EFEMÉRIDES DE LA NACIÓN CANARIA
UNA HISTORIA RESUMIDA DE
CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XVI
Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1605.
Se verifica un cambio de tendencias
exportadora que suprime sus posibilidades e incluso la convierte en importadora
de trigo, esta nueva coyuntura
coincidiría con sobre los cultivos en la colonia de Canarias en general,
El duque de Sully, el ministro que enderezó la
comprometida hacienda real en tiempos de Enrique IV de Francia, solía decir que la labranza y la ganadería eran las dos mamas de la
economía francesa. Inglaterra había
dispuesto de una sola, hasta que descubrió en los surcos del mar una nueva e inesperada fuente de riqueza. En
cuanto a la colonia de Canarias, buscó su
alimento por más de un camino. Si no insistió y no se fijó definitivamente en ninguno, no fue culpa suya
ni señal de inconstancia. En el
momento en que una fuente de producción empezaba a dar
buenos resultados y movilizaba en grado óptimo las actividades y las energías locales, intervenía una de las muchas y
periódicas interferencias que forman la historia de las islas, y acababa
quitándosela de la mano. Había que
volver a empezar y buscar en otra dirección. La producción tinerfeña, de todos
modos, se sitúa bajo el signo de la progresión en orden disperso.
La dispersión debe entenderse en el tiempo más que
en el espacio. No es una multiplicidad de
individuos que buscan salidas diferentes, sino una multiplicidad de salidas
diferentes que invitan o dan la impresión de servir una tras otra. Cuando se
cierra una, es preciso tratar de abrir a la
que está a su lado y que no cederá fácilmente, a la presión de un individuo o de un grupo, sino que
resultará cómoda sólo al cabo de varias
generaciones.
Lo curioso no es esto, sino observar que los
individuos, contrariamente a lo que
se podría esperar, no está atormentados por la inquietud
de cambiar. Con la psicología propia de todos los insulares, los individuos son conservadores: se aferran a su
programa de vida y a sus instrumentos de
trabajo y sólo cambian por fuerza, después de haber agotado todos los recursos
que les permitían ir tirando. Y todos los recursos acaban agotándose o
fallando: el azúcar, el vino, el comercio de
Indias, la cochinilla, el tabaco, el puerto franco, el plátano, el tomate, el
turismo no han sido para los canarios —hablando, naturalmente, con las perspectivas de la historia o incluso
quizá con las de la estrella Sirio—,
valores más resistentes que el del tostón.
Así y todo, estos productos y estas salidas han
hecho la economía de Canarias a lo largo de su
historia. Cuando los enumeramos de este modo, parece que tratan de imponer la
imagen de una búsqueda afanosa y de una
preocupación constante, a la vez que de una dedicación monopolística y de lo
que se suele llamar el monocultivo. Esta imagen es
seguramente falsa. La economía es mucho más pérfida de lo que parece. Si es cierto que no le gusta la depresión
continuada, tampoco se conforma con
prosperidades prolongadas. Donde más se complace es en las graciosas y sangrientas curvas y evoluciones que forman las
delicias de los especialistas y el terror de los
gobernantes.
En Canarias no se miran sino las curvas que van para
arriba. De una manera general, las otras no merecen ninguna confianza. Por lo tanto, el problema de la producción no es el de una
búsqueda inquieta, sino la imagen de
una permanente ilusión, que lee su porvenir al trasluz con la persuasión que acaba de dar en el clavo. Y el hecho es que
todas las soluciones mencionadas eran buenas, suficientes y viables;
todas venían, además, acompañadas de
períodos de prosperidad que exaltaban
el optimismo congénito de la gente. Cuando empezaba la recesión, la riqueza se derretía paulatinamente y los
isleños no alcanzaban a ver siempre
por qué se les derretía. Con la mentalidad específica del labrador, que está consolado con la idea que tras las
vacas gordas tienen que venir las
flacas, esperaban confiadamente a que volvieran a engordar. Pero las vacas no
habían enflaquecido, sino que habían muerto.
Por otra parte, el decir que la fuente de la riqueza
estaba centrada en un momento determinado,
pongamos por caso, en el azúcar, no significa
especialización monopolística de la cana y despreocupación por los demás ramos
de la producción. Ni siquiera significa monopolio a la exportación. Sólo indica que la producción no era suficientemente diversificada. Las actividades productoras,
demasiado atraídas por las perspectivas
de un producto privilegiado, cedían a la tentación inoportuna de concentrar sus esfuerzos sobre aquel punto. Con ello se
introducía en la producción un factor de especulación, que está al origen del dumping y que, aun sin llegar a este
extremo, resulta de todos modos
contraproducente a largo plazo. Pero no debe confundirse esta situación con la
idea de monocultivo, ilusión que se funda quizá en la poquedad de los productos
exportables y en la presencia de un comercio más o menos monocolor. También tiene sus peligros este último: los contemporáneos los han sentido o, cuando menos,
los han experimentado sin comprenderlos y,
también instintivamente, los han corregido en parte por la diversificación
artificial del comercio internacional, por
medio del contrabando.
Todos estos problemas de producción, que luego serán
problemas de comercio, parece que no
deberían interesar la historia de Santa Cruz, ya que rebasan ampliamente su
ámbito. Sin embargo, se relacionan estrechamente con toda su historia, no sólo
porque las actividades de su puerto dependen de la riqueza que puede y debe
afluir desde el interior; sino también porque
la riqueza de determinados momentos explica todos sus adelantos, la necesidad de sus defensas, el brillo de sus
templos, el ensanche de sus actividades,
la arrogancia de su política —mientras que la inconstancia de esta misma riqueza debe tenerse en cuenta cuando
se quiere explicar su lentitud y las vacilaciones de su desarrollo.
Los
cultivas en la colonia
La explotación de las riquezas del subsuelo en
Tenerife no necesita ninguna aplicación
particular, porque no tiene historia propia. Es verdad
que hubo aquí también, como los hay por todas partes, buscadores de oro ilusos, pero su presencia apenas tiene
más valor que el anecdótico. A raíz de la
conquista, se había pensado en una explotación
del azufre en el cráter de Las Cañadas, pero no
consta que se haya llegado a alguna
realización práctica. A pesar de sus buenas intenciones, los buscadores de piedra caliza no tuvieron más suerte. La cal empleada en las construcciones de la isla se traía
normalmente de Gran Canaria o de Lanzarote. La
sal era también artículo de importación, muy
pedido y apreciado en el mercado de Santa Cruz: venía indiferentemente de Lanzarote, de Andalucía o del
extranjero. En 1769 se intentó imitar el
ejemplo lanzaroteño y establecer unas salinas en la costa de la isla, pero el proyecto no prosperó, suponemos que por oposición del Cabildo, ya que la venta de la sal
pagaba una contribución que pertenecía a sus
propios.
El primer producto de cultivo del suelo tinerfeño
fue el trigo, por razones tan obvias, que sería inútil mencionarlas. Los
primeros sembradíos que conocemos son
anteriores a los primeros repartos de tierra;
el trigo, considerado como alimento de primera necesidad, llegó rápidamente a imponerse como base de cambio o como
moneda. Su producción era abundante al principio: pero se trataba de una abundancia relativa, que dependía menos de las
cantidades cosechadas, que de los pocos
pobladores que se habían establecido en la isla. De todos modos, las cosechas anuales rebasaban las
necesidades del consumo v dejaban libre
cierta cantidad de cereal que podía ser exportada. Luego, al multiplicarse los vecinos, el trigo empezó a
escasear en los años malos. Para remediar
las escaseces se aplicaron dos remedios diferentes: por
una parte, la multiplicación de las tierras de cultivo, y por otra parte la
prohibición de la exportación en las épocas de mala cosecha, que ya hemos
encontrado en otro lugar, con el nombre de veda de la saca. Con esta reserva, que depende de la coyuntura,
Tenerife fue a menudo exportador de trigo, a lo
largo del siglo XVI. Las primeras décadas del siglo fueron incluso época de euforia:
el trigo que se exporta anualmente a Portugal, Madera y Castilla forma el
renglón mas importante del comercio exterior de la isla.
Se sabe que la producción del trigo depende de
factores que no es posible dominar. En
Canarias tropezó, además, con las dificultades propias
del clima y del suelo, pasando por altibajos que van fácilmente de la
abundancia al hambre, con unos ciclos anuales, y a veces bianuales, tan apretados, que no dejan a la economía el
tiempo de respirar.
Cuando la cosecha es buena, hay bastante trigo para
exportar y ganar dinero; cuando es mala, hay que
importarlo, o se come cebada, o millo, y raíces
de helécho.
Supeditada su producción a los factores
climatológicos, el trigo depende después, en la fase de la distribución, a
otras condiciones que quizá no son menos
duras. Es un producto intervenido directamente por
el Cabildo, quien controla el mercado, porque es el producto que más interesa para el abastecimiento de la población;
y bien se sabe que toda intervención
resulta ser un entorpecimiento del mecanismo de la distribución. Por otra parte, una cuota importante de la producción pertenece a las tercias reales o pasa a pagar el
diezmo eclesiástico: con lo cual sale del circuito de la distribución, porque
el obispo goza del privilegio de poder sacar su trigo y aprovecharlo incluso en
las épocas en que está prohibida la exportación. En fin, lo peor de todo es que
no parece posible conservar el trigo de un año para otro, a pesar de todos los esfuerzos del Cabildo y del pósito que ha
formado, porque, con los conocimientos
profilácticos de que se dispone, la protección contra
los insectos y roedores es nula.
Todo esto contribuye para que la producción no pueda
cubrir las necesidades de la población.
Sin embargo, las condiciones eran favorables y el rendimiento medio, superior a la media europea; en cambio, la tierra es poca, generalmente mala y las
sequías prolongadas son bastante
frecuentes. Casi desde el principio, cuando la producción es mala, no basta para alimentar a los habitantes. A
partir de fines del siglo XVI, la cosecha ha dejado de ser suficiente, incluso en
los años buenos. En 1802 se declara que
«esta isla es proporcionalmente la que experimenta mayor falta de granos para
la subsistencia de sus habitantes, pues en un año
bueno no recoge ni aun la tercera parte de lo que necesita para su consumo». Esta declaración no es una exageración estudiada, para servir mejor la causa que defiende,
porque no cabe duda de que el déficit de la producción canaria de trigo era
mayor que el promedio de Canarias: este último representaba, a
fines del siglo XVIII, alrededor del 60% de la producción.
La zona de Santa Cruz no era un centro productor.
Las superficies destinadas a la
agricultura no eran muy extensas: para el trigo, la zona
comprendida entre El Cabo y el Barranco Hondo, así como la de Geneto, que en
aquella época pertenecía a Santa Cruz. La producción del lugar suma 1.000 fanegas de trigo y 300 de cebada en 1788, para un consumo apreciado en 10.000 fanegas de trigo. El
año de 1790 debió de ser muy malo para las
cosechas, porque no dio más que 315 fanegas de trigo y 34 de cebada. En 1792
hubo 3.655 y 300 respectivamente!. En 1802, la producción total de
Tenerife es de 110.243 fanegas de trigo,
que apenas proporcionan alimento para unas 11.000 personas.
Dentro de este total, Santa Cruz interviene con una cantidad de 200 fanegas. Lo más notable es la espantosa
variación que, en diez años, va de 1
a 18 en los resultados de la cosecha, y que no resulta fácil explicar. La cebada, con 250 fanegas en
1802, no parece haber pasado por altibajos
tan extremos. En la misma época, San Andrés produce 400 fanegas de trigo y 100 de cebada y Taganana 1.100 y 10
respectivamente. Se sabe que en Canarias el trigo no se consume solamente en su forma panificada, sino principalmente
como gofio; en esta forma se importa
normalmente, ya tostado y molido, desde Gran Canaria.
A pesar de unos comienzos esperanzadores y que
pudieron engañar durante algún tiempo, el
trigo ha sido siempre un capítulo importante
del déficit de la producción canaria. Era natural que fuese así. La extensión de las tierras cultivables era demasiado
reducida, para permitir en buenas
condiciones los cultivos corrientes; y quizá demasiado reducida para cualquier clase de cultivos. Para
sacar de las pocas tierras de riego su mejor
rendimiento, nadie como el primer Adelantado, quien tenía ojos de lince y mano de hierro, cada vez que se trataba de
sacar rendimiento, sea de la cosa que fuese.
El fue quien reservó sistemáticamente las
mejores tierras de repartimiento para el cultivo de la caña de azúcar, haciendo
de este cultivo la condición perentoria de la data. Predicó también con el buen ejemplo personal, reservando para sí
las tierras más apropiadas en Los Realejos y en Los Silos, y poniendo sendos ingenios de azúcar, además del que poseía
en la isla de La Palma. Pero también es cierto que estimuló eficazmente este
renglón importante de la
economía insular, trayendo maestros de azúcar de Portugal o de las
islas portuguesas, en primer lugar entre los que ya habían trabajado en Gran Canaria 21 y dando
prioridad, para la venta, a los productores
de azúcar que eran también vecinos de la isla.
Probablemente la producción tinerfeña del azúcar no
llegó a igualar a la de Gran Canaria,
donde hubo siempre mayor número de ingenios.
Fue, sin embargo, suficientemente activa en la primera mitad
del siglo XVI y llegó
a venderse en los puertos del Mediterráneo, en Francia, pero principalmente en los Países Bajos y en Inglaterra. En comparación con los demás productos de la isla,
constituía una fuente de ingresos superior a otra cualquiera. Un ingenio de
azúcar valía, en los primeros años del siglo XVI, unos 3 millones
de maravedís y su precio, por más que
considerable, se podía amortizar con la renta de diez años: por consiguiente, producía del 10 al 12% y presumiblemente bastante más. Calculando muy por debajo de
la realidad, la producción de azúcar
de Tenerife podría representar en aquella época unos 2 millones de maravedís.
Calculando muy por lo alto, no parece llegar a los 7 millones que formaban
entonces el volumen de la producción del trigo. Este último seguía siendo el
primer renglón de la producción
agrícola; pero existía entre los dos productos una diferencia fundamental: el azúcar quedaba íntegramente
disponible para pasar al circuito
comercial exterior.
Todo se vino abajo por la competencia. El azúcar no
era un producto exclusivamente canario: se
podía comprar en Madera, donde la producción era abundante o en la costa
de África, en Sus, donde el Xarife tenía 14
ingenios que le rentaban 550.000 ducados al año vendiendo
su producción a franceses, flamencos, ingleses e incluso a algunos clientes españoles. Luego el cultivo de
la caña y la técnica de la fabricación del
azúcar pasaron rápidamente de Canarias a la Isla Española y a Cuba. La producción americana resultaba más
interesante para el comercio internacional: allí se disponía de tierras de
riego mucho más extensas, de mejor rendimiento y trabajadas por una mano de obra más barata, por estar formada exclusivamente de
esclavos. Pero el golpe de gracia no vino de las Antillas, sino del Brasil,
cuyas plantaciones lanzaron en dirección a
Europa ingentes cantidades de azúcar blanco.
Hacia 1560, la producción del azúcar canario había
dejado ya de ser el mismo negocio de
antes.
Los productores tardaron algún tiempo en darse
cuenta de la nueva realidad con que tenían
que enfrentarse; luego se resignaron y
pasaron a otra cosa. En 1573,
las Cortes de Madrid representaban al rey que el comercio de vinos canarios a
Indias había arrastrado la erradicación de la caña de azúcar y que el
resultado del abandono de aquel cultivo era
la escasez de azúcar de que padecía Castilla. Pero el cambio de interés de los agricultores canarios no se
debía al éxito del vino, sino a la pérdida del mercado azucarero, que ya no era
posible recuperar, en competencia con los
productores americanos. A mediados del siglo XVII, Gran Canaria, el gran productor
de azúcar del archipiélago, compraba
normalmente en el mercado exterior el azúcar que necesitaba
para su consumo.
Sin embargo, hubo cultivadores que se mantuvieron en
sus trece. En el siglo XVIII, aun se fabricaban anualmente 3.000 arrobas de azúcar en La
Palma y unas mil en Tenerife. Una real orden de 28 de abril de 1780 acordaba la franquicia a los azúcares
de Canarias introducidos en España. Era un privilegio inútil, del que no deben
haber abusado los canarios. En la economía agrícola
de Tenerife, la caña de azúcar no cuenta
para nada alrededor de 1800.
El vino fue el heredero del azúcar en Canarias y
principalmente en Tenerife. No lo heredó
solamente desde el punto de vista comercial, por pasar su mejor parte a la exportación; sino también que ocupó su mismo terreno de cultivo, ya que, según parece, las
parras fueron introducidas en las tierras del
valle de La Orotava,
desesperadamente, cuando se dieron cuenta sus
dueños que ya no tenía interés el cultivo de la caña.
Al principio, cuando no había producción propia, los
canarios bebieron vinos importados, principalmente de Andalucía. Luego se vio
en Tenerife que se daban muy bien las parras, que el vino era igual o superior al
que se traía de fuera y que su aprovechamiento podía resultar interesante.
Hubo entonces una precipitación en masa hacia aquella nueva modalidad agrícola. Algunas de las datas
concedidas por el Adelantado en 1504, en
la zona de Santa Cruz, contienen la cláusula obligatoria
del plantío de sarmientos y la casi totalidad de los numerosos repartimientos que se hicieron entre 1511 y 1513 en
la zona de San Lázaro, entre La Laguna y Los Rodeos, tenía
la misma finalidad. También había parrales bastante numerosos en el valle del
Bufadero y en el Valle de Salazar. Hacia 1540 - 1545 se
sacaban ya de los plantíos tinerfeños unas
3.500 pipas anuales, que resultaban insuficientes para el consumo: todavía era temprano para pensar en la
exportación.
Los problemas empezaron cuando esta exportación fue
posible, por haber aumentado suficientemente la producción. Al sacar vino de las islas se tropezaba con los intereses de los
productores peninsulares, que intentaron
eliminar por todos los medios la competencia de los vinos canarios en el mercado americano, e incluso en el del Norte. También hubo dificultades con los importadores,
principalmente con los ingleses. Pero
todo ello no pudo impedir el progreso del comercio, fundado en una producción
que en Tenerife se ha estabilizado, a lo largo de dos siglos, alrededor de unas 30.000 pipas anuales en
Tenerife, unas 20.000 personas andan
ocupadas en el cultivo de las parras.
Desde el punto de vista de la calidad, el vino de
Tenerife es el mejor de Canarias. Se reparte en
dos clases, que a lo mejor son tres, la malvasía y el vidueño. Este último es el vino que se consume en las
islas y se envía a las Indias. La malvasía puede ser muy buena o de primera clase, en cuyo caso se vende íntegramente en
Inglaterra; o menos buena, de segunda
clase, que se exporta a Holanda y a las plazas intervenidas
por la Hansa
del Norte. Con razón o sin ella, la malvasía tiene la reputación de ser el mejor vino del mundo y ha suscitado el entusiasmo de todos los grandes poetas de Inglaterra, desde
Shakespeare hasta Shelley y Keats.
Tan oportuna y eficazmente ejercita esta función de Pero su misma calidad lo ha
perdido. A lo largo del siglo XVI, su exportación había empezado
tarde y se había hecho libremente: los caldos
canarios eran recibidos en todos los mercados, el de Portugal como el de Francia, el de Holanda como el de Indias.
Luego, sus méritos despertaron el interés y
la codicia de los clientes ingleses; y es de suponer
que los bebedores ingleses no soportan que las buenas bebidas pasen también a manos de otros bebedores. Así como
habían intervenido la mejor producción
vinícola de Jerez y de Málaga, de Oporto y de Madera, así como después intervendrían los mejores caldos franceses, de igual modo derivaron rápidamente la riada de
la malvasía hacia los puertos del sur de
Inglaterra y los docks del Támesis, con el total beneplácito
de los cosecheros, que recibían regularmente su dinero, y de los exportadores, que eran ingleses. Una vez
acaparados los mercados, los
importadores ingleses pudieron dictar sus condiciones: y fueron tales, que la producción del vino perdía gran
parte de su aliciente. En los momentos de
euforia se habían ensanchado desconsideradamente los cultivos de parras, con todas las consecuencias fatales que
de esta falta de planificación se podían derivar:
pérdida de calidad, por haberse aprovechado tierras impropias o demasiado
altas; pérdida de terrenos de cultivo para el
trigo, cuya escasez se hizo sentir todavía más cruelmente que antes; insuficiencia de la mano de obra; encarecimiento de las pipas, por insuficiencia de la madera.
Hubo momentos de dudas, en que se
preguntaban todos si valía la pena seguir trabajando,
y otros momentos de desaliento, en que se llegó a prohibir el plantío de viñas en Tenerife. Hubo a mediados del
siglo XVII
una caída de los precios, que fue menos grave
que la pérdida de los mercados: el de Indias,
por la política monopolística de la
Casa de la Contratación, y el de Inglaterra, por la política
monopolística de Londres.
Ambas crisis fueron superadas, aunque difícilmente;
pero las cosas no volvieron jamás a ser lo
que antes habían sido. Los cosecheros, estrechamente
vigilados por sus compradores ingleses, no tenían más solución que la de entregárseles. Era preciso no
sólo vender su vino, sino venderlo
anticipadamente, para tener liquideces, dinero para la próxima campaña, bodegas libres y clientes
satisfechos. Los exportadores de vinos no
tenían inconveniente en anticiparles el dinero necesario, sino que, al contrario, empujaban en esta misma
dirección. La operación era interesante,
porque aseguraba la cosecha; porque no se hacía
sin cobrar intereses; y porque el pago se hacía, en parte, con géneros y mercancías extranjeras, de la tienda del
mismo comprador de los caldos.
El resultado de esta combinación de intereses fue
que el comercio de los vinos tinerfeños volvió
a prosperar, y se mantuvo a flote, y algunas veces más que a flote, a lo largo del siglo XVIll. Pero ahora los
cosecheros no tenían en la operación más interés
que el del trabajo. En cierto modo, habían
sido reducidos al estatuto de medianeros de los capitalistas extranjeros: a muchos de ellos incluso se les escapó de
la mano la propiedad del suelo. En cuanto a la
comercialización de su propio producto, a
su transporte, a cualquier posibilidad de capitalización
a partir de la renta agrícola, no les quedaba ya ninguna posibilidad.
Paradójicamente, fue una suerte el que este comercio hubiese decaído, por culpa de las guerras, entre 1790 y 1820.
El reloj de la prosperidad se quedó
parado en un momento en que la aluvión extranjera de personas y de capitales todavía se mantenía dentro de límites soportables
y podía, como en efecto lo hizo, ir fundiéndose en la masa y servir de fermento positivo en la composición y el
rápido progreso de la nueva sociedad.
En cuanto a Santa Cruz y su zona, en esta época
habían dejado de ser productores de vino, como
antes lo habían sido. Los plantíos habían disminuido hasta desaparecer. En
1802, Santa Cruz no producía ni vino ni
uvas; en San Andrés sólo se recogían ocho pipas de vino al año, y unas 200 en
Taganana.
Sería un error, si se considerase el cuadro de estos
cultivos principales como negativo. Todo es
coyuntura en la economía agrícola, y las zonas de sombra de la canaria no son
quizá más angustiosas que las de otros
ambientes o momentos históricos. Más aun, cabe precisar que, planteado de este
modo, el asunto está enfocado de manera equivocada: nosotros hablamos en
términos de prosperidad, en una época y un ambiente
cuyo principal problema es la subsistencia. Esta distorsión es natural y quizá forzosa en un trabajo como el
nuestro, que no puede perder de vista el
carácter específico de la economía de distribución, no
de producción, propia de Santa Cruz. Por lo tanto, lo que se debe comprender de esta sucesión de luces y de sombras
es, por una parte, para el conjunto
económico tinerfeño, el vaivén de los precios y los altibajos de los volúmenes y, por otra parte, en
cuanto a la mera producción, la
modificación periódica de la sustancia de la misma o, dicho en otros términos, la alternancia histórica de los
cultivos. Lo segundo depende de lo primero: porque los cultivos principales de
Canarias no tienen por estímulo las
necesidades del consumo, sino las perspectivas del
comercio de exportación y, por consiguiente, no pueden dejar de reproducir o,
por lo menos, de reflejar la curva de su movimiento.
Esta alternancia de los cultivos, que diríamos
diacrónica, viene acompañada por otra
alternancia, sincrónica. Es decir que existe, en una
época dada, una variedad de cultivos que quizá parezca menos llamativa, porque
pocas veces se sale del mercado local, pero que no deja de ser real. Las cantidades de la producción son muy
limitadas y por lo tanto su absorción por el comercio exterior es nula; pero no
dejan de tener un significado en la economía
doméstica y el mercado interior de la isla y,
además, constituyen alguna vez la preparación de unos aprovechamientos ulteriores de mayor consideración.
Los más importantes de estos cultivos de
segundo orden, el maíz, la patata, el tomate y
el tabaco, son regalos de América a la dietética europea y, en el último caso, al vicio universal.
Pocas cosas se pueden decir sobre el tomate en
Canarias antes de 1800. En Europa había entrado
bastante antes, pero como curiosidad más bien que como alimento. En Francia la conocieron, por el conducto
español, a partir de mediados del siglo XVII, pero en el siglo siguiente todavía era una curiosidad inasequible. No
hay indicios de su cultivo en Cananas en esta época; sin embargo, parece
haberse introducido desde el siglo XVIII.
En cuanto al maíz, algunos autores suponen que lo
habían traído a Canarias a fines del siglo XVI. La cosa no
es imposible, por más que parezca dudosa.
De todos modos, no hay mención acerca de su cultivo en el
siglo XVII; en
cambio, en 1724 se considera ya como alimento
básico de la población de Tenerife. En 1789, Santa Cruz produce en su zona unos 80 cahíces de maíz, que
representan un poco más de 60.000 litros. En 1802, la producción del maíz era
nula en Santa Cruz, casi nula en San
Andrés con cuatro fanegas, mínima en Taganana
con un centenar de fanegas. La producción de toda la isla rozaba entonces las 25.000 fanegas. La impresión
que se saca del cuadro comparativo
de los cultivos es que se trata de un alimento que aun no ha entrado en las costumbres, pero que goza ya
de gran aceptación en unos pocos
lugares de la isla: el 40% de los cultivos se halla concentrado en La Orotava, Los Realejos e
Icod.
Las patatas conservan en Canarias su nombre
americano, papas. Su cultivo fue introducido en Europa en la segunda
mitad del siglo XVI. Una tradición persistente, pero cuya veracidad no es posible
comprobar, afirma que la patata vino por primera vez a Tenerife
en 1622, traída por don Juan Bautista de Castro al regresar de su viaje al
Perú, para plantarla en su finca de Icod el
Alto. Su cultivo sistemático parece haberse difundido a mediados del siglo XVTI. En 1663 y 1664
consta que se importaba en cantidades significativas desde Gran Canaria
en 1724 se menciona como alimento básico de los isleños y en 1800, en palabras del marqués de
Villanueva del Prado, síndico personero de Tenerife, era ya «el fruto más precioso de Tenerife». Se sabe que su
éxito europeo ha sido considerable: en Canarias, si cabe, fue todavía mayor, no
sólo por la ayuda providencial que
ofrecía a una alimentación deficiente, sino también por ser las islas una de sus tierras de
predilección, en que mejores resultados da en orden a la calidad y
también en lo referente a rendimientos, ya que permite normalmente dos
cosechas, y excepcionalmente tres.
Las superficies cultivadas aumentaron rápidamente, a
partir de principios del siglo XVIII. En 1729, el diezmo de las papas representaba, para el solo beneficio de Candelaria, 375.000 mrs. y
en 1738, para el beneficio de La
Laguna, 724.500 mrs. La cosecha tinerfeña de 1779 se
calculaba en más de 200.000 fanegas; en cambio, para 1802, la estadística
de Escolar indica sólo 66.396 fanegas. En este total, la participación del término de Santa Cruz es modesta: 55
fanegas en 1790, 570 en 1792. En 1802
se recogen 4.500 arrobas en Santa Cruz, 3.600 en San Andrés y 200 fanegas, que son 24.000 arrobas, en Taganana.
Aunque modesta, la producción de la patata en
Santa Cruz representa un valor total (18.000
reales) superior al del trigo (12.000 reales). En la isla en general, ha
llegado a ser la principal preocupación de los gobernantes. Su consumo se completa con el de la batata (56.820 arrobas en 1802) y de los ñames (9.800
arrobas), cuya producción quedaba concentrada en los valles de Taganana y de
San Andrés y cuyos precios de venta
resultaban ligeramente superiores al de las patatas. Ninguno de estos dos
productos llegó a competir aquí con las patatas, como ocurre por ejemplo en La Gomera.
El cultivo del tabaco parece haber sido introducido
en Canarias en los primeros años del siglo XVII. En el de 1609, un tal Claudio Ferrau, vecino de Niza, se comprometía con Pedro
Crosil, mercader de Marsella y su futuro
cliente, «a hacer en esta isla de Tenerife y en la de La Palma y en la de Gomera y en el Hierro toda la cantidad
de tabaco que se pudiera hazer y
beneficiar, de la misma suerte y propiamente como se haze y beneficia en las Indias y particularmente como se haze y usa en Santo Domingo de la ysla Española, Indias
de Su Magestad, que yo estoy en el uso del muy
ábil y suficiente y diestro en ello».
No hay noticias de los resultados de este
compromiso. El proyecto parece demasiado ambicioso, para que se haya podido
poner en ejecución, sin haber dejado rastro
alguno. Sin embargo, lo cierto es que en La Gomera
y en El Hierro se cultivaba el tabaco a mediados del siglo XVII, posiblemente también
en Tenerife. El resultado fue que las ventas particulares de tabaco producido
en las islas mermaron los beneficios del arrendador de la renta del tabaco.
Este se quejaba en 1657 que estaba
perdiendo el 60% de la recaudación prevista: para poner coto a la mala costumbre de fumar sin pagar al
estanco, se mandó por la Real Audiencia que se arrancasen todos los plantíos.
El pastel, hierba pastel o glasto, planta crucifera
utilizada en las tintorerías antes de la
aparición del añil, ha sido cultivado en Tenerife sobre
una escala relativamente importante. Desde 1505, un Juan Martín, portugués,
recibía una data de 250 fanegas de tierras de sequero, para
esta finalidad. El pastel se exportaba a mediados del siglo XVII; pero, curiosamente, también se importaba en esta
misma época, desde Francia. Todavía
tenía interés comercial a principios del siglo siguiente por ser las Canarias
el único productor, junto con las islas Azores y la región francesa del
Languedoc; pero el valor del producto bajó
después vertiginosamente, debido a la afluencia, en el comercio, del Índigo procedente de las Indias.
Los plátanos se han cultivado desde muy temprano,
aunque no de manera intensiva. La
producción de plátanos de Gran Canaria parece haber sido más importante que la de Tenerife. A mediados del siglo XVII se importaban los
frutos desde Las Palmas, tanto en cajas como en barriles62.
El embalaje se explica, si se piensa que el fruto no se transportaba y conservaba en racimos, sino separada la carne y mezclada hasta formar una masa blanda y negruzca que,
con el nombre de conserva canaria,
constituía en la Península
un regalo apreciado.
En la zona de Santa Cruz, el plátano aparece
relativamente tarde. En la calle de San
José había en 1716 un solar que se conocía vulgarmente con el nombre de sitio de los Plátanos; pero no sabemos si se llamaba así por alguna platanera, o por el árbol que
lleva el mismo nombre. La producción de
plátanos empezó a adquirir mayor importancia
en los últimos años del siglo XVIII. El valle de Igueste
de San Andrés era todo una platanera,
cuya belleza llamaba mucho la atención de los
viajeros extranjeros. En 1802 los plátanos eran, por orden de importancia, el tercer producto del valle de San
Andrés, detrás de la batata y del ñame, con un
valor de producción de 82.000 reales. En Taganana
la producción valía 10.800 reales y en La Rambla, que era el mayor
centro de producción de la isla, 15.000 pesos.
Entre los árboles frutales, las higueras existían en
Tenerife desde antes de la conquista. En 1802,
la producción de higos pasos era una
especialidad de Güímar, donde se recogía la cantidad importante de 14.000 arrobas,
con un valor total de 210.000 reales. La recolección
era menos importante en San Andrés (2.000 arrobas) y en Taganana (1.600
arrobas). En Santa Cruz se habían recogido 47 arrobas en 1790 y 130 en 1792. El
cultivo de los frutales era corriente desde mediados del siglo XVI, sobre todo
mezclando los árboles con las parras: en
una viña de Acentejo, en 1556, se pueden ver almendros, hembrillas y duraznos. Los guayabos y papayos, introducidos en
una época posterior, se mencionan en 1724
por primera vez.
Las frutas, las verduras y las hortalizas se
producían en cantidades importantes en
Santa Cruz, donde representaban en 1802 un volumen de venta de 40.000 reales, superior al de todos los demás cultivos
reunidos. Algunos productos, tales como las
judías, incluso llegaron a exportarse en
determinados momentos.
Entre los cultivos especiales cabe mencionar el del
lino, cuyo aprovechamiento había sido
estimulado, en el último cuarto del siglo XVIII, por las medidas restrictivas a la importación de telas extranjeras.
Se intentó entonces estimular la
producción local; pero los resultados no
correspondieron a las esperanzas. En 1802 formaban todavía un buen renglón de la producción en La Orotava, con 650 arrobas,
que se vendían en 75 reales la arroba, y sobre todo
en Taganana, con 1.680 arrobas. El cultivo
del azafrán, ausente en la zona de Santa Cruz, estaba
concentrado en Buenavista: en 1802 su producción era de seis arrobas, por un valor total de 18.750 reales. Es
evidente, a la luz de estos ejemplos, una multiplicación
de las experiencias y una voluntad de diversificación
de los cultivos, que sólo se anuncian en el último cuarto del siglo XVIII. Es cierto que se comprende ahora mejor el interés de una producción diversificada y que, por otra parte,
la situación precaria del comercio de
los vinos despierta el temor de los productores; pero los cultivos
experimentales, a pesar de todo, no se deben a la previsión de los mismos productores, sino a la
intervención de los nuevos organismos de control económico y más principalmente
a las iniciativas de la joven Real Sociedad Económica. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz,
1998.t.1: 509 y ss.).
1604.
La libertad tolerancia de religión en la colonia había sido ya
consagrada por los tratados. El art. 21 del
tratado de 1604 firmado por la metrópoli con Inglaterra estipulaba que los
comerciantes protestantes no serían
molestados por causa de conciencia, mientras no dieran escándalo; la
misma cláusula había sido introducida en la tregua con las Provincias Unidas en 1609, y en el tratado con Dinamarca en
1641.
1605.
Por mandamiento de visita del obispo Martínez, en ningún día se podrán hacer representaciones
dentro de la iglesia o ermita y las que se hubieren de hacer fuera, no se representarán sin vista y aprobación del
vicario. Textos citados en Francisco
Martines Fuentes, Memorias, III, fol. 117-8 (ms. en RSE).
1605 julio 15.
Templos
y prelados católicos en la colonia de Canarias según el criollo clérigo e historiador José de Viera y
Clavijo.
Pretenden fundar en La Laguna los
frailes de San Juan de Dios
“Despues de haber recorrido hasta aquí las fundaciones de las órdenes religiosas en las
Canarias, con la serie cronológica de sus conventos,
sólo resta que apuntemos sumariamente en
los siguientes párrafos las noticias de otras fundaciones, intentadas pero no conseguidas.
A
principios del siglo pasado aportaron a Tenerife,
no sé con qué ocasión, dos frailes del orden de San Juan de Dios, llamados los hermanos Cristóbal Muñoz y Jerónimo de la Cruz. Era regular que en la ciudad de La Laguna se hubiesen ido
desde luego al hospital de Los Dolores y que, alojados caritativamente en él, se aplicasen a la
asistencia de los enfermos, para captarse las voluntades de los vecinos. Así sucedió; y tanto se prendaron los regidores de su celo, que, de acuerdo con el obispo don Francisco Martínez, trataron de confiarles la administración de aquel hospital para que fundasen en él.
Pero como los hermanos advirtieron que no llegaba el caso de que se hiciese este nombramiento y que el tiempo de la cosecha y de pedir limosnas
se iba acercando, instaron todo lo posible,
bajo el pretexto de que tenían precisión de volverse a España, y
consiguieron que, en el cabildo de 15 de
julio de 1605, se les llamase para darles aquella administración, a presencia
suya, bien que sólo interinamente, a
fin de que el tiempo y los pobres
comprobasen el acierto de la elección.
Esta
cláusula fue prudente, pues no habían pasado
todavía seis meses, cuando, reconociéndose que estos frailes no tenían
la mejor conducta en el agasajo de los
pobres ni en la economía de las rentas,
según se lamentaban médicos y cirujanos, acordó el ayuntamiento, en 10 de enero de 1606, se reconviniese al doctor Salazar, que era provisor,
para que como juez ordinario de ellos les mandase dar el correspondiente castigo. El provisor hizo una
plenaria información sobre el asunto. Nombró
la justicia y regimiento personas que les tomasen cuentas; fueron desposeídos del hospital en 1608, y el padre fray Juan de Sorita, franciscano, que pasaba de mensajero extraordinario a la corte por la isla de Tenerife, llevó
instrucciones sobre este particular.”
(José de Viera y Clavijo,
1978 T. 2: 383 y ss.).
No hay comentarios:
Publicar un comentario