RECUERDOS DE
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GEORGE ORWELL
Fuente:
(http://www.lainsignia.org)
Esta Edición: Proyecto Espartaco
(http://www.proyectoespartaco.dm.cl)
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I
En primer lugar los recuerdos físicos, los ruidos, los
olores, la superficie de los objetos. Es curioso, pero lo que recuerdo más
vivamente de la guerra es la semana de supuesta instrucción que recibimos antes
de que se nos enviara al frente: el enorme cuartel de caballería de Barcelona,
con sus cuadras llenas de corrientes de aire y sus patios adoquinados; el frío
glacial de la bomba de agua donde nos lavábamos; la asquerosa comida que
tragágamos gracias al vino abundante; las milicianas con pantalones que partían
leña y la lista que pasaban al amanecer, en la que mi prosaico nombre inglés
era una especie de interludio cómico entre los sonoros nombres españoles:
Manuel González, Pedro Aguilar, Ramón Fenellosa, Roque Ballester, Jaime
Doménech, Sebastián Viltrón y Ramón Nuvo Bosch, cuyos nombres cito en
particular porque recuerdo sus caras. Exceptuando a dos que eran escoria y que
sin duda serán ahora buenos falangistas, es probable que todos estén muertos.
El más viejo tendría unos veinticinco años; el más joven, dieciséis.
Una experiencia esencial en la guerra es la imposibilidad de
librarse en ningún momento de los malos olores de origen humano. Hablar de las
letrinas es un lugar común de la literatura bélica, y yo no las mencionaría si
no fuera porque las de nuestro cuartel contribuyeron a desinflar el globo de
mis fantasías sobre la guerra civil española. La letrina ibérica en la que hay
que acuclillarse ya es suficientemente mala en el mejor de los casos, pero las
del cuartel estaban hechas con una piedra pulimentada tan resbaladiza que
costaba lo suyo no caerse. Además, siempre estaban obstruidas.
En la actualidad recuerdo muchísimos otros pormenores
repugnantes, pero creo que fueron aquellas letrinas las que me hicieron pensar
por primera vez en una idea sobre la que volvería a menudo: «somos soldados de
un ejército revolucionario que va a defender la democracia del fascismo, a
librar una guerra por algo concreto, y sin embargo, los detalles de nuestra
vida son tan sórdidos y degradantes como podrían serlo en una cárcel, y no
digamos en un ejército burgués». Ulteriores experiencias confirmaron esta
impresión; por ejemplo, el aburrimiento, el hambre canina de la vida en las
trincheras, las vergonzosas intrigas por hacerse con las sobras del rancho, las
mezquinas y fastidiosas peleas en las que se enzarzaban hombres muertos de
sueño.
El carácter de la guerra en la que se combate afecta muy
poco al horror esencial de la vida militar (todo el que haya sido soldado sabrá
qué entiendo por el horror esencial de la vida militar). Por ejemplo, la
disciplina es idéntica, en última instancia, en todos los ejércitos. Las
órdenes se tienen que obedecer y cumplir con castigos si es preciso, y las
relaciones entre mandos y tropa han de ser relaciones entre superiores e
inferiores. La imagen de la guerra que se presenta en libros como Sin novedad
en el frente es auténtica en lo fundamental. Las balas duelen, los cadáveres
apestan, los hombres expuestos al fuego enemigo suelen estar tan asustados que
se mojan los pantalones. Es cierto que el fondo social del que brota un
ejército influye en su adiestramiento, en su táctica y en su eficacia general,
y también que la conciencia de estar en el bando justo puede elevar la moral,
aunque este factor repercute más en la población civil que en los combatientes
(la gente olvida que un soldado destacado en el frente o en los alrededores
suele estar demasiado hambriento, o asustado, o helado, o -por encima de todo-
demasiado cansado para preocuparse por las causas políticas de la guerra). Pero
las leyes de la naturaleza son tan implacables para los ejércitos «rojos» como
para los «blancos». Un piojo es un piojo y una bomba es una bomba, por muy
justa que sea la causa por la que se combate.
¿Por qué vale la pena señalar cosas tan evidentes? Porque la
intelectualidad británica y estadounidense no reparaba en ellas entonces, como
tampoco lo hace en la actualidad. Nuestra memoria flaquea en los tiempos que
corren, pero retrocedamos un poco, excavemos en los archivos del New Masse o
del Daily Worker y echemos un vistazo a la romántica basura belicista que
nuestros izquierdistas nos lanzaban antaño. ¡Cuánto tópico! ¡Cuánta
insensibilidad y falta de imaginación! ¡Con qué indiferencia afrontó Londres el
bombardeo de Madrid!
No me estoy refiriendo a los contrapropagandistas de
derecha, los Lunn, Garvin y otras hierbas, que aquí se dan por descontado. Me
refiero a las mismísimas personas que durante veinte años habían abucheado y
criticado la «gloria» de la guerra, los relatos de atrocidades, el patriotismo,
incluso el valor físico, con unos argumentos que habrían podido publicarse en
el Daily Mail en 1918 cambiando unos cuantos nombres. Si con algo estaba
comprometida la intelectualidad británica era con la versión desacreditadora de
la guerra, con la teoría de que una contienda se reduce a cadáveres y letrinas
y de que nunca conduce a nada bueno. Pues bien, las mismas personas que en 1933
sonreían con desdén cuando se les decía que en determinadas circunstancias
había que luchar por la patria, en 1937 lo acusaban públicamente a uno de
trotskifascista si insinuaba que las anécdotas que publicaba el New Masse sobre
los recién heridos que pedían a gritos volver al combate quizás fueran
exageradas. Y la intelectualidad izquierdista pasó de decir «la guerra es
horrible» a decir «la guerra es gloriosa», no sólo sin el menor sentido de la
coherencia, sino casi sin transición. Casi todos sus miembros darían después
otros golpes de timón igual de bruscos. Porque tuvieron que ser muchos, algo
así como el cogollo de la intelectualidad, los que aprobaron la declaración «Por
el rey y la patria» de 1935, pidieron a gritos una «política firme» frente a
Alemania en 1937, apoyaron a la
Convención del Pueblo en 1940 y hoy exigen un «segundo
frente».
En las masas, los extraordinarios cambios de opinión que hay
en la actualidad, las emociones que se pueden abrir y cerrar como un grifo, son
un efecto de la hipnosis que producen la prensa y la radio. En los
intelectuales, yo diría que son efecto del dinero y de la seguridad personal
pura y simple. En un momento dado pueden ser belicistas o pacifistas, pero en
ninguno de los dos casos tienen una idea realista de lo que es la guerra.
Cuando se entusiasmaron con la guerra civil española sabían, como es lógico,
que había gente que mataba a otra gente y que morir así es desagradable, pero pensaban
que la experiencia de la guerra no era en cierto modo humillante para un
soldado del ejército republicano español. Las letrinas olían mejor, la
disciplina era menos irritante. No hay más que echar un vistazo al New
Statesman para comprobar que se lo creían: idénticas paparruchas se escriben
sobre el Ejército Rojo en la actualidad.
II
Nos hemos vuelto demasiado
civilizados para ver lo evidente. Porque la verdad es muy sencilla: para
sobrevivir, a menudo hay que luchar; y para luchar, hay que mancharse las
manos. La guerra es mala y es, con frecuencia, el mal menor. Los que tomen la
espada, perecerán por la espada; y los que no la tomen, perecerán de
enfermedades malolientes. El hecho de que valga la pena recordar aquí este
lugar común revela lo que han producido en nosotros estos años de capitalismo
de rentistas.
En relación con lo que acabo de
decir, una breve nota sobre atrocidades:
Tengo poco conocimiento directo de
las atrocidades que se cometieron en la guerra civil española. Sé que los
republicanos fueron responsables de algunas y que los fascistas lo fueron de
muchas más (y todavía siguen en ello). Pero lo que me llamó mucho la atención
por aquellas fechas, y sigue llamándomela desde entonces, es que los individuos
se creen las atrocidades o no se las creen basándose única y exclusivamente en
sus inclinaciones políticas. Todos se creen las atrocidades del enemigo y no
dan crédito a las que se cuentan del bando propio, sin molestarse en analizar
las pruebas.
Hace poco, elaboré una lista de atrocidades
cometidas entre 1918 y el presente[1]; no
pasó un año sin que se cometieran en alguna parte y no había prácticamente
ningún caso en el que la derecha y la izquierda creyeran las mismas historias
al mismo tiempo. Y, lo que es más curioso aún, en cualquier momento se puede
revertir la situación de manera radical y hacer posible que la atrocidad
totalmente demostrada de ayer mismo se convierta en una mentira absurda, sólo
porque haya cambiado el panorama político.
En la guerra actual, estamos en la
curiosa situación de que emprendimos nuestra campaña contra las atrocidades
mucho antes de que se iniciase el conflicto, y la emprendió sobre todo la
izquierda, la gente que acostumbra a enorgullecerse de su incredulidad. En el
mismo periodo, la derecha, divulgadora de las atrocidades en 1914-1918,
observaba la Alemania
nazi y se negaba de plano a ver ningún peligro en ella. Pero cuando la guerra
estalló, fueron los pronazis de ayer los que se pusieron a repetir cuentos de
miedo, mientras que los antinazis se quedaban de pronto dudando de si la Gestapo existía en
realidad. No fue sólo por el pacto germano-soviético. Por un lado, fue porque
antes de la guerra la izquierda había confiado erróneamente en que Gran Bretaña
y Alemania no llegarían a enfrentarse; por tanto, podía ser antialemana y
antibritánica al mismo tiempo. Y por el otro, fue porque la propaganda bélica
oficial, con su hipocresía y fariseísmo nauseabundos, siempre consigue que la
gente sensata simpatice con el enemigo.
Parte del precio que pagamos por las
mentiras sistemáticas de 1914-1918 fue la exagerada reacción germanófila que
siguió. Entre 1918 y 1933, a uno lo abucheaban en los círculos izquierdistas si
insinuaba que Alemania había tenido siquiera una mínima responsabilidad en el
estallido del conflicto. En todas las condenas de Versalles que oí durante
aquellos años no recuerdo que nadie preguntara qué habría pasado si Alemania
hubiera vencido, y menos aún, que se comentara la posibilidad. Lo mismo cabe
decir de las atrocidades. Es sabido que la verdad se vuelve mentira cuando la
formula el enemigo. Últimamente he comprobado que las mismas personas que se
tragaron todos los cuentos de miedo sobre los japoneses en Nanking, en 1937, se
han negado a creer los mismos cuentos en relación con Hong Kong en 1942.
Incluso se notaba cierta tendencia a creer que las atrocidades de Nanking se
habían vuelto retrospectivamente falsas -por así decirlo- porque el gobierno
británico llamaba ahora la atención sobre ellas.
Pero, por desgracia, la verdad sobre
las atrocidades es mucho peor que las mentiras que se inventan al respecto y
con las que se hace la propaganda. La verdad es que se producen. Lo único que
consigue el argumento que se aduce a menudo como motivación para el
escepticismo -que en todas las guerras se divulgan las mismas historias- es
aumentar las probabilidades de que las historias sean ciertas. Sin duda se
trata de fantasías muy extendidas y la guerra proporciona una oportunidad para
ponerlas en práctica. Además, aunque ya no esté de moda decirlo, no se puede
negar que los que en términos generales llamamos «blancos» cometen muchas más y
peores atrocidades que los «rojos».
El comportamiento de los japoneses
en China, por ejemplo, constituye una prueba. Tampoco caben muchas dudas sobre
la larga lista de barbaridades que han cometido los fascistas en Europa en los
últimos diez años. Hay una cantidad enorme de testimonios y una parte
respetable de los mismos procede de la prensa y la radio alemanas. Estos hechos
ocurrieron realmente, y esto es lo que no hay que perder de vista. Ocurrieron
incluso a pesar de que lord Halifax dijera que ocurrían. Violaciones y matanzas
en ciudades chinas, torturas en sótanos de la Gestapo , ancianos
profesores judíos arrojados a pozos negros, ametrallamiento de refugiados en
las carreteras españolas. Todas esas cosas sucedieron y no sucedieron menos
porque el Daily Telegraph las descubra de pronto con cinco años de retraso.
III
Dos recuerdos, uno que no demuestra
nada en concreto y otro que creo que permite entrever el clima reinante en un
periodo revolucionario. Cierta madrugada, uno de mis compañeros y yo habíamos
salido a disparar contra los fascistas en las trincheras de las afueras de
Huesca. Entre su línea y le nuestra había trescientos metros, una distancia a
la que era difícil acertar con nuestros anticuados fusiles; pero si se acercaba
uno arrastrándose a un punto situado a unos cien metros de la trinchera
fascista, a lo mejor, con un poco de suerte, le daba a alguien por una grieta
que había en el parapeto.
Por desgracia, el terreno que nos
separaba de allí era un campo de remolachas llano y sin más protección que unas
cuantas zanjas, y había que salir cuando todavía estaba oscuro y volver justo
después del alba, antes de que hubiera buena luz. Aquella vez no vimos a ningún
fascista; nos quedamos demasiado tiempo y nos sorprendió el amanecer. Estábamos
en una zanja, pero detrás de nosotros había doscientos metros de terreno llano
donde difícilmente se habría podido esconder un conejo. Todavía andábamos infundiéndonos
ánimos para echar una carrera cuando oímos mucho alboroto y silbatos en la
trinchera fascista: se acercaban aviones nuestros. De pronto, un hombre, al
parecer con un mensaje para un oficial, salió de un salto de la trinchera y
corrió por encima del parapeto, a plena luz. Iba vestido a medias y mientras
corría se sujetaba los pantalones con ambas manos. Contuve el impulso de
dispararle. Es cierto que soy mal tirador y que es muy difícil dar a un hombre
que corre a cien metros de distancia, y además yo estaba pensando sobre todo en
volver a nuestra trinchera aprovechando que los fascistas estaban pendientes de
los aviones. Sin embargo, si no le disparé fue por el detalle de los
pantalones. Yo había ido allí a pegar tiros contra los «fascistas», pero un
hombre al que se le caen los pantalones no es un «fascista»; es, a todas luces,
otro animal humano, un semejante, y se le quitan a uno las ganas de dispararle.
¿Qué demuestra este episodio? Poca
cosa, porque estos incidentes se producen continuamente en todas las guerras.
El que viene ahora es distinto. Supongo que contándolo no conmoveré a los
lectores, pero pido que se me crea si digo que me conmovió a mí, ya que fue un
incidente característico del clima moral de un periodo concreto.
Un recluta que se incorporó a
nuestra unidad mientras estábamos en el cuartel era un joven de los suburbios
de Barcelona, de aspecto salvaje. Iba descalzo y vestido con andrajos. Era muy
moreno -sangre árabe, me atrevería a decir- hacía gestos que no suelen hacer
los europeos; uno en concreto (el brazo estirado, la palma vertical) era típico
de los hindúes. Un día me robaron de la litera un haz de puros de los que
todavía se podían comprar muy baratos. Con no poca imprudencia, di parte al
oficial y uno de los granujas a los que ya me he referido se apresuró a
adelantarse y dijo que a él le habían robado veinticinco pesetas, cosa
completamente falsa. Por la razón que fuera, el oficial llegó a la conclusión
de que el ladrón había sido el joven de tez morena. El robo era un delito grave
en las milicias y en teoría se podía fusilar a un ladrón.
El pobre muchacho se dejó conducir
al cuerpo de guardia para ser registrado. Lo que más me llamó la atención fue
que apenas se quejó. En el fatalismo de su actitud se percibía la terrible
pobreza en que se había criado. El oficial le ordenó que se desnudara. Con una
humildad que me resultó insoportable, se quitó la ropa, que fue registrada. En
ella no estaban ni los puros ni el dinero; la verdad es que el muchacho no los
había robado. Lo más doloroso fue que parecía igual de avergonzado incluso
después de haberse demostrado su inocencia. Aquella noche lo invité al cine y
le di brandy y chocolate, pero la operación no fue menos horrible; me refiero a
pretender borrar una ofensa con dinero. Durante unos minutos yo había creído a
medias que era un ladrón y esa mancha no se podía borrar.
Pues bien, unas semanas después,
estando en el frente, tuve un altercado con un hombre de mi sección. Yo era
cabo por entonces y tenía doce hombres a mi mando. Estábamos en un periodo de
inactividad, hacía un frío espantoso, y mi principal cometido era que los
centinelas estuvieran despiertos y en sus puestos. Cierto día, un hombre se
negó a ir a determinado puesto, que según él estaba demasiado expuesto al fuego
enemigo, cosa que era cierta. Era un individuo débil, así que lo cogí del brazo
y tiré de él. El gesto despertó la indignación de los demás, porque me da la
sensación de que los españoles toleran menos que nosotros que les pongan las
manos encima. Al instante me vi rodeado de hombres que me gritaban: «¡Fascista!
¡Fascista! ¡Déjalo en paz! Esto no es un ejército burgués. ¡Fascista!»,
etcétera. En mi mal español, les expliqué lo mejor que pude que las órdenes
estaban para cumpirlas. La polémica se convirtió en una de esas discusiones
tremendas mediante las que se negocia poco a poco la disciplina en los
ejércitos revolucionarios. Unos decían que yo tenía razón; otros, que no. La
cuestión es que el que se puso de mi parte de forma más incondicional fue el joven
de tez morena. En cuanto vio lo que pasaba, se plantó en medio del corro y se
puso a defenderme con vehemencia. Haciendo aquel extraño e intempestivo gesto
hindú, repetía sin parar: «¡No hay un cabo como él!». Más tarde solicitó un
permiso para pasarse a mi sección.
¿Por qué me resulta conmovedor ese
incidente? Porque en circunstancias normales habría sido imposible que se
restablecieran las buenas relaciones entre nosotros[2]. Con
mi afán por reparar la ofensa no sólo no habría mitigado la acusación tácita de
ladrón, sino que a buen seguro la habría agravado. Un efecto de la vida
civilizada y segura es el desarrollo de una hipersensibilidad que acababa
considerando repugnantes todas las emociones primarias. La generosidad es tan
ofensiva como la tacañería; la gratitud, tan odiosa como la ingratitud. Pero
quien estaba en la España
de 1936 no vivía en una época normal, sino en una época en la que los
sentimientos y detalles generosos surgían con mayor espontaneidad.
Podría contar una docena de
episodios parecidos, en apariencia insignificantes pero vinculados en mi
recuerdo con el clima especial de la época, con la ropa raída y los carteles
revolucionarios de colores alegres, con el empleo general de la palabra
«camarada», con las canciones antifascistas impresas en un papel pésimo, que se
vendían por un penique, con expresiones como «solidaridad proletaria
internacional», repetidas conmovedoramente por analfabetos que creían que
significaba algo.
¿Sentiríamos simpatía por otro y nos
pondríamos de su parte en una pelea después de haber sido ignominiosamente
registrados en su presencia, en busca de objetos que se sospechaba que le
habíamos robado? No, desde luego que no; sin embargo, podríamos sentir y obrar
de este modo si los dos hubiéramos pasado una experiencia emocionalmente
enriquecedora. Es una de las consecuencias de la revolución, aunque en este
caso sólo había un barrunto de revolución y estaba a todas luces condenado, de
antemano, al fracaso.
IV
La lucha por el poder entre los
partidos políticos de la España
republicana es un episodio desdichado y lejano que no tengo ningún deseo de
revivir en estos momentos. Lo menciono sólo para decir a continuación: no
creáis nada, o casi nada, de lo que leáis sobre los asuntos internos en el
bando republicano. Sea cual fuera el origen de la información, todo es
propaganda de partido, es decir, mentira. La verdad desnuda sobre la guerra es
muy simple. La burguesía española vio la ocasión de aplastar la revolución
obrera y la aprovechó, con ayuda de los nazis y de las fuerzas reaccionarias de
todo el mundo. Aparte de eso, es dudoso que pueda demostrarse nada.
Recuerdo que en cierta ocasión le
dije a Arthur Koetsler: «La historia se detuvo en 1936». Él lo comprendió de
inmediato y asintió con la cabeza. Los dos pensábamos en el totalitarismo en
general, pero más concretamente en la guerra civil española. Ya de joven me
había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden
las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían
ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en
una mentira corriente. Vi informar sobre grandiosas batallas cuando apenas se
había producido una refriega, y silencio absoluto cuando habían caído cientos
de hombres. Vi que se calificaba de cobardes y traidores a soldados que habían
combatido con valentía, mientras que a otros que no habían visto disparar un
fusil en su vida se los tenía por héroes de victorias inexistentes; y en
Londres, vi periódicos que repetían estas mentiras e intelectuales entusiastas
que articulaban superestructuras sentimentales sobre acontecimientos que jamás
habían tenido lugar.
En realidad vi que la historia se
estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino
desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas
«líneas de partido». Sin embargo, y por horrible que fuera, hasta cierto punto
no importaba demasiado. Afectaba a asuntos secundarios, a saber: a la lucha por
el poder entre la
III Internacional y los partidos izquierdistas españoles, y a
los esfuerzos del gobierno ruso por impedir la revolución en España. Pero la
imagen general de la guerra que daba el gobierno de la República al mundo no
era falsa. Los asuntos principales eran y como los explicaban sus portavoces.
En cambio, los fascistas y sus partidarios no podían ni por asomo ser tan
veraces. ¿Cómo iban a confesar sus verdaderos objetivos? Su versión de la
guerra era pura fantasía, y en aquellas circunstancias no habría podido ser otra
cosa.
El único recurso propagandístico que
tenían los nazis y fascistas era presentarse como patriotas cristianos que
querían salvar a España de la dictadura rusa. Para ello, había que fingir que
en la vida en la España
republicana era una incesante escabechina (véanse el Catholic Herald o el Daily
Mail, que no obstante, resultaban un juego de niños en comparación con la
prensa fascista de la Europa
continental) y había que exagerar la magnitud de la intervención rusa.
Fijémonos en un solo detalle de la
ingente montaña de mentiras que acumuló la prensa católica y reaccionaria del
mundo entero: la supuesta presencia de un ejército ruso en España. Todos los
fervientes partidarios de Franco estaban convencidos de ello, y calculaban que
podía constar de medio millón de soldados. Ahora bien, no hubo ningún ejército
ruso en España. Puede que hubiera algunos pilotos y técnicos, unos centenares a
lo sumo, pero de ningún modo un ejército. Varios millares de combatientes
extranjeros, por no hablar de millones de españoles, fueron testigos de lo que
digo; sin embargo, sus declaraciones no hicieron mella alguna en los
partidarios de Franco, que por otro lado no estaban en la España republicana. Al
mismo tiempo, estos últimos se negaban categóricamente a admitir la intervención
alemana e italiana mientras la prensa alemana e italiana proclamaba a los
cuatro vientos las hazañas de sus «legionarios». He preferido hablar sólo de un
detalle, pero la verdad es que toda la propaganda fascista sobre la contienda
era de ese nivel.
Estas cosas me parecen aterradoras,
porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está
desapareciendo del mundo. A fin de cuentas, es muy probable que estas mentiras,
o en cualquier caso otras equivalentes, pasen a la historia. ¿Cómo se escribirá
la historia de la guerra civil española? Si Franco se mantiene en el poder, los
libros de historia los escribirán sus prebendados y -por ceñirme al detalle de
antes- el ejército ruso que nunca existió se convertirá en hecho histórico que
estudiarán los escolares de las generaciones venideras. Pero supongamos que
dentro de poco cae el fascismo y se restablece en España un gobierno más o
menos democrático; incluso así, ¿cómo se escribirá la historia? ¿qué archivos
habrá dejado Franco intactos? Y aún suponiendo que se pudieran recuperar los
archivos relacionados con el bando republicano, ¿cómo se podrá escribir una
historia fidedigna de la guerra? Porque, como ya he señalado, en el bando
republicano también hubo mentiras a espuertas. Desde el punto de vista
antifascista se podría escribir una historia de la guerra que sería fiel a la
verdad en términos generales, pero sería una historia partidista que no
merecería ninguna confianza en lo que se refiere a los detalles de poca monta.
Sin embargo, es evidente que se escribirá una historia, la que sea, y cuando
hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará universalmente. Así que,
a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad.
Sé que está de moda decir que casi
toda la historia escrita es una sarta de mentiras. Estoy dispuesto a creer que
la mayor parte de la historia es tendenciosa y poco sólida, pero lo que es
característico de nuestro tiempo es la renuncia a la idea de que la historia se
podría escribir con veracidad. En el pasado se mentía a sabiendas, o se
maquillaba de forma inconsciente lo que se escribía, o se buscaba denodadamente
la verdad, sabiendo muy bien que los errores eran inevitables; pero en
cualquier caso se creía que «los hechos» habían existido y que eran más o menos
susceptibles de descubrirse. Y en la práctica, había siempre un consideraba
caudal de datos que casi todos admitían. Si consultamos la historia de la
última guerra [la I Guerra
Mundial], por ejemplo, en la Enciclopedia Británica , veremos que una parte
considerable del material procede de fuentes alemanas. Un historiador británico
y otro alemán podrían disentir en muchas cosas, incluso en las fundamentales,
pero sigue habiendo un acervo de datos neutrales, por llamarlos de algún modo,
que ninguno de los dos se atrevería a poner en duda. Es esta convención de
base, que presupone que todos los seres humanos pertenecemos a una misma
especie, lo que destruye el totalitarismo. La teoría nazi niega en concreto que
exista nada llamado «la verdad». Tampoco, por ejemplo, existe «la ciencia»: lo
único que hay es «ciencia alemana», «ciencia judía», etcétera. El objetivo
tácito de esa argumentación es un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la
camarilla gobernante, controla no sólo el futuro sino también el pasado. Si el
jefe dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, pues no ha sucedido;
si dice que dos y dos son cinco, dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me
asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años
no es una conjetura hecha a tontas y a locas.
Pero, ¿es infantil o quizás morboso
asustarse con imágenes de un futuro totalitario? Antes de descartar el mundo
totalitario como pesadilla que no puede hacerse realidad, recordemos que en
1925 el mundo actual habría parecido una pesadilla que no podía hacerse
realidad. Contra ese mundo cambiante y fantasmagórico, un mundo en el que lo
negro puede ser blanco mañana, en el que las condiciones climatológicas de ayer
se pueden cambiar por decreto, sólo hay dos garantías: Una es que, por mucho
que neguemos la verdad, la verdad sigue existiendo, por así decirlo, sin
nuestro consentimiento, y en consecuencia no podemos tergiversarla de manera
que lesione la eficacia militar. La otra es que mientras quede parte de la
tierra sin conquistar, la tradición liberal seguirá viva.
Si el fascismo, o tal vez una
combinación de fascismos, se adueña del mundo entero, las dos garantías dejarán
de existir. En Inglaterra infravaloramos esos peligros porque, provistos de una
fe sentimental por nuestras tradiciones y nuestra seguridad pasada, creemos que
al final todo se arregla y nunca pasa lo que más tememos. Educados durante
cientos de años por una literadura en la que la Justicia triunfa
invariablemente en el último capítulo, creemos casi por instinto que el mal
siempre se despeña solo a la larga. El pacifismo, por ejemplo, se basa en buena
medida en esa convicción: no te opongas al mal, pues ya se destruirá él solo.
Pero, ¿por qué ha de destruirse? ¿Y qué pruebas hay de que lo hace? ¿Cuántos
casos hay de modernos estados industrializados que se hayan hundido sin que los
haya conquistado un ejército extranjero?
Pensemos por ejemplo en la
reimplantación de la esclavitud. ¿Quién habría imaginado hace veinte años que
volvería a haber esclavitud en Europa? Pues bien, la esclavitud ha reaparecido
ante nuestras propias narices. Los polacos, rusos, judíos y presos políticos de
todas las nacionalidades que construyen carreteras o desecan pantanos a cambio
de una ración mínima de comida en los campos de trabajo que pueblan toda Europa
y el norte de África son simples siervos de la gleba. Lo más que se puede decir
es que todavía no está permitido que un individuo compre y venda esclavos; por
lo demás -la separación forzosa de las familias, pongamos por caso-, las
condiciones son probablemente peores que en las antiguas plantaciones de
algodón de Estados Unidos. No hay razón para creer que esta situación vaya a
cambiar mientras dure el dominio totalitario. No comprendemos todas sus
consecuencias porque, con nuestra misma actitud, creemos que un régimen basado
en la esclavitud por fuerza ha de venirse abajo. Sin embargo, vale la pena
comparar la duración de los imperios esclavistas de la antigüedad con la de
cualquier Estado moderno. Las civilizaciones basadas en la esclavitud han
durado, en total, alrededor de cuatro mil años.
Cuando pienso en la antigüedad, el
detalle que me asusta es que aquellos centenares de millones de esclavos en
cuyas espaldas se apoyaba la civilización, generación tras generación, no han
dejado ningún testimonio de su existencia. Ni siquiera conocemos sus nombres.
¿Cuántos nombres de esclavos conocemos en toda la historia de Grecia y Roma? Se
me ocurren dos, quizá tres. Uno es Espartaco; el otro, Epicteto. Y en la sala romana
del Museo Británico hay un vaso de cristal con el nombre de un artífice grabado
en el fondo, «Félix fecit». Tengo una vívida imagen mental del pobre Félix (un
galo pelirrojo con un collar metálico en el cuello), pero cabe la posibilidad
de que no fuera esclavo, así que sólo conozco con seguridad el nombre de dos
esclavos y creo que pocas personas conocerán más. El resto duerme en el más
profundo silencio.
V
La columna vertebral de la
resistencia antifranquista fue la clase obrera española, sobre todo los
trabajadores urbanos afiliados a los sindicatos. A largo plazo -y es importante
recordar que sólo a largo plazo-, la clase obrera sigue siendo el enemigo más
encarnizado del fascismo, por la sencilla razón de que es la que más ganaría
con una reorganización decente de la sociedad. A diferencias de otras clases o
estamentos, no se la puede sobornar eternamente.
Decir esto no es idealizar la clase
obrera. En la larga lucha que siguió a la Revolución Rusa ,
los derrotados han sido los trabajadores manuales y es imposible no creer que
la culpa fue de ellos. Los obreros organizados han sido aplastados una y otra
vez, en un país tras otro, con métodos violentos manifiestamente ilegales, y
sus compañeros extranjeros, con los que estaban unidos por un sentimiento de
teórica solidaridad, se han limitado a mirar, sin mover un dedo. ¿Quién puede
creer ya en el proletariado internacional con conciencia de clase después de
los sucesos de los diez últimos años? Las matanzas de trabajadores en Viena,
Berlín, Madrid o donde fuera, parecían tener menor interés e importancia para
sus camaradas británicos que el partido de fútbol del día anterior.
Con todo, eso no altera el hecho de
que la clase obrera seguirá luchando contra el fascismo aunque los demás cedan.
Un rasgo sorprendente de la conquista nazi de Francia ha sido la cantidad de
defecciones que ha habido entre los intelectuales, incluso entre la
intelectualidad política de izquierdas. Los intelectuales son los que más
gritan contra el fascismo, pero un respetable porcentaje se hunde en el
derrotismo cuando llega el momento. Saben ver de lejos las probabilidades que
tienen en contra, y además, se los puede sobornar, pues es evidente que los
nazis piensan que vale la pena sobornar a los intelectuales. Con los trabajadores
sucede al revés: demasiado ignorantes para ver las trampas que les tienden,
creen con facilidad en las promesas del fascismo, pero tarde o temprano siempre
reanudan la lucha; y así debe ser, porque siempre descubren en sus propias
carnes que las promesas del fascismo no se pueden cumplir. Para amordazar de
una vez por todas a la clase trabajadora, los fascistas tendrían que subir el
nivel de vida general, cosa que ni pueden ni probablemente quieren hacer.
La lucha de la clase obrera es como
una planta que crece. La planta es ciega y sin seso, pero sabe lo suficiente
para estirarse sin parar y ascender hacia la luz, y no cejará por muchos
obstáculos que encuentre. ¿Cuál es el objetivo por el que luchan los
trabajadores? Esa vida digna que, de manera creciente, saben que ya es
técnicamente posible. La conciencia de este objetivo tiene flujos y reflujos.
En España, durante un tiempo, las masas obraron conscientemente, avanzaron
hacia una meta que querían alcanzar y que creían que podían alcanzar. Esto explica
el curioso optimismo que impregnó la vida en la España republicana durante
los primeros meses de la contienda. La gente sencilla sentía en sus propias
entrañas que la República
estaba con ellos y que Franco era el enemigo; sabía que la razón estaba de su
lado, porque luchaba por algo que el mundo le debía y estaba en condiciones de
darle.
Hay que recordar esto si se quiere
enfocar con objetividad la guerra civil española. Cuando se piensa en la
crueldad, miseria e inutilidad de la guerra -y en este caso concreto, en las
intrigas, las persecuciones, las mentiras y los malentendidos- siempre es una
tentación decir: «Los dos bandos son igual de malos; me declaro neutral». En la
práctica, sin embargo, no se puede ser neutral, y difícilmente se encontrará una
guerra en la que carezca de importancia quién resulte vencedor, pues un bando
casi siempre tiende a apostar por el progreso, mientras que el otro es más o
menos reaccionario. El odio que la
República española suscitó en los millonarios, los duques,
los cardenales, los señoritos, los espadones y demás bastaría por sí solo para
saber lo que se cocía. En esencia fue una guerra de clases. Si se hubiera
ganado, se habría fortalecido la causa de la gente corriente del mundo entero;
pero se perdió y los inversores de todo el mundo se frotaron las manos. Esto
fue lo que sucedió en el fondo. Lo demás no fue más que espuma de superficie.
VI
El resultado de la guerra civil
española se determinó en Londres, en París, en Roma, en Berlín, pero no en
España. Después del verano de 1937, los que veían las cosas tal y como eran se
dieron cuenta de que el gobierno no podría ganar la guerra si no se producía un
cambio radical en el escenario internacional. Si Negrín y los demás decidieron
proseguir la lucha se debió en parte a que esperaban que la guerra mundial que
estalló en 1939 lo hubiera hecho en 1938.
La desunión del bando republicano,
de la que tanto se habló, no estuvo entre las causas fundamentales de la
derrota. Las milicias populares se organizaron deprisa y corriendo, estaban mal
armadas y hubo falta de imaginación en sus planteamientos militares, pera nada
habría sido diferente si se hubiera alcanzado un acuerdo político global desde
el principio. Cuando estalló la guerra, el trabajador industrial medio no sabía
disparar un arma y el pacifismo tradicional de la izquierda constituía un gran
obstáculo. Los miles de extranjeros que combatieron en España eran buenos como
soldados de infantería, pero entre ellos había poquísimos que estuvieran
especializados en algo. La tesis troskista de que la guerra se habría ganado si
no se hubiera saboteado la revolución es probablemente falsa. Nacionalizar
fábricas, demoler iglesias y publicar manifiestos revolucionarios no habría
aumentado la eficacia de los ejércitos. Los fascistas vencieron porque eran más
fuertes: tenían armas modernas y los otros carecían de ellas. Ninguna
estrategia política habría compensado ese factor.
Lo más desconcertante de la guerra
civil española fue la actitud de las grandes potencias. La guerra la ganaron en
realidad los alemanes y los italianos, cuyos motivos saltaban a la vista. Los
motivos de Francia y Gran Bretaña son menos comprensibles. Todos sabían en 1936
que si Gran Bretaña hubiera ayudado a la II República , aunque
sólo hubiera sido con unos cuantos millones de libras esterlinas en armas,
Franco habría sucumbido y la estrategia alemana habría sufrido un serio revés.
Por entonces no hacía falta ser adivino para prever la inminencia de un
conflicto entre Gran Bretaña y Alemania; incluso se habría podido predecir el
momento, año más o menos.
Pero la clase gobernante británica,
del modo más mezquino, cobarde e hipócrita, hizo cuanto pudo por entregar
España a Franco y a los nazis. ¿Por qué? La respuesta más evidente es que era
protofascista. Indiscutiblemente lo era, pero cuando llegó la confrontación
final, optó por oponerse a Alemania. Siguen sin conocerse las intenciones que
sustentaban su apoyo a Franco, y es posible que en realidad no hubiera ninguna
intención clara. Si la clase gobernante británica es abyecta o solamente idiota
es una de las incógnitas más intrincadas de nuestro tiempo, y en determinados
momentos, una incógnita de importancia capital.
En cuanto a los rusos, sus motivos
en relación con la guerra española son completamente inescrutables.
¿Intervinieron en ella, como creían los izquierdosos, para defender la
democracia y frustrar los planes nazis? En ese caso, ¿por qué intervinieron a
una escala tan ridícula y al final dejaron a España en la estacada? ¿O
intervinieron, como sostenían los católicos, para promover la revolución? En
ese caso, ¿por qué hicieron todo lo posible por abortar todos los movimientos
revolucionarios, por defender la propiedad privada y por ceder el poder a la
clase media y no a la clase trabajadora? ¿O intervinieron, como sugerían los
troskistas, únicamente con intención de impedir una revolución en España? En
ese caso, ¿por qué no apoyaron a Franco? La verdad es que la conducta de los
rusos se explica fácilmente si se parte de la base de que obedecía a principios
contradictorios. Creo que en el futuro acabaremos por pensar que la política
exterior de Stalin, lejos de ser una astucia diabólica -como se ha afirmado-,
ha sido sólo oportunista y torpe.
De todos modos, la guerra civil
española puso de manifiesto que los nazis, a diferencia de sus oponentes,
sabían lo que se traían entre manos. La guerra se libró a un nivel tecnológico
bajo y su estrategia fundamental fue muy sencilla: el bando que tuviera armas,
vencería. Los nazis y los italianos dieron armas a sus aliados españoles,
mientras que las democracias occidentales y los rusos no hicieron lo propio con
los que deberían haber sido sus aliados. Así pereció la República española, tras
haber «conquistado lo que a ninguna república le falta»[3].
Si fue justo o no animar a los
españoles a seguir luchando cuando ya no podían vencer, como hicieron todos los
izquierdistas extranjeros, es una pregunta que no tiene fácil respuesta.
Incluso yo pensaba que era justo, porque creía que es mejor, incluso desde el
punto de vista de la supervivencia, luchar y ser conquistado que rendirse sin
luchar. No podemos juzgar todavía los resultados de la magna estrategia de la
lucha contra el fascismo. Los ejércitos andrajosos y desarmados de la II República
resistieron durante dos años y medio, mucho más, indudablemente, de lo que
esperaban sus enemigos. Pero no sabemos aún si de ese modo alteraron los planes
fascistas o si, por el contrario, se limitaron a posponer la gran guerra y a
dar a los nazis más tiempo para calentar los motores de su maquinaria bélica.
VII
Nunca pienso en la guerra civil
española sin que me vengan dos recuerdos. Uno es del hospital del Lérida y de
las tristes voces de los milicianos heridos que cantaban una canción cuyo
estribillo decía:
¡Una revolución,
luchar hasta el fin!
Pues bien, lucharon hasta el
mismísimo fin. Durante los últimos dieciocho meses de la contienda, los
ejércitos republicanos lucharon casi sin tabaco y con muy poca comida. Ya a
mediados de 1937, cuando me fui de España, escaseaban la carne y el pan, el
tabaco era una rareza, y era dificilísimo encontrar café y azúcar.
El otro recuerdo es del miliciano
italiano que me estrechó la mano en la sala de guardia el día que me alisté en
las milicias. Hablé de este hombre al comienzo de mi libro sobre la guerra
española[4] y no
quiero repetir lo que dije allí. Cuando recuerdo -y con qué viveza- su uniforme
raído y su cara feroz, conmovedora e inocente, parecen desvanecerse los
complejos temas secundarios de la guerra y veo con claridad que al menos no
había ninguna duda en cuanto a quién estaba en el lado de la razón.
Al margen de la política de las
potencias y de las mentiras periodísticas, el objetivo principal de la guerra
era que las personas como aquel miliciano conquistaran la vida digna a la que
sabían que tenían derecho por naturaleza. Me cuesta pensar en el probable fin
de aquel hombre en particular sin sentir una gama de resentimientos. Puesto que
lo conocí en el Cuartel Lenin, es probable que fuera troskista o anarquista, y
en las extrañas condiciones de los tiempos que corren, si a alguien así no lo
mata la Gestapo ,
suele matarlo la GPU. Pero
ese detalle no afecta a los objetivos a largo plazo. El rostro de aquel hombre,
que sólo vi un par de minutos, sigue vivo en mi recuerdo como un aviso gráfico
de lo que en verdad fue aquella guerra. Representa para mí a la flor y nata de
la clase obrera europea, perseguida por la policía de todos los países, a la
gente que llena las fosas comunes de los campos de batalla españoles, a los
millones que hoy se pudren en los campos de trabajo.
Cuando pienso en quienes apoyan o
han apoyado al fascismo no deja de sorprenderme su variedad. ¡Menuda
tripulación! Imaginaos un programa capaz de meter en el mismo barco, aunque sea
por un tiempo, a Hitler, a Petain, a Montagu Norman, a Pavelitch, a William
Randolph Hearst, a Streicher, a Buchman, a Ezra Pound, a Juan March, a Cocteau,
a Thyssen, al padre Coughlin, al muftí de Jerusalén, a a Arnold Lunn, a
Antonescu, a Spengler, a Beverly Nichols, a lady Houston y a Marinetti. Pero la
clave es muy sencilla. Todos los mencionados son personas con algo que perder,
o personas que suspiran por una sociedad jerárquica y que temen la perspectiva
de un mundo poblado por seres humanos libres e iguales.
Detrás del tono escandalizado con
que se habla del «ateísmo» de Rusia y del «materialismo» de la clase obrera
sólo está el afán del rico y del privilegiado por conservar lo que tienen. Lo
mismo cabe afirmar, aunque contiene una verdad a medias, de todo cuanto se dice
sobre la inutilidad de reorganizar la sociedad si no hay al mismo tiempo un
«cambio espiritual», mucho más tranquilizador desde su punto de vista que un
cambio de sistema económico.
Petain atribuye la caída de Francia
al «amor por los placeres» del ciudadano corriente; daremos a esta afirmación
el valor que tiene si nos preguntamos cuántos placeres hay en la vida de los
obreros y los campesinos corrientes de Francia y cuántos en la de Petain.
Menuda impertinencia la de estos politicastros, curas, literatos y demás
especímenes que sermonean al socialista de base por su «materialismo». Lo único
que el trabajador exige es lo que estos otros considerarían el mínimo
imprescindible sin el que la vida humana no se puede vivir de ninguna de las
maneras; que haya comida suficiente, que se acabe para siempre la pesadilla del
desempleo, que haya igualdad de oportunidades para sus hijos, un baño al día,
sábanas limpias con una frecuencia razonable, un techo sin goteras y una
jornada laboral lo suficientemente corta para no desfallecer al salir del
trabajo.
Ninguno de los que predican contra
el «materialismo» pensaría que se puede vivir la vida sin esos requisitos. Y
qué fácilmente se obtendría dicho mínimo. Bastaría con mentalizarse durante
veinte años. Elevar el nivel de vida mundial a la altura del de Gran Bretaña no
sería una empresa más aparatosa que esta guerra que libramos en la actualidad.
Yo no digo -no sé si lo dice alguien- que una medida así vaya a solucionar nada
por sí sola. Pero es que para abordar los problemas reales de la humanidad,
primero hay que abolir las privaciones y las condiciones inhumanas del trabajo.
El principal problema de nuestra época es la pérdida de fe en la inmortalidad
del alma, y es imposible afrontarlo mientras el ser humano trabaje como un
esclavo o tiemble de miedo a la policía secreta. ¡Qué razón tiene el
«materialismo» de la clase trabajadora! Qué razón tiene la clase trabajadora al
pensar que el estómago viene antes que el alma, no en la escala de valores,
sino en el tiempo.
Si entendemos esto, el largo horror
que padecemos será al menos inteligible. Todos los argumentos que podrían hacer
titubear al trabajador -los cantos de sirena de un Petain o un Gandhi; el hecho
impepinable de que para luchar hay que degradarse; la equívoca postura moral de
Gran Bretaña, con su fraseología democrática y su imperio de culis; la
siniestra evolución de la Rusia
soviética; la sórdida farsa de la política izquierdista- pasan a segundo plano
y ya no se ve más que la lucha de la gente corriente, que despierta poco a poco
contra los amos de la propiedad y los embusteros y lameculos que tienen a
sueldo.
La cuestión es muy sencilla:
¿quieren o no quieren las personas como el soldado italiano que se les permita
llevar una vida plenamente humana y digna que en la actualidad es técnicamente
accesible? ¿Devolverán, o no devolverán a la gente normal al arroyo? Yo,
personalmente, aunque no tengo pruebas, creo que el hombre corriente ganará la
batalla tarde o temprano, aunque desearía que fuera temprano y no tarde; por
ejemplo, antes de que transcurra un siglo y no dentro de diez milenios. Tal fue
la verdadera cuestión de la guerra civil española, como lo es de la guerra
actual, y tal vez de otras que vendrán.
No volví a ver al italiano ni
averigüé cómo se llamaba. Puede darse por hecho que está muerto. Unos dos años
después, cuando la guerra ya estaba perdida, escribí estos versos en su
memoria:
The italian
soldier shook my hand
Beside the
guard-room table;
The strong hand and the subtle hand
Whose palms are only able
The strong hand and the subtle hand
Whose palms are only able
To meet
within the sound of guns,
But oh! What peace I knew then
In gazing on his battered face
Purer than any woman's!
But oh! What peace I knew then
In gazing on his battered face
Purer than any woman's!
For the
fly-blown words that make me spew!
Still in his ears were holy,
And he was born knowing what I learned
Out of books and slowly.
The treacherous guns had told their tale
And we both had bought it,
But my gold brick was made of gold
Oh! Who ever would have thought it?
Still in his ears were holy,
And he was born knowing what I learned
Out of books and slowly.
The treacherous guns had told their tale
And we both had bought it,
But my gold brick was made of gold
Oh! Who ever would have thought it?
Good luck go
with you Italian soldier!
But luck is not far for the brave;
What would the world give back to you?
Always less than you gave.
But luck is not far for the brave;
What would the world give back to you?
Always less than you gave.
Between the
shadow and the ghost,
Between the white and the red,
Between the bullet and the lie,
Where would you hide your head?
Between the white and the red,
Between the bullet and the lie,
Where would you hide your head?
For where is
Manuel González,
And where is Pedro Aguilar,
And where is Ramón Fenellosa?
The earthworms know where they are.
And where is Pedro Aguilar,
And where is Ramón Fenellosa?
The earthworms know where they are.
Your name and
your deeds were forgotten
Before your bones were dry,
And the lie that slew you is buried
Under a deeper lie.
Before your bones were dry,
And the lie that slew you is buried
Under a deeper lie.
But the thing
that I saw in your face
No power can disinherit:
No bomb that ever burst
Shatters the crystal spirit.
No power can disinherit:
No bomb that ever burst
Shatters the crystal spirit.
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