La salida de un pueblito
chico estaba el sitio en donde los ancianos del lugar solían aguarecerse cuando
llovía y se protegían de los ventaneros fuertes cuando llegaba el viento de
abajo. Y en ese lugar, se protegían del solito de la tarde. A la sombra de una
mimosa construyeron un soco de piedra seca de forma circular. Igualito que los
que hay en Lanzarote para proteger las parras del viento. El lugar estaba en la
encrucijada de caminos que llegaban hasta el pueblillo y, desde allí, se veían
los camiones cargados de personal que venían por la carretera de tierra y
levantando polvo desde los llanos de tomateros. En la mayoría de los pueblos
los viejitos, y algunos no tan viejos, tienen su lugar habitual de reunión y
tertulia y es parecido a éste. Algunos niños iban de cuando en cuando por allí
y escuchaban las conversaciones de los mayores. Siempre es bueno escuchar la
crónica del pasado contaba por los mismos que la vivieron. Algunos contaban
cuentos, otros, leyendas y acertijos. A veces, se entretenían con adivinanzas
populares de gran interés.
Un día, los niños vieron
descansando en el soco a un anciano de barba y cabellos blancos como la plata.
Tenía un largo bastón y vestía con una chaqueta de lana clara y un sombrero
negro. A su lado, traía un fardo en donde guardaba sus pertenencias. El anciano
se dedicaba a recoger hierbas medicinales por los campos y luego las vendía por
donde iba. Conocía todos los trucos y propiedades de las hierbas y empleabas
fórmulas casi mágicas para prepararlas y curar muchas enfermedades.
Era bastante persuasivo en
el hablar. Casi bíblico. Miró a los niños con sus ojillos chicos y, con su
sonrisa de hombre bueno, les hizo señas para que se acercaran.
Éstos, se fueron
acurrucando en torno a él. Se sacó una petaca del bolsillo de la chaqueta y
cogió la cachimba, la llenó de picadura y la encendió con un mechero de
martillo. Se echó unos
cuantos buches y dijo:
-Les voy a contar una
historia, que es la historia de un chico que un día desoyó a sus padres...
Aquella paloma blanca hacía
descubierto, de pronto, un nuevo espacio en el infinito. Allí, el vuelo era
realmente un placer. Durante cinco años, la paloma blanca sólo planeaba en los
cortos rumbos que van desde el palomar a la montaña cercana.
Y, de buenas a primeras...
¡Tenía todo el Universo ante ella y, sólo quería que fuera para ella!. Nunca
cayó en la cuenta que eso de volar tan alto era cosa de halcones y águilas y
buitres presagiando la carroña con la que darse un buen banquete. Nunca pensó
que una paloma blanca tenía y debía tener un límite en sus vuelos. Además, no
todas las palomas eran como ella. No en vano era una paloma blanca.
Para que una paloma blanca
sea realmente una paloma blanca, debe tener, además de fino plumaje, limpio y
radiante como la nieve, mucha nobleza y valor.
También ha de tener respeto
y cariño a los demás miembros de su palomar. Pero sobre todo, cariño y respeto
a sus viejos palomos. Precisa además, tener una alta capacidad de sacrificio
para con sus hermanos, los pichones pequeños. De no haber salido blanca, podría
ser como las demás palomas de la bandada. Despreocupada de las nobles tareas
que sólo están encomendadas a las palomas blancas como ella. Las demás palomas
se dejan arrastrar en medio de la bandada y se pierden cuando son llevadas
ingenuamente por cualquier palomo ladrón que las deslumbra con un arrastrar la
cola y unos cuantos arrullos amorosos. Por eso, son las que más fácilmente caen
en las trampillas y falsetes de cualquier palomar. Seducidas por unos simples
granos de millo y un cacharro de agua en una azotea inteligentemente colocado.
El nuevo palomar, les servirá de celda de castigo para el resto de sus días,
porque, conocida su flexibilidad y falta de valor y dignidad, y amigas de
escapar de todos los palomares, dejando el nido y abandonando a sus pichones,
nadie las aprecia. Son desobedientes, desatentas y, sobre todo, porque no son
palomas blancas, no hacen más que dar disgustos a los demás y hasta a ellas
mismas. Son aventureras como ellas solas, poco fiables y nada buenas. Incluso
son desviadas de su rumbo un una simple ráfaga de viento al entrar en las
proximidades de una tormenta. ¡Hasta ahí podía llegar una paloma!. ¡A
desconocer las leyes naturales de la estabilidad en el rumbo!. Su
irresponsabilidad las llevaba a ese descalabro. Y aún más, nuestra paloma blanca
había desoído inocentemente –con cierta malicia casi- la consigna generosa de
su palomo viejo durante los primeros días de aprendizaje en los ejercicios de
vuelo y cuando aún sus plumas eran sólo descoloridos y frágiles plumones.
-Ten en cuenta esta ley
eterna, querido pichón –le dijo el palomo viejo. “Quien mucho se aleja en su
volar, pronto se cansa y es presa fácil del cazador furtivo y del despiadado
azor, que es la tragedia mayor.”
Iba nuestra paloma blanca
surcando los cielos a una vertiginosa velocidad.
Parecía querer competir con
las rápidas aguilillas. Pensó en volar más alto aún y su timón, dio un leve
giro e inició el ascenso hacia las alturas. Por encima de las nubes.
Sus fuertes y esbeltos
alerones competían con la ley de la gravedad en titánica lucha.
Estaba segura de sí misma,
segura de vencer en el combate contra la Naturaleza.
Siguió ascendiendo,
subiendo más alto. Más alto aún, más arriba, hacia la bóveda del
Universo...
Tenía razón –pensaba
mientras continuaba el frenético ascenso- el palomo Beltrán.
¡Esto es la liberación
total!. Hay que volar alto, muy alto. Hay que llenar rápido y bien el espíritu
de libertad de toda paloma y dejar atrás consignas de palomo viejo. Hay que
abandonar las tablillas del palomar porque la vida de una paloma no está en
traer ramitas en el pico y gusanos para dar de comer a sus palomos viejos con
pocos recursos en eso del volar. Ni traer insectos para los pichones hermanos.
La vida de una paloma está en abandonar ataduras de largos años y echarse a
volar.
Volar tan alto como
pueda...
-Ya se les pasará la
preocupación- seguía pensando la paloma blanca. Lo primero de todo es la
libertad, mi libertad. Libre de todo y de todos. Ni ramitas ni culebrillas
faltaran en el palomar por mucha que ellos digan...
Y siguió volando y volando,
más y más alto, más arriba, hacia las alturas. ¿Qué hermosa es la libertad!. Lo
peor de todo, ya ha pasado. Lo dijo en mala hora. Detrás de una nube, divisó
los extremos quebrados y cortos de las alas de la terrible fiera de los aires.
¡el azor!. El temible enemigo natural de las palomas descarriadas y aventuras y
de las desobedientes palomas vulgares. Creyó por un momento que por ser una
paloma blanca, con un poco de suerte podrían alcanzar aquella nube próxima y
escabullirse entre la blanca bruma. Era el lugar perfecto donde pasar
desapercibida y burlar a la temible rapaz. Tras dar unos rápidos aletazos, se
aproximó a la salvadora nube que la Diosa fortuna había querido que se cruzara
en su rumbo. Era la única forma de salir airosa de tan fatal y desigual combate
en el aire. De pronto, sus pulmones empezaron a fallar, sintió cómo sus fuerzas
se agotaban por momentos y en tan difícil y complicada situación. El sudor de
todo su cuerpo impedía la realización de los ágiles movimientos necesarios para
salvar el peligro. Pero había más: apareció el cansancio y el martilleo
constante de la conciencia. Ya por entonces, algunas plumas habían caído de tan
fuerte aletear y, en su cabeza, ya desarbolada por el azote del aire, retumbaba
con notoria potencia y diáfana claridad, la consigna que le había dado su
palomo viejo durante los primeros ejercicios de vuelo: “Quien mujo se aleja en
su volar, pronto se cansa y es presa fácil del cazador furtivo y del despiadado
azor, que es la tragedia mayor”. –Qué gran verdad encierran las palabras de la
experiencia de los palomos viejos!. Se decía. –
Que ingenua he sido.
Queriendo alcanzar la libertad en su mayor dimensión, heme aquí, afligida, amenazada
por el peligro y sin defensa posible.
Siendo tarde el momento de
ocurrir toda tragedia para las lamentaciones y, pensando en su nido, en sus
palomos viejos y en sus hermanos pichones; en su palomar, en sus cortos vuelos
hasta la montaña cercana, en las tablillas y los muchos falsetes y trampillas
en las azoteas; en el millo y el agua como cebo... Siendo tarde, como les decía
–añadió el viejo a los atentos niños, calladitos y boquiabiertos ante la
sabiduría del anciano- para en mala hora dedicarnos a lamentaciones, la paloma
blanca del cuento, había olvidado por unos momentos al azote de los aires...
cuando, de repente, sintió en todo su cuerpo y en el cerebro, el gran zarpazo
del enemigo en sus alas. El golpe fue mortal. Certero, total y definitivo.
En el rápido descenso hacia
el abismo negro y profundo, no perdida aún la conciencia, pensó en las nobles
tareas y deberes de una paloma blanca. En el valor que no había tenido en
ayudar a los suyos, en el respeto y el seguimiento de los experimentados y generosos
consejos de su palomo viejo; en el cariño de su paloma madre y de sus hermanos
los pichones chicos y en las ramitas e insectos que toda paloma blanca ha de
llevar ahora y siempre al palomar donde ha nacido.
-Pero, sobre todo queridos
niños –dijo el anciano- y esto quiero que lo tengan siempre presente en sus
tiernitos corazones, la paloma blanca se dijo mientras caía:
¡Nunca más escucharé las
voces ni los cantos de sirena que encandilan la visión para hacernos ver otra
realidad y luego nos abandonan en los momentos de mayor peligro!.
Por no hacer caso al
generoso consejo de mi palomo viejo, sufro ahora el escozor de la derrota
definitiva. ¡Nunca más me dejaré arrastrar por ensoñaciones de serpientes
venenosas como las del palomo Beltrán!.
El golpe fatal había
surtido en trágico efecto. De nuestra paloma blanca, sólo quedan unas pequeñas
plumas que el viento remonta de vez en cuando en el aire.
Dicho esto, el anciano de
cabellos y barba blancas como la plata, agarró el largo bastón, se echó al hombro
el fardo donde guardaba sus pertenencias y se marchó del soco. Lo vieron
caminando lentamente por la polvorienta carretera. Los niños se quedaron
quietos hasta que la figura del anciano se perdió en la lejanía.
De cuando en cuando,
aquellos niños –ya hombres hoy- ven en el soco y bajo la sombra de una mimosa
que hay a la salida del pueblo, a un anciano de cabellos y barbas blancas como
la plata, con un largo bastón, una chaqueta de lana y un sombrero negro... A lo
mejor, está contándoles un cuento a los niños de ahora.
Jesús
Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones
Canarias. Primera edición 1998.
Edición
especial año 2005/Infonortedigital
Glosario E.P.G.R.
Aguarecerse=Resguardarse de
la lluvia
Soco=Refugio
yle='font-size:12.0pt'>
Como un volador=Disparado
Lambiaba=Chupaba
Pisquillo=Pedacito
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