruz, sin licencia
de todo el Cabildo, ora despacha apresuradamente
la licencia de pura forma, o hace la vista gorda,
o se inclina ante la intervención interesada de algún poderoso. Y es que no puede mantener una actitud tajante, por hallarse cogido entre la premática que exige la
conservación de los bosques, y la merced
real de los bosques de Tenerife para el uso más indiscreto
de los vecinos.
Donde es más constante y se siente más a sus anchas
el Cabildo, es en su papel de Casandra o profeta de las
desgracias futuras. Las talas, los fuegos y
la fábrica de navios están acabando con los bosques. Hay que hacer algo: «si no se executa lo que Su
Magestad manda, muy presto no avría
madera no sólo para poder labrar una casa de nuevo, pero para poder
rreparar las que ay». También es cierto que multiplica los procedimientos contra los que sacan madera sin su licencia, principalmente por el puerto de Santa Cruz; pero la
razón es que se están multiplicando considerablemente los mismos abusos
censurados, debido a la escasez y a los precios cada vez más subidos de
la madera.
Por fin, en 1748 una premática indica la única
solución viable, la de una repoblación
forestal que mantenga por lo menos el mismo compás
de los cortes. Desgraciadamente, su aplicación no es posible, por la conocida pobreza de la autoridad
insular. En 1770, el Consejo de Castilla
ordena que se proceda al nombramiento de un guarda mayor
de los bosques que no fuese un regidor, como hasta entonces se había acostumbrado, sino un vecino no calificado. Se
hizo como se mandaba, pero sin
experimentarse ninguna mejora. Algunos de estos guardas
mayores fueron consultados en ocasiones, e informaron exactamente sobre la
situación desastrosa de los montes; pero cualquier medida eficaz rebasaba las
posibilidades de acción del Cabildo.
La situación, en efecto, era desastrosa. En La Laguna y en Santa Cruz no se puede edificar normalmente, porque no hay
madera de construcción. Las industrias
que necesitaban mayores gastos de energía, tales
como los ingenios y la fábrica de vidrio, hacía mucho tiempo que habían cerrado sus puertas. La construcción de
navíos, antes la más importante de las
industrias locales, había recibido el golpe de gracia con el acuerdo tomado por el Cabildo, de no dar más
licencia de corte para uso de los astilleros o varaderos locales. Las viñas no
tienen horquetas.
La cosecha de vino de 1782 ha sido abundante y el
vino se vende barato, pero no
encuentra compradores, porque éstos no tienen envases en que
llevárselo. Una buena viga de tea, de las gruesas que se usan en los lagares, sólo se puede descubrir por milagro.
Una carga de leña para el fuego
llega a costar tres reales de plata precio tan exorbitante, que los pobres nunca pueden permitirse el lujo de una
comida caliente.
En 1775, Juan García Cocho de Iriarte, guarda mayor
de montes y persona más decidida que los
que lo han precedido, toma personalmente la decisión de demoler los hornos de
pez. Pero el mal está hecho y la situación
es irreversible. La corona de bosques que encerraba por los tres lados el lugar de Santa Cruz ha desaparecido irremisiblemente.
Ahora, “cuando se recorren los
alrededores, no se descubre ni un solo sitio,
ni un solo paisaje que pueda producir imágenes agradables. Todo está quemado:
caminamos sobre lavas sueltas, puntiagudas, que lastiman los pies a través de las suelas más fuertes”. Las
lluvias han barrido tan concienzudamente la
frágil capa vegetal que se había quedado
indefensa, que los técnicos a quienes se intenta explicar que aquellos riscos
pelados y cortados a pique estaban hasta hace doscientos años poblados de bosques espesos, están seguros que se trata de un error de lectura del historiador. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz,
1998.t.1: 542 y ss.).
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