Cuando, casi a diario, acudo al
supermercado de mi ciudad para proveerme de los alimentos y demás cosas
necesarias para el cotidiano vivir, no dejo de recordar aquellas viejas ventas
desperdigadas por los pueblos y barrios de nuestra querida isla de La Palma.. .
Recuerdos del pasado acuden a mi mente e
instintivamente me traslado a otra época muy remota para niños y jóvenes, pero
muy cercana para los que como yo ya hemos atravesado la barrera del sonido:
dicho así, amortiguamos el sentido o significado de la palabra viejos.
Las ventas, aquellas viejas ventas, tenían
de todo. De todo, sí, de todo lo que por aquel entonces necesitábamos para
poder sobrevivir en una época de escasez. La verdad es que tampoco añorábamos
poseer muchas cosas porque, salvo lo estrictamente necesario, apenas existían
artículos o bienes de consumo que podíamos desear porque ni siquiera los
conocíamos.
- Dame una cuarta de aceite -decía aquella
pobre mujer al ventero-.
De entre las medidas de capacidad que el
ventero guardaba celosamente dentro de su gaveta, extraía la de un cuarto de
litro, la llenaba con un aceite espeso y viscoso procedente de un viejo bidón y
se la entregaba a aquella mujer, que cuidadosamente introducía dentro de su
vieja cereca.
- ¿Algo más? -preguntaba el ventero
mientras volvía a colocar cuidadosamente el cuarto de litro en su lugar de
origen-.
- Sí, don Antonio. Necesitaba un litro de
petróleo, pero me he olvidado de traer la botella del petróleo. ¿Podría usted
prestarme una que yo se la devuelvo mañana?
- Sí, mujer -contestó don Antonio-, pero la
botella que yo tengo es de medio litro.
- Bueno, con medio litro tengo para ahora -dijo
la mujer-. Es que no tengo gas para el quinqué y la tea que me queda es para
encender el fuego.
- Por cierto- insistió el ventero-, le voy a
pedir un favor.
- Usted dirá...
- ¿Ve usted a don Luís esta semana?
- Se refiere usted a don Luís el del
carbón... Sí, esta misma noche le tengo que ver.
- Dígale de mi parte que me traiga dos sacos de
carbón para esta semana pues se me está acabando el que tengo y no puedo dejar
a mis vecinos sin carbón.
- Dichoso el que puede gastarse el dinero en
comprar carbón, porque yo para eso no tengo -dijo con cierto aire de tristeza
la mujer-.
- ¿Y cómo se las arregla entonces? - preguntó don
Antonio-.
- Así me ve usted buscando leña seca por las
orillas de esos barrancos -contestó la mujer al mismo tiempo que daba un
suspiro de dolor y abandonaba la tienda-.
- Buenas tardes, don Antonio -dijeron casi a la
vez Pedro y José que, como siempre, acababan de dejar su pesada carga
constituida por un feje (fleje) de hierba junto a la venta.
- Buenas -contestó Don Antonio, y sin que nadie
le dijera algo se dirigió al lugar en el que tenía bien colocados los vasos del
vino-.
- ¿Lo de siempre? -preguntó, en voz baja, a los
dos hombres-.
- Sí, lo de siempre -contestaron al unísono-.
- Espere, veo que tiene sardinas saladas en esa
barrica -dijo uno de ellos mientras curioseaba el interior de la barrica-.
- Sí, las acabo de recibir. Son de Lanzarote, me
las mandó el compadre Manuel.
- Pues eche un par de ellas pa darle sabor a este
morapio.
- El vino es bueno, lo acabo de traer de Las
Breñas. Me lo vendió don Juan Leal, que como saben tiene buena bodega.
- Pues si es de Las Breñas llene usted bien los
vasos con cuidado, pa que no se derrame ni una gota.
- Hola, Tomasito -dijo don Antonio al niño que acababa
de entrar en la venta-. ¿Está tu madre mejor?
- Yo creo que sí -respondió el niño sin saber lo
que decía porque tenía la vista fija el el farol, y no porque éste
fuese bonito o feo, sino porque en su interior había alfajores, rapaduras,
merengues, pilurines y otras golosinas-.
- ¿Tú querías algo, Tomasito? -preguntó don
Antonio al niño-.
Tomasito se desprendió del saco que traía
puesto a modo de cucurucho para protegerse de la lluvia, y sacando dos hojas de
col de una bolsa de tela dijo:
- ¡Ah! sí . Me dijo mamá que le diera una
cuarta de manteca y otra de tocino, y que se la envolviera en esta hoja de col
para que no se me derrita por el camino.
Tenía la venta de don Antonio un reservado en
trastienda que servía de bodega-comedor, donde los parroquianos disfrutaban del
vino de Mazo o de Las Breñas acompañados de buenos salmorejos de conejo, y cuando éste faltaba
se sustituía por el cerdo bien asado o alguna que otra ave que caía en la
cazuela; sin olvidar los chicharros hervidos en mojo.
Todos estos mejunjes eran
preparados por algunos amigos íntimos de don Antonio en una vieja cocina que
estaba anexa a la tienda.
Así que este reservado-escondrijo también
se aprovechaba por los vecinos devotos del dios Baco para enjilarse
los calmantes lejos de la vista del resto de los clientes que acudían
a la tienda. Era habitual que cuando alguna otra persona, no muy conocida
por el solicitante del vaso de vino, no quería que ésta se enterase lo decía de
la siguiente manera:
- Don Antonio, pongamos un par de
condimentos pa mi mujer.
Así que don Antonio servía los dos vasos en
la trastienda sin pedir aclaraciones. En ese momento el cliente se sentía
invitado y pasaba al reservado después de percatarse de que no era observado
por los allí presentes.
En almacén anexo guardaba don Antonio el racionamiento
que la Junta
de Abastos le asignaba para ese mes y que él, con estricto sentido de la
justicia, repartía dando a cada cual lo que se le había asignado según la
cartilla familiar que presentaban en la venta.
- ¿Sabe usted cuándo nos dan arroz?
-pregunta una vecina-.
- Me dijeron en la ciudad que están esperando el
barco -contestó don Antonio y añadió-. Con razón está diciendo la gente que es
más esperado que el barco del arroz, porque desde el año pasado están
esperando el barco que traerá el arroz y éste nunca llega.
Junto a los sacos de millo, llenos de gorgojos la
mayoría de las veces, y otras con más gorgojos que millo, se apilaban los dos o
tres sacos de azúcar moreno, garbanzos, algunos fideos y poco más. Aun así
quedaba espacio suficiente para colocar un par de mesas donde echar un
partidita de dominó cuando llegaba la tarde-noche. A veces daba tiempo
para echar dos o más partiditas haciendo un descanso entre ellas, que tanto los
ganadores como los perdedores celebraban refrescando su gaznate con el zumo de
la uva o algún que otro coñac para espantar el frío.
Farmacia, zapatería, perfumería,
librería... estaban ubicadas casi dentro del mismo espacio. De tal manera que
cuando querías una pastillas de aspirina okal, alcohol o esparadrapo
don Antonio las encontraba después de mover de aquí para allá las botellas del Bisnú
la brillantina, las alpargatas de lino y un sinfín de cosas.
Para el petróleo, el carbón y la tea se disponía
de un pequeño cuarto a medio encalar y de color más bien tirando a negro con un
insoportable olor a humedad.
La mayoría de los vecinos de aquel entorno
poseían un cerdo que, llegado el mes de diciembre, pasaba a llenar el espacio
vacío de la pipota que había dejado el anterior cerdo. Sin embargo, no
todos tenían el lujo de disponer de tal reserva para el invierno. Sabedor de ello
don Antonio disponía en su venta de una gran pipota que contenía en su interior
al menos dos cerdos en salmuera y, como añadidos, colgaban desde el techo unas
ristras de chorizos impregnadas con el humo de tabaco que se desprendía de la
cachimba del empedernido fumador.
Un olor, mezcla de tabaco en rama, pescados
salados, plátanos maduros, oloroso vino, café en grano, mezclado con el humo de
las velas o del quinqué, perfumaban el ambiente dando a la venta una
inconfundible personalidad.
No querría yo terminar este relato sin
antes aclarar que, sin bien digo la verdad sobre aquellas viejas ventas, sin
embargo el ventero que yo llamo don Antonio es producto de mi imaginación,
representativo de los venteros de la época con aire de buenas personas todos ellos
y figura de comer mucho y caminar poco.
Había muchas ventas, que no eran las
destinadas al racionamiento. En ellas solo se vendía, a veces, productos
cosechados por el mismo ventero, vino en cantidad, aguardiente, tabaco y poco
más.
Hoy, gracias a Dios los tiempos han
cambiado, las ventas han desparecido, los supermercados y las grandes
superficies ofrecen a sus clientes aquellas cosas que en otros tiempos ni
siquiera existían.
Pero esto solo lo sabemos valorar los que,
como yo, ya hemos pasado la barrera del sonido.
(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número
347 de Bienmesabe)
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