Luís Salcedo y Diez de Tejada
I
El viajero, que avanzando curioso
por el litoral agreste y dislocado del extremo
Sur de esta isla de Tenerife, llega hasta el emplazamiento curioso y
pintoresco del pequeño puerto llamado La Caleta, a unos cuantos, muy escasos, kilómetros
de Adeje, no puede sustraerse a la impresión extraña y verdaderamente grandiosa
que le produce el magnífico e insospechado panorama que ante sus miradas se
presenta.
Allí, en efecto, en caótico
amontonamiento, convergen imponentes y sombríos, barrancos que, hendiendo con titánica
fortaleza las poderosas y enhiestas cumbres, que a modo de desarticulado anfiteatro rodean la
diminuta población, parecen ofrecer a las
perplejas miradas del turista, el comienzo de rutas insondables y
vertiginosas que han de penetrar en los
más misteriosos senos de la
Tierra.
Uno de ellos, quizá el más
grandioso e imponente en su salvaje aspecto, es el llamado por todos Barranco del Infierno; y,
en verdad, que ni las sublimes fantasías del
Dante ni el genio inmensamente fecundo y creador de Gustavo Doré,
pudieron nunca llegar a concebir lugar
más apropiado y adecuado co mo mansión maldita de condenados y protervos.
Este barranco, de cuyas múltiples
y profundas hendiduras el principal y más
caudaloso contingente de aguas de que constituyen la riqueza de Adeje,
ofrece en el promedio de su extraño y sombrío emplazamiento, una singularidad
tan característica y especial que seguramente constituiría la materia de prolijas observaciones y de profundos
estudios de geólogos y naturalistas que se aventuraran por su intrincado y laberíntico suelo.
Se trata de una especie de
monolito enorme en su altura, toda vez que alcanza y aun rebasa las crestas sinuosas de las dos
inmensas montañas que le sirven de
grandioso marco, y que no parece sino que brindan a que se intente
arriesgadísima aventura de terrible
vértigo, para pasar desde las agudas
aristas de sus cumbres al afilado remate
del inexplicable obelisco.
Pero lo que ni naturalistas ni
geólogos podrían jamás llegar a sospechar, es que este esbelto e inmenso espigón granítico,
surgió súbita e inopinadamente de los
insondables abismos terrestres, como arrebatadora expresión de la cólera
divina, para castigar, y sólo para castigar, la más nefanda y cruel de las
traiciones, el más monstruoso y vil de
todos los crímenes.
II
Era Mencey (Rey) de Adeje, el
sabio y virtuoso Acaymo; su poder y sus
riquezas no tenían igual en toda la superficie de l a isla; sus tesoros
eran inmensos e incontables el número de sus rebaños. Tenía tan sólo dos hijos,
que constituían su única preocupación,
cuando ya, casi en los límites de la
ancianidad, se prendó locamente de
la joven Saro, mujer de extraordinaria belleza y gallardía.
Pronto Saro dió al anciano Acaymo
un hijo, al que se le llamó Xampó; y
desde luego ocurrió lo que ocurrir suele
con gran frecuencia en estos casos; y fué que, poco a poco, el niño Xampó, fué ahondando en el
corazón del viejo príncipe, que llegó a
sentir por él un cariño avasallador y absorbente, que se traducía en
vehementes arrebatos, sobre todo, cuando contemplaba los prodigios de fuerza,
arrojo y destreza del joven príncipe.
No tardó éste en enamorarse con
delirio de una muchacha algo parienta de su
madre, a la que toda la tribu señalaba como un dechado de belleza entre
las innumerables y hermosas hijas de la
vigorosa raza guanche. Llamábase Iora, y aun cuando honesta y recatada, en el
fondo no dejaba de ser altanera y bien prendada de su belleza.
Iora, pues, aceptó los amores de
Xampó, más que por el poderoso atractivo de
su viril belleza, por ser hijo de rey, porque, quien sabe, si éste fuera
el medio de ver realizados los halagadores ensueños de su ambición...!
Pero una tarde, el príncipe
Saure, primogénito de Acaymo, al pasar por el lugar donde Iora guardaba su rebaño, le prodigó
entusiastas galanteos, que la voluble y
ambiciosa Iora recibió satisfecha, por considerarle sin duda mejor
partido que su rendido novio.
Pero Saure temía a Xampó; sabía
muy bien que su valor igualaba a su fuerza; y
que en la típica lucha canaria, no había sido vencido por ningún campeón
en tres años a la fecha; y este temor, agudizado por el odio que su hermano le
inspiraba, ahora mucho más enconado por la belleza de Iora, le decidió a buscar
de nuevo a la veleidosa doncella; y después de deslumbrarla con la descripción
de la vida fastuosa de poder y de riqueza con que su amor la brindaba, le
comunicó sus deseos, toda vez que era indispensable deshacerse de Xampó, al que
n o podía retar abiertamente so pena de incurrir en la maldición, y hasta,
quién sabe, si en el desheredamiento de su padre.
III
Acostumbraban a verse los amantes
en un sitio apartado, o sea en una agreste
meseta emplazada en el corazón del barranco, y que inspiraba gran temor
a los habitantes de los contornos,
porque en ella se abría la boca del Nautemio (Infierno), una espantosa cima de
insondable profundidad, que alas veces arrojaba vapores caliginosos,
acompañados de misteriosos ruidos.
Pues bien; cierto atardecer, y
cuando más confiado y contento se sentía el
valiente Xampó, enajenado por los atractivos y mentido amor de la
pérfida Iora, ésta, arteramente, y
fingiendo esquivar, para hacerlas más ansiadas, las ardientes caricias del
infeliz muchacho, arrastró a éste con un feroz
disimulo, y una infinita crueldad,
sobre ella, ofreciendo en su contorno el vacío pavoroso de su seno. Esta
roca, que pacientemente había sido
quebrantada a fuerza de golpes por el infame Saure, durante noches precedentes,
no tardó en ceder, arrastrando con ella
al desdichado Xampó, al mismo tiempo que
inusitado bramido de las fuerzas plutónicas, por insospechada coincidencia, o más
bien por sorda expresión de la cólera divina, se dejaron oír desde el fondo tenebroso del vertiginoso abismo.
Pero Xampó no fué por el pronto
víctima de este inicuo plan, tan cruelmente
trazado por los dos traidores, sino que, al sentirse perdido, poniendo
por instinto en juego sus poderosos músculos de acero, logró asirse con una de
sus manos a la afilada arista de la roca partida, y no hubiera tardado
seguramente en vencer por su propio esfuerzo el espantoso peligro, si hubiera
podido valerse de su otra mano herida y
dislocada por el derrumbamiento; por ello, con suplicante voz, invocó la
ayuda de aquella mujer, a quien dió su corazón y las más caras ilusiones de su
alma; indicándole que tendiera la cayada sobre su cuello, tan sólo un momento,
el suficiente para que con tan escaso y liviano punto de apoyo, pudiera él
colocar el codo del antebrazo herido sobre la roca; pero Iora, aunque aterrada
y llena de espanto, tuvo fuerzas, sin embargo, para aproximarse al borde del
abismo, no para proporcionar el punto de apoyo que imploraba el traicionado
novio, sino para esgrimir y golpear brutalmente con su cayada la crispada mano
que se incrustaba en la peña, hasta conseguir que aquel cuerpo, lleno de juventud y de belleza, se
desploma rapesadamente en el seno del aterrador abismo; al par que el cobarde
Saure, prudentemente oculto hasta entonces, tras de unos arbustos próximos, se
acercaba precipitadamente saltando de roca en roca, pretendiendo eludir el
contacto de vapores que cada vez más intensos y asfixiantes manaban de la negra sima.
IV
Por fin, después de titánicos
esfuerzos, consiguió llegar a la peña, en donde la infame Iora acababa de consumar su crimen, a
tiempo para sostenerla en sus brazos,
pues abatida también por el ambiente irrespirable que la rodeaba iba ya
a desplomarse; y apartándola algunos
pasos del abismo, bajo el benéfico influjo de una tenue corriente de aire, emprendieron ambos frenética
carrera, cayendo y levantándose con aterradora frecuencia, en medio del caótico
desprendimiento de piedras, chasquidos espantosos de las lavas que el Nautemio ya empezaba a
desbordar, y en medio del trepidar
constante del terreno que pisaban, como tenue y frágil pared de inmensa
caldera en que se hubieran acumulado presiones incalculables.
Pero su terror llegó bien pronto
al paroxismo de lo inaudito, de lo inconcebible, cuando, en un momento de mayor confusión y
oscuridad, al volver sus cabezas, vieron distintamente, en medio de los torbellinos de
llama s y vapores que a sus espaldas dejaban, la desolada y vengadora silueta
de Xampó, que avanzaba tras de
ellos, extendiendo con rabia sus
potentes brazos, dispuestos a hacer presa en el cuerpo de los dos miserables.
Pero ¡oh! ¡qué espanto!; aquel
Xampó era una colosal silueta, inaudita,
inmensa, del desdichado hermano y amante asesino...! Su cabeza rasaba
con las crestas de las cumbres del
barranco, y sus brazos vengadores agitaban se siempre hacia ellos, en un radio de inconcebible longitud...
De pronto, un grito salvaje, de
dolor infinito, salió de los ensangrentados labios de Iora, al chocar violentamente en su
desenfrenada carrera con una enorme roca
interpuesta en su camino; y cuando, ya en el suelo el miserable Saure,
pretendió darle ayuda, llegó a ellos con
la irreducible violencia del huracán el
espantoso gigante que, con rabia sin
igual, pisoteó ambos cuerpos, hasta dejarlos convertidos en informe y sangrienta masa, que no tardó en quedar
sumergida e n el ya caudaloso arroyo de hirviente lava, que corría, arrasándolo
todo, por l os laberínticos declives del barranco.
Como si tan sólo esperara la
satisfacción de la justa venganza, el inmenso y
gigantesco Xampó se detuvo en aquel sitio, posando sus enormes pies sobre los restos aun
palpitantes de los traidores, no tardando en quedar completamente inmóvil,
permitiendo así que la escoria y ardientes masas de lava lanzadas por el volcán
fueran poco a poco revistiendo su cuerpo
y petrificando su ser... Pasaron semanas, pasaron meses, y pasaron años... Y allí sigue el
gigante, siempre erguido sobre el ejemplar
terrible de su venganza, convirtiéndose al fin en l o que es hoy:
inmenso monolito, incomparable obelisco
que llenaría de admiración a naturalistas y geólogos que lo contemplaran; siendo de advertir que, según
el dicho del anciano pastor que me refirió a su modo esta extraña historia, la masa
enorme del gigante pétreo, conservó bien
distinta y perceptible su enorme cabeza, que al fin fué segada por la
guadaña del tiempo o quizá, quién sabe,
si por el genio maléfico, que desde la traición de Iora anda suelto por las
laberínticas estribaciones del barranco.
Luís Salcedo.
Granadilla, 1932.
Tomado de: Blog de Octavio
Rodríguez Delgado.
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