martes, 30 de junio de 2015

El criollo canario Bernardino de Lezcano y Mujica:





El siglo XVI fue tal vez, para los hijos de las Canarias, el siglo más fecundo en acontecimientos desgraciados de cuantos registran sus humildes anales. Volcanes, guerras, invasiones y hambres asolaban a intervalos, y con frecuencia a un mismo tiempo, sus nacientes poblaciones y sus feraces campiñas. Postrado su comercio, la industria nula (2) rutinaria la agricultura, las artes útiles arrastrando una existencia lenta y penosa, la propiedad estancada, los censos devorando totalmente los productos de las fincas que habían escapado de las manos siempre ávidas de los conventos, mayorazgos y fundaciones piadosas, la ignorancia y el fanatismo imperando en todas las clases; unos cuantos privilegiados, bajo el nombre de regidores perpetuos, disponiendo a su antojo de los intereses de cada isla (3); un cabildo eclesiástico, único centro de ilustración, pero siempre reñido con sus prelados y con las autoridades judiciales por ridículas cuestiones de etiqueta, ocupado en lanzar con seriedad excomuniones, entredichos y censuras; tal era el cuadro que en aquel siglo ofrecían las Canarias a la consideración y exámen del historiador imparcial. Males eran éstos propios unos de aquella triste época de general perturbación, engendrados y nacidos otros del aislamiento casi completo en que se hallaba el Archipiélago, del ningún impulso que le comunicaba la acción gubernativa, paralizada por la envidiosa intervención del municipio, y de la lentitud del movimiento intelectual, detenido siempre por falta de un foco de luz donde reunir, estimular, y dar calor a las inteligencias. A este caos social y político se agregaba, para oscurecer más el cuadro, el lastimoso estado de su navegación interinsular. Las continuas guerras del emperador con Francia. Italia, Alemania, Países Bajos e Inglaterra, habían provocado terribles represalias de parte de sus numerosos y encarnizados enemigos, quienes, viendo que en el continente no podían vencer a los tercios españoles, buscaban en los mares una compensación a sus repetidos descalabros. Otro incentivo había, aún más poderoso, que les impulsaba a lanzarse al mar en pos de esa clase de aventuras, y era el deseo de apod periódicamente a las costas españolas, custodiadas, en general, por buques mal pertrechados, de escasa tripulación, y sin condiciones de marcha ni de combate. Eran entonces las Canarias el punto de recalada de todos los buques que cruzaban en distintas direcciones el Atlántico, y por consiguiente, aquí se daban cita esa multitud de aves de rapiña, que bajo el nombre de forbantes, espumaderas del mar, escobas del Océano, y otros tan significativos como erarse a mansalva de las inmensas riquezas que del Nuevo Mundo llegaban éstos, convertían las tranquilas costas del Archipiélago en campos de saqueo, de incendio, de pillaje y de sangre, viniendo ésta con frecuencia a enrojecer el azulado espejo de sus olas.

Hay entre las islas de Lanzarote y Fuerteventura un brazo de mar que las separa, llamado la Bocaina, cuya extensión en su parte O. es de seis millas de ancho, y cuatro y media a su salida, sea a su extremidad oriental. Los cabos de Pechiguera y del Papagayo en Lanzarote, y las Puntas Gorda y de Martino en Fuerteventura forman sus demarcaciones naturales, y señalan este estrecho al marino que quiera atravesarlo, Una pequeña isla, conocida con el nombre de Lobos, divide en dos partes la Bocaina. Hállase situada esta isleta cerca de la punta N.E. de Fuerteventura, y mide de N. a S, dos millas, y de E. a O. una y tercia. En otro tiempo, la abundancia de lobos marinos que en ella se encontraban, le dio ese sobrenombre que aún conserva. Ahora bien, en la época que vamos describiendo, era esa isla el punto de reunión de los corsarios que infestaban estos mares, y en ella desembarcaban y custodiaban sus presas, componían y carenaban sus buques. Desde allí se derramaban por estas latitudes y. cruzando sin cesar en todas direcciones, conseguían casi diariamente capturar, ya una pequeña nave del país, ya un galeón de América, ya un navío que de España hacía rumbo a las Indias (4). Si el buque lograba escapar a tan activa persecución, los corsarios se vengaban en los indefensos insulares, haciendo desembarcos en sus abiertas playas, proveyéndose a su costa de víveres y aguada, o poniendo fuego a los sembrados y caseríos cuando se les oponía alguna resistencia.
Tal estado de cosas tenía exasperados a los canarios, y especialmente a aquellos que, por sus tradiciones de familia, recordaban honrosos hechos de armas sobre los vencidos indígenas. Entre estos canarios había uno que descollaba entonces entre todos, por su actividad, su inteligencia, su valor personal y sus cuantiosos bienes. Llamábase Bernardino de Lezcano y Mujica y era hijo del esforzado conquistador y poblador de Gran Canaria. Juan de Siberio Lezcano Mujica y de doña Catalina Guerra (5), quienes, además de los bienes que se les habían señalado en las más fértiles vegas de la isla (6), poseían otra buena porción en las de Lanzarote y Fuerteventura (7). Bernardino se encontraba por los años de 1520 a 1550 al frente de un patrimonio considerable, y sus rentas, a pesar del estado del país, le ofrecían los medios de satisfacer sus caprichos y servir a su patria con la eficacia que permite una fortuna independiente y cuantiosa (8). Habíase casado con doña Isabel del Castillo, hija de Hernán García del Castillo (9), y de doña Mariana Rodríguez Inglés (10), conquistador éste y fundador de la ciudad de Telde, y habían tenido ya por aquel tiempo seis hijos (11), que luego ocuparon puestos eminentes en el país (12).
[Defensas:]

Como las invasiones eran repetidas y las defensas débiles y de escasa importancia, careciéndose con frecuencia de armas y pertrechos, Bernardino hizo construir una magnífica casa en Las Palmas que le sirviera de habitación y fortaleza, y en un ancho terrado que levantó con ese objeto delante de ella, resguardado con fosos y parapetos, colocó catorce piezas de artillería de bronce, que a su costa hizo traer de España, aleccionó un número suficiente de mozos para que las sirvieran, y se proveyó abundantemente de municiones. No contento con esto, su casa era el almacén donde, en los frecuentes casos de rebato, acudían los vecinos y se armaban de picas, mosquetes y alabardas, teniendo además a su disposición víveres y pólvora, y en sus cuadras caballos para el servicio de los jinetes que habían de comunicar rápidamente las órdenes de los jefes a las milicias y pueblos del interior. Esta casa de Bernardino Lezcano, célebre por todos conceptos en los fastos canarios, se hallaba situada, según nos dice la tradición, en las huertas que se extienden a espaldas del convento de S. Bernardo, debiendo tenerse presente que en aquellos sitios no existía población alguna, pues era sólo una playa que corría desde la actual plaza de San Bernardo y calles adyacentes hasta el mar. El convento de monjas y el hospital de San Lázaro se construyeron con posterioridad, el primero, a fines del mismo siglo, y el segundo, en el siguiente (13). Fácil es comprender por lo que llevamos expuesto, cuán grande seria la indignación de este esforzado patricio al ver constantemente amenazadas las costas de la isla por tan despreciables enemigos, y al observar los insultos de que era objeto el glorioso pendón de Castilla, bajo cuya enseña habían combatido y triunfado sus padres y abuelos (14). Ni el municipio ni el gobernador entonces de Canaria, que lo era Martín Gutiérrez (15) tenían arbitrios ni resolución suficiente para remediar males de tamaña trascendencia; y en el mismo estado se encontraban las dos islas de Tenerife y La Palama que, con aquélla, dependían directamente de la Corona.
[Formación de la escuadra en corso:]
Entonces el intrépido isleño, no escuchando más que la voz del honor e impulsado por su ardiente patriotismo, concibe un proyecto audaz digno de su gran corazón, y se propone llevarlo a cabo sin demora aunque sacrifique su fortuna y hasta su vida. Para ello aprovecha la ocasión en que con seguridad puede trasladarse a España, y verificándolo en un buque de guerra de gran porte que casualmente se presenta en Las Palmas, llega a la Península y pasa sin detenerse a Guipúzcoa, de cuya provincia era oriunda su familia y en donde tenía poderosos deudos y amigos; busca un buen constructor de buques y le encarga la fábrica de un galeón y dos naves de menor porte que puedan ser armados en corso, y ofrezcan todas las seguridades necesarias para sostener un combate, y las condiciones marineras de velocidad y firmeza para afrontar las borrascas del Atlántico. Entretanto consigue pilotos, tripulantes y capitanes, a quienes confía su pequeña escuadra, y víveres, armas y municiones con que dotarla; y mientras la construcción adelanta, incansable siempre en su  propósito, recorre los puntos del Mar Cantábrico y del Canal de la Mancha, y reúne una tripulación numerosa y aguerrida, dispuesta a todo bajo sus órdenes (16). Concluidos los buques, designó como almirante de ellos al galeón, y puso por nombre a los dos navíos la Pintadilla y el S. Juan Bautista; avituallólos, embarcó su gente, y haciendo colocar y distribuir la artillería según la fuerza y capacidad de cada buque, aparejó para las Canarias desde las costas vizcaínas, trayendo de jefe de la expedición a Simón Lorenzo, natural del Algarbe y marino de gran fama en aquella época (17). No esperaban por cierto los piratas ingleses, franceses y flamencos, la tempestad que desde tan lejos se les venía encima. Tranquilos y confiados con la impunidad de que tantos años gozaban, seguían impávidos el curso de sus piratería sin cuidarse de las quejas de los isleños, n amenazas siempre importantes de las autoridades. Y no se crea que esta situación era imposible, porque ahí están las memorias de aquel tiempo que atestiguan lo contrario, sin las cuales permitido nos sería dudar que a las puertas, por decirlo así, de España, y cuando Europa y el mundo temblaban ante sus invencibles ejércitos, pudiera un puñado de aventureros burlarse diariamente del vencedor de Pavía, del conquistador de Roma, del hombre en fin que dirigía los destinos del más dilatado imperio que han conocido los siglos. Pero tal era el desconcierto del gobierno, las múltiples atenciones de los ministros, el estado de abandono de la armada, la inmensa extensión de costas y mares que había de custodiarse, que las Islas Canarias, a pesar de su importancia como punto de recalada, permanecían olvidadas de la madre patria, sin que sus quejas se oyesen ni su angustiosa situación se adivinara, ni aún se sospechase en los altos concejos del emperador. Por eso es que, a pesar del tiempo transcurrido entre la salida de Bernardino a España y su regreso, en nada había cambiado el estado anómalo y violento del país. La llegada de la escuadra al Puerto de la Luz, su brillante equipo, la circunstancia nunca oída de pertenecer a un particular, lo marcial y apuesto de sus tripulantes, y el objeto a que se destinaba tan considerable armamento, produjo en la población de Las Palmas un entusiasmo indescriptible. Ofreciéronse muchos a servir como voluntarios en la empresa que se trataba de acometer, y como el servicio de los marinos, acostumbrados a estos mares y el de los prácticos, conocedores de los vientos, corrientes y fríos del Archipiélago, no era para despreciar, se completaron las tripulaciones de cada buque, se renovaron los víveres y aguada, y se prepararon las armas y municiones como si se estuviera ya en presencia del enemigo.
[Desmantelamiento de la base de la isla de Lobos:]
Antes de dar caza a adversarios tan audaces y tan bien pertrechados, era indispensable averiguar el estado de sus fuerzas, el número de sus buques y cañones, y la resistencia que pudieran oponer en la isla de Lobos, punto central de sus operaciones, y fortaleza donde custodiaban el fruto de sus rapiñas y guardaban sus heridos, enfermos y convalecientes. Para seguir este objeto se despacharon personas activas, inteligentes atrevidas a las islas de Lanzarote y Fuerteventura (18) que, poniéndose de acuerdo con los habitantes del litoral del estrecho, con quienes secretamente estaban en continuas relaciones los corsarios, pudiesen averiguar con certeza aquellos extremos y los demás que fueran de interés a los expedicionarios, facilitándoles el triunfo sobre sus enemigos y el completo exterminio de sus buques. Cuando creyó Bernardino que las noticias adquiridas eran suficientes para atacar con seguridad a sus contrarios, tanto por saberse el i de
terror que en ellos había infundido la noticia de la llegada de su escuadra, cuanto porque los principales buques piratas se hallaban diseminados en tas vecinas costas africanas y se les podía sorprender y destruir en detalle, descansadas ya sus tripulaciones, embarcada la gente de guerra, en la que se habían alistado los jóvenes de las primeras familias del país, dio la señal de levar anclas, y en medio de un entusiasmo indescriptible, se echaron las velas al viento y se enderezó la proa a la Bocaina. Era el objeto de Lezcano dirigir sus primeros tiros al foco de la piratería, al sitio donde ésta había constituido el núcleo de su poder, la capital de sus usurpaciones y pillajes; porque no teniendo entonces donde refugiarse, era fácil arrojarla del Archipiélago y hacer casi imposible su reaparición, al menos bajo la organización temible y poderosa con que se había constituido y arraigado en él.
Cuando la pequeña escuadra llegó a la isla de Lobos, la encontró ya abandonada, destruidos los almacenes y barracas, incendiados los objetos de difícil conducción, cegados los fosos que defendían las arrasadas fortificaciones, y en un completo estado de soledad sus estériles rocas y desiertas playas. Pero, no fue el abandono tan completo que no pudieran utilizarse varios objetos de algún valor que todavía escaparon de las manos de los bandidos, tal vez por lo precipitado de su fuga. Los buques, después de una pequeña estación en aquellas aguas, siguieron el litoral de ambas islas, y luego corrieron paralelamente a la costa africana, reconociendo todas las ensenadas, puertos y cabos donde podía ocultarse el enemigo. En esta larga y laboriosa excursión, apresaron y echaron a pique algunos corsarios que no pudieron escapar a tiempo a la bien organizada persecución canaria; y los demás, ahuyentados desde luego y sin aceptar combate, desaparecieron de las Islas, atravesaron el Atlántico y fueron a buscar más fáciles conquistas en medio de los numerosos archipiélagos que pueblan el mar de las Antillas (19). Es fama que estos corsarios, escapados de las armas del afortunado isleño, llegaron a constituir más adelante la famosa asociación de piratas, que, bajo el nombre de formantes, hizo temblar repetidas veces a las naciones marítimas de Europa (20). Después de obtenido el objeto principal de su patriótica empresa, Bernardino regresó a Las Palmas, y desde allí organizó diferentes expediciones a las demás islas con el fin de vigilar sus costas y sorprender si le era posible algún que otro buque sospechoso que, o más atrevido que sus compañeros o ignorando lo sucedido, quisiera aventurarse a enarbolar alguno de los pabellones con quienes estuviera entonces España en guerra. Por mucho tiempo fue estéril su deseo; la lección había sido dura y no era fácil olvidarla.
[Ataque a buques franceses:]
Sin embargo, llegó un día en que este deseo se vio al fin satisfactoriamente cumplido, prestando la improvisada escuadra otro nuevo e importante servicio a su país. Hallábase, dicen nuestros historiadores, el galeón almirante, que mandaba Simón Lorenzo, fondeado en el puerto de Santa Cruz de La Palma, adonde había ido con el objeto de vigilar aquella parte del Archipiélago, cuando una mañana el vigía señaló dos galeones franceses de guerra que pasaban a vista del puerto. A pesar de su inferioridad numérica, el valiente Bernardino, asistido del no menos bravo Simón Lorenzo, no vacila un momento, y sin detenerse a contar los cañones de sus enemigos, manda levar anclas y se avanza hacia ellos resuelto a trabar el combate o a perseguirlos y apresarlos si rehúsan aceptar. Pero los galeones franceses no pensaban en huir, y seguros de su victoria, rodearon al buque isleño y principió de una y otra parte un espantoso cañoneo que duró dos largas horas. Batíanse los enemigos como desesperados, sabiendo que defendían no sólo su vida y honra, sino sus intereses acumulados en la cala de sus buques después de muchos meses de afortunadas correrías, y aunque desde luego reconocieron su engaño en cuanto al porte, armamento y demás cualidades del buque español, no les era posible retroceder ni evitar las funestas consecuencias de su impremeditada ligereza. En efecto, a los primeros cañonazos, el galeón canario los desarboló, y abriendo anchas bocas en sus cascos, dominó y apagó sus baterías, echó a pique al buque más pequeño, preparó un atrevido ataque al abordaje, que produjo al fin la rendición de la nave principal. Tan brillante victoria fue celebrada en La Palma, y después en las demás islas, con tanto mayor motivo, cuanto que se encontró a bordo más de cuarenta prisioneros españoles, entre hombre, mujeres, religiosos y monjas, que pasaban a la isla de Santo Domingo y habían sido apresados en la travesía (21).
Bernardino, pues, Consiguió su objeto, y vio premiados sus laudables esfuerzos con la extinción de la piratería en su país y la constante fortuna que le acompañó en todas sus generosas empresas (22); y tanta era la fama que había llegado a alcanzar su galeón, que hallándose accidentalmente en el Río de Sevilla, las autoridades de esta población, seducidas por su buen porte, lo secuestraron por algún tiempo en nombre del emperador y le obligaron a que acompañase de almirante una gran flota que se enviaba a Nueva España, como convoyando un rico tesoro en barras de oro plata, del que ni los franceses ni ingleses pudieron distraer un solo maravedí (23). Algunos años después, respetado y querido de todos sus conciudadanos, murió Bernardino en Las Palmas (junio de 1553), habiendo sido enterrado en la capilla de San Miguel de la parroquia matriz que estaba entonces unida a la catedral (24). Los pocos hechos que hemos sucesivamente relatado, únicos que han podido llegar hasta nosotros relativos a este ilustre canario, le colocan, sin disputa, a una altura de la que no es fácil que las generaciones venideras le hagan descender si saben apreciar como se merece el valor, generosidad, patriotismo y abnegación que revelan aquellos actos, dignos por cierto de los tiempos heroicos de la caballería. Y sin embargo, ¿es su nombre conocido entre nosotros? ¿se le invoca alguna vez cuando se quiere hacer un llamamiento a nuestro desinterés y lealtad? No: su nombre yace olvidado completamente; sus atrevidas hazañas han quedado por espacio de tres siglos envueltas en las hojas de desconocidas informaciones que hoy son casi ilegibles. ¿Y por qué?... Porque la prensa era desconocida en el Archipiélago; porque los estudios históricos estaban relegados a algún curioso que, en medio de su aislamiento, no ]e era posible exhumar esos gloriosos res tos del pasado (25). Tiempo es ya de que ese culpable olvido desaparezca. En este siglo de luz y de progreso sería un crimen imperdonable nuestro silencio. Ha sonado la hora de reaparición para todo el que ha merecido bien de la patria. Derrámese la luz de la publicidad sobre tan heroicos he chos. Sólo así se cumple con la justicia, que es la voz severa de la historia, y se alienta a la generación presente ya las del porvenir a imitar su glorioso ejemplo. (Agustín Millares. En: Mgar)




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