(Manuel García Rodríguez.Publicado en el número 274
de BienMeSabe)
Allá, por los años de la post
guerra, la hambruna se dejaba sentir como telón de fondo del cotidiano vivir. A
los que hoy, gracias a Dios llegamos a viejos, no se nos olvidan algunas
situaciones o hechos ocurridos en el pasado. Lo que actualmente son
acontecimientos normales tales como comidas en merenderos, viajes de recreo,
vacaciones pagadas etc, eran prohibitivos para la mayoría de aquella la época. En
este contexto se desarrolla la vida de Don Natalio que constituye un excepción
de aquellos tiempos. Ni que decir tiene que todos los personajes que
intervienen en este relato son imaginarios. Sólo se presentan como
protagonistas de hechos y situaciones que sí constituyen una realidad en el
cotidiano vivir de ayer y de hoy.
Vivía Don Natalio en un barrio periférico del
casco urbano de Santa Cruz de la
Palma. Alto , brazos largos, terminados en unas manos blancas
como la nieve, signo evidente de no dar golpe. Dedos que recordaban a
personajes de los cuadros de El Greco que finalizaban en puntiagudas uñas no
muy limpias, por cierto. Cara de malas moscas. Frente arrugada, más que por los
años trascurridos por las malas ideas que su cabeza albergaban. Casi calvo,
dejaba al descubierto su media bola de billar que parecía sostenida en un
pedestal de densa semicana cabellera a la que continuaba un cuello muy
irregular, cejas cargadas con algunos pelos tan desatendidos que casi le
impedían la visión, orejas abanicadas, terminadas en punta, ojos de un azul
apagado a causa de las cataratas.
Aunque usaba gafas metálicas, normalmente miraba
por encima de ellas. Vestía siempre de traje oscuro, que en otro tiempo pudo
haber sido de buena calidad, más el paso de los años había dejado su huella, de
tal manera que alguna que otra hebra de su tejido flotaba por los aires.
Corbata. que en sus orígenes fue negra y lo continuaba siendo, pero ahora de un
“negro desteñido”. Zapatos también negros, sin, brillo con punta
mirando al cielo, posición ésta adquirida por más de un tropezón recibidos en
los mal colocados adoquines de las calles de su barrio.
Se tenía él por hombre culto, estudiado e
inteligente. En su juventud había leído muchas fábulas de Samaniego, amén de
cantidades ingentes de novelas del Coyote. No conocía muy bien su tierra natal,
La Palma , pero
eso sí, al dedillo, todo el Oeste Americano.
Durante la Dictadura fue funcionario del Estado y era él de
aquellos empleados de ventanilla a los que hasta le tenias que pedir perdón por
dejarte vivir en este mundo. Yo mismo, siendo joven, en cierta ocasión, tuve
necesidad de solicitar un documento y, ya antes de que me tocara el turno,
acertaba a ver en la ventanilla a Don Natalio. Era como si viera al propio
demonio en persona esperándome para comerme vivo en el acto. Consecuentemente
al instante, el miedo comenzaba a hacer presencia en mí con manifiestos signos:
temblores de pies y manos. Experiencia tenía de que como este hombre tuviese un
mal día, tú las pagabas todas, allí mismo, junto a aquella anticuada
ventanilla.
- No sabe usted que ese documento ya no se extiende – contestaba
arrogantemente ante mi solicitud- No, no lo sabía – comentaba yo a media voz.
- ¿Dónde vive usted? – me respondía, poniendo aire de superioridad mientras que me dirigía una agresiva mirada por debajo de sus espejuelos.
- Perdone señor – decía yo, bajando la cabeza.
- Vamos, vamos, deje libre la ventanilla que tengo prisa, el siguiente - casi a grito abierto pronunciaba estas palabras.
La impotencia, la vergüenza y al mismo tiempo la
rabia contenida que en aquellos tristes momento yo sentía, era tal, que
abandonaba aquella odiosa oficina mirando al suelo, sin levantar la cabeza para
no ver la risa, que presentía salía de los labios de aquellos otros parroquianos,
que me precedían en la cola de ventanilla.
No era así de agresivo y maleducado Don Natalio
con los pocos amigos que tenía. Con ellos era amable, simpático chistoso y
hasta cariñoso.
Cuando, por aquellos tiempos, eso de salir a
comer los domingos fuera del hogar nos era prohibidos por razones económicas, o
de bolsillo, Don Natalio y sus amigotes, funcionarios del régimen todos,
celebraban las grandes cuchipandas en el “Turri – Club”, mientras que
nosotros, los no agraciados de la fortuna, nos conformábamos con percibir el
agradable olor del cerdo asado cuando, camino de El Planto hacia La Dehesa , pasábamos junto a
tal importante merendero, el ya desaparecido “Turri-Club”.
Los años transcurrieron para todos nosotros.
También para Don Natalio. Mas sin embargo su mal humor y su fama de viejo
gruñón y cascarrabias iba siendo directamente proporcional a los años que iba
dejando atrás. Así que a más años, en más cascarrabias se convertía. Poco a
poco, la ley de la vida, le fue dejando sin amigos íntimos y sin cuchipandas.
Pero, eso sí, con más colesterol y con más azúcar en sangre como inseparable
acompañamiento.
De aquellos atracones que de carne de cochino
engullida en los años cuarenta y mediados los cincuenta, ahora pasó a tener
como almuerzo una pobre y triste ensalada con más tomates y cebollas que
lechugas, que no las añadía a la ensalada por razón de gusto sino por razón de
coste. De postre una humilde manzana, preferida ésta por su escaso valor en
azúcares.
La cena, cuatro fideos, boca arriba, nadando en
el plato y acompañados de dos gotas de aceite que parecían dos ojos pidiendo
clemencia y todo ello, con cierto sabor a pollo congelado donde ya de antemano
se adivinaba la ausencia de la sal.
A todas estas, Natalio recordaba sus tiempos
y a su mente acudían imágenes de sabrosos manjares que, en antaño, dieron color
a su ahora desteñido rostro y redondez a su actual esmirriada y consumida
barriga. Ante sus continuas insistencias en cambiar de manjares, su mujer, unas
veces le recordaba la presión arterial, otras el azúcar o el colesterol, y
cuando no la próstata, que también en tiempos lejanos constituyó parte de un
potente conjunto, que ahora había caído en crisis permanente.
Respetaba él las prohibiciones que en cuanto a
comida tenía, no sólo por prescripción facultativa, sino más bien por
experiencias vividas en en el pasado, ya que, en cierta ocasión, aprovechando
que Doña María, su mujer, tuvo que irse varios días de viaje él, al
quedarse sólo en la casa, fueron tantos los atracones de carne de cerdo,
panceta, chorizos y tocino que se mandó, que como consecuencia de ello, el
acido úrico se apoderó de él, hasta el extremo de que el dedo gordo del pie se
hinchó de tal forma que, a juzgar por su tamaño y color, casi más parecía una
morcilla que un dedo. Como música de fondo le acompañó en todo este proceso
inflamatorio unos fuertes e insoportables dolores a los que respondía con
horribles gritos y malsonantes maldiciones contra todo el santoral
eclesiastico.
Sintiéndose muy sólo, un día, como quien mendiga
un poco de amistad, se fue acercando al grupo de mayores que a diario se
reunían y se reúnen en el puerto, junto a la parada de taxis, bajo las
frondosas palmeras que allí existen. En principio fue bien admitido y acogido
en el grupo aunque con recelo por alguno de los mayores, habida cuenta de que
alguna referencia de su mal humor y de su poca educación tenían. Según fueron
pasados los meses, por razones obvias, los miembros del grupo fueron tomando
asiento cada vez más lejos de él, por no oír de su boca frases como estas: Que
sabes tú de eso, tú eres un analfabeto hombre. Vete a la escuela. Estas y
otras fueron las expresiones que, como digo, propiciaron un distanciamiento,
cada vez mayor, entre Don Natalio y el resto del grupo.
A partir de este momento cada vez que Don Natalio
se acercaba al grupo, se producía en éste un prologado silencio de los
contertulios que él aprovechaba para exponer sus experiencias como manda
más o perdonavidas y congratularse de haber mandado a más de uno
a freír espárragos por no repetir yo ahora otras palabras que por
altisonantes, o por evocar olores desagradables, más vale no recordar.
Sintiéndose poco o nada aceptado dentro del
grupo, un buen día se despidió de ellos, no sin antes soltarles un sermón en el
que se repetía con frecuencia frases ejemplares extraídas del vocabulario de la
soberbia: Ignorantes, magos, brutos, zopencos,
zurullos fueron algunas de ellas.
Se cuenta, que después de esta agradable
despedida del grupo, Don Natalio permaneció varios días encerrado en su
domicilio, y dicen, lo que por allí a diario pasaban, que los gritos que
profería a Doña María, su esposa, se oían desde la calle, sin necesidad de
hacer muchos esfuerzos auditivos para enterarse de lo que a su mujer decía, que
a decir de algunos, la llamaba de todo, menos bonita.
Cansado de su encerrona, en el domicilio
conyugal, que había soportado a voluntad propia y después de haber descargado
su reprimido mal humor con su familia, un buen día probó suerte e intentó hacerse
querer por un nuevo grupo de amigos de su propia generación.
Sabía que contiguo a la antigua plaza de mercado
o recova de Santa Cruz de la
Palma se reúnen, a diario, un grupo de jubilados, y otros ya
cansados, a la sombra del frondoso laurel de indias situado junto a
nuestro entrañable Teatro Chico. Como manso cordero, que a su madre se acerca
en busca de cariño, Don Natalio dio los buenos días al grupo y tomó asiento en
el único lugar libre que a esa hora del mediodía aún quedaba bajo el laurel.
Varios días estuvo observando al grupo, durante
las largas conversaciones que allí se desarrollaban. En más de una ocasión, el
diablo le tentaba, y a punto estuvo de intervenir directamente en los
acalorados diálogos que allí se desarrollaban y aún hoy se desarrollan. Mas aún
permanecía grabada en su mente la festiva despedida con que él
abandonó el grupo de amigos que le agasajaron en las reuniones del muelle.
Muchos, por no decir todos, los que en El
Corredor de la Muerte
(nombre que por similitud daban al lugar de tertulia del Teatro Chico, aunque
en este caso los condenados no eran por malhechores sino por puros viejos ya
caducos), se reunían sabían la historia de Don Natalio y, visto lo visto,
llegaron a pensar que todo eran alegatos de las famosas lenguas palmeras
ya que era imposible que aquel tranquilo señor, que llevaba ya varias semanas
acompañándoles, sin ni siquiera interrumpir el diálogo para intervenir, que
permanecía silenciosamente y atentamente escuchando y que respetuosamente
trataba a todos por igual, era capaz de cometer las barbaridades verbales de
que se le acusaba.
Sorprendidos todos los viejos del Corredor de
la Muerte
del silencio de don Natalio, el más veterano de los allí a diario reunidos,
ideó una ocurrente estrategia. Consistía ésta en inventarse una resumida historia
de algunos de los transeúntes que constantemente están pasando ante el
corredor. El objetivo de esta estrategia era hablar bien, o sea, dar
incienso al personaje en cuestión y al mismo tiempo observar la reacción de Don
Natalio.
El primero que acertó a pasar por allí fue Pepe, de sobrenombre El Gallo
Cojo conocido en la ciudad por sus fanfarronadas y por sus heroicas
borracheras.- Por allí va Pepe, el “Gallo Cojo” – comentaba uno de los viejos.
- Buena persona esta, – respondía el otro con aparente tranquilidad.
- Es de los que tratan bien a su mujer y no se gasta los euros en beber como otros que yo sé – comentaba otro viejo.
Mientras esta conversación se desarrollaba, todos
los miembros del grupo observaban disimuladamente a Don Natalio. Este hablaba
muy bajito, casi no se entendía lo que decía pero entre “carraspera” y
“carraspera” susurraba Vaya unos coños.
Fracasado la estrategia para hacer hablar a Don Natalio , alguien del grupo de viejos se le ocurrió otra idea. Así que cuando por allí pasó Pepa, de apodo
- ¿Quién es esa mujer? - Es que me parece haberla visto antes.
- Hombre, no conoces a Pepa
Fue tal el éxito alcanzado en el uso de esta
nueva estrategia que a partir de entonces cuando el grupo de viejos del Corredor
de la Muerte
querían saber algo de alguien preguntaban a Don Natalio sobre el particular.
Éste, sintiéndose alagado ante tales consultas, se autoproclamó el más
sabio de los sabios del grupo.
Fue tal el protagonismo que alcanzó, que él mismo
se consideró insustituible, y apoyado en éstas y otras teorías personales
convenció a sus hijos para vender la casa que poseía en el barrio y comprar
una, muy pequeñita, situada junto al Corredor de la Muerte lo que desde
ese momento, le permitió acceder fácilmente a tal loable lugar.
Aunque yo no frecuento El corredor sin
embargo tengo varios amigos afiliados al lugar que me cuentan, con toda
naturalidad, los sucesos allí acaecidos, en especial las célebres hazañas de
Don Natalio. Esto fue lo último que “textualmente” me contó el amigo y que yo
reproduzco aquí:
Un día, por casualidad, pasó junto al
corredor Don Leovigildo Viruta Hernández y Doña Lorenza Pérez de la Rosa y Clavel. Me contó
este amigo, que cuando le formularon a Don Natalio la pregunta de rigor, la
cual esta vez rezaba así: ¿Quién es ese matrimonio? Esta fue la respuesta:
Él un godo de pa allá. Es un jodido que vino a La Palma a servir de militar.
Que dicen que Franco lo mandó aquí desterrado por “cabroncete”, y pa que se
jodiera lo pusieron a hacer guardia en el “Polvorín de las Nieves” pa si
aquello de la pólvora estallaba lo mandara a él “pa el carajo”. Pero tuvo
suerte, el muy jodido, porque se casó con la hija de Pancracio, el más rico de La Palma , que ese sí era de los
pocos buenos de aquella época. Era de los míos, de mi equipo en el
“Turri-Club”.
Ahora creo que este godo vive en Madrid y
viene pa acá de vez en cuando como los puñeteros ricos, con su gran “Mercedes”…
y continúo diciendo y hablando y así, aún a esta hora estaría hablando de ello,
de no haber sido porque en aquellos momentos, estando la luz roja para peatones
cruzó una vieja turulata, a la cual un taxi casi se la lleva en flor, y
consecuentemente ello le desvió la atención, que de no haber sido así, como
digo, todavía estaría hablando y hablando, perdida la chaveta, es decir, deschavetado
como por aquí decimos al que está loco o majareta.
(Manuel
García Rodríguez. Publicado en el número 280 de BienMeSabe)
El extraño corredor apenas estaba
a menos de dos metros delante de nosotros. Así que sin darnos cuenta nos
encontramos ya instalados dentro de otra cueva que por sí constituía otra
habitación dentro de la misma cueva. Atónitos y desconcertados mirábamos a
todas partes. En principio no nos percatábamos del lugar en donde nos
encontrábamos. En esos momentos, José Luís sacó un mapa, que en su mochila
llevaba, y comparaba el lugar con las fotografías de motivos guanches que en su
libro había. No tardamos mucho en darnos cuenta de que estábamos en un
cementerio guanche.
En Santa Cruz de la Palma , llegados al Barco de la Virgen y siguiendo el cause
del barranco que a su derecha discurre, subimos camino arriba, rumbo a los
montes que configuran la cumbre de la isla. Paulatinamente vamos dejando atrás
la ciudad y acercándonos poco a poco al Santuario de Las Nieves, no sin antes
pasar junto a la Cueva
de Los Guanches, en la que cada cinco años se ofrece, por parte del pueblo
aborigen, un homenaje a nuestra Señora de Las Nieves, en sus fiestas lustrales.
Cuando en el año dos mil cinco, a la última representación asistía, como un espectador más, me vino a mi mente una horripilante aventura acaecida muchos años atrás en este mismo Barranco de Las Nieves y de la que yo y mi hermano José Luís fuimos protagonistas. Aún hoy, pasados ya muchos años, sigo impresionado al recordar aquella aventura que, a punto estuvo de costarnos la vida a los dos y si ello no ocurrió fue por suerte del destino ya que la situación traspasaba el límite de lo inverosímil y peligroso.
Dejando atrás el Santuario de Las Nieves, el
barranco cada vez se va haciendo más estrecho, al mismo tiempo que sus
verticales laderas pobladas de brezos, fallas y pinos dan al ambiente un aire
de misterio y soledad.
Ese día, como decía, mi hermano y yo nos
dispusimos a la aventura por la aventura y con la idea de explorar el entorno
nos encaminamos, barranco arriba, provistos de sendas mochilas con algo que
comer y, por supuesto, con un buen vino para beber. Charlábamos alegremente
mientras comentábamos cómo sería la vida de aquellos guanches, que en su día
fueron nuestros primeros padres en esta, nuestra querida isla de La Palma.
Cuando arribábamos a un paraje conocido como La Desierta ,
volvimos a revivir aquellos cuentos que en nuestra niñez nos contaba nuestro
abuelo Juan Tomás, después de la cena en aquellas largas y frías noches de
invierno. Decía el abuelo, que le habían contado, que en la ladera vertical que
tiene como fondo La Desierta ,
existía en antaño una enorme cueva de profundidad incalculable y que en el
interior de esa cueva vivió el último de los guanches de la Isla de La Palma conocido como Gurún.
Seguía contando mi abuelo que, según la
tradición, el guanche había sobrevivido a la batalla que las tropas castellanas
libraron contra los aborígenes isleños. Decían los que osaban acercarse a la
cueva, que el guanche debía de sobrepasar los ciento cincuenta años. Que su
barba le llegaba a la cintura y su cabellera casi tocaba el suelo. Vestía con
una piel de oveja de una sola pieza y se alimentaba con la leche de una especie
de cabra salvaje que él había logrado domesticar.
Según las teorías de los prestigiosos
historiadores, el Guanche Gurún debió ser el último sobreviviente de una
familia de guanches, que refugiados en las laderas y cuevas del Barranco del
Río y de Las Nieves, conocido este último también como Barranco de La Madera , continuaron
sin ser localizados por los castellanos, aún muchísimos años después de la
conquista de la isla de La
Palma. En base a estas y otras historias, contadas por el
abuelo y motivado mi hermano José Luís por un afán investigador de la historia,
de la que él es catedrático, decidimos un buen día hacer una exploración visual
al lugar donde se suponía que estaba ubicada la cueva de La Desierta. A
tal fin, muy de mañana emprendimos la marcha ilusionados en la aventura y al
mismo tiempo temerosos de encontrarnos con el espíritu del guanche Gurún del
que había mi abuelo hablado tanto.
Aunque en otras ocasiones habíamos visitado La Desierta , sin embargo, en
esta, la motivación era muy diferente y la ilusión de ver “lo nunca visto”
hacía que, inexplicablemente, el camino fuese interminable.
Era aquel un día de densa niebla que,
acompañado de ligera lluvia, hacía aquel lugar más solitario de lo habitual. El
canto de las grajas que disfrutaban de la fina lluvia mezclado con el
malsonante graznido de algún que otro cuervo que nos sobrevolaba, nos encogía
el alma, de tal manera que llegamos a sospechar que el espíritu del guanche
Gurún, conocedor de nuestras intenciones, se interponía entre nosotros y la
oculta cueva cuyo lugar de ubicación ya deslumbrábamos a lo lejos. Flotaba en
el aire una sensación de misterio y temores como precursores de algo
enmascarado en el más allá, que parecía asecharnos constantemente.
- ¿Continuamos o nos vamos? -me preguntó mi hermano José Luís mientras que en su cara se reflejaban los innegables síntomas de miedo-.
- Continuamos, Vis -le dije, mientras que yo mismo procuraba disimular mi lamentable estado anímico-.
- Pero, hermano, si la cueva está sepultada bajo los escombros que el risco dejó en su desplome, ¿cómo vamos a ver la cueva?
- Recuerda que abuelo contaba que la voz del guanche Gurún era perceptible desde el exterior -le dije mientras nos acercábamos ya al lugar del misterio-.
Observando con detenimiento el entorno, nos dimos
cuenta de que el risco al caer había dejado al descubierto el lugar desde el
que se desprendieron las rocas. No era de extrañar que algo se sepultaba bajo
aquellas enormes piedras.
- Vamos ya -decía con insistencia mi hermano. Mas yo insistía en que
debíamos inspeccionar con detenimiento todo el paraje para así estar seguro de
que la entrada a la supuesta cueva era impenetrable-.- Vamos, que tengo frío -repetía una y otra vez José Luís-.
Sabía yo que el frío que él tenía no era un
frío climatológico sino más bien un frío corporal consecuencia del miedo que se
le veía subir desde sus temblorosas “patitas” hasta el último de sus erizados
cabellos. No quería yo provocar en Vis (diminutivo cariñoso que daba a José
Luís) un estado de pánico que me responsabilizara de posibles ataques de
histeria.
Decidí comenzar la retirada y en ello estaba
cuando por casualidad vi un hueco entre las desprendidas rocas, que me llamó
mucho la atención.
- Espera, Vis -dije a mi hermano-. Veo algo
extraño.
El hueco que ante mis ojos aparecía no nos
permitía entrar con facilidad hasta su interior. Así que tuvimos que adecuarnos
al espacio como Dios nos ayudó. Apenas habíamos cruzado la angosta entrada, y
mirando donde poníamos nuestros pies estábamos cuando, rozando nuestras
cabezas, cruzó una bandada de murciélagos que, con sus negras alas y sus
lastimeros silbidos, nos recordaba un cortejo fúnebre de noches de meigas
(brujas) gallegas.
Lo que vimos después fue la oscuridad más
absoluta interrumpida por un extraño sonido que parecía proceder de las mismas
entrañas de la tierra. Oí la voz de mi hermano que decía: Vamos, vamos de
prisa, vamos. Sin pensarlo dos veces los dos salimos al exterior más
pálidos que la cera de un cirio pascual.
Ya, en pleno día, nos preguntamos qué había
sucedido y qué eran aquellos pájaros que al captar nuestra presencia salieron
huyendo. Y aquel silbido que se oía más allá, en lo que parecía el fondo de la
cueva. ¿Sería el espíritu del guanche Gurún?, nos preguntábamos y
posibilidad de que ello fuera cierto nos producía un frío temblor, preludio de
la muerte.
Una vez que tranquilamente recapitulamos sobre lo
sucedido, llegamos a la conclusión de que quizás nosotros nos asustamos o nos
impresionamos al ver lo no esperado, es decir, lo imprevisible. Mas convencidos
de que todo lo visto estaba encuadrado dentro de la normalidad, estuvimos un
rato deliberando si volver o no a entrar a la misteriosa cueva. Al final nos
decidimos a regresar a la casa y volver en otra ocasión, provistos de linterna
y ropa de agua ya que profetizábamos que en la cueva estaría manando el agua
desde su techo.
Estuvo José Luís varias semanas estudiando
el origen, la vida y costumbres del pueblo guanche, al mismo tiempo que yo me
había informado sobre la cerámica guanche y sobre los recientes hallazgos.
Cuando ya pensamos que teníamos suficiente información, decidimos señalar el
día y la hora de la partida.
Otra vez, barranco arriba, caminábamos
ilusionados. La marcha en esta ocasión era más lenta, debido al peso de nuestras
abultadas mochilas, en cuyo interior, además de los atavíos necesarios para
emprender la aventura, portábamos la comida del día, algo abundante, en
prevención de algún agotamiento físico por falta de adecuada alimentación. El
machete que portábamos a nuestra cintura, más la correspondiente cantimplora de
vino, como elemento básico que preveíamos nos daría luz y calor, también nos
acompañaba. Ello hacía más agotadora nuestra marcha. Nos libramos de portar
agua ya que sabíamos que no muy lejos de la cueva existía una fuente del limpio
y cristalino elemento.
Nos acompañaba esta vez Tom, nuestro perro, que
durante todo el camino iba en vanguardia realizando a intervalos paradas, a la
vista de algún asustado conejo que Tom pretendía perseguir con inaudito entusiasmo;
pero al momento desistía de tal intento al comprobar que ante su vista ya no
existía conejo alguno. El disgusto de haber perdido tan suculento bocado lo
manifestaba el animal emitiendo lastimeros ladridos.
Ya adentrados en pleno cauce del barranco, ahora
se trataba de buscar el sendero más corto para llegar a la cueva sin necesidad
de dar el gran rodeo que la otra vez nos permitió acercarnos al lugar donde
supuestamente estaba la entrada a la caverna. Dejamos atrás el angosto cauce
del barranco y comenzamos el ascenso por la inclinada ladera. Pronto la
vegetación se presentó muy densa, de tal manera que las ramas de brezos, fallas
y los troncos de los vigorosos castaños nos impedían el paso.
José Luís caminaba lentamente abriendo el camino
delante de mí, cortando con su machete todo lo que su paso encontraba. En
alguna que otra ocasión le rogué que me dejara sustituirle en el penoso trabajo
que realizaba, mas él insistía en su labor con el pretexto de que yo ya era
mayor para realizar tales esfuerzos. A medida que, ladera arriba, avanzábamos
hacia las rocas, entre las cuales habíamos localizado la entrada de la cueva,
la emoción nos embargaba hasta tal punto que mi corazón palpitaba con tal fuera
que parecía salirse del pecho. Miré a José Luís y no fue necesario preguntarle
qué sentía en aquellos momentos, pues en su rostro se dibujaba la emoción y la
ansiedad, que le embargaban.
Escudriñando entre las dos enormes rocas
que hacían como de pórtico a la entrada de la cueva, pudimos comprobar que algunos
animales habían merodeado por aquel entorno después de nuestra anterior visita.
También comprobamos que las huellas de nuestros propios zapatos aún no se
habían borrado totalmente. José Luís preparó cuidadosamente su linterna
mientras yo hacía lo propio con la mía. Colocamos cuidadosamente nuestras
mochilas en lugar seguro, al cual no podía acceder Tom, el perro, que algo
presentía, pues no había quién le convenciera en entrar a la cueva con
nosotros, a pesar de las muchas invitaciones que le hicimos. Esta vez ya no nos
sorprendió la nueva invasión de murciélagos que salió de la cueva cuando se
percataron de nuestra presencia. Ahora, a la luz de las linternas, pudimos
comprobar la grandiosidad de cuanto íbamos viendo.
Avanzamos a lo largo de un angosto pasillo de
cuyas paredes rezumaba la humedad. Algunas rocas se habían desprendido del
techo y ello dificultaba nuestra entrada. Por un momento mi hermano y yo
pensamos que aquella era la famosa cueva y que todo se reducía a un corredor, a
una especie de galería socavada en el risco.
Cuando ya casi estábamos seguros de haber llegado
al final de aquel estrecho corredor, de repente, quedamos los dos como
petrificados, inmóviles, mudos, sin decir palabra, mirándonos el uno al otro.
Las luces de las linternas se reflejaron a lo lejos y ante nuestros ojos
apareció algo jamás visto. Era ésta una especie sala de forma irregular.
Instintivamente dirigimos la luz en todas direcciones examinando atentamente el
lugar y pudimos comprobar, al instante, que el ser humano había hecho presencia
allí. Signos de fuego, que en otrora dieron luz y calor a una o varias familias
de aborígenes, podían percibirse por doquier. Vasijas de cocido barro, donde
aún se podían ver los rústicos dibujos de algún animal de la época, dormían intactas
allá, sobre algunas piedras, que posiblemente les sirvieron de sencillo fogón.
Esculpidos en las paredes se veían signos representativos o expresivos de
sentimientos de alegrías o tristezas que ellos, nuestros guanches, sintieron o
vivieron. Y en medio de aquel aterrador silencio, ahora violado por nosotros,
algunas gotas de agua dejaban sentir su monótono... tan… tan, que al
transcurrir de los tiempos dejaban su profunda huella en frío suelo de aquella
silenciosa caverna .
Cuando ya, recuperado el aliento, decidimos
caminar muy lentamente junto a las húmedas paredes de la cueva, en nuestro afán
de observar detenidamente cada rincón de aquel aposento, repentinamente, en ese
momento, algo nos llamó poderosamente la atención. Era ello una especie de hendidura
o estrecha puerta que, al parecer, comunicaba a algún otro lugar dentro de la
misma cueva.
- Vámonos ya - me dijo mi hermano-, ese hueco me da miedo y puede que
caigamos en algún imprevisto peligro.- No, Vis, espera… espera… un poco -le contesté mientras avancé un paso hacia adelante, con la curiosidad de saber a dónde conducía aquel extraño pasadizo-.
- Creo que debemos regresar -insistió José Luís mientras se secaba el sudor que de su frente manaba-.
- Solo daremos algunos pasos más y después nos vamos enseguida -seguía yo insistiendo e insistiendo-.
- Bueno, solo algunos pasos más y regresamos de inmediato.
El extraño corredor apenas estaba a menos
de dos metros delante de nosotros. Así que sin darnos cuenta nos encontramos ya
instalados dentro de otra cueva que por sí constituía otra habitación dentro de
la misma cueva. Atónitos y desconcertados mirábamos a todas partes. En
principio no nos percatábamos del lugar en donde nos encontrábamos. En esos
momentos, José Luís sacó un mapa, que en su mochila llevaba, y comparaba el
lugar con las fotografías de motivos guanches que en su libro había. No
tardamos mucho en darnos cuenta de que estábamos en un cementerio guanche. Era
éste completamente circular. Envueltas en pieles de cabra o de oveja había muchas
momias armoniosamente dispuestas en distintos lugares del recinto, alrededor de
la cueva. Por el tamaño de los féretros nos dimos cuenta de que aquellos seres
humanos, en vida, debieron ser niños, mujeres y hombres. Junto a las momias
había vasijas de barro y restos de alimentos.
Algo en especial nos llamó poderosamente la
atención. Era una gran vasija de barro semienterrada y colocada precisamente en
el centro de aquel gran círculo de la cámara mortuoria. Cautelosamente nos
dirigimos a la gran vasija, era una especie de tinaja del tamaño de un ser
humano de gran estatura. Sobresalía del terreno las tres cuartas partes de su
longitud. El resto permanecía enterrada, lo que daba a la tinaja gran
estabilidad. Alcanzamos a ver que la tinaja tenía una gran tapa colocada
cuidadosamente y casi herméticamente cerrada. Con nuestras linternas dimos
varias vueltas alrededor de la tinaja para comprobar si tenía alguna
inscripción que nos indicara el contenido de su interior. No vimos nada.
Ya casi nos retirábamos de aquella sala
mortuoria sin comprobar qué existía en el interior de aquella gran vasija,
cuando a mí se me ocurrió tocar con los nudillos de mis manos a la tinaja “como
quien llama a la puerta de una casa”
- ¿Quién está ahí dentro? -pregunté-.
Inesperadamente la tapa, que a modo de losa
sepulcral cubría la vasija, se abrió y cayó a nuestros pies produciendo un
ronco sonido como de trueno y una tuertísima luz amarilla brilló dentro de la
cueva por unos segundos. Del interior de la vasija comenzó a salir una especie
de humo blanco y denso, que fue tomando pausadamente la forma de un ser humano.
Al mismo tiempo que aquel humo tomaba forma, oíamos voces de mujeres y niños
llorando, allá muy lejos, muy lejos. La figura de un corpulento ser humano se
dibujó entre la luz y la sobra de aquella caverna. Cuando aquella figura ya
estaba completamente perfilada oímos una potente voz que nos decía: Venid
conmigo. Fue lo último que vimos y oímos.
Cuando despertamos, la vasija estaba en el
mismo lugar, en la mima posición y con su tapa colocada. Casi despertamos de
aquel horrible sueño simultáneamente. Nos miramos. Estábamos tendidos en el
suelo, uno junto al otro. Las linternas permanecían encendidas a nuestro lado.
Instintivamente nos incorporamos y salimos rápidamente de la cueva. A la luz
del día miré a Vis; su cara estaba totalmente descompuesta. Me pareció que
habían pasado por él más de cincuenta años y esa fue la misma opinión que él
tuvo de mí.
Barranco abajo más que corríamos volábamos.
Ni aún el Tom, a pesar de ser más competente que nosotros en eso de correr,
lograba alcanzarnos. Fue tal el pánico que llevábamos, que atrás quedó nuestro
macuto con todo su contenido.
- José Luís... -le dije- Escucha, hermano,
te cuento todo lo que yo vi, y oí en sueños.
Le conté cómo junto a él un guanche nos
llevó por toda la isla de La
Palma y nos iba enseñando cuanto a su paso íbamos dejando
atrás. Cumbres, montes y costas de la isla nos iba mostrando. Todo era
exuberante vegetación. El agua corría libremente por los barrancos y llegaba al
mar sin dificultad alguna. Vimos mujeres con afiladas lanzas pescando en las
costas los abundantes peces, Cazadores de cabras salvajes que asechaban a las
orillas de las fuentes, en espera de sus presas. Peces que casi cubrían los
mares. Fuego permanentemente encendido a las puertas de las cuevas… Pero lo más
que nos sorprendió fue que durante este sueño, constantemente, acompañándonos,
oíamos una voz que decía Gurún… Gurún… Gurún… Era éste el espíritu del
guanche Gurún, del que en antaño nos había hablado nuestro abuelo.
Epílogo.
Regresó José Luís a su residencia habitual
en La Laguna y
contó detenidamente cuanto había visto y oído a Lucy, su esposa. Ésta le
escuchó muy atentamente y, acercándose al teléfono, llamó al psiquiatra y pidió
consulta para su marido.
Enterado yo de la reacción de Lucy, procuré no
decir nada a nadie, por temor a que me internaran a mí también.
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