De la cabra, que en estas tierras
del Sur ha sido el sustento de numerosas familias, se aprovecha casi todo, la
carne, la leche, el cebo, la piel y hasta su estiércol. Y sobre todo su leche,
transformada en queso a través de esas manos prodigiosas de las mujeres de los
cabreros, que eran las responsables de que cada uno de los pasos para convertir
el líquido en sólido. Y en este caso la narración la aportan dos de estas
mujeres, Ofelia Pérez Díaz, tristemente fallecida, esposa de Salvador González
Alayón, y que transitó por los Municipios de Arona y San Miguel de Abona. Y
Josefina Cabrera Bethencourt, Maruca, esposa de José Trujillo González,
que desde su Vilaflor natal pasó por La Tarraza, en Arona, para establecerse en
la Casa del Conde de Granadilla de Abona a partir de comienzos de los años
sesenta, y donde todavía lo sigue elaborando.
La cantidad de leche que se
obtiene de cada animal, depende de su raza, de los pastos. Una manada yo
creo, así sueltas por áhi promediando a dos litros por cabeza, a dos litros y
medio, es estar bien. También habían otras que sobrepasaban esos litros,
pero no era lo normal en un animal en pastoreo extensivo.
Para que la leche cuaje se
necesita un coagulante, tradicionalmente se ha utilizado el estómago, el cuajo
del baifo; en el Sur de Tenerife se han encontrado referencias a cuajos
vegetales pero han sido testimoniales. Antes de sacrificar el animal, a los
pocos días de nacer, se le hacia beber bastante leche para que su estomago
estuviese lleno. También, y para tener mayor seguridad de limpieza y de
higiene, y que en su interior no tuviese ningún resto de tierras o de otros
alimentos, se le daba la vuelta al cuajo, se limpiaba y a continuación se
llenaba con leche. Después eran colocados en sal, alternando camada de cuajos y
otra de sal, de esta manera se mantenían hasta un mes para con posterioridad
sacudirlos, quitarles la sal y dejarlos secar a la sombra, colgados en el
cañizo del cuarto de la leche.
O situándolos a los rayos solares
directamente, como así ha preferido hacerlo Maruca. `De sal hace pocos años,
se sacaban al sol, puestos en un palo, los poníamos, si eran cuatro o cinco, en
un palito. Áhi en la Casa del Conde el palito lo ponía debajo de las tejas,
porque la sal hace pocos años, nada más que al sol, y para mi es mejor al sol
que en sal.`
Con un trocito de unos tres
centímetros de este cuajo, se pueden espesar unos cincuenta litros de leche;
con siete litros de leche obtendríamos un kilo de queso. La cantidad la marca
la experiencia, si se le echa poco se obtiene menos queso, si es más, se puede
descomponer. Por la mañana se deja ese pedacito en remojo, en agua y sal, y
cuando se ordeñe al mediodía se machaca en el mortero y se mezcla con la leche
y se deja reposar, una media hora, y se obtiene la cuajada, lista para su paso
al aro sobre la quesera, y el suero que se aprovechaba tanto como alimento
humano como para los animales.
La esencia de la leche, al
echarle cuajo, es remover bien, porque si no se le da sino un palo, cuaja
trozos si, otros muchos no. Porque el queso que tú partías, que si alguno has
comprado y ves vetas negras es porque no fue bien revuelta. Se remueve con
una “lata”, con un palo, que bien pudiera ser de duraznillo, de brezo o de
balo, con movimientos en principio lentos para con posterioridad realizarlos
más rápidos, al mismo tiempo que se introduce poco a poco el palo. Y poco a
poco, y dando, y cada vez más fuerte y cada vez más fuerte y cuando llegues abajo
das fuerte y antonces lo del alto llega abajo, porque como remueles ves tú que
sale, formas un remolino. Los utensilios tradicionales para esta labor han
sido aros de cinc, de latón, y la quesera de madera, acondicionada para
realizar de uno a tres quesos, era lo más frecuente.
El tamaño del queso para su venta
se ha adaptado a las preferencias del mercado, a comienzos del siglo veinte era
usual realizarlos de siete o nueve kilos, así nos lo narró Salvador González
Alayón: `cuanti mayores mejor, cuando el queso pa secar, pero ya después
tuvimos que coger la ruta de bajar eso, porque pa tú vender en la tienda si lo
hicieran de a kilo mejor. De antes un queso siete kilos, siete y medio, bueno,
porque eso pa secar, ¿no?, porque después le queda más masa. Pero ya nosotros a
lo mejor hacíamos hasta seis quesos, compartiendo de a dos kilos, de a tres
kilos, lo querían más en los mercados`. Asimismo se han adaptado a
añadirles, o no, sal, según las peticiones de sus consumidores.
También por las primorosas manos
de Maruca ha transcurrido el proceso de curarlos. Antes nos encargaban
familias que siempre les curábamos dos o tres quesos, y se lo dejábamos curar y
yo le ponía el aceite y le daba el pimiento molido. Orearlo quince o veinte
días y dejarlo en aceite de oliva una semana, o un par de días, se saca, se
deja que escurra el aceite y darle pimentón o gofio. O ahumarlos, como lo
realizaba Ofelia en la Cañada Verde, quemando pecas secas, previamente mojadas
para que aportaran mayor cantidad de humo.
Y después toca la
comercialización, como ejemplo recojamos por los momentos y lugares por los
transcurrieron José y Maruca. En la década de los años cincuenta, se lo pagaban
a 18 pesetas el kilo; así fue en su estancia en Vilaflor y en Arona, incluso
cuando en los sesenta llegaron a Granadilla. Y después al año, a veinte,
después subió. Dicen que le iba a subir un duro, subieron a veinticinco, y
después en sesenta pesetas estuvo mucho tiempo, y después subió, y ahora a
ochocientas cincuenta pesetas.
En Vilaflor se lo vendían a Pepe
Fuentes que tenía un comercio aquí en Granadilla, lo tuvo primero en Vilaflor,
allí en La Cruz´. En su etapa de estancia en La Tarraza, Arona, lo solían
llevar a San Miguel, a Rosario García, a Elvira Rodríguez; o a Las Galletas
para las tiendas de Agustín Fumero y Fernando Salazar; en Aldea a Valentín
Alonso. Y en Granadilla se lo recogía José González y en la actualidad su hija
Consuelo González.
Para trasladarlos a San Miguel
desde La Tarraza tenían que llevarlo al hombro hasta Cho y allí coger la
guagua. La costumbre era cargar con los siete quesos de la semana, y cada uno
rondaba los nueve kilos. ´Siete quesos, iba el cajón encolmado, los curados
los ponía empinados y los otros echados, y en Cho los recogía la guagua de
Agustín Reyes, que era la primera que salía parriba, me subía y pa San Miguel,
se lo vendía a Flora, se lo vendía a otros`.
Para esta
alquimia de la naturaleza se parte de una excelente materia prima. Cabras
acostumbradas a comer lo que hubiese, seco o verde, capaces de transformar la conejera, la rosquilla, la
marañuela, la maravilla, el trébol, el corazoncillo, la cerraja o el
marmojallo, en ese manjar blanquecino. Pero también en adaptarse a la más
terrible de las sequías y alimentarse de higos picos barridos, piteras, o de
las palas de las pencas. Cabras capaces de atrapar de la necesidad, su esencia,
y devolvérnosla repleta del sabor y del aroma de la leche.
Documentación:
GARCÍA
GONZÁLEZ, Leticia. BRITO, Marcos: Casimiro Díaz Hernández. De la trilla al
ordeño. BRITO, Marcos: José Trujillo González. Maruca Cabrera
Bethencourt. Cumbre y costa en la memoria. BRITO, Marcos: Salvador
González Alayón. Un cabrero para la leyenda. Llanoazur ediciones
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