F R A N T Z F A N O N.
Viene de la entrega anterior
En otro ángulo, veremos cómo la
afectividad del colonizado se agota en danzas más o menos tendientes al
éxtasis. Por eso un estudio del mundo colonial debe tratar de comprender,
forzosamente, el fenómeno
de la danza
y el trance.
El relajamiento del colonizado es, precisamente, esa orgía muscular en
el curso de la cual la agresividad más aguda, la violencia más inmediata se
canalizan, se transforman, se escamotean. El círculo de la danza es un círculo
permisible. Protege y autoriza. A horas fijas,
en fechas fijas,
hombres y mujeres se encuentran
en un lugar determinado y, bajo
la mirada grave de la tribu, se lanzan a una
pantomima aparentemente desordenada,
pero en realidad muy sistematizada en la que, por
múltiples vías, negaciones con la cabeza, curvatura de la columna vertebral,
inclinación hacia atrás de todo el cuerpo, se descifra abiertamente el esfuerzo
grandioso de una colectividad para exorcizarse, liberarse, expresarse. Todo
está permitido... en el ámbito de la danza. El montículo al que han subido como
para estar más cerca de la luna, el ribazo en el que se han deslizado como para
manifestar la equivalencia de la
danza y la
ablución, la purificación,
son lugares sagrados. Todo está permitido porque, en realidad, no se
reúnen sino para dejar que surja volcánicamente la libido acumulada, la
agresividad reprimida. Muertes simbólicas, cabalgatas figuradas, múltiples
asesinatos imaginarios todo eso
tiene que salir.
Los malos humores
se derraman, tumultuosos como torrentes de lava.
Un paso
más y caemos
en pleno trance.
En verdad, son sesiones
de posesión-desposesión las
que se organizan: vampirismo, posesión por los
djinns, por los zombis, por Legba, el dios ilustre del Vudú. Estas
trituraciones de la personalidad, esos desdoblamientos, esas disoluciones
cumplen una función económica primordial en la estabilidad del mundo colonizado.
A la ida, los hombres y las mujeres estaban impacientes, excitados,
"nerviosos". Al regreso, vuelven a la aldea la calma, la paz, la
inmovilidad.
En el
curso de la
lucha de liberación,
se asistirá a un
desapego singular por esas prácticas. Frente a paredón, con el cuchillo en
la garganta o,
para ser más
precisos, con los electrodos en
las partes genitales,
el colonizado va
a verse obligado a dejar de
narrarse historias.
Después de azos de irrealismo,
después de haberse revolcado entre los fantasmas más increíbles, el colonizado,
empuñando la ametralladora, se enfrenta
por fin a
las únicas fuerzas
que negaban su ser: las del colonialismo. Y el joven colonizado que
crece en una atmósfera de hierro y fuego puede burlarse —y no se abstiene
de hacerlo— de los antepasados
zombis, de los caballos
de dos cabezas,
de los muertos
que resucitan, de los
djinns que se aprovechan de un bostezo para penetrar en nuestro cuerpo. El colonizado
descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis, en el ejercicio
de la violencia, en su proyecto de liberación.
Hemos visto que durante todo el
periodo colonial esta violencia, aunque a flor de piel, gira en el vacío. La
hemos visto canalizada por las descargas emocionales de la danza o el trance.
La hemos visto agotarse en luchas fratricidas. Ahora se plantea el
problema de captar
esa violencia en
camino de reorientarse.
Mientras antes se expresaba en
los mitos y se ingeniaba en descubrir ocasiones de suicidio colectivo, he aquí
que las condiciones nuevas van a permitirle cambiar de orientación.
En el plano de la táctica
política y de la Historia,
en la época contemporánea se plantea un problema teórico de importancia
capital con motivo
de la liberación
de las colonias;
¿cuándo puede decirse que la situación está madura para un movimiento de
liberación nacional? ¿Cuál debe ser su vanguardia? Como las descolonizaciones
han revestido formas múltiples, la razón vacila y se prohíbe decir lo que es
una verdadera descolonización y una falsa
descolonización. Veremos que
para el hombre comprometido es
urgente decidir los
medios, es decir,
la conducta y la organización.
Fuera de eso, no hay sino un voluntarismo ciego con los albures terriblemente
reaccionarios que supone.
¿Cuáles son las fuerzas que, en
el periodo colonial, proponen a la violencia del colonizado nuevas vías, nuevos
polos de inversión? Primero los partidos políticos y las élites intelectuales o
comerciales. Pero lo que caracteriza a ciertas formas políticas es el hecho de
que proclaman principios, pero se abstienen de dar consignas. Toda
la actividad de
esos partidos políticos nacionalistas en el periodo
colonial es una actividad de tipo electoral, una serie de disertaciones
filosófico-políticas sobre el tema del derecho de los pueblos a disponer de
ellos mismos, del derecho de los hombres a la dignidad y al pan, la afirmación
continua de “cada hombre un voto”. Los partidos políticos nacionalistas no
insisten jamás en la necesidad de la prueba de fuerza, porque su objetivo no es
precisamente la transformación radical del sistema. Pacifistas, legalistas, de
hecho partidarios del orden… nuevo, esas formaciones políticas plantean
crudamente a la burguesía colonialista el problema que les parece esencial:
“Dennos el poder.” Sobre el problema específico de la violencia, las élites
son ambiguas. Son
violentas en las
palabras y reformistas en las
actitudes. Cuando los cuadros políticos nacionalistas burgueses
dicen una cosa, advierten
sin ambages que no la piensan
realmente.
Hay que
interpretar esa característica de
los partidos nacionalistas tanto
por la calidad de sus cuadros como por la de sus partidarios. Los partidarios
de los partidos nacionalistas son partidarios urbanos. Esos obreros, esos
maestros, esos artesanos y comerciantes han empezado -en el nivel menor, por
supuesto- a aprovechar la situación colonial, tienen intereses particulares. Lo
que esos partidarios reclaman es el mejoramiento de su suerte, el aumento de
sus salarios. El diálogo entre
estos partidarios políticos y el colonialismo
no se rompe
jamás. Se discuten arreglos, representación electoral,
libertad de prensa, libertad de asociación. Se discuten reformas. No hay que
sorprenderse, pues, de ver a gran húmero de indígenas militar en las sucursales
de las formaciones políticas de la metrópoli: esos indígenas luchan por un lema
abstracto "el poder para el proletariado" olvidando que, en su
región, hay que fundar el combate principalmente en lemas carácter
nacionalista. El intelectual colonizado ha invertido su agresividad en su
voluntad apenas velada de asimilarse al mundo colonial. Ha puesto su
agresividad al servicio de sus propios intereses, de sus intereses de
individuo. Así surge fácilmente una especie de esclavos manumisos: lo que
reclama el intelectual es la posibilidad de multiplicar los manumisos, la
posibilidad de organizar una auténtica clase de manumisos. Las masas, por el
contrario, no pretenden el aumento de las oportunidades de éxito de los
individuos. Lo que exigen no es el status del colono, sino el lugar del
colono. Los colonizados,
en su inmensa
mayoría, quieren la finca del colono. No se trata de entrar en
competencia con él.
Quieren su lugar.
El campesinado es descuidado
sistemáticamente por la propaganda de la mayoría de los partidos nacionalistas
Y es evidente que en los países coloniales sólo el campesinado es
revolucionario. No tiene nada que perder y tiene todo por ganar. El
campesinado, el desclasado, el hambriento, es el explotado que descubre más
pronto que sólo vale la violencia. Para él no hay transacciones, no hay
posibilidad de arreglos. La colonización o la descolonización, son simplemente
una relación de fuerzas. El explotado percibe que su liberación exige todos los
medios y en primer lugar la
fuerza. Cuando en
1956, después de
la capitulación de Guy Mollet frente a los colonos de Argelia, el Frente
de Liberación Nacional, en un célebre folleto, advertía que el colonialismo no
cede sino con el cuchillo al cuello, ningún argelino consideró realmente que
esos términos eran demasiado violentos. El folleto no hacía sino expresar lo
que todos los argelinos resentían en lo más profundo de sí mismos: el
colonialismo no es
una máquina de
pensar, no es
un cuerpo dotado de razón. Es la
violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia
mayor.
En el
momento de la
explicación decisiva, la
burguesía colonialista que había permanecido hasta entonces en su lecho
de plumas, entra en acción.
Introduce esta nueva noción que
es, hablando propiamente, una creación de la situación colonial: la no
violencia. En su forma bruta, esa no violencia significa para las élites
intelectuales y económicas colonizadas que la burguesía colonialista tiene
los mismos intereses
que ellas y que
resulta entonces indispensable, urgente, llegar a un acuerdo en pro de
la salvación común. La no violencia es un intento de arreglar el problema
colonial en torno al tapete verde de una mesa de juego, antes de cualquier
gesto irreversible, cualquier efusión de sangre, cualquier acto
lamentable. Pero si las masas, sin
esperar a que se dispongan las sillas, no oyen sino su propia voz y comienzan
los incendios y los atentados, se advierte entonces cómo las "élites"
y los dirigentes de los partidos burgueses nacionalistas se precipitan hacia
los colonialistas para decirles: "¡Esto es muy grave! Nadie sabe como va a
acabar todo esto, hay que encontrar una solución hay que encontrar una
transacción."
Ésta idea
de la transacción
es muy importante
en el fenómeno de la descolonización,
ya que está lejos de ser simple. La
transacción, en efecto,
concierne tanto al
sistema colonial como a la joven
burguesía nacional. Los sustentadores del sistema colonial descubren que las
masas corren el riesgo de destruirlo todo. El sabotaje de puentes, la
destrucción de las fincas, las represiones, la guerra afectan duramente a la
economía. Transacción igualmente para la burguesía nacional que, sin determinar
muy bien las posibles consecuencias del tifón, teme en realidad ser barrida por
esa formidable borrasca y no deja de decir a los colonos: "Todavía somos
capaces de detener la carnicería, las masas tienen aún confianza en nosotros,
apúrense si no quieren comprometer todo." Un paso más y el dirigente del
partido nacionalista guarda
su distancia en
relación con esa violencia. Afirma en alta voz que no
tiene nada que ver con esos Mau-Mau,
con esos terroristas,
con esos degolladores.
En el mejor de los casos, se
atrinchera en un no man's land entre los terroristas y los colonos y se
presenta gustosamente como "interlocutor": lo que significa que, como
los colonos no pueden discutir con los Mau-Mau, él está dispuesto a
facilitarles las negociaciones. Es así como la retaguardia de la lucha
nacional, esa parte del pueblo que nunca ha dejado de estar del otro lado de la
lucha, se encuentra situada por una especie de gimnasia a la vanguardia de las
negociaciones y de la transacción —porque precisamente siempre se ha cuidado de
no romper el contacto con el colonialismo.
Antes de
la negociación, la
mayoría de los
partidos nacionalistas se contentan en el mejor de los casos, con
explicar, excusar ese “salvajismo”. No reivindican la lucha popular y no es
raro que se dejen ir, en círculos cerrados, hasta condenar esos actos espectaculares declarados
odiosos por la
prensa y la oposición de la metrópoli. La preocupación
por ver las cosas objetivamente constituye la excusa legítima de esta política
de inmovilidad. Pero esa actitud clásica de intelectual colonizado y de los
dirigentes de los partidos nacionalistas, no es verdaderamente objetiva. En
realidad no están seguros de que esa violencia impaciente de las masas sea el
medio más eficaz para defender sus propios intereses. Además están convencidos
de la ineficacia de los métodos violentos. Para ellos no hay duda: todo intento
de quebrar la opresión colonial mediante la fuerza es una medida desesperada,
una conducta suicida.
Es que, en sus
cerebros, los tanques de los colonos y los aviones de caza ocupan un lugar
enorme. Cuando se les dice: hay que actuar, ven las bombas sobre sus cabezas,
los tanques blindados avanzando por las
carreteras, la metralla,
la policía… y
se quedan sentados. Desde un principio se sienten
perdedores. Su incapacidad para triunfar por la violencia no necesita
demostrarse, la asumen en su vida cotidiana y en sus maniobras. Se han quedado
en la posición pueril que Engels adoptaba en su célebre polémica con esa
montaña de puerilidad
que era Dühring:
“Lo mismo que Robinson pudo procurarse una espada,
podemos admitir igualmente que Viernes aparezca un buen día con un revolver cargado
en la mano y entonces toda la relación de 'violencia' se invierte: Viernes
manda y Robinson se obliga a trabajar… En consecuencia, el revolver vence a la
espada y hasta el más pueril amante de axiomas concebirá sin duda que la
violencia no es un simple acto de voluntad, sino que exige para ponerse en
práctica condiciones previas muy reales, especialmente instrumentos, el
más perfecto de los
cuales prevalece sobre el menos perfecto; que, además, esos
instrumentos pueden ser producidos, lo que significa que el productor de
instrumentos de violencia más perfectos, hablando en términos gruesos de las
armas, prevalece sobre el productor de los menos perfectos y que, en una
palabra, la victoria de la violencia descansa en la producción de armas y ésta,
a su vez, en la producción en general, por tanto… en el “poder económico”, en
el Estado económico, en los medios materiales que están a disposición de la
violencia.”3 En realidad, los dirigentes
reformistas no dicen otra cosa: “¿Con qué quieren ustedes luchar contra los
colonos? ¿Con sus cuchillos? ¿Con sus escopetas de caza?
Es verdad que los instrumentos
son tan importantes en el campo de la violencia puesto que todo descansa en
definitiva en el reparto de esos instrumentos. Pero resulta que, en ese
terreno, la liberación de los territorios coloniales aporta una nueva luz.
Hemos visto, por
ejemplo, que en
la campaña de España,
esa auténtica guerra colonial, Napoleón, a pesar de los efectivos, que
alcanzaron durante las ofensivas de primavera de 1810 la cifra enorme de
400.000 hombres, se vio obligado a retroceder. No obstante, el ejército francés
hacía temblar a toda Europa por sus instrumentos bélicos, por el valor de sus
soldados, por el genio militar de sus
capitanes. Frente a los medios
enormes de las tropas napoleónicas, los españoles,
animados por una fe nacional inquebrantable, descubrieron la famosa guerrilla
que, veinticinco años antes, las milicias norteamericanas habían experimentado
contra las tropas
inglesas. Pero la
guerrilla del colonizado
no sería nada como instrumento de violencia opuesto a otros instrumentos
de violencia, si no fuera un elemento nuevo en el proceso global de la
competencia entre trust y monopolios.
Al principio de la colonización,
una columna podía ocupar territorios inmensos: el Congo, Nigeria, Costa de Marfil, etc... Pero actualmente la
lucha nacional del colonizado se inserta en una situación absolutamente nueva.
El capitalismo, en su periodo de ascenso, veía en las colonias una fuente de
materias primas que, elaboradas, podían ser vendidas en el mercado europeo.
Tras una fase de
acumulación del capital,
ahora modifica su concepción de la rentabilidad de un
negocio. Las colonias se han convertido en un mercado. La población colonial es
una clientela que compra. Si la guarnición debe ser eternamente reforzada, si
el comercio disminuye, es decir, si los productos manufacturados e industriales
no pueden ser exportados ya, eso prueba que la solución militar debe ser descartada.
Un dominio ciego de tipo esclavista no es económicamente rentable para la
metrópoli. La fracción monopolista de la burguesía metropolitana no sostiene a
un gobierno cuya política es únicamente la de la espada. Lo que esperan de su
gobierno los industriales y los financieros de la metrópoli no es que diezme a
la población, sino que proteja con ayuda de convenios económicos, sus
"intereses legítimos''.
Existe, pues, una complicidad
objetiva del capitalismo con las fuerzas violentas que brotan en el territorio
colonial. Además, el colonizado no está solo frente al opresor. Existe, por
supuesto, la ayuda política
y diplomática de
los países y
pueblos progresistas. Pero, sobre todo, está la competencia, la guerra
despiadada a que se entregan los grupos financieros. Una Conferencia de Berlín
pudo repartir el África despedazada entre tres o cuatro banderas. Actualmente,
lo que importa no es que tal región africana sea territorio de soberanía
francesa o belga: lo que importa es que las zonas económicas estén protegidas.
El bombardeo de artillería,
la política de
la tierra quemada
han cedido el paso a la sujeción económica. Hoy no se dirige ya una
guerra de represión contra cualquier sultán rebelde. La actitud es más
elegante, menos sanguinaria, y se decide la liquidación pacífica del régimen
castrista. Se trata a estrangular a Guinea, se suprime a Mossadegh. El dirigente nacional que tiene miedo a la
violencia se equivoca, pues, si imagina que el colonialismo "va a matarnos
a todos”. Los militares, por supuesto, siguen jugando con las muñecas que datan
de la conquista, pero los medios financieros se apresuran a volverlos a la
realidad.
Por eso se pide a los partidos
políticos nacionales razonables que expongan lo más claramente posible sus
reivindicaciones y que busquen con la parte colonialista, con calma y sin
apasionamiento, una solución que respete los intereses de las dos partes. Si
ese reformismo nacionalista, que se presenta con frecuencia como
una caricatura del
sindicalismo, se decide
a actuar lo hará por vías altamente pacíficas: paros en las pocas
industrias establecidas en las ciudades, manifestaciones de masas para aclamar
al dirigente, boicot de los autobuses o de los productos importados. Todas
estas acciones sirven a la vez para presionar al colonialismo y permitir que el
pueblo se desgaste. Esta práctica de hibernoterapia, esa "cura de
sueño" del pueblo puede en ocasiones tener éxito. En la discusión en torno
al tapete verde surge la promoción política que permite a M. M'ba, presidente
de la República
de Gabón afirmar solemnemente a su llegada en visita oficial a París:
"Gabón es independiente, pero nada
ha cambiado entre
Gabón y Francia,
todo sigue como antes." En realidad, el único
cambio es que M. M'ba es presidente de la República gabonesa y que es recibido por el
presidente de la República
francesa.
La burguesía
colonialista es auxiliada
en su labor
de tranquilizar a los colonizados, por la inevitable religión. Todos los
santos que han ofrecido la otra mejilla, que han perdonado las ofensas, que han
recibido sin estremecerse los escupitajos y los insultos, son citados y puestos
como ejemplo. Las élites de los países
colonizados, esos esclavos
manumisos, cuando se encuentran a la cabeza del movimiento,
acaban inevitablemente por producir un ersatz del combate. Utilizan la
esclavitud de sus hermanos para provocar la vergüenza de los esclavistas o para
dar un contenido ideológico de humanismo ridículo a los grupos financieros
competidores de sus opresores. Nunca
en realidad, apelan realmente a los
esclavos, jamás los movilizan concretamente. Por el contrario, a la hora de la
verdad, es decir, para ellos de
la mentira, enarbolan
la amenaza de
una movilización de masas
como el arma
decisiva que provocaría como por
encanto el “fin
del régimen colonial”.
Hay evidentemente en el seno de esos partidos políticos, entre sus
cuadros, revolucionarios que dan deliberadamente la espalda a la farsa de la independencia
nacional. Pero en seguida sus intervenciones,
sus iniciativas, sus
movimientos de cólera molestan a la maquinaria del partido.
Progresivamente, esos elementos son aislados y luego, definitivamente
separados. Al mismo tiempo, como
si hubiera concomitancia
dialéctica, la policía colonialista
se les hecha encima. Sin seguridad en las ciudades, evitados por los
militantes, rechazados por las autoridades del partido, esos indeseables de
mirada incendiaria van a parar al campo. Es entonces cuando perciben con cierto
vértigo que las masas campesinas comprenden de inmediato sus palabras y
directamente les plantean la pregunta para la cual no tienen preparada la
respuesta: “¿Para cuando?”
Este encuentro
de revolucionarios procedentes
de las ciudades con los
campesinos ocupará más adelante nuestra atención. Conviene ahora volver a los
partidos políticos, para mostrar el carácter progresista, a pesar de todo, de
su acción. En sus discursos, los dirigentes políticos “nombran” a la nación.
Las reivindicaciones del colonizado reciben así una forma. No hay contenido, no
hay programa político ni social. Hay una forma vaga, pero no obstante nacional,
un marco, lo llamaremos la exigencia mínima. Los partidos políticos toman la
palabra, que escriben en los periódicos nacionalistas, hacen soñar al pueblo.
Evitan la subversión,
pero de hecho
introducen terribles fermentos
de subversión en la conciencia de oyentes o lectores. Con frecuencia se utiliza
la lengua nacional o tribal. Esto es también fomentar el sueño, permitir que la
imaginación se libere del orden colonial. A veces esos políticos dicen:
“Nosotros los negros, nosotros lo árabes” y esa apelación cargada de
ambivalencias durante el periodo colonial recibe una especie de
consagración. Los partidos
nacionalistas juegan con
fuego. Porque, como decía recientemente un dirigente africano a grupo
de jóvenes intelectuales: “Reflexionen antes
de hablar a las
masas, pues se inflaman pronto.” Hay, pues, una astucia de la historia, que
actúa terriblemente en las colonias.
Cuando un dirigente político
invita al pueblo a un mitin puede decirse que hay sangre en el ambiente. Sin
embargo, el dirigente, con mucha frecuencia, se preocupa sobre todo por
“mostrar” sus fuerzas… para no tener que utilizarlas. Pero la agitación así
mantenida — ir, venir, oír discursos, ver al pueblo reunido, a los policías
alrededor, las demostraciones militares, los arrestos, las deportaciones de los
dirigentes— todo ese revuelo le da al pueblo la impresión de que ha llegado el
momento de hacer algo. En esos periodos de inestabilidad, los partidos
políticos dirigen a la izquierda múltiples llamados a la calma, mientras que, a
la derecha, escrutan el horizonte, tratando de descifrar las intenciones
liberales del colonialismo.
El pueblo utiliza igualmente para
mantenerse en forma, para conservar
su capacidad revolucionaria, ciertos
episodios de la vida de la colectividad. El bandido, por ejemplo,
que se sostiene en el campo durante varios días frente a gendarmes lanzados en
su persecución, quien, en combate singular, sucumbe después de haber matado a
cuatro o cinco policías, quien se suicida para no delatar a
sus cómplices son
para el pueblo
faros, modelos de acción, “héroes”. Y de nada sirve decir,
evidentemente, que ese héroe es un ladrón, un crapuloso o un depravado. Si el
acto por el que ese hombre es perseguido por las autoridades colonialistas es
un acto dirigido exclusivamente contra una persona o un bien colonial, la
demarcación es clara, flagrante. El proceso de identificación es automático.
Hay que señalar igualmente el
papel que desempeña, en ese fenómeno de maduración, la historia de la
resistencia nacional a la
conquista. Las grandes
figuras del pueblo
colonizado son siempre las que
han dirigido la resistencia nacional a la invasión. Behanzin, Soundiata,
Samory, Abd-el-Kader reviven con singular intensidad en el periodo que precede
a la acción. Es la prueba de que el pueblo se dispone a reanudar la marcha, a
interrumpir el tiempo muerto introducido
por el colonialismo,
a hacer la Historia.
El surgimiento
de la nación
nueva, la demolición
de lasestructuras coloniales son
el resultado de una lucha violenta del pueblo independiente, o de la acción,
que presiona al régimen colonial, de la violencia periférica asumida por otros
pueblos colonizados.
El pueblo colonizado no está
solo. A pesar de los esfuerzos del colonialismo, sus fronteras son permeables a
las noticias, a los ecos. Descubre que la violencia es atmosférica, que estalla
aquí y allá y aquí y allá barre con el régimen colonial. Esta violencia que
triunfa tiene un papel no sólo informativo sino operatorio para el colonizado.
La gran victoria del pueblo vietnamita en Dien-Bien- Phu no es ya,
estrictamente hablando, una victoria vietnamita. Desde julio
de 1954, el
problema que se
han planteado los pueblos colonialistas ha sido el
siguiente: "¿Qué hay que hacer para lograr un Dien-Bien-Phu? ¿Cómo
empezar?" Ningún colonizado podía dudar ya de la posibilidad de ese
Dien-Bien- Phu. Lo que
constituía el problema
era la distribución de las
fuerzas, su organización, el momento de su entrada en acción. Esta violencia
del ambiente no modifica sólo a los colonizados, sino igualmente a los
colonialistas que toman conciencia de múltiples Dien-Bien-Phu. Por eso un
verdadero pánico ordenado va a apoderarse de los gobiernos colonialistas. Su
propósito es tomar la delantera, inclinar hacia la derecha los movimientos de
liberación, desarmar al pueblo: descolonicemos rápidamente. Descolonicemos el
Congo antes de que se transforme en Argelia. Votemos la ley
fundamental para África,
formemos la Comunidad, renovemos
esta Comunidad, pero, os conjuro, descolonicemos, descolonicemos... Se
descoloniza a tal ritmo que se impone la independencia a Houphouet-Boigny. A la
estrategia del Dien-Bien-Phu, definida por el colonizado, el colonialista
responde con la estrategia del encuadramiento... respetando la soberanía de los
Estados.
Pero volvamos a esa violencia
atmosférica, a esa violencia a flor de piel. Hemos visto en el desarrollo de su
maduración cómo es impulsada hacia la salida. A pesar de las metamorfosis que
el régimen colonial le impone en las luchas tribales o regionalistas, la violencia
se abre paso, el colonizado identifica a su enemigo, da un nombre a todas sus
desgracias y lanza por esa nueva vía toda la fuerza exacerbada de su odio y de
su cólera. ¿Pero cómo pasamos de la atmósfera de violencia a la violencia en
acción? ¿Qué es lo que provoca la explosión de la caldera? En primer lugar,
está el hecho de que ese proceso no deja incólume la tranquilidad del colono.
El colono que "conoce" a los indígenas seda cuenta por múltiples
indicios, de que algo está cambiando. Los buenos indígenas van escaseando, se
hace el silencio al acercarse el opresor. En ocasiones, las miradas se
endurecen, las actitudes y las expresiones son abiertamente agresivas. Los
partidos nacionalistas se agitan,
multiplican los mítines
y, al mismo tiempo, se aumentan las fuerzas
policíacas, llegan refuerzos del ejército. Los colonos, los agricultores sobre
todo, aislados en sus fincas, son los
primeros en alarmarse.
Reclaman medidas enérgicas.
Las autoridades toman, en efecto
medidas espectaculares, arrestan a uno o dos dirigentes, organizan desfiles
militares, maniobras, incursiones aéreas.
Las demostraciones, lo ejércitos bélicos, el olor a pólvora que carga
ahora la atmósfera no hace retroceder al pueblo. Esas bayonetas y esos
cañonazos fortalecen su agresividad. Una atmósfera dramática se instala, cada
cual quiere probar que
está dispuesto a
todo. Es en
estas circunstancias cuando la cosa estalla sola, porque los nervios se
han debilitado, se ha instalado el miedo y a la menor cosa se tiene
sensibilidad para poner el dedo en el garillo. Un accidente trivial y
empieza el ametrallamiento: Sétif
en Argelia, las Canteras Centrales en Marruecos,
Moramanga en Madagascar.
Las represiones, lejos de
quebrantar el impulso, favorecen el avance de la conciencia nacional. En las
colonias, las hecatombes, a partir de ciertos estadios de desarrollo
embrionario de la conciencia, fortalecen esa conciencia, porque indican que
entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la fuerza. Hay que señalar
aquí que los partidos políticos no han lanzado la consigna de la insurrección
armada, no han preparado esa insurrección. Todas esas represiones, todos esos
actos suscitados por el miedo, no son deseados por los dirigentes. Los
acontecimientos los pillan por sorpresa. Es entonces cuando los colonialistas
pueden decidir el arresto de los dirigentes nacionalistas. Pero actualmente los
gobiernos de los países colonialistas saben perfectamente que es muy peligroso
privar a las
masas de sus
dirigentes. Porque entonces el
pueblo, ya sin bridas, se lanza a la sublevación, a los motines y
a los “instintos
sanguinarios” e imponen
al colonialismo la liberación de los dirigentes a los que tocará la
difícil tarea de restablecer la calma. El pueblo colonizado, que había
encauzado espontáneamente su violencia en la tarea colosal de la destrucción
del sistema colonial, va a encontrarse pronto con la consigna inerte,
infecunda: "Hay que liberar a X o a Y."4.
Entonces el colonialismo liberará
a esos hombres y discutirá con ellos. Ha empezado la etapa de los bailes
populares.
En otro caso, el aparato de los
partidos políticos puede permanecer intacto. Pero después de la represión
colonialista y de la reacción
espontánea del pueblo,
los partidos son desbordados por
sus militantes. La
violencia de las
masas se opone vigorosamente a
las fuerzas militares del ocupante, la situación empeora y se pudre. Los
dirigentes en libertad se encuentran entonces en una situación difícil.
Convertidos de pronto en inútiles, con su burocracia y su programa razonable se
les ve, lejos
de los acontecimientos, intentar
la suprema impostura de
"hablar en nombre de la nación amordazada". Por regla general, el
colonialismo se lanza ávidamente sobre esa oportunidad, transforma a esos
inútiles en interlocutores y, en cuatro segundos, les otorga la independencia,
encargándolos de restablecer el orden.
Se advierte, pues, que todo el
mundo tiene conciencia de esa violencia y que no se trata siempre de responder
con una mayor violencia sino más bien de ver cómo resolver la crisis.
¿Qué es pues, en realidad, esa
violencia? Ya lo hemos visto: es la intuición que tienen las masas colonizadas
de que su liberación debe hacerse,
y no puede
hacerse más que
por la fuerza. ¿Por qué
aberración del espíritu esos hombres sin técnica, hambrientos y debilitados, no
conocedores de los métodos de organización llegan a convencerse, frente al
poderío económico y militar del ocupante, de que sólo la violencia podrá
liberarlos? ¿Cómo pueden esperar el triunfo?
Porque la
violencia, y ahí
está el escándalo,
puede constituir, como método, la consigna de un partido político. Los
cuadros pueden llamar
al pueblo a la
lucha armada. Hay
que reflexionar sobre esta problemática de la violencia. Que el
militarismo alemán decida resolver sus problemas de fronteras por la fuerza no
nos sorprende, pero que el pueblo angolés, por ejemplo, decida tomar las armas,
que el pueblo argelino rechace todo método que no sea violento, prueba que algo
ha pasado o está pasando. Los hombres colonizados, esos esclavos de los tiempos
modernos, están impacientes. Saben que sólo esa locura puede sustraerlos de la
opresión colonial. Un nuevo tipo de relaciones se ha establecido en el mundo.
Los pueblos subdesarrollados hacen saltar sus cadenas y lo extraordinario es
que lo logran. Puede afirmarse que en la época del sputnik es ridículo morirse
de hambre, pero para las masas colonizadas la explicación es menos lunar. La
verdad es que ningún país colonialista es capaz actualmente de adoptar la única
forma de lucha que tendría posibilidades de éxito: el establecimiento
prolongado de importantes fuerzas de ocupación.
En el plano interior, los países
colonialistas se enfrentan a contradicciones, a reivindicaciones obreras que
exigen el empleo de sus fuerzas policíacas. Además, en la coyuntura
internacional actual, esos países
necesitan de sus
tropas para proteger
su régimen. Por último,
es bien
conocido el mito
de los movimientos de liberación
dirigidos desde Moscú. En la argumentación del régimen para causar pánico, eso
significa: "si esto continúa, existe el peligro de que los comunistas se
aprovechen de los trastornos para infiltrarse en esas regiones".
En la impaciencia del colonizado,
el hecho de que esgrima la amenaza de la violencia prueba que tiene conciencia
del carácter excepcional de la situación contemporánea y que esta dispuesto a
aprovecharla. Pero, también en el plano de la experiencia inmediata, el
colonizado, que tiene oportunidad de ver la penetración del
mundo moderno hasta
los rincones más apartados de la selva, cobra conciencia
muy aguda de lo que no posee. Las masas, por una especie de razonamiento...
infantil, se convencen de que todas esas cosas les han sido robadas. Por eso en
ciertos países subdesarrollados, las masas van muy de prisa y comprenden, dos o
tres años después de la independencia, que han sido frustradas, que "no
valía la pena" pelear si la situación no iba a cambiar realmente. En 1789,
después de la Revolución
burguesa, los pequeños agricultores franceses se beneficiaron
sustancialmente de esa
transformación. Pero resulta
Trivial comprobar y decir que en
la mayoría de los casos, para el 95 por ciento de la población de los países
subdesarrollados, la independencia no aporta un cambio inmediato. El observador
alerta se da cuenta de la existencia de una especie de descontento
larvado, como esas
brasas que, después
de la extinción de un
incendio, amenazan siempre con reanimarlo.
Se dice entonces que los
colonizados quieren ir demasiado de prisa.
Pero no hay que olvidar nunca que no hace mucho tiempo se afirmaba su
lentitud, su pereza, su fatalismo. Ya se
percibe que la violencia encauzada en vías muy precisas en el momento de la
lucha de liberación, no se apaga mágicamente después de
la ceremonia de
izar la bandera
nacional. Tanto menos cuanto que
la construcción nacional sigue inscrita dentro del marco de la competencia
decisiva entre capitalismo y socialismo.
Esta competencia da una dimensión
casi universal a las reivindicaciones más localizadas. Cada mitin, cada acto de
represión repercute en la arena internacional. Los asesinatos de Sharpeville
sacudieron la opinión mundial durante meses. En los periódicos, en los radios,
en las conversaciones privadas, Sharpeville se convirtió en un símbolo. A
través de Sharpeville, hombres y mujeres han abordado el problema del apartheid
en África del Sur.
Y no puede
afirmarse que sólo
la demagogia explica el
súbito interés de los Grandes
por los pequeños problemas de las regiones
subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en
el marco de la Guerra
Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque
se conmueve, habla de esos dos hombres y, con motivo de ese apaleamiento
plantea el problema particular de Rodesia — ligándolo al conjunto de África y a
la totalidad de los hombres colonizados.
Pero el otro
bloque mide igualmente,
por la amplitud de la campaña
realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se
dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los incidentes locales. Dejan
de limitarse à sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera
de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o
la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Jruschof amenaza
con salvar a
Castro mediante los
cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las
soluciones extremas, el
colonizado o el
recién independizado tiene la
impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha
desenfrenada. En realidad, ya está marchando. Tomemos, por ejemplo, el caso de
los gobiernos de países recientemente liberados. Los hombres en el poder pasan
dos terceras partes de su tiempo vigilando los alrededores, previendo el
peligro que los amenaza, y la otra tercera parte trabajando para su país. Al mismo
tiempo, buscan apoyos. Obedeciendo a la misma dialéctica, las oposiciones
nacionales se apartan con desprecio de las vías parlamentarias. Buscan aliados
que acepten apoyarlos en su empresa brutal de sedición. La atmósfera de
violencia, después de haber impregnado la fase colonial, sigue dominando la
vida nacional. Porque, como hemos dicho, el Tercer Mundo no está excluido.
Está, por el contrario, en el centro
de la tormenta.
Por eso, en
sus discursos, los hombres de Estado de los países subdesarrollados
mantienen indefinidamente el tono de agresividad y de exasperación que habría
debido desaparecer normalmente. De la misma manera se comprende la descortesía
tan frecuentemente señalada de los nuevos dirigentes. Pero lo que menos se
advierte es la extremada cortesía de esos mismos dirigentes en sus contactos
con sus hermanos o camaradas. La descortesía es una forma de conducta con los
otros, con los ex colonialistas que vienen a ver y a preguntar. El ex
colonizado tiene con demasiada frecuencia la impresión de que la conclusión de
esas encuestas ya ha sido redactada. El viaje del periodista no es sino una
justificación. Las fotografías que ilustran el artículo son la prueba de que se
sabe de lo que se está hablando, que se ha ido al lugar. La encuesta se propone
comprobar la evidencia: todo marcha mal por allá desde que nosotros
no estamos. Los
periodistas se quejan frecuentemente de que son mal
recibidos, de que no pueden trabajar en buenas condiciones, de que tropiezan
con un muro de indiferencia o de hostilidad. Todo eso es normal. Los dirigentes
nacionalistas saben que la opinión internacional se forja únicamente a través
de la prensa occidental. Pero cuando un periodista occidental nos interroga
casi nunca es para hacernos un servicio. En la guerra de Argelia, por ejemplo,
los reporteros franceses más liberales
no han dejado
de utilizar epítetos ambiguos para
caracterizar nuestra lucha.
Cuando se les reprocha, responden de buena fe que son
objetivos. Para el colonizado, la objetividad siempre va dirigida contra él.
También se comprende ese nuevo tono que invadió a la diplomacia internacional
en la Asamblea
General de las Naciones Unidas, en septiembre de 1960. Los
representantes de los países coloniales eran agresivos, violentos, excesivos,
pero los pueblos coloniales no sintieron que estuvieran exagerando. El
radicalismo de los voceros africanos provocó la maduración del absceso y
permitió advertir mejor el carácter inadmisible de los vetos, del diálogo de los
Grandes y, sobre todo, del papel ínfimo reservado al Tercer Mundo.
La diplomacia,
tal como ha sido
iniciada por los pueblos recién independizados, no está ya en
los matices, los sobrentendidos, los pases magnéticos. Y es porque esos voceros
han sido designados por sus pueblos para defender a la vez la unidad de la
nación, el progreso de las masas hacia el bienestar y el derecho de los pueblos
a la libertad y al pan.
Continua.
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