viernes, 27 de febrero de 2015

DON FELIPE HERNANDEZ

1927.

Nace en La Florida, La Orotava Don Felipe Hernández, de profesión arriero

Don Felipe comenzó lo que sería su principal medio de vida a los trece años, cuando dejó la escuela para inmiscuirse en el mundo laboral con su primer trabajo como arriero (definición RAE: ‘persona que trajina con bestias de carga’.). Acompañando a su tío ascendía hasta la cumbre con la bestia para cargarla de helechos que se usarían como abono en los terrenos de la familia. De forma innata y de aprendizaje prodigioso, comenzó a realizar los primeros encargos de forma solitaria y con tan sólo quince años ya llevaba a los jinetes hasta el Refugio de Altavista, en el Teide.

Un trabajo en la sombra que pasaba desapercibido, ya que mientras los jinetes ascendían a lomos de los animales, los arrieros eran los verdaderos alpinistas, pues eran ellos, con los escasos recursos de la época en cuanto a calzado y vestimenta, los que ascendían a pie dirigiendo los animales por los agrestes caminos. Don Felipe nos relataba entre risas como en una ocasión, durante una de las expediciones al pico, la Guardia Civil llegó a multar a algunos compañeros por ascender con las bestias por el lado izquierdo del camino, ese viaje, recuerda con ironía, “no les salió rentable”.
Pero las funciones del arriero no solo se limitaban al transporte de turistas sino que también cubrían otras labores o necesidades fundamentales para la mejora de la calidad de vida y el desarrollo de la sociedad en general, por ejemplo el transporte de materiales como el cemento y la arena para la construcción de canales y galerías que posteriormente abastecerían las viviendas y los campos. El descenso del carbón y la leña del monte para uso particular o bien para venderla a las casas del centro de la Villa. La extracción de arena de los barrancos para la construcción de las viviendas de los vecinos y vecinas, llegando a dar quince o veinte viajes al día cuando se acumulaba tras las lluvias, o el transporte de las varas de castaño empleadas por los artesanos en la elaboración de cestos. Sin embargo los arrieros también desempeñaban otras labores asociadas al mundo agrícola como el intercambio de semillas de papas con la zona sur de la isla para mejorar la producción, el transporte de las uvas y el mosto en la época de la vendimia o bien la recolección y venta del cisco y estiércol desde el monte hasta las grandes fincas de platanera de la costa, cobrando a duro la carga (cada carga correspondía a cuatro sacos).
Entre sus recuerdos nunca olvidará aquel invierno, en el monte, donde llegó a pasar tanto frío que optó por romper la albarda para extraer la paja de su interior y conseguir hacer fuego con ella para calentarse.
Y es que para don Felipe no existían las vacaciones ni los horarios, pues los animales había que alimentarlos, comían y bebían todos los días, era la clave de su oficio pues de ellos dependía el sustento.
Y es que para ser arriero hay que sentir el amor por los animales. Ya fueran caballos, bestias, mulos o burros, eran sus compañeros de trabajo, travesías y aventuras, durante los casi cincuenta años que desempeñó el trabajo de forma ininterrumpida, “y ya nos entendíamos, ella (la burra) sabía que al terminar la jornada había que reponer fuerzas y siempre paraba en la venta, sin decirle nada, ella sabía que había que echarse el vaso de vino”. (María Delia Escobar Luís. Ingeniera Técnico Agrícola e investigadora etnográfica, en Diario de Avisos)


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