jueves, 11 de junio de 2015

PEPE ENRIQUE MELIÁN, UNO DE LOS ÚLTIMOS PASTORES.



A continuación publicamos otro excelente artículo de Eduardo González, que trata sobre Pepe Enrique Melián, uno de los últimos pastores de Juan Grande, al que tuvimos el honor y el placer de conocer.
José Benjamín de Todos Los Santos o Pepe Enrique, como era conocido por todos, atesoraba un amplio bagaje de conocimientos ligados a su profesión de pastor transmitidos por su padre, su abuelo y sus antepasados.

Lamentablemente, con él se fueron muchos de esos conocimientos al igual que desaparece la profesión de pastor, por mor de los cambios que nos trae consigo el progreso. 

Estos conocimientos y costumbres que se pierden, eran la forma de vida de nuestros antepasados más directos desde el tiempo de los aborígenes hasta bien entrado el siglo XX.

Otra faceta que rememoramos de Pepe Enrique y que vemos reflejada en el artículo, era la socarronería que le caracterizaba, digna del mejor humor canario al estilo de los famosos cuentos de “Pepe Monagas”. Todos los que le conocimos pudimos disfrutar con sus cuentos, sus puntos cubanos y sus poesías y nos queda en el recuerdo las risas que nos echabamos con él siempre que lo encontrábamos, pues siempre tenía el verso y la rima adecuada a cada ocasión.
Dedicado a la memoria de Pepe Enrique Melian:
PEPE ENRIQUE Y SU ÚLTIMA BOTANA.

EDUARDO GONZALEZ PÉREZ

Directivo de la Federación de Salto del Pastor y uno de los fundadores de la Escuela de Garrote La Revoliá y de la Pila de Garrote de Vecindario.
Fotografías: Archivo Gráfico y Sonoro “Escuela de Garrote LA REVOLIÁ”

Se nos había metido en la cabeza al amigo Juan y a mi seguir dándole la lata a Pepe Enrique por aquellos días. Y coincidieron esos días en las fechas donde el calendario se nos empeña que festejemos el alumbramiento de María, que tras un extrañísimo parto provocado por una paloma pariría un sabio chiquillo con pretensiones de llegar lejos, fechas en las que un incesante bombardeo de voladores recibiría al año nuevo y fechas donde tres reyes montados a camello cruzarían el mar, de una forma más extraña aún que la de Maria para quedarse embarazada, para repartir regalos por todas partes a la vez que al mismo tiempo.
Posiblemente esa coincidencia cronológica intentaba hacerme ver un cuento de Pascuas donde no lo había. Al fin y al cabo Mariquilla, en estado de choteo más que de gracia desde hacia solo cuatro meses y con un novio embarcado en la zafra del atún desde hacía ocho, no parió por aquellos días, el año nuevo vino por encima del empecinamiento de los truenos de pólvora y fuego y ni Melchor, Gaspar o Baltasar acudieron a ninguna de nuestras puertas. Seguramente los Reyes Magos, porque hay que ser magos para cumplir las loables intenciones de estos barbudos ancianos, se olvidaron de los que no pusimos zapatos esa noche. Quizás ignoran, tal vez sea así, que en este mundo todavía hay muchos niños que andan descalzos.
Tuvo que ser Maestro Pepe el que, viendo nuestro desconsuelo al quedarnos sin turrón y riéndose de nuestras inútiles intenciones de darle una buena pedrada al palomo causante de la surrealista cornamenta que padecía José, el joven marinero, nos invitara a pasar a su particular pesebre. Con unas cuantas sillas a medio destartalar y un simple tablón a cuatro patas forrado de formica montó, en la acera de enfrente a su casa, la humilde mesa en la que cenaría esa noche con nosotros el queso de sus quehaceres. Él, pastor como lo fueron su padre y su abuelo, sacó una talega llena de atarecos: varias leznas, diferentes tijeras, cachos de palo, correas de cuero…Nosotros pusimos los baifos, aquellos que días antes conseguimos en el barranco de Los Ajogaos y que por indicación de Maestro Pepe tuvimos de remojo en salmuera un par de días después de haber mandado para la cocina la carne y sus tiernos huesos. Pretendía así que empezáramos a curtir estas infantiles pieles. Siguiendo sus instrucciones, habíamos afeitado los cueros y nos jartamos de sobarlos sobre el cabo de una mandarria hasta que quedaron lo suficiente morosos como para confeccionar un zurrón, esa bolsa en la que los pastores guardan el gofio y lo amasan.
No era nuestra intención que esa tarde sus dedos de ochenta años se pusieran a trabajar en el cosido de una botana, el cierre principal de los zurrones y batijeros que tapona el orificio existente en la zona del cuello. Solo pretendíamos que nos diera unas pocas explicaciones para luego nosotros hacer el trabajo. Pero claro estaba que no podíamos desperdiciar la ocasión: Pepe Enrique era el anfitrión y nosotros unos chiquillos hambrientos de conocimientos. Y ya se sabe que el hambre no entiende de prejuicios, se los come.

Entonces rodeó el cuello del baifo, que ya no estaba presente sino en piel, con una tira de cuello de centímetro y poco de ancho. Un par de vueltas le dio y la atravesó con una lezna. Por el agujero realizado introdujo la fina y resistente correa de cuero de cabra con la que iba a coser la botana. Así consiguió darle el primer punto. El siguiente lo repitió de igual manera formando una cruz.
…esto se cose ahora… una pallá, una paquí y otra paquí…eh?

…esto se mete por aquí pallá …y dando vueltas y dando vueltas y dando vueltas…



…con la correa del cuero de una cabra.
 ¿Sabes tú como es? ¿Toavía no se te ha metío en la cabeza?

José Benjamín de Todos los Santos Melián Hernández, nombre que el paso del tiempo terminaría abreviando en Pepe Enrique “El Colorao”, nació en una mañana de 1925, el día en que Pedro “el negoso”, llamado cariñosamente así porque negó y renegó de su patrón tres veces en la misma noche, reunió a todos los suyos…

...el día de Todos Los Santos, a las nueve del día. Mi padre era Francisco Melián Artiles, de Juan Grande, y mi madre, Maria Hernández Bordón…

Yo nací a la punta arría de la calle. Allí… teníamos un corral antes. ¿Te acuerdas, ahí, al lao de la carretera, donde está el mato ese que está…? Ya no está el mato ahí, que lo arrancaron cuando hicieron esas casas. Teníamos un corral allí al lao. Se quitó el corral pa fabricar las casas esas.
Parece ser que el sin sentido de la puta Guerra Civil Española, porque todas las guerras son putas y sin sentido alguno, hizo que su adolescencia le robara el tiempo a su infancia y su juventud fue rápidamente contagiada con las prisas de ser hombre.

…antes se ordeñaba el ganao, se quitaba la puerta del corral y se les decía a las cabras: ¡hasta mañana!

No había tomateros por aquí padentro, en ningún sitio.
Tu le quitabas la puerta al corral…ni había coches en la carretera ni había tomateros… por ahí no había na.

Too estaba libre en la vida, too. Entonces las cabras iban… y ellas mañana bajaban solas…

Too eso por allí pallá, del barranquillo éste del Rodeo hasta el barranco de Tirajana, no era sino tabaibas dulces.
Se metían por abajo…parecían higueras. Grandísimas las tabaibas.

No se podía caminar. Amarraban las vacas…tan grandes las tabaibas como el mato aquel…un poco más chicas, mas bajas. ¡Oh, se arrimaba el ganao a la sombra abajo las tabaibas!

Se arrancaron con las yuntas, pa plantar tomateros.

No. Pepe Enrique no fue a la guerra. Era muy niño. Cuando estalló la Guerra de España su familia echaba tomateros de medias con Don Antonio Gómez, que fue el primer arrendatario que llegó al Matorral. Cuando tuvo la edad suficiente, o la mínima para empuñar una escopeta, cumplió el servicio obligatorio de armas en Fuerteventura.

“Estuve en el cuartel dos años y medio, aquí, en Fuerteventura. Le pegué una trompa a un cabo… estuve once meses en el castillo. Y mi padre fue a hablar con el Conde y éste le dijo: Usted lo deja quieto ahí. Ahí está mejor que en ningún sitio porque nadie lo molesta.”
“Cuando me licencié, otra vez con el ganao, hasta que llegué a los treinta años y me casé. Y después dicen que la guerra es mala. Yo hace cincuenta y dos años que estoy metio en guerra. Mi mujer se llama (Pino López) Guerra”.
“Me marché a trabajar con el Conde a los pozos. Me marché porque no podíamos vivir tres de la misma prenda. El ganao lo gobernaba mi padre pero quien hacía el trabajo era yo. No se hacía otra cosa sin él”.
Estábamos intentando desenmascarar este inútil cuento de Pascuas cuando nos dimos cuenta que andaba ya el calendario anunciando los carnavales. Y fueron principiando éstos, los del 2006, cuando la muerte acudió disfrazada de cáncer a la puerta de su casa. No lo cogió de sorpresa ya que Pepe Enrique había recibido correspondencia de esta silenciosa señora que tiempo atrás, como una lezna de punta bien afilada, andaba agujereándole las entrañas.
Y la Señora no tuvo prisa. Fue perforando lentamente con su mortífero punzón los riñones, el estomago, el hígado, los intestinos... Dieciocho litros de pus y supuraciones tuvieron que sacarle de sus adentros la última vez que lo ingresaron. Pepe Enrique la trataba como trataba a cualquiera y dos días antes de que ésta pudiera terminar su trabajo, nos recibió. Con el semblante amorfinado me dijo:

                            Cuando yo chiquitito,
                            empezando a caminar,
                            me monté en un burro cojo,
                            no me pudo tumbar.

¿Eduardo, ya aprendiste a hacer zurrones? Pos ahora que te den por culo.

Maldije a la Muerte. La maldije con todas mis fuerzas. Fue Ella, esa grandísima hija de su madre que no era una burra coja a la que se pudiera tumbar, la que nos mandó a todos a tomar por culo. No tuvo consideración ninguna con Maestro Pepe seguramente porque éste siempre le faltó al respeto. Pero, ¿y nosotros? ¿Qué le habíamos hecho nosotros? Fue tan egoísta que cuando terminó su trabajo se llevó al Maestro y nos dejó, con las correas en la mano, sin saber como terminar el nuestro. En cambio el suyo, valiente trabajo el que hizo, sería publicado en el periódico al día siguiente:

Los carnavales habían terminado y Ella se quitó la máscara. Fui al duelo acompañado de Manuel Guedes. Éste me consolaba diciéndome que al mismísimo lugar donde me mandó Pepe Enrique seguro mandó a la muerte también. Saqué mi mano del bolsillo y le mostré la botana, la última, la que Maestro Pepe había cosido semanas antes. La corté del zurrón y la había enganchado en una correa de cuero. Se la regalé a Enrique, uno de los hijos del ya difunto pastor.

Ayer, cuatro años después de aquellos carnavales, fuimos a Juan Grande a visitar a Maestro Pepe con la inocente certeza que éste nos recibiría. Nos acercamos despacio, por las calles de atrás del pueblo intentando pasar desapercibidos. No queríamos molestar ni ser molestados. Llegamos al cuarto que tenía por taller con toda la seguridad que estaría abierto. Así fue. Entré pidiendo permiso y sacando mi grabadora comenzó la conversación.

Sobre la mesa de formica dos velas encendidas iluminaban la estancia. Unas viejas tijeras, un par de herraduras, algún ovillo de hilo carreto y dos cencerras a medio hacer serían la cena de esa noche. Me mandó al patio en busca de algún trozo de madera que sirviera para hacer un badajo. Lo encontré rebuscando entre viejos y abandonados recuerdos. Volví a entrar y entonces me di cuenta, revisando las cencerras, de lo bien soldadas que estaban. Me las regaló para que yo las terminara. Se despidió temprano de mí con la excusa de que estaba cansado y me encargó que, antes de cerrar la puerta, apagara las velas.

Cuando decidí marcharme quise cumplir con sus deseos. Soplé sobre la primera vela que inmediatamente dejó una suave estela de humo. La segunda se me resistió. Entonces hubo tiempo, quizás un solo instante que quiso convertirse en interminable, para que acudieran a mi memoria innumerables recuerdos. Pepe Enrique con las tijeras en las manos trasquilando una oveja. Pepe Enrique afinando cencerras. Pepe Enrique sentado contándonos. Pepe Enrique haciéndose presente. Y tuve tiempo de acordarme de lo que estaba leyendo en el último libro de Juan Cruz, “Egos Revueltos”, donde él recordaba la hermosísima frase de Lewis Carroll, “me gustaría saber de que color es la luz de una vela cuando está apagada”, en el momento que visitaba una de las casas que Julio Cortazar, el escritor, habitó en vida. D. Julio había muerto y Juan Cruz observó la mesa donde Cortazar se sentaba a escribir. Y parece ser que sobre aquella mesa solo había “la ausencia total de Julio…la luz de una vela cuando ya no alumbra”. Creo que al abandonar la estancia el Sr. Cruz averiguó el color que Carroll se cuestionaba.

Llegué a casa con la intención de terminar este artículo. En silencio saqué la grabadora y el proyecto de cencerras. Puse en marcha la grabación al mismo tiempo que coloqué las cencerras sobre la mesa de dibujo para hacerles un par de fotos. Me di cuenta de la extraña soldadura que tenían en sus costuras. Algo no cuadraba. Cencerras había visto bastantes como para darme cuenta de lo que tenía a la vista de mis ojos. Ahora ya no era la luz de unas velas sino el foco eléctrico el que delataba mi error. Las coloqué en línea y añadí un trozo de aro que junto a ellas había encontrado. No pude más que sonreírme. Acababa de componer el puzzle de un trozo de tubo de escape, seguramente el de una moto.
La grabadora seguía en marcha mientras yo no dejaba de sonreírme. Y entonces sonó, como en una misteriosa psicofonía, la voz de Pepe Enrique que claramente me decía:

¿Eduardo, ya aprendiste a arreglar tubos de escape? Pos ahora que te sigan dando por donde descargan los camiones.


…desde el Sureste, un abrazo.


(Eduardo González.)


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