martes, 14 de julio de 2015

CLASES SOCIALES Y LEYES SUNTUARIAS:

JUAN BETHENCOURT ALFONSO
Socio correspondiente de la Academia de Historia (1912)

Historia del
PUEBLO GUANCHE

Tomo II
Etnografía
.y
Organización socio-política
Edición anotada por MANUEL A. FARIÑA GONZÁLEZ
FRANCISCO LEMUS, EDITOR La Laguna, 1994


CAPITULO IV



Organización social del pueblo guanche. La nobleza y sus preeminencias: fueros respectivos de los nobles achimence-yes, chaureros y cichiciquitzos. Servidumbre de las clases achicaxnas y achicaxnáis: sus condiciones. Indumentaria de las clases y categorías.

Es probable que las tres razas de los íberos, celtas y atlántides que integraban el pueblo guanche, correspondieran respectivamente a fines del siglo XV a las tres castas de la nobleza, de los achicaxnas y achicaxnáis que aparecen en la isla a la manera de capas superpuestas de los terrenos sedimentarios. Debió acontecer lo que en las demás partes del mundo, que al chocar razas de distinta potencialidad las más débiles fueron sometidas a servidumbre y la más poderosa quedó sobrenadando con todas las ventajas y privilegios, (1).

¡Pero cómo sobrenadó! Comparando las invasiones que sufrió el Archipiélago con las del imperio romano, se echa de ver que en ella los invasores no imitaron a la generalidad de los bárbaros, que se contentaron con despojar a los terratenientes de la tercera parte de los bienes raíces o bienes alodiales, sino que a semejanza de los anglosajones en Bretaña y los vándalos en África, se adueñaron de todo. Pero concretándonos a Tenerife, aunque los últimos invasores no lograron dominar destruyeron la civilización, cooperando tal vez sus jefes con algún concierto a vigorizar el antiguo régimen feudal de los íberos, aumentando la servidumbre de las clases inferiores desheredándolas por completo.

Tal despojo, con las franquicias nacidas del derecho del más fuerte, fue cristalizando al amparo de los siglos hasta perderse su origen de la memoria de los hombres y lo consagró la religión. Por esto dice fray Alonso de Espinosa:

«Tenían los naturales para sí que Dios los había criado del agua y de la tierra, tantos hombres como mujeres, y dádoles ganados para su sustento; y después crió más hombres, y como no les dio ganados, pidiéndoselos a Dios, les dijo: Servid a esotros y daros han de comer; y de allí vinieron los villanos que sirven y se llaman achicaxna».

Esta total usurpación de los vencedores, uniendo a su cualidad de guerreros triunfantes la de propietarios únicos, llevó envuelta en sus obligaciones y derechos civiles el exclusivo y pleno goce de la ciudadanía; y como dentro del sentido jurídico guanchinesco solamente la nobleza formaba la nación, hallábase vinculado en su seno los poderes legislativo y ejecutivo, los organismos de la administración pública y el disfrute de todas las prerrogativas sociales, constituyendo una clase aristocrática absorbente y poderosa subdividida en las tres categorías de achimenceyes, chaureros y cichiciquitzos.

Eran los achimenceyes de sangre real y los que tenían mayores privilegios. A ser posible un parangón con las instituciones romanas, diríase que a ellos competía la plenitud del derecho, algo así como el cives óptimo jure del patriciado. Constituían la alta nobleza o proceres del reino, salidos de los tíos, hermanos, hijos o sobrinos de los soberanos, como los achimenceyes o gobernadores vitalicios de las provincias los guadameñas o sumo pontífices, los tagoreros o corregidores, sigoñes o capitanes etc. Tenían asiento por derecho propio en el Be-ñesmer o asamblea legislativa y eran miembros del Gran Tagoro a la par que desempeñaban los principales cargos de autoridad como delegados de la realeza.

Los chaureros o nobles de segunda clase eran los jefes patriarcales del auchon o familia civil. Además de administrar las heredades, como vocales natos de sus respectivos tagoros concurrían a la constitución del Beñesmer para ejercitar el referéndum en representación de los cichiciquitzos o hidalgos de sus correspondientes auchones.

Y por último a los cichiciquitzos, guerreros por excelencia, disciplinados, entregados a la práctica diaria del manejo de las armas y de los ejercicios corporales, constituían por su número y calidad el potentísimo brazo del Estado. En las faenas de la paz desempeñaban los cargos similares a capataces para dirigir y vigilar a los siervos; ejercitaban el referéndum en las asambleas locales de los tagoros y bajo la presidencia del chaurero discutían en el auchon los asuntos de la república.

Cuanto a los siervos ni tenían intervención alguna en la cosa pública, ni se le reconocía personalidad civil. Como por ministerio de la ley estábale prohibido al noble todo trabajo manual, al extremo de quedar descalificado con pérdida de los fueros a la menor infracción, también por la ley hallábanse los siervos adscritos a los privilegiados como instrumentos de producción para alimentarlos y llenarles las demás necesidades de la vida; de modo que venía a ser el siervo respecto al noble algo así como la vacada de un cortijo respecto al cortijero'.

Pero es lo extraño que hasta las mismas dos castas de siervos conservaban cierta diferencia categórica que trascendía un tanto a la vida íntima. Los achicaxnas, dedicados exclusivamente a la agricultura y al pastoreo, considerábanse a mayor altura y de una casta más noble que la de los achicaxnáis, a quienes miraban con profundo desprecio y viles a sus ocupaciones, como eran los servicios domésticos y todos los oficios, como molineros, pescadores, alfareros, zurradores, saladores, cesteros, zapateros, parteras, estereros, y en una palabra a todo trabajo fuera del campo y de la ganadería2. Pero de todas estas ocupaciones la que les merecía un desprecio más pronunciado era la de los em-balsamadores de los cadáveres o momificadores; especie de sacerdotes que formaban como la aristocracia de la casta de los achicaxnáis.

Tal fue la condición social de los siervos; y por más que el historiador Viera y Clavijo afirma que « los isleños no tuvieron esclavos, ni jamás conocieron esta tiranía que tanto ha deshonrado a la humanidad», dados los hechos el lector aplicará el calificativo. No discutimos palabras, (2).

Pero a pesar que todos los trabajos manuales pesaban sobre los siervos no se hallaban eximidos del servicio militar, porque la vida desde el rey al último vasallo se debía a la defensa de la patria, sin otra limitación que la falta de fuerzas para el cumplimiento de tan sagrada obligación; por lo que se les preparaba para la guerra al igual que la nobleza. Mas este gravamen que a primera vista aparece como el mayor de sus males tal vez fuera lo contrario, en el sentido de que era la única puerta que tenían para redimir su condición social. Efectivamente, no obstante el vallado infranqueable que cercaba a la clase de los siervos, en aquel pueblo de atletas viviendo en plena edad heroica se cotizaba a tan alto precio la potencia muscular, la destreza y los arrestos del valor, que a los que se distinguían en la guerra, en los Juegos Beñesmares o que sobresaliera por algún concepto del nivel ordinario conquistándose los plácemes de la multitud, era agraciado con un título de nobleza personal con sus naturales prerrogativas, o séase con el «cinto amarillo» o «faja de cuero amarillo de una mano de ancha con la que se daban los hidalgos dos o tres vueltas a la cintura», que servía de ejecutoria a los de su clase. Los siervos favorecidos ingresaban en la guardia real y podían casar con mujer noble.

Explícase de esta suerte aquella acometividad sin vacilaciones en los peligros de las batallas, los nobles por temor a ser descalificados y los siervos para ser ennoblecidos; como también nos damos cuenta de la trascendencia de esta medida desde el punto de vista político por su sentido gubernamental, no sólo por ser una válvula a las reivindicaciones de las naturalezas privilegiadas, sino porque seleccionaban en favor del Estado lo mejor de las fuerzas vivas de la república.

¿Pero era esto bastante para hacer feliz a una sociedad con leyes tan lesivas para una gran parte?

Nuestros historiadores aseguran que sí, pero nosotros repetimos que Tenerife no era una Arcadia, como lo acreditaron los siervos con motivo de la invasión española según hemos visto en el Tomo I, (3).

Para concluir diremos, que la ley reconocía a todo varón y hembra la plenitud de sus derechos, cuando los declaraba respectivamente coran y chamadlo, es decir, así que cumplían los 25 años reuniendo las demás condiciones.

Pero no bastaron tales desigualdades en la estructura íntima del pueblo guanche, sino que las exteriorizaron por medio de leyes suntuarias cuyo cumplimiento riguroso es legendario. Sin contar las añe-pas con otras insignias de autoridad y la prohibición a los siervos de llevar el cabello y barbas largas, así como el uso de prendas o dijes, la forma, color y calidad de los vestidos revelaban la condición social y jerárquica de los individuos. Lo asombroso es el partido que sacaron de sus limitados recursos para establecer estas diferencias, no conociendo el huso para hilar el vellón u otras sustancias similares; pero si bien no supieron transformar las primeras materias en productos textiles, en las pieles del ganado ovejuno, cabrío, de cerda y de los perros, en las hojas de la palmera y de los dragos, en las, junqueras de los barrancos, en los tallos de algunas gramíneas, en las fibras de las malvas y en la corteza del torbisco, encontraron los medios no ya para cumplir con el sentimiento de la honestidad y ponerse al abrigo de las injurias atmosféricas, sino para rendir tributo a las vanidades de la vida.

De las pieles adobadas provistas o no de pelo, con sus propios colores o teñidas, cortaban los vestidos valiéndose de féisnes y tahonas, que cosían utilizando punzones fabricados de huesos de animales o de leñablanca, o con leznas más o menos delgadas de la misma materia, o con púas de palmera, o bien con agujas muy finas de espinas de pescado armadas de barbadas y algunas provistas hasta de ojo. Como hilo empleaban las fibras de malva o filamentos de hoja de palmera y principalmente cuerdas de distintos diámetros de tripas. Para los trabajos menos delicados, correas de las mismas pieles adobadas o de corríales; de todo lo cual posee ejemplares el Museo Municipal de Santa Cruz.
Con tales medios hacían labores de costura muy finos, ojales a punto de presilla, adornos de cadeneta, punto de sardina, etc. También preparaban prendas de esterilla, que confeccionaban de cortezas de torbisco, de juncos, gramíneas, de filamentos u hojas de palmera y drago, por lo común de 5, 6 ó 7 cabos y de uno o más colores combinados.
Aunque la ropería ofrecía poca variedad, el uso de todas las piezas no estaba permitido a las diferentes clases. Puede decirse que el vestido completo constaba de cinco prendas principales, cuyas particularidades señalaremos para cada grupo social a medida que las describamos. Estas prendas eran: el guapilete, tamarco, ahico, hüirmas y xercos3.
El guapilete:

Así llamaban a la gorra o sombrero, que afectaban formas distintas (4). El guapilete de los hidalgos o cichiciquitzos, que sobrevivió en la montera tinerfeña de lana usada por el vulgo hasta fines del siglo XVIII; eran confeccionados con pieles adobadas de cordero o cabrito con el pelo afuera. Su forma recordaba a un casco. Ligeramente cónico con el vértice delantero, le caía por detrás una cogotera cuadrada o en trapecio, ofreciendo por ambos lados unas orejeras que ataban a voluntad como barboquejo o recogían sobre la copa amarrándolas al vértice, rematado en un gorullo teñido de color vivo. Por dentro reforzaban la boca de la copa.

El de los menceyes, aparte de las pieles más selectas (5) y esmerada hechura, diferenciábase del anterior en llevar por delante como una diadema de tres picos rígidos de distinto color para que se destacaran, de ordinario negros o blancos.
El de los achimenceyes era muy parecido pero con diadema de dos picos y de un solo pico el de los tagoreros. Para ciertos actos también usaban los menceyes otro a manera de gorra de esterilla de palma, algo semejante a un solideo, con tres amazonas sobre la frente y una guirnalda de hojas verdes a guisa de diadema.




1.—Guapilete de los cichiciquitzos o hidalgos, visto por detrás.
2.—Guapilete de los cichiciquitzos o hidalgos, visto de costado con las orejeras de barboquejo.
3.—Guapilete de los cichiciquitzos o hidalgos, con las orejeras recogidas sobre la copa.
4.—Guapilete de los menceyes, con diadema de tres picos. 5.—Guapilete de los menceyes, para ciertos actos oficiales. 6 y 7.—Guapilete de damas nobles. 8.—Guapilete de villano. 9.—Guapilete de villana.

Ahico:
Modelo del ahico de hombre, hecho de piel, que llegaba a las rodillas después de atado a la cintura. En la mujer plebeya se prolongaba hasta media pierna y en las damas nobles hasta los pies, sin variar más que en las
dimensiones.

La mujer noble, aunque de ordinario llevaba atada alrededor de la cabeza una cinta más o menos ancha de piel o esterilla de colores llamativos, cubríase a veces con una especie de toca o séase un trozo de piel de forma de paralelogramo, que le caía atrás como cogotera y mantenían con una cinta ceñida a la frente anudada sobre la nuca. Las casadas andaban siempre con el cabello recogido en moño, mientras las solteras tendido a la espalda en trenzas, anudadas de dos en dos o tres puntos con lazos de colores. Lucían collares de conchas marinas y flores o guirnaldas a la cabeza.

El guapilete de los siervos consistía en verdaderos zurroncitos con pelo, ya enteros o seccionados a la altura de las extremidades posteriores y después cosidos, que se encasquetaban por la boca conservando las garras delanteras, bien para atárselas por debajo de la barba o dejarlas flotantes. Los llevaban como les caía, unos empinados, ya a la espalda o a un lado como barretina, o más o menos chafados. El de las siervas eran más pequeños y elegantes.

El tamarco (6):

De pieles adobadas de ganado ovejuno o cabrío, con pelo o sin él según la estación, si bien los siervos lo usaban siempre peludos, al exterior como la actual manta lagunera, cuya prenda es hija legítima del antiguo tamarco plebeyo, (7).

El usado por los reyes tenía la forma de chupa o levita cerrada, larga hasta media pierna con el faldón guarnicionado por el borde inferior y abierta por delante en su línea media, que abrochaban por medio de una correa rehilada a través de ojales a punto de presilla o con correas fijas dispuestas en parejas. Llevábanla ceñida a la cintura por un cinto de piel con adornos de aguja. La abertura superior, si bien carecía de cuello hallábase revestida de una franja de distinto color, que se continuaba por los lados como hombreras y seguía a todo lo largo de la parte externa de la manga, rematada en la muñeca en carteras del mismo matiz. También vestían otras más sencillas, así de abrigo para el invierno forradas por dentro, como sin pelo para el estío.

Los tamarcos de los achimenceyes y tagoreros aunque semejantes ofrecían algunas diferencias. En el de los primeros las guaicas o mangas no pasaban de la mitad del antebrazo y el faldón del tercio superior de la pierna, mientras en los segundos morían respectivamente en las sangraderas y rodillas.

El de los hidalgos era una especie de zamarra un poco larga ceñida a la cintura, con mangas hasta medio brazo y sin pasar el faldón de   la mitad del muslo. Los tenían de verano y de invierno, es decir sin pelos o peludos, pero sin los adornos referidos.

Las mujeres nobles los usaban parecidos al de los varones de sus correspondientes clases, aunque distinguiéndose por las pieles más suaves, corte más delicado y adornos llamativos. Llevábanlo ajustado modelando sus líneas, ceñido con cíngulo adornado de colgantes y vivos. Pero así como en los hombres los abrochaban por delante en las mujeres por un costado, empleando en ocasiones en lugar de correas pequeñas alcachofitas de cuero de variados colores a guisa de botones, como hemos visto.

Respecto al tamarco de los siervos consistía en una túnica o cami-son sin cuello, pliegues, ni mangas, abierto por delante que abrochaban del modo referido, largo hasta las rodillas y que llevaban suelto sin ce-ñirlo a la cintura. Sacaban los brazos por dos agujeros que ocupaban el lugar de las mangas. No se diferenciaban el de ambos sexos sino en que el de la mujer se abría por un costado y era de hechura más pulcra.

El ahico:

Era una prenda universal, vestida por todos los habitantes, lo mis-mo hombres que mujeres, que tenía por finalidad la defensa del pudor.

Cuando los historiadores refiriéndose al hombre hablan de tapa-rrabos, toneletes, delantíllos y braguillas o al hacerlo de la mujer se ocupan de faldellines, basquinas, sayas y zagalejos, sin darse cuenta expresan modalidades de la misma pieza el ahico, llamada probablemente en la Gomera tahuya, la saya, las destinadas a las mujeres. Verdad es que variaban por su color y adornos, por su material de pieles o de esterillas de distinta naturaleza, por su tamaño más o menos grande según se tratara de mujeres u hombres, de nobles o siervos, pero no es menos cierto que se trataba de la misma prenda de ropa.

Venía a ser, hablando en términos generales, como si a lo largo de una pretina que se atara a un costado de la cintura cosieran dos delantales de forma de trapecio, uno por delante y otro por detrás, con sus bordes libres por ambos lados pero en parte sobrepuesto el anterior al postrero. Compréndese desde luego que depende de las dimensiones que se dé al ahico el que resulte un taparrabo o un zagalejo, así como. dado el material de que disponían, de que era la prenda de forma más adecuada, para conservar la libertad de los movimientos, sin los riesgos de una exhibición indecorosa en ciertas actitudes.

El ahico en la mujer noble le llegaba a los pies y en la sierva a media pierna. En los hidalgos a las rodillas.

Gran parte del año y en las regiones costaneras de la isla, el siervo casi no usaba otra prenda; y con frecuencia en todas partes, pues lo mismo para entrar en combate que para emprender cualquier clase de trabajo o ejercicio, lo primero que hacían los hombres era despojarse del tamarco para quedar sólo con el ahico.

Las hüirmas o güirmas:
Era el nombre que daban a las mediabotas, que se extendían desde la garganta del pie hasta cerca de la rodilla. Era de uso exclusivo de la nobleza. Hacíanlas de piel de perro o de reses ovejunas o cabrías, con el pelo al aire y abiertas por fuera, que ataban como hemos dicho en los tamarcos. Las decoraban con alamares o colgantes y vivos en los bordes según la edad y condición social.

Los xercos:

Como dice Viana recuerdan la abarca por su forma. Hacíanlos de ordinario de piel de cerdo reforzada por dentro con otra de macho cabrío.

El xerco de los hidalgos consistía en un trozo de cuero de forma de paralelogramo un poco mayor que las plantas de los chenchas o pies que habían de calzarlos; cuyo extremo anterior contraído en vico por una correa que unía sus ángulos, alojaban los dedos. Para que al andar no se separara la plantilla del pie, los dos cabos sueltos de la referida correa los cruzaban dos o tres veces sobre el dorso, pasándolos a la par por otros tantos agujeros practicados en los bordes de la plantilla hasta salvar el juanete; de donde iban de nuevo a cruzarse delante de la garganta del pie para atarlos a ésta después de darle algunas vueltas. Además, de cada ángulo posterior de la plantilla salía otra correa, que después de cruzadas por detrás del talón también las ataban a la garganta del pie. Como al caminar el roce de las correas lastimaban las carnes, protegían el talón, garganta y dorso del pie con trozos de piel adobada; que para que no se deslizaran les practicaban ojales o puentes que atravesaban las indicadas correas.

De estos hemos visto dos ejemplares impares procedentes de cuevas de los aborígenes, completamente iguales a los que aún usaban algunos en nuestra niñez. Es tradicional que los xercos de los proceres tenían un cierto parecido a los maxos, que hace una cuarentena de años eran tan corrientes en la isla de Fuerteventura.

* *      *



NOTAS
1  Iba más allá el patriciado romano en sus primeros tiempos, pues no sólo negaba a la plebe el derecho de propiedad, sino al matrimonio y a la familia.
2  Hay pueblos del Sur en que no han bastado cuatro siglos para borrar estas ideas. Muchos de dichos oficios siguen siendo viles y despreciables los que los desempeñan; y hasta hace una cincuentena de años, y menos aún, podían señalarse familias descendientes de achicaxnas y de achicaxnáis, así como de la nobleza de abolengo guanche.
Preferían expatriarse, morir de hambre o prostituirse, antes que salvar esas barreras morales del pasado, (8).
3  Transcribimos en esta nota cuanto hemos encontrado en los cronistas sobre indumentaria guanche.
Limítase fray Alonso de Espinosa a lo siguiente:
«Su traje era (porque no tenían género alguno de lino ni de algodón) un vestido hecho de pieles de corderos o de ovejas gamuzadas a manera de camisón sin pliegues, ni collar ni mangas, cosidos con correas del mismo cuero con mucha sutileza y primor tanto, que no hay pellejero que tan bien adobe los cueros, ni que tan sutil costura haga que casi no se divisa, y esto sin tener agujas ni alesnas sino con espinas de pescados o púas de palmas o de otros árboles. Este vestido era abrochado por delante o por el lado, para poder sacar los brazos, con correas de lo mismo. Este género de vestido llamaron tamarco y era común a hombres y mujeres; salvo que las mujeres por honestidad traían debajo del tamarco unas como sayas de cuero gamuzado que les cubría los pies, de que tenían mucho cuidado porque era cosa deshonesta a las mujeres descubrir pechos y pies...»
«Éste sólo era su traje de grandes y menores; y éste le servía de cobertura para la vida y de mortaja para la muerte...»
Páginas más adelante añade:
«Cuando iban a pelear siempre iban desnudos, salvo las partes deshonestas, y su tamarco llevaban revuelto al brazo...»
Viana es más explícito:

«... vestían blandas pieles gamuzadas, de cabras, de corderos y de oveja, y con curiosidad y rara industria hacían un pellico muy pulido a modo de camisa en la hechura, que en su lengua llamaron el tamarco. Era sin cuello, pliegues y sin mangas, cosido con correas de lo mismo, con pespunte curioso, no de aguja, ni alesna, que suplían esta falta grandes espinas de marinos peces.

Usaban más aquesta vestidura
los varones; que siempre las mugeres
traían de lo mismo como saya
de la cintura abajo otro pellico,
y tamarco más corto, que muy justo
con mangas le cubría pecho y brazos.
Había en este traje diferencias
de villanos a nobles hijosdalgos,
que los más principales se vestían
el tamarco con mangas, y en las piernas
hüirmas, que como medias sin plantillas
traían y un calzado como abarcas
justo en los pies, que se llaman xercos
más lo común baja y plebeya
siempre andaban descalzos y sin mangas»

Hablando de Bencomo, dice:

«Un tamarco curioso gamuzado de delicadas pieles les vestía, a los brazos las guáycas, como mangas tiene en la diestra mano el regio cetro, hueso mondado del valiente brazo»

Y en la descripción que hace de la infanta Dácila, se expresa:

«tendida y mal trenzada la madeja a partes presa con las pobres cintas de pieles gamuzadas de cabritos, un curioso tamarco o baqueruelo, y de lo mismo un apretado cíngulo, haciendo delicada la cintura; y otro que al modo de basquina o saya debajo le cubría hasta el tobillo, y en los pies delicados un calzado como abarcas al justo, y lo traían más por cumplir con el honesto estilo, y defender la regalada planta que por arreo del humilde traje; de pequeñas veneras y conchillas, pulidos caracoles y juguetes que cría o tiene el mar en su ribera .../. una gran sana le enlazaba el cuello».
Fray Abreu Galindo sólo se ocupa del asunto en los siguientes pasajes:

«... llevando delante a un trecho una lanza inhiesta, con una como bandera hecha de juncos, muy prima, para que supiesen que venía el rey; y topando gente, se postraban todos por tierra, y luego se levantaban y con el canto del tamarco, que era su vestido, le limpiaban los pies y se los besaban ; y al tamarco llamaban ahico, y la lanza que el rey llevaba delante se decía anepa.../...»

«Los hombres andaban desnudos, cubiertos de unos tamarcos que eran de pellejos de cabras o de ovejas, sobados con manteca; en invierno la lana para dentro, plegados por lo alto atábanlo con unos ramales. Tenían las mujeres más honestidad en el vestido, porque debajo de los tamarcos traían unos como refajos muy pulidos y sutilmente cosidos y sobados; y los tamarcos llegaban hasta los pies...».
Marín y Cubas, únicamente:

«... rodeados al cuerpo desnudo unos capotillos de cuero, cubiertas las panes con pleitezuelas de palma y juncos...».

Más adelante observa que al vestido llamaban ahico.

ANOTACIONES
(1) Siguiendo las conclusiones de los estudios que sobre la Prehistoria de Canarias se han realizado a lo largo del presente siglo, no podemos compartir la hipótesis de Bethencourt Alfonso, acerca de la participación de las razas íberas, celtas y atlánti-des en la conformación de la población guanche de las Canarias.

También es difícilmente explicable el que la sociedad aborigen estuviera estratificada siguiendo tales presupuestos «raciales», dejando al margen las razones económicas como cuestiones básicas para entender el sistema de organización social.
En este sentido se nos dice:

«La Sociedad guanche parece corresponderse con una estructura social de clan cónico (R. González Antón, A. Tejera, 1981:62-63), en la que se establece una gradación de intereses y privilegios distribuidos jerárquicamente. Las diferencias vienen señaladas no sólo por la posesión de los medios de producción, el ganado principalmente, sino por las relaciones de parentesco con el linaje del Mencey, como jefe de su Mencey ato... Siguiendo a los autores citados, en cada barranco o asentamiento permanente, habría un jefe —Cichiquitzo, o tal vez, Achimencey— ligado a la rama principal o decana, dominando a otros grupos pertenecientes a linajes secundarios. Los que no poseen los medios de producción son «los villanos», según el término del orden social europeo utilizado por Espinosa. Estos son los trasquilados, (Achi-Cáxa-na) expresión alusiva al aspecto externo de los personajes a quienes se les diferenciaba por tener el cabello cortado, frente a los nobles que ¡o portaban largo...». (Antonio Tejera Gaspar. Ob. cit., pp. 64-65).

 (2)  En este apartado Bethencourt Alfonso hizo un análisis más acorde con la realidad histórica de la sociedad guanche que el esgrimido por Viera y Clavijo —el mejor escribano puede tener borrones—, en el sentido de evidenciar la existencia del estamento servil (quizás este término sea más apropiado que el de esclavitud) dentro de la estructura social de los guanches.

(3)  Aquí manifiesta nuestro autor un evidente espíritu crítico que lo alejan en gran medida, del conjunto de escritores románticos que se acercaban al conocimiento de épocas pretéritas a través de un prisma desfigurado, cuya función era la de reflejar una imagen idílica de las sociedades antiguas y plenamente de acuerdo con la recreación literaria del «buen salvaje».

(4)  A partir de los datos recogidos, directa o indirectamente, en los yacimientos arqueológicos; y los conocidos a través de la información oral, D. Juan Bethencourt nos presenta una interesante descripción de la indumentaria utilizada por los guanches. Sin embargo al analizar alguna de las prendas, olvida las similitudes con otras piezas de origen peninsular (que son aportaciones llegadas a las Canarias, después de la conquista, desde el ámbito mediterráneo-andaluz, portugués etc.). En cuanto a las posibles supervivencias del guapilete no nos recuerda la «montera del pastor herreño» o los «maxos» (calzado), a pesar de haberlos visto en sus diversas visitas a la isla de El Hierro. Sin embargo cuando cita estos últimos, los compara con los de Fuerteventura.
(5)  Para completar el texto hemos incorporado los dibujos originales de Bethencourt Alfonso, donde esboza las características de la indumentaria utilizada por los diversos sectores de la población guanche. Repetimos que los hallazgos arqueológicos y el conocimiento de las piezas existentes en el Museo Guanchinesco del Gabinete Científico de Santa Cruz de Tenerife, le sirvieron de gran utilidad a la hora de redactar este capítulo.

(6)  «Coinciden muchos tratadistas de las antigüedades canarias que al tamarco no se le despojaba del pelo, sino que la pieza se llevaba en invierno con el pelo hacia dentro, detalle que hemos podido comprobar por haber descubierto fragmentos de tamarco con el reverso de la piel decorada con incisiones en bandas horizontales alternando con verticales.

La confección —agamuzado y cosido— es muy cuidadosa. El teñido se hace empleando sólo dos colores, el amarillo brillante y el marrón fuerte.
El ornamento del tamarco o de una especie de camisola corta se conseguía a base de aplicaciones de la piel misma, consistentes en tiras cortadas en ángulo más o menos redondeado, a veces como un pectoral con ensanche curvado en el centro y sujeto seguramente a los hombros con ojales. Puede que estas aplicaciones de piel teñida de claro se cosieran en la espalda del tamarco, de piel más oscura.

Está de más decir que el trabajo de la piel fue femenino; la mujer guanche conocía muy bien el tratamiento del material, como podemos comprobar por las muestras que poseemos...» (Luís Diego Cuscoy. Ob. cit., pág. 40).

(7)  Suponemos que aquí se está hablando de la supervivencia del uso de la manta de lana, como prenda de abrigo muy extendida por las zonas frías y altas de la isla. Cuando la población aborigen fue aculturizada se generalizó la manta de lana, de tejido basto, confeccionada en los telares «del país». Estas prendas formaban parte del conjunto de productos isleños que podían exportarse, en los siglos XVII y XVIII, hacia Indias. Ya en el siglo XIX y por influencia de las familias inglesas que se dedicaban en su mayoría al comercio, se introdujeron en el mercado insular las mantas de lana in  glesa que aún siguen protegiendo, del frío y de la lluvia, a nuestros campesinos y pastores de La Laguna, La Esperanza (El Rosario), etc.

«Acerca de la capa o manta empleada aún hoy por pastores y campesinos, persiste más entre éstos que entre aquéllos, más entre los cuidadores de ganado mayor y ovejeros que entre los cabreros. Esto quiere decir que el primero en usarla fue el agricultor dueño de ganado mayor y también el ovejero por habitar ambos en altitudes comprendidas entre los 600-700 m. a 1.000 m., que en el norte caen dentro de la faja de brumas bajas y por lo tanto de las tierras húmedas. La Esperanza es buen ejemplo. El cabrero usa raramente la manta; pastorea siempre en zonas bajas, tibias, en invierno, y en altas en verano. Por lo general el ovejero se cubre con una manta. Del primer tercio del siglo xix tenemos valiosos testimonios gráficos debidos a Alfred Distan (Lorenzo Cáceres, 1944, pág. 89 y ss. y Lám. x): los esperanceros llevan la manía en forma de capa, y lanza corta. No nos parece aceptable considerar la manta del campesino como derivada del tamarco aborigen, camisola más bien corta; acaso sea la réplica que el hombre del campo da a la capa señorial y ciudadana, a la capa española». (Luis Diego Cuscoy. Los Guanches..., pág. 228).

(8) Hoy sabemos perfectamente que la consideración social negativa hacia determinados oficios o actividades económicas, no fue una actitud exclusiva de la sociedad guanche sino que, después de la conquista, continuó también la marginación social de determinados oficios, como los curtidores, «mondongueras», carniceros, etc.


Para formarse idea exacta de las prendas de ropa, trazamos las siguientes figuras:

1.—vestido regio: a) guapilete; b) tamarco con hüirmas hasta la mano; c) guaicas', d) xercos. No se ve al ahico que está debajo del tamarco.
2.—Vestido de hidalgos: a) tamarco, con mangas hasta el codo; c) ahico, en parte cubierto por arriba por el tamarco que llega a las rodillas.
3.—Vestido de dama noble: a) tamarco; b) ahico que le llega a los pies.
4.—Vestido de sacerdote-guadameña, cuya explicación damos en el capítulo que trata de religión.
5.—Villano que sólo lleva el ahico (a), y el guapilete. El resto, desnudo.
6.—Vestido de villano: a) tamarco, que oculta el ahico.
7.—Vestido de villana: a) tamarco; b) ahico que llega a media pierna.












                














































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