JUAN BETHENCOURT
ALFONSO
Socio correspondiente
de la Academia
de Historia (1912)
Historia del
PUEBLO GUANCHE
Tomo II
Etnografía
.y
Organización
socio-política
Edición anotada por
MANUEL A. FARIÑA GONZÁLEZ
FRANCISCO LEMUS,
EDITOR La Laguna ,
1994
CAPITULO IV
Organización social del pueblo
guanche. La nobleza y sus preeminencias: fueros respectivos de los nobles
achimence-yes, chaureros y cichiciquitzos. Servidumbre de las clases achicaxnas
y achicaxnáis: sus condiciones. Indumentaria de las clases y categorías.
Es probable que las tres razas de
los íberos, celtas y atlántides que integraban el pueblo guanche,
correspondieran respectivamente a fines del siglo XV a las tres castas de la
nobleza, de los achicaxnas y achicaxnáis que aparecen en la isla a la manera de
capas superpuestas de los terrenos sedimentarios. Debió acontecer lo que en las
demás partes del mundo, que al chocar razas de distinta potencialidad las más
débiles fueron sometidas a servidumbre y la más poderosa quedó sobrenadando con
todas las ventajas y privilegios, (1).
¡Pero cómo sobrenadó! Comparando
las invasiones que sufrió el Archipiélago con las del imperio romano, se echa
de ver que en ella los invasores no imitaron a la generalidad de los bárbaros,
que se contentaron con despojar a los terratenientes de la tercera parte de los
bienes raíces o bienes alodiales, sino que a semejanza de los anglosajones en
Bretaña y los vándalos en África, se adueñaron de todo. Pero concretándonos a
Tenerife, aunque los últimos invasores no lograron dominar destruyeron la
civilización, cooperando tal vez sus jefes con algún concierto a vigorizar el
antiguo régimen feudal de los íberos, aumentando la servidumbre de las clases
inferiores desheredándolas por completo.
Tal despojo, con las franquicias
nacidas del derecho del más fuerte, fue cristalizando al amparo de los siglos
hasta perderse su origen de la memoria de los hombres y lo consagró la
religión. Por esto dice fray Alonso de Espinosa:
«Tenían los naturales para sí que
Dios los había criado del agua y de la tierra, tantos hombres como mujeres, y
dádoles ganados para su sustento; y después crió más hombres, y como no les dio
ganados, pidiéndoselos a Dios, les dijo: Servid a esotros y daros han de comer;
y de allí vinieron los villanos que sirven y se llaman achicaxna».
Esta total usurpación de los
vencedores, uniendo a su cualidad de guerreros triunfantes la de propietarios
únicos, llevó envuelta en sus obligaciones y derechos civiles el exclusivo y
pleno goce de la ciudadanía; y como dentro del sentido jurídico guanchinesco
solamente la nobleza formaba la nación, hallábase vinculado en su seno los
poderes legislativo y ejecutivo, los organismos de la administración pública y
el disfrute de todas las prerrogativas sociales, constituyendo una clase
aristocrática absorbente y poderosa subdividida en las tres categorías de
achimenceyes, chaureros y cichiciquitzos.
Eran los achimenceyes de sangre
real y los que tenían mayores privilegios. A ser posible un parangón con las
instituciones romanas, diríase que a ellos competía la plenitud del derecho,
algo así como el cives óptimo jure del patriciado. Constituían la alta nobleza
o proceres del reino, salidos de los tíos, hermanos, hijos o sobrinos de los
soberanos, como los achimenceyes o gobernadores vitalicios de las provincias
los guadameñas o sumo pontífices, los tagoreros o corregidores, sigoñes o
capitanes etc. Tenían asiento por derecho propio en el Be-ñesmer o asamblea
legislativa y eran miembros del Gran Tagoro a la par que desempeñaban los
principales cargos de autoridad como delegados de la realeza.
Los chaureros o nobles de segunda
clase eran los jefes patriarcales del auchon o familia civil. Además de
administrar las heredades, como vocales natos de sus respectivos tagoros
concurrían a la constitución del Beñesmer para ejercitar el referéndum en
representación de los cichiciquitzos o hidalgos de sus correspondientes
auchones.
Y por último a los
cichiciquitzos, guerreros por excelencia, disciplinados, entregados a la
práctica diaria del manejo de las armas y de los ejercicios corporales,
constituían por su número y calidad el potentísimo brazo del Estado. En las
faenas de la paz desempeñaban los cargos similares a capataces para dirigir y
vigilar a los siervos; ejercitaban el referéndum en las asambleas locales de
los tagoros y bajo la presidencia del chaurero discutían en el auchon los
asuntos de la república.
Cuanto a los siervos ni tenían
intervención alguna en la cosa pública, ni se le reconocía personalidad civil.
Como por ministerio de la ley estábale prohibido al noble todo trabajo manual,
al extremo de quedar descalificado con pérdida de los fueros a la menor
infracción, también por la ley hallábanse los siervos adscritos a los
privilegiados como instrumentos de producción para alimentarlos y llenarles las
demás necesidades de la vida; de modo que venía a ser el siervo respecto al
noble algo así como la vacada de un cortijo respecto al cortijero'.
Pero es lo extraño que hasta las
mismas dos castas de siervos conservaban cierta diferencia categórica que
trascendía un tanto a la vida íntima. Los achicaxnas, dedicados exclusivamente
a la agricultura y al pastoreo, considerábanse a mayor altura y de una casta
más noble que la de los achicaxnáis, a quienes miraban con profundo desprecio y
viles a sus ocupaciones, como eran los servicios domésticos y todos los
oficios, como molineros, pescadores, alfareros, zurradores, saladores,
cesteros, zapateros, parteras, estereros, y en una palabra a todo trabajo fuera
del campo y de la ganadería2. Pero de todas estas ocupaciones la que les
merecía un desprecio más pronunciado era la de los em-balsamadores de los
cadáveres o momificadores; especie de sacerdotes que formaban como la
aristocracia de la casta de los achicaxnáis.
Tal fue la condición social de
los siervos; y por más que el historiador Viera y Clavijo afirma que « los
isleños no tuvieron esclavos, ni jamás conocieron esta tiranía que tanto ha
deshonrado a la humanidad», dados los hechos el lector aplicará el calificativo.
No discutimos palabras, (2).
Pero a pesar que todos los
trabajos manuales pesaban sobre los siervos no se hallaban eximidos del
servicio militar, porque la vida desde el rey al último vasallo se debía a la
defensa de la patria, sin otra limitación que la falta de fuerzas para el
cumplimiento de tan sagrada obligación; por lo que se les preparaba para la
guerra al igual que la nobleza. Mas este gravamen que a primera vista aparece
como el mayor de sus males tal vez fuera lo contrario, en el sentido de que era
la única puerta que tenían para redimir su condición social. Efectivamente, no
obstante el vallado infranqueable que cercaba a la clase de los siervos, en
aquel pueblo de atletas viviendo en plena edad heroica se cotizaba a tan alto
precio la potencia muscular, la destreza y los arrestos del valor, que a los
que se distinguían en la guerra, en los Juegos Beñesmares o que sobresaliera
por algún concepto del nivel ordinario conquistándose los plácemes de la
multitud, era agraciado con un título de nobleza personal con sus naturales
prerrogativas, o séase con el «cinto amarillo» o «faja de cuero amarillo de una
mano de ancha con la que se daban los hidalgos dos o tres vueltas a la
cintura», que servía de ejecutoria a los de su clase. Los siervos favorecidos
ingresaban en la guardia real y podían casar con mujer noble.
Explícase de esta suerte aquella
acometividad sin vacilaciones en los peligros de las batallas, los nobles por
temor a ser descalificados y los siervos para ser ennoblecidos; como también
nos damos cuenta de la trascendencia de esta medida desde el punto de vista
político por su sentido gubernamental, no sólo por ser una válvula a las
reivindicaciones de las naturalezas privilegiadas, sino porque seleccionaban en
favor del Estado lo mejor de las fuerzas vivas de la república.
¿Pero era esto bastante para
hacer feliz a una sociedad con leyes tan lesivas para una gran parte?
Nuestros historiadores aseguran
que sí, pero nosotros repetimos que Tenerife no era una Arcadia, como lo
acreditaron los siervos con motivo de la invasión española según hemos visto en
el Tomo I, (3).
Para concluir diremos, que la ley
reconocía a todo varón y hembra la plenitud de sus derechos, cuando los
declaraba respectivamente coran y chamadlo, es decir, así que cumplían los 25
años reuniendo las demás condiciones.
Pero no bastaron tales
desigualdades en la estructura íntima del pueblo guanche, sino que las
exteriorizaron por medio de leyes suntuarias cuyo cumplimiento riguroso es
legendario. Sin contar las añe-pas con otras insignias de autoridad y la
prohibición a los siervos de llevar el cabello y barbas largas, así como el uso
de prendas o dijes, la forma, color y calidad de los vestidos revelaban la
condición social y jerárquica de los individuos. Lo asombroso es el partido que
sacaron de sus limitados recursos para establecer estas diferencias, no
conociendo el huso para hilar el vellón u otras sustancias similares; pero si
bien no supieron transformar las primeras materias en productos textiles, en
las pieles del ganado ovejuno, cabrío, de cerda y de los perros, en las hojas
de la palmera y de los dragos, en las, junqueras de los barrancos, en los
tallos de algunas gramíneas, en las fibras de las malvas y en la corteza del
torbisco, encontraron los medios no ya para cumplir con el sentimiento de la
honestidad y ponerse al abrigo de las injurias atmosféricas, sino para rendir
tributo a las vanidades de la vida.
De las pieles adobadas provistas
o no de pelo, con sus propios colores o teñidas, cortaban los vestidos
valiéndose de féisnes y tahonas, que cosían utilizando punzones fabricados de
huesos de animales o de leñablanca, o con leznas más o menos delgadas de la
misma materia, o con púas de palmera, o bien con agujas muy finas de espinas de
pescado armadas de barbadas y algunas provistas hasta de ojo. Como hilo
empleaban las fibras de malva o filamentos de hoja de palmera y principalmente
cuerdas de distintos diámetros de tripas. Para los trabajos menos delicados,
correas de las mismas pieles adobadas o de corríales; de todo lo cual posee
ejemplares el Museo Municipal de Santa Cruz.
Con tales medios hacían labores
de costura muy finos, ojales a punto de presilla, adornos de cadeneta, punto de
sardina, etc. También preparaban prendas de esterilla, que confeccionaban de
cortezas de torbisco, de juncos, gramíneas, de filamentos u hojas de palmera y
drago, por lo común de 5, 6 ó 7 cabos y de uno o más colores combinados.
Aunque la ropería ofrecía poca
variedad, el uso de todas las piezas no estaba permitido a las diferentes
clases. Puede decirse que el vestido completo constaba de cinco prendas
principales, cuyas particularidades señalaremos para cada grupo social a medida
que las describamos. Estas prendas eran: el guapilete, tamarco, ahico, hüirmas
y xercos3.
El guapilete:
Así llamaban a la gorra o
sombrero, que afectaban formas distintas (4). El guapilete de los hidalgos o
cichiciquitzos, que sobrevivió en la montera tinerfeña de lana usada por el
vulgo hasta fines del siglo XVIII; eran confeccionados con pieles adobadas de
cordero o cabrito con el pelo afuera. Su forma recordaba a un casco.
Ligeramente cónico con el vértice delantero, le caía por detrás una cogotera
cuadrada o en trapecio, ofreciendo por ambos lados unas orejeras que ataban a
voluntad como barboquejo o recogían sobre la copa amarrándolas al vértice,
rematado en un gorullo teñido de color vivo. Por dentro reforzaban la boca de
la copa.
El de los menceyes, aparte de las
pieles más selectas (5) y esmerada hechura, diferenciábase del anterior en llevar
por delante como una diadema de tres picos rígidos de distinto color para que
se destacaran, de ordinario negros o blancos.
El de los achimenceyes era muy
parecido pero con diadema de dos picos y de un solo pico el de los tagoreros.
Para ciertos actos también usaban los menceyes otro a manera de gorra de
esterilla de palma, algo semejante a un solideo, con tres amazonas sobre la
frente y una guirnalda de hojas verdes a guisa de diadema.
1.—Guapilete de los
cichiciquitzos o hidalgos, visto por detrás.
2.—Guapilete de los
cichiciquitzos o hidalgos, visto de costado con las orejeras de barboquejo.
3.—Guapilete de los
cichiciquitzos o hidalgos, con las orejeras recogidas sobre la copa.
4.—Guapilete de los menceyes, con
diadema de tres picos. 5.—Guapilete de los menceyes, para ciertos actos
oficiales. 6 y 7.—Guapilete de damas nobles. 8.—Guapilete de villano.
9.—Guapilete de villana.
Ahico:
Modelo del ahico de hombre, hecho
de piel, que llegaba a las rodillas después de atado a la cintura. En la mujer
plebeya se prolongaba hasta media pierna y en las damas nobles hasta los pies,
sin variar más que en las
dimensiones.
La mujer noble, aunque de
ordinario llevaba atada alrededor de la cabeza una cinta más o menos ancha de
piel o esterilla de colores llamativos, cubríase a veces con una especie de
toca o séase un trozo de piel de forma de paralelogramo, que le caía atrás como
cogotera y mantenían con una cinta ceñida a la frente anudada sobre la nuca.
Las casadas andaban siempre con el cabello recogido en moño, mientras las
solteras tendido a la espalda en trenzas, anudadas de dos en dos o tres puntos
con lazos de colores. Lucían collares de conchas marinas y flores o guirnaldas
a la cabeza.
El guapilete de los siervos
consistía en verdaderos zurroncitos con pelo, ya enteros o seccionados a la
altura de las extremidades posteriores y después cosidos, que se encasquetaban
por la boca conservando las garras delanteras, bien para atárselas por debajo
de la barba o dejarlas flotantes. Los llevaban como les caía, unos empinados,
ya a la espalda o a un lado como barretina, o más o menos chafados. El de las
siervas eran más pequeños y elegantes.
El tamarco (6):
De pieles adobadas de ganado
ovejuno o cabrío, con pelo o sin él según la estación, si bien los siervos lo
usaban siempre peludos, al exterior como la actual manta lagunera, cuya prenda
es hija legítima del antiguo tamarco plebeyo, (7).
El usado por los reyes tenía la
forma de chupa o levita cerrada, larga hasta media pierna con el faldón
guarnicionado por el borde inferior y abierta por delante en su línea media,
que abrochaban por medio de una correa rehilada a través de ojales a punto de
presilla o con correas fijas dispuestas en parejas. Llevábanla ceñida a la
cintura por un cinto de piel con adornos de aguja. La abertura superior, si
bien carecía de cuello hallábase revestida de una franja de distinto color, que
se continuaba por los lados como hombreras y seguía a todo lo largo de la parte
externa de la manga, rematada en la muñeca en carteras del mismo matiz. También
vestían otras más sencillas, así de abrigo para el invierno forradas por
dentro, como sin pelo para el estío.
Los tamarcos de los achimenceyes
y tagoreros aunque semejantes ofrecían algunas diferencias. En el de los
primeros las guaicas o mangas no pasaban de la mitad del antebrazo y el faldón
del tercio superior de la pierna, mientras en los segundos morían
respectivamente en las sangraderas y rodillas.
El de los hidalgos era una
especie de zamarra un poco larga ceñida a la cintura, con mangas hasta medio
brazo y sin pasar el faldón de la mitad
del muslo. Los tenían de verano y de invierno, es decir sin pelos o peludos,
pero sin los adornos referidos.
Las mujeres nobles los usaban
parecidos al de los varones de sus correspondientes clases, aunque
distinguiéndose por las pieles más suaves, corte más delicado y adornos
llamativos. Llevábanlo ajustado modelando sus líneas, ceñido con cíngulo
adornado de colgantes y vivos. Pero así como en los hombres los abrochaban por
delante en las mujeres por un costado, empleando en ocasiones en lugar de
correas pequeñas alcachofitas de cuero de variados colores a guisa de botones,
como hemos visto.
Respecto al tamarco de los
siervos consistía en una túnica o cami-son sin cuello, pliegues, ni mangas, abierto
por delante que abrochaban del modo referido, largo hasta las rodillas y que
llevaban suelto sin ce-ñirlo a la cintura. Sacaban los brazos por dos agujeros
que ocupaban el lugar de las mangas. No se diferenciaban el de ambos sexos sino
en que el de la mujer se abría por un costado y era de hechura más pulcra.
El ahico:
Era una prenda universal, vestida
por todos los habitantes, lo mis-mo hombres que mujeres, que tenía por
finalidad la defensa del pudor.
Cuando los historiadores
refiriéndose al hombre hablan de tapa-rrabos, toneletes, delantíllos y
braguillas o al hacerlo de la mujer se ocupan de faldellines, basquinas, sayas
y zagalejos, sin darse cuenta expresan modalidades de la misma pieza el ahico,
llamada probablemente en la
Gomera tahuya, la saya, las destinadas a las mujeres. Verdad
es que variaban por su color y adornos, por su material de pieles o de
esterillas de distinta naturaleza, por su tamaño más o menos grande según se
tratara de mujeres u hombres, de nobles o siervos, pero no es menos cierto que
se trataba de la misma prenda de ropa.
Venía a ser, hablando en términos
generales, como si a lo largo de una pretina que se atara a un costado de la
cintura cosieran dos delantales de forma de trapecio, uno por delante y otro
por detrás, con sus bordes libres por ambos lados pero en parte sobrepuesto el
anterior al postrero. Compréndese desde luego que depende de las dimensiones
que se dé al ahico el que resulte un taparrabo o un zagalejo, así como. dado el
material de que disponían, de que era la prenda de forma más adecuada, para
conservar la libertad de los movimientos, sin los riesgos de una exhibición
indecorosa en ciertas actitudes.
El ahico en la mujer noble le
llegaba a los pies y en la sierva a media pierna. En los hidalgos a las rodillas.
Gran parte del año y en las
regiones costaneras de la isla, el siervo casi no usaba otra prenda; y con
frecuencia en todas partes, pues lo mismo para entrar en combate que para
emprender cualquier clase de trabajo o ejercicio, lo primero que hacían los
hombres era despojarse del tamarco para quedar sólo con el ahico.
Las hüirmas o güirmas:
Era el nombre que daban a las
mediabotas, que se extendían desde la garganta del pie hasta cerca de la
rodilla. Era de uso exclusivo de la nobleza. Hacíanlas de piel de perro o de
reses ovejunas o cabrías, con el pelo al aire y abiertas por fuera, que ataban
como hemos dicho en los tamarcos. Las decoraban con alamares o colgantes y
vivos en los bordes según la edad y condición social.
Los xercos:
Como dice Viana recuerdan la
abarca por su forma. Hacíanlos de ordinario de piel de cerdo reforzada por
dentro con otra de macho cabrío.
El xerco de los hidalgos
consistía en un trozo de cuero de forma de paralelogramo un poco mayor que las
plantas de los chenchas o pies que habían de calzarlos; cuyo extremo anterior
contraído en vico por una correa que unía sus ángulos, alojaban los dedos. Para
que al andar no se separara la plantilla del pie, los dos cabos sueltos de la
referida correa los cruzaban dos o tres veces sobre el dorso, pasándolos a la
par por otros tantos agujeros practicados en los bordes de la plantilla hasta
salvar el juanete; de donde iban de nuevo a cruzarse delante de la garganta del
pie para atarlos a ésta después de darle algunas vueltas. Además, de cada
ángulo posterior de la plantilla salía otra correa, que después de cruzadas por
detrás del talón también las ataban a la garganta del pie. Como al caminar el
roce de las correas lastimaban las carnes, protegían el talón, garganta y dorso
del pie con trozos de piel adobada; que para que no se deslizaran les
practicaban ojales o puentes que atravesaban las indicadas correas.
De estos hemos visto dos
ejemplares impares procedentes de cuevas de los aborígenes, completamente
iguales a los que aún usaban algunos en nuestra niñez. Es tradicional que los
xercos de los proceres tenían un cierto parecido a los maxos, que hace una
cuarentena de años eran tan corrientes en la isla de Fuerteventura.
* * *
NOTAS
1
Iba más allá el patriciado romano en sus primeros tiempos, pues no sólo
negaba a la plebe el derecho de propiedad, sino al matrimonio y a la familia.
2
Hay pueblos del Sur en que no han bastado cuatro siglos para borrar
estas ideas. Muchos de dichos oficios siguen siendo viles y despreciables los
que los desempeñan; y hasta hace una cincuentena de años, y menos aún, podían
señalarse familias descendientes de achicaxnas y de achicaxnáis, así como de la
nobleza de abolengo guanche.
Preferían expatriarse, morir de
hambre o prostituirse, antes que salvar esas barreras morales del pasado, (8).
3
Transcribimos en esta nota cuanto hemos encontrado en los cronistas
sobre indumentaria guanche.
Limítase fray Alonso de Espinosa
a lo siguiente:
«Su traje era (porque no tenían
género alguno de lino ni de algodón) un vestido hecho de pieles de corderos o
de ovejas gamuzadas a manera de camisón sin pliegues, ni collar ni mangas,
cosidos con correas del mismo cuero con mucha sutileza y primor tanto, que no
hay pellejero que tan bien adobe los cueros, ni que tan sutil costura haga que
casi no se divisa, y esto sin tener agujas ni alesnas sino con espinas de
pescados o púas de palmas o de otros árboles. Este vestido era abrochado por
delante o por el lado, para poder sacar los brazos, con correas de lo mismo.
Este género de vestido llamaron tamarco y era común a hombres y mujeres; salvo
que las mujeres por honestidad traían debajo del tamarco unas como sayas de
cuero gamuzado que les cubría los pies, de que tenían mucho cuidado porque era
cosa deshonesta a las mujeres descubrir pechos y pies...»
«Éste sólo era su traje de
grandes y menores; y éste le servía de cobertura para la vida y de mortaja para
la muerte...»
Páginas más adelante añade:
«Cuando iban a pelear siempre
iban desnudos, salvo las partes deshonestas, y su tamarco llevaban revuelto al
brazo...»
Viana es más explícito:
«... vestían blandas pieles
gamuzadas, de cabras, de corderos y de oveja, y con curiosidad y rara industria
hacían un pellico muy pulido a modo de camisa en la hechura, que en su lengua
llamaron el tamarco. Era sin cuello, pliegues y sin mangas, cosido con correas
de lo mismo, con pespunte curioso, no de aguja, ni alesna, que suplían esta
falta grandes espinas de marinos peces.
Usaban más aquesta vestidura
los varones; que siempre las
mugeres
traían de lo mismo como saya
de la cintura abajo otro pellico,
y tamarco más corto, que muy
justo
con mangas le cubría pecho y
brazos.
Había en este traje diferencias
de villanos a nobles hijosdalgos,
que los más principales se
vestían
el tamarco con mangas, y en las
piernas
hüirmas, que como medias sin
plantillas
traían y un calzado como abarcas
justo en los pies, que se llaman
xercos
más lo común baja y plebeya
siempre andaban descalzos y sin
mangas»
Hablando de Bencomo, dice:
«Un tamarco curioso gamuzado de
delicadas pieles les vestía, a los brazos las guáycas, como mangas tiene en la
diestra mano el regio cetro, hueso mondado del valiente brazo»
Y en la descripción que hace de
la infanta Dácila, se expresa:
«tendida y mal trenzada la madeja
a partes presa con las pobres cintas de pieles gamuzadas de cabritos, un
curioso tamarco o baqueruelo, y de lo mismo un apretado cíngulo, haciendo
delicada la cintura; y otro que al modo de basquina o saya debajo le cubría
hasta el tobillo, y en los pies delicados un calzado como abarcas al justo, y
lo traían más por cumplir con el honesto estilo, y defender la regalada planta
que por arreo del humilde traje; de pequeñas veneras y conchillas, pulidos
caracoles y juguetes que cría o tiene el mar en su ribera .../. una gran sana
le enlazaba el cuello».
Fray Abreu Galindo sólo se ocupa
del asunto en los siguientes pasajes:
«... llevando delante a un trecho
una lanza inhiesta, con una como bandera hecha de juncos, muy prima, para que
supiesen que venía el rey; y topando gente, se postraban todos por tierra, y
luego se levantaban y con el canto del tamarco, que era su vestido, le
limpiaban los pies y se los besaban ; y al tamarco llamaban ahico, y la lanza
que el rey llevaba delante se decía anepa.../...»
«Los hombres andaban desnudos,
cubiertos de unos tamarcos que eran de pellejos de cabras o de ovejas, sobados
con manteca; en invierno la lana para dentro, plegados por lo alto atábanlo con
unos ramales. Tenían las mujeres más honestidad en el vestido, porque debajo de
los tamarcos traían unos como refajos muy pulidos y sutilmente cosidos y
sobados; y los tamarcos llegaban hasta los pies...».
Marín y Cubas, únicamente:
«... rodeados al cuerpo desnudo
unos capotillos de cuero, cubiertas las panes con pleitezuelas de palma y
juncos...».
Más adelante observa que al
vestido llamaban ahico.
ANOTACIONES
(1) Siguiendo las conclusiones de
los estudios que sobre la
Prehistoria de Canarias se han realizado a lo largo del
presente siglo, no podemos compartir la hipótesis de Bethencourt Alfonso,
acerca de la participación de las razas íberas, celtas y atlánti-des en la
conformación de la población guanche de las Canarias.
También es difícilmente
explicable el que la sociedad aborigen estuviera estratificada siguiendo tales
presupuestos «raciales», dejando al margen las razones económicas como
cuestiones básicas para entender el sistema de organización social.
En este sentido se nos dice:
«La Sociedad guanche parece
corresponderse con una estructura social de clan cónico (R. González Antón, A.
Tejera, 1981:62-63), en la que se establece una gradación de intereses y
privilegios distribuidos jerárquicamente. Las diferencias vienen señaladas no
sólo por la posesión de los medios de producción, el ganado principalmente,
sino por las relaciones de parentesco con el linaje del Mencey, como jefe de su
Mencey ato... Siguiendo a los autores citados, en cada barranco o asentamiento
permanente, habría un jefe —Cichiquitzo, o tal vez, Achimencey— ligado a la
rama principal o decana, dominando a otros grupos pertenecientes a linajes
secundarios. Los que no poseen los medios de producción son «los villanos»,
según el término del orden social europeo utilizado por Espinosa. Estos son los
trasquilados, (Achi-Cáxa-na) expresión alusiva al aspecto externo de los
personajes a quienes se les diferenciaba por tener el cabello cortado, frente a
los nobles que ¡o portaban largo...». (Antonio Tejera Gaspar. Ob. cit., pp.
64-65).
(2) En
este apartado Bethencourt Alfonso hizo un análisis más acorde con la realidad
histórica de la sociedad guanche que el esgrimido por Viera y Clavijo —el mejor
escribano puede tener borrones—, en el sentido de evidenciar la existencia del
estamento servil (quizás este término sea más apropiado que el de esclavitud)
dentro de la estructura social de los guanches.
(3) Aquí manifiesta nuestro autor un evidente
espíritu crítico que lo alejan en gran medida, del conjunto de escritores
románticos que se acercaban al conocimiento de épocas pretéritas a través de un
prisma desfigurado, cuya función era la de reflejar una imagen idílica de las
sociedades antiguas y plenamente de acuerdo con la recreación literaria del
«buen salvaje».
(4) A partir de los datos recogidos, directa o
indirectamente, en los yacimientos arqueológicos; y los conocidos a través de
la información oral, D. Juan Bethencourt nos presenta una interesante
descripción de la indumentaria utilizada por los guanches. Sin embargo al
analizar alguna de las prendas, olvida las similitudes con otras piezas de
origen peninsular (que son aportaciones llegadas a las Canarias, después de la
conquista, desde el ámbito mediterráneo-andaluz, portugués etc.). En cuanto a
las posibles supervivencias del guapilete no nos recuerda la «montera del
pastor herreño» o los «maxos» (calzado), a pesar de haberlos visto en sus
diversas visitas a la isla de El Hierro. Sin embargo cuando cita estos últimos,
los compara con los de Fuerteventura.
(5) Para completar el texto hemos incorporado los
dibujos originales de Bethencourt Alfonso, donde esboza las características de
la indumentaria utilizada por los diversos sectores de la población guanche.
Repetimos que los hallazgos arqueológicos y el conocimiento de las piezas
existentes en el Museo Guanchinesco del Gabinete Científico de Santa Cruz de
Tenerife, le sirvieron de gran utilidad a la hora de redactar este capítulo.
(6) «Coinciden muchos tratadistas de las
antigüedades canarias que al tamarco no se le despojaba del pelo, sino que la
pieza se llevaba en invierno con el pelo hacia dentro, detalle que hemos podido
comprobar por haber descubierto fragmentos de tamarco con el reverso de la piel
decorada con incisiones en bandas horizontales alternando con verticales.
La confección —agamuzado y
cosido— es muy cuidadosa. El teñido se hace empleando sólo dos colores, el
amarillo brillante y el marrón fuerte.
El ornamento del tamarco o de una
especie de camisola corta se conseguía a base de aplicaciones de la piel misma,
consistentes en tiras cortadas en ángulo más o menos redondeado, a veces como
un pectoral con ensanche curvado en el centro y sujeto seguramente a los
hombros con ojales. Puede que estas aplicaciones de piel teñida de claro se
cosieran en la espalda del tamarco, de piel más oscura.
Está de más decir que el trabajo
de la piel fue femenino; la mujer guanche conocía muy bien el tratamiento del
material, como podemos comprobar por las muestras que poseemos...» (Luís Diego
Cuscoy. Ob. cit., pág. 40).
(7) Suponemos que aquí se está hablando de la
supervivencia del uso de la manta de lana, como prenda de abrigo muy extendida
por las zonas frías y altas de la isla. Cuando la población aborigen fue
aculturizada se generalizó la manta de lana, de tejido basto, confeccionada en
los telares «del país». Estas prendas formaban parte del conjunto de productos
isleños que podían exportarse, en los siglos XVII y XVIII, hacia Indias. Ya en
el siglo XIX y por influencia de las familias inglesas que se dedicaban en su
mayoría al comercio, se introdujeron en el mercado insular las mantas de lana
in glesa que aún siguen protegiendo, del
frío y de la lluvia, a nuestros campesinos y pastores de La Laguna , La Esperanza (El Rosario),
etc.
«Acerca de la capa o manta
empleada aún hoy por pastores y campesinos, persiste más entre éstos que entre
aquéllos, más entre los cuidadores de ganado mayor y ovejeros que entre los
cabreros. Esto quiere decir que el primero en usarla fue el agricultor dueño de
ganado mayor y también el ovejero por habitar ambos en altitudes comprendidas
entre los 600-700 m. a 1.000 m., que en el norte caen dentro de la faja de
brumas bajas y por lo tanto de las tierras húmedas. La Esperanza es buen
ejemplo. El cabrero usa raramente la manta; pastorea siempre en zonas bajas,
tibias, en invierno, y en altas en verano. Por lo general el ovejero se cubre
con una manta. Del primer tercio del siglo xix tenemos valiosos testimonios
gráficos debidos a Alfred Distan (Lorenzo Cáceres, 1944, pág. 89 y ss. y Lám.
x): los esperanceros llevan la manía en forma de capa, y lanza corta. No nos
parece aceptable considerar la manta del campesino como derivada del tamarco
aborigen, camisola más bien corta; acaso sea la réplica que el hombre del campo
da a la capa señorial y ciudadana, a la capa española». (Luis Diego Cuscoy. Los
Guanches..., pág. 228).
(8) Hoy sabemos perfectamente que
la consideración social negativa hacia determinados oficios o actividades
económicas, no fue una actitud exclusiva de la sociedad guanche sino que,
después de la conquista, continuó también la marginación social de determinados
oficios, como los curtidores, «mondongueras», carniceros, etc.
Para formarse idea exacta de las
prendas de ropa, trazamos las siguientes figuras:
1.—vestido regio: a) guapilete;
b) tamarco con hüirmas hasta la mano; c) guaicas', d) xercos. No se ve al ahico
que está debajo del tamarco.
2.—Vestido de hidalgos: a)
tamarco, con mangas hasta el codo; c) ahico, en parte cubierto por arriba por
el tamarco que llega a las rodillas.
3.—Vestido de dama noble: a)
tamarco; b) ahico que le llega a los pies.
4.—Vestido de
sacerdote-guadameña, cuya explicación damos en el capítulo que trata de
religión.
5.—Villano que sólo lleva el
ahico (a), y el guapilete. El resto, desnudo.
6.—Vestido de villano: a)
tamarco, que oculta el ahico.
7.—Vestido de villana: a)
tamarco; b) ahico que llega a media pierna.
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