1927.
Nace en La Florida , La Orotava Don Felipe
Hernández, de profesión arriero
Don Felipe comenzó lo que sería su
principal medio de vida a los trece años, cuando dejó la escuela para
inmiscuirse en el mundo laboral con su primer trabajo como arriero (definición RAE: ‘persona que trajina con bestias de
carga’.). Acompañando a su tío ascendía hasta la cumbre con la bestia para
cargarla de helechos que se usarían como abono en los terrenos de la familia.
De forma innata y de aprendizaje prodigioso, comenzó a realizar los primeros
encargos de forma solitaria y con tan sólo quince años ya llevaba a los jinetes
hasta el Refugio de Altavista, en el Teide.
La mayoría de estos llamados jinetes eran
científicos o aventureros extranjeros que venían buscando nuevas experiencias,
y para ello contrataban los servicios de los arrieros de la zona y así poder
ascender hasta el pico más alto de España a cambio de tan solo diez duros.
Un trabajo en la sombra que pasaba desapercibido,
ya que mientras los jinetes ascendían a lomos de los animales, los arrieros
eran los verdaderos alpinistas, pues eran ellos, con los escasos recursos de la
época en cuanto a calzado y vestimenta, los que ascendían a pie dirigiendo los
animales por los agrestes caminos. Don Felipe nos relataba entre risas como en
una ocasión, durante una de las expediciones al pico, la Guardia Civil llegó
a multar a algunos compañeros por ascender con las bestias por el lado
izquierdo del camino, ese viaje, recuerda con ironía, “no les salió rentable”.
Pero las funciones del arriero no solo se
limitaban al transporte de turistas sino que también cubrían otras labores o
necesidades fundamentales para la mejora de la calidad de vida y el desarrollo
de la sociedad en general, por ejemplo el transporte de materiales como el
cemento y la arena para la construcción de canales y galerías que
posteriormente abastecerían las viviendas y los campos. El descenso del carbón
y la leña del monte para uso particular o bien para venderla a las casas del
centro de la Villa. La
extracción de arena de los barrancos para la construcción de las viviendas de
los vecinos y vecinas, llegando a dar quince o veinte viajes al día cuando se
acumulaba tras las lluvias, o el transporte de las varas de castaño empleadas
por los artesanos en la elaboración de cestos. Sin embargo los arrieros también
desempeñaban otras labores asociadas al mundo agrícola como el intercambio de
semillas de papas con la zona sur de la isla para mejorar la producción, el
transporte de las uvas y el mosto en la época de la vendimia o bien la
recolección y venta del cisco y estiércol desde el monte hasta las grandes
fincas de platanera de la costa, cobrando a duro la carga (cada carga correspondía
a cuatro sacos).
Entre sus recuerdos nunca olvidará aquel
invierno, en el monte, donde llegó a pasar tanto frío que optó por romper la
albarda para extraer la paja de su interior y conseguir hacer fuego con ella
para calentarse.
Y es que para don Felipe no existían las
vacaciones ni los horarios, pues los animales había que alimentarlos, comían y
bebían todos los días, era la clave de su oficio pues de ellos dependía el
sustento.
Y es que para ser arriero hay que sentir el amor
por los animales. Ya fueran caballos, bestias, mulos o burros, eran sus
compañeros de trabajo, travesías y aventuras, durante los casi cincuenta años
que desempeñó el trabajo de forma ininterrumpida, “y ya nos entendíamos, ella
(la burra) sabía que al terminar la jornada había que reponer fuerzas y siempre
paraba en la venta, sin decirle nada, ella sabía que había que echarse el vaso
de vino”. (María Delia Escobar Luís. Ingeniera Técnico Agrícola e investigadora
etnográfica, en Diario de Avisos)
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