F R A N T Z F A N O N.
I L A V I O L E N C I A
Liberación nacional, renacimiento
nacional, restitución de la nación al pueblo, Commonwealth, cualesquiera que
sean las rúbricas utilizadas o las nuevas fórmulas introducidas, la
descolonización es siempre un fenómeno violento. En cualquier nivel que se la
estudie: encuentros entre individuos, nuevos nombres de los clubes deportivos,
composición humana de los cocktail-parties, de la policía, de los consejos de
administración, de los bancos nacionales o privados, la descolonización es
simplemente la sustitución de una "especie" de hombres por otra
"especie" de hombres. Sin transición, hay una sustitución total,
completa, absoluta. Por supuesto, podría mostrarse igualmente el surgimiento de
una nueva nación, la instauración de un Estado nuevo, sus relaciones
diplomáticas, su orientación política, económica. Pero hemos querido hablar
precisamente de esa tabla rasa que define toda descolonización en el punto de
partida. Su importancia inusitada es
que constituye, desde
el primer momento, la
reivindicación mínima del colonizado. A decir verdad, la prueba del éxito
reside en un panorama social modificado en su totalidad. La importancia
extraordinaria de ese cambio es que es deseado, reclamado, exigido. La
necesidad de ese cambio existe en estado bruto, impetuoso y apremiante, en la
conciencia y en la vida de los hombres y mujeres colonizados. Pero la
eventualidad de ese cambio es igualmente vivida en la forma de un futuro
aterrador en la conciencia de otra "especie" de hombres y mujeres:
los colonos.
La descolonización, que se
propone cambiar el orden del mundo es, como se ve, un programa de desorden
absoluto. Pero no puede ser el resultado de una operación mágica, de un
sacudimiento natural o de un entendimiento amigable. La descolonización, como
se sabe, es un proceso histórico: es decir, que no puede ser comprendida, que
no resulta inteligible, traslúcida a sí
misma, sino en
la medida exacta
en que se discierne
el movimiento historizante que
le da forma
y contenido. La descolonización es el encuentro de dos fuerzas
congénitamente antagónicas que extraen precisamente su originalidad de esa especie
de sustanciación que
segrega y alimenta la situación
colonial. Su primera confrontación se ha desarrollado bajo el signo de la
violencia y su cohabitación —más precisamente la explotación del colonizado por
el colono— se ha realizado con gran
despliegue de bayonetas
y de cañones.
El colono y el colonizado se conocen desde hace tiempo. Y, en realidad,
tiene razón el colono cuando dice conocerlos. Es el colono el que ha hecho y
sigue haciendo al colonizado. El colono saca su verdad, es decir, sus bienes,
del sistema colonial.
La descolonización no
pasa jamás inadvertida
puesto queafecta al ser, modifica
fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta
de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la
hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los
nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización
realmente es creación de hombres nuevos. Pero esta creación no recibe su
legitimidad de ninguna potencia sobrenatural: la "cosa" colonizada se
convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera.
En la
descolonización hay, pues,
exigencia de un replanteamiento integral de la situación
colonial. Su definición puede encontrarse, si se quiere describirla con
precisión, en la frase bien conocida: "los últimos serán los
primeros". La descolonización es la comprobación de esa frase. Por eso, en
el plano de la descripción, toda descolonización es un logro.
Expuesta en
su desnudez, la
descolonización permite adivinar
a través de todos sus poros, balas sangrientas, cuchillos sangrientos. Porque
si los últimos
deben ser los
primeros, no puede ser sino tras
un afrontamiento decisivo y a muerte de los dos
protagonistas. Esa voluntad
afirmada de hacer pasar
a los últimos a la cabeza de la fila, de hacerlos subir a un ritmo
(demasiado rápido, dicen algunos) los famosos escalones que definen a
una sociedad organizada,
no puede triunfar
sino cuando se colocan en la
balanza todos los medios incluida, por supuesto, la violencia.
No se desorganiza una sociedad,
por primitiva que sea, con semejante programa si no se está decidido desde un
principio, es decir, desde la formulación misma de
ese programa, a vencer todos los
obstáculos con que se tropiece en el camino. El colonizado que decide realizar
ese programa, convertirse en su motor, está dispuesto en todo momento a la
violencia. Desde su nacimiento, le resulta claro que ese mundo estrecho,
sembrado de contradicciones, no puede ser impugnado sino por la violencia
absoluta.
El mundo colonial es un mundo en
compartimientos. Sin duda resulta superfluo, en el plano de la descripción,
recordar la existencia de ciudades indígenas y ciudades europeas, de escuelas
para indígenas y escuelas para europeos, así como es superfluo recordar el
apartheid en Sudáfrica. No obstante, si penetramos en la intimidad de esa
separación en compartimientos, podremos al menos poner en evidencia algunas de
las líneas de fuerza que presupone. Este enfoque del mundo colonial, de su
distribución, de su disposición
geográfica va a
permitirnos delimitar los ángulos
desde los cuales
se reorganizará la
sociedad descolonizada.
El mundo colonizado es un mundo
cortado en dos. La línea divisoria, la frontera está indicada por los cuarteles
y las delegaciones de policía. En las colonias, el interlocutor válido e
institucional del colonizado, el vocero del colono y del régimen de opresión es
el gendarme o el soldado. En las sociedades de tipo capitalista, la enseñanza,
religiosa o laica, la formación de reflejos morales trasmisibles de padres a
hijos, la honestidad ejemplar de obreros
condecorados después de
cincuenta años de
buenos y leales servicios, el
amor alentado por la armonía y la prudencia, esas formas estéticas del respeto
al orden establecido, crean en torno al explotado una atmósfera de sumisión y
de inhibición que aligera considerablemente la tarea de las fuerzas del orden.
En los países capitalistas, entre el explotado y el poder se interponen una
multitud de profesores de moral, de consejeros, de "desorientadores".
En las regiones coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado,
por su presencia
inmediata, sus intervenciones
directas y frecuentes, mantienen el contacto con el colonizado y le aconsejan,
a golpes de culata o incendiando sus poblados, que no se mueva. El
intermediario del poder utiliza un lenguaje
de pura violencia.
El intermediario no
aligera la opresión, no hace más
velado el dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las
fuerzas del orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro
del colonizado.
La zona habitada por los
colonizados no es complementaria de la zona habitada por los colonos. Esas dos
zonas se oponen, pero no al
servicio de una
unidad superior. Regidas
por una lógica puramente aristotélica,
obedecen al principio de exclusión recíproca: no hay conciliación posible, uno
de los términos sobra. La ciudad del colono es una ciudad dura, toda de piedra
y hierro. Es una ciudad iluminada, asfaltada, donde los cubos de basura están
siempre llenos de restos desconocidos, nunca vistos, ni siquiera soñados. Los
pies del colono no se ven nunca, salvo quizá en el mar, pero jamás se está muy
cerca de ellos. Pies protegidos por zapatos fuertes, mientras las calles de su
ciudad son limpias, lisas, sin hoyos, sin piedras. La ciudad del colono es una
ciudad harta, perezosa, su vientre está lleno de cosas buenas permanentemente. La ciudad del
colono es una
ciudad de blancos, de
extranjeros. La ciudad del colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad
negra, la "medina" o barrio árabe, la reserva es un lugar de mala
fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en cualquier parte, de
cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo
sin intervalos, los hombres están unos sobre otros, las casuchas unas sobre
otras. La ciudad del colonizado es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de
carne, de zapatos, de carbón, de luz. La ciudad
del colonizado es una ciudad agachada,
una ciudad de rodillas, una
ciudad revolcada en
el fango. Es
una ciudad de negros, una ciudad de boicots. La mirada
que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria,
una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse
a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su
mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo
ignora cuando, sorprendiendo
su mirada a la deriva, comprueba amargamente, pero siempre
alerta: "Quieren ocupar nuestro lugar." Es verdad, no hay un
colonizado que no sueñe cuando menos una vez al día en instalarse en el lugar
del colono.
Ese mundo en compartimientos, ese
mundo cortado en dos está habitado por
especies diferentes. La
originalidad del contexto
colonial es que las realidades económicas, las desigualdades, la enorme
diferencia de los modos
de vida, no llegan nunca a ocultar las realidades
humanas. Cuando se percibe en su aspecto inmediato el contexto colonial, es
evidente que lo que divide al mundo es primero el hecho de pertenecer o no a
tal especie, a tal
raza. En las
colonias, la infraestructura es igualmente una superestructura. La causa
es consecuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es
rico. Por eso los análisis marxistas deben modificarse ligeramente siempre que
se aborda el sistema colonial. Hasta el concepto de sociedad precapitalista,
bien estudiado por Marx, tendría que ser reformulado. El siervo es de una
esencia distinta que el caballero, pero es necesaria una referencia al derecho
divino para legitimar esa diferencia de clases. En las colonias, el extranjero
venido de fuera se ha impuesto con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A
pesar de la domesticación lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue
siendo siempre un extranjero. No son ni las fábricas, ni las propiedades, ni la
cuenta en el banco lo que caracteriza principalmente a la "clase
dirigente". La especie dirigente es, antes que nada, la que viene de
afuera, la que no se parece a los autóctonos, a "los otros".
La violencia
que ha presidido
la constitución del
mundo colonial, que ha ritmado incansablemente la destrucción de las
formas sociales autóctonas, que ha demolido sin restricciones los sistemas de
referencias de la economía, los modos de apariencia, la ropa, será reivindicada
y asumida por el colonizado desde el momento en que, decidida a convertirse en
la historia en acción, la masa colonizada penetre violentamente en las ciudades
prohibidas. Provocar un estallido del mundo colonial será, en lo sucesivo, una
imagen de acción muy clara, muy comprensible y capaz de ser asumida por cada
uno de los individuos que constituyen el pueblo colonizado. Dislocar al mundo
colonial no significa que después de la abolición de las fronteras se arreglará
la comunicación entre las dos zonas. Destruir el mundo colonial es, ni
más ni menos,
abolir una zona,
enterrarla en lo más
profundo de la tierra o expulsarla del territorio.
La impugnación del mundo colonial
por el colonizado no es una confrontación racional de los puntos de vista. No
es un discurso sobre lo universal, sino la afirmación desenfrenada de una
originalidad formulada como absoluta. El mundo colonial es un mundo maniqueo.
No le basta al colono limitar físicamente, es decir, con ayuda de su policía y
de sus gendarmes, el espacio del colonizado. Como para ilustrar el carácter
totalitario de la explotación colonial, el colono hace del colonizado una
especie de quintaesencia del
mal.1 La sociedad
colonizada no sólo
se define como una
sociedad sin valores.
No le basta
al colono afirmar que los valores
han abandonado o, mejor aún, no han habitado jamás el mundo colonizado. El
indígena es declarado impermeable a la
ética; ausencia de
valores, pero también negación de los valores. Es, nos
atrevemos a decirlo, el enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto.
Elemento corrosivo, destructor de todo lo que está cerca, elemento
deformador, capaz de
desfigurar todo lo
que se refiere
a la estética o la moral,
depositario de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de
fuerzas ciegas. Y M. Meyer podía decir seriamente a la Asamblea Nacional
Francesa que no había que prostituir la República haciendo penetrar en ella al pueblo
argelino. Los valores, en efecto, son irreversiblemente envenenados e
infectados cuando se les pone en contacto con el pueblo colonizado.
Las costumbres del
colonizado, sus tradiciones, sus
mitos, sobre todo sus mitos, son la señal misma de esa indigencia, de esa
depravación constitucional. Por eso hay que poner en el mismo plano al D.D.T,
que destruye los parásitos, trasmisores de enfermedades, y a la religión
cristiana, que extirpa de raíz las herejías, los instintos, el mal. El
retroceso de la fiebre amarilla y los progresos de la evangelización forman
parte de un mismo balance. Pero los comunicados triunfantes de las misiones,
informan realmente acerca de la importancia de los fermentos de
enajenación introducidos en el seno
del pueblo colonizado.
1 Ya hemos
demostrado, en Peau
Noire, Masques Blancs,
(Edition du Seuil) el mecanismo
de ese mundo maniqueo.
Hablo de la
religión cristiana y
nadie tiene derecho
a sorprenderse. La
Iglesia en las colonias es una Iglesia de blancos, una
Iglesia de extranjeros. No llama al hombre colonizado al camino de Dios sino al
camino del Blanco, del amo, del opresor. Y, como se sabe, en esta historia son
muchos los llamados y pocos los elegidos.
A veces ese maniqueísmo llega a
los extremos de su lógica y deshumaniza al colonizado. Propiamente hablando, lo
animaliza. Y, en realidad,
el lenguaje del
colono, cuando habla
del colonizado, es un lenguaje zoológico. Se alude a los movimientos de
reptil del amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas,
a la peste,
el pulular, el
hormigueo, las gesticulaciones.
El colono, cuando quiere describir y encontrar la palabra justa, se refiere
constantemente al bestiario. El europeo raramente utiliza "imágenes".
Pero el colonizado, que comprende el proyecto del colono, el proceso exacto que
se pretende hacerle seguir, sabe inmediatamente en qué piensa. Esa demografía
galopante, esas masas histéricas, esos rostros de los que ha desaparecido toda
humanidad, esos cuerpos obesos que no se parecen ya a nada, esa cohorte sin
cabeza ni cola, esos niños que parecen no pertenecer a nadie, esa pereza
desplegada al sol, ese ritmo vegetal, todo eso forma parte del vocabulario
colonial. El general De Gaulle habla de las "multitudes amarillas" y
el señor Mauriac de las masas negras, cobrizas y amarillas que pronto van a
irrumpir en oleadas. El colonizado sabe todo eso y ríe cada vez que se descubre
como animal en las palabras del otro. Porque sabe que no es un animal. Y
precisamente, al mismo tiempo que descubre
su humanidad, comienza
a bruñir sus
armas para hacerla triunfar.
Cuando el colonizado comienza a
presionar sus amarras, a inquietar al colono, se le envían almas buenas que, en
los "Congresos de cultura" le exponen las calidades específicas, las
riquezas de los valores occidentales. Pero cada vez que se trata de valores
occidentales se produce en el colonizado una especie de endurecimiento, de
tetania muscular. En el periodo de descolonización, se apela a la razón de los
colonizados. Se les proponen valores seguros, se les explica prolijamente que
la descolonización no debe
significar regresión, que
hay que apoyarse en valores
experimentados, sólidos, bien considerados. Pero sucede que cuando un
colonizado oye un discurso sobre la cultura occidental, saca su machete o al
menos se asegura de que está al alcance
de su mano.
La violencia con
la cual se ha
afirmado la supremacía de los valores blancos, la agresividad que ha impregnado
la confrontación victoriosa de esos valores con los modos de vida o de
pensamiento de los colonizados hacen que, por
una justa inversión
de las cosas,
el colonizado se
burle cuando se evocan frente a él esos valores. En el contexto
colonial, el colono no se detiene en su labor de crítica violenta del
colonizado, sino cuando este último ha reconocido en voz alta e inteligible la
supremacía de los valores blancos. En el periodo de descolonización, la masa
colonizada se burla de esos mismos valores, los insulta, los vomita con todas
sus fuerzas.
Ese fenómeno se disimula
generalmente porque, durante el periodo de descolonización, ciertos
intelectuales colonizados han entablado un diálogo con la burguesía del país
colonialista. Durante ese periodo, la población autóctona es percibida como
masa indistinta. Las pocas individualidades autóctonas que los burgueses colonialistas
han tenido ocasión de conocer aquí y allá no pesan suficientemente sobre esa
percepción inmediata para dar origen a matices. Por el contrario, durante el
periodo de liberación, la burguesía colonialista busca febrilmente establecer
contactos con las
"élites". Es con
esas élites con
las que se establece el famoso diálogo sobre los
valores. La burguesía colonialista, cuando advierte la imposibilidad de
mantener su dominio sobre los países coloniales, decide entablar un combate en
la retaguardia, en el terreno de la cultura, de los valores, de las técnicas,
etc. Pero lo que no hay que perder nunca de vista es que la inmensa mayoría de
los pueblos colonizados es impermeable a esos problemas. Para el pueblo
colonizado, el valor más esencial, por ser el más concreto, es primordialmente
la tierra: la tierra que debe asegurar el pan y, por supuesto, la dignidad.
Pero esa dignidad no tiene nada que ver con la dignidad de la "persona
humana". Esa persona humana ideal, jamás ha oído hablar de ella. Lo que
el colonizado ha
visto en su
tierra es que
podían arrestarlo, golpearlo
hambrearlo impunemente; y ningún profesor de moral, ningún cura, vino
jamás a recibir los golpes en su lugar ni a compartir con él su pan. Para el
colonizado, ser moralista es, muy concretamente, silenciar la actitud déspota
del colono, y así quebrantar su violencia desplegada, en una palabra,
expulsarlo definitivamente del
panorama. El famoso
principio que pretende que todos los hombres sean iguales encontrará su
ilustración en las colonias cuando el colonizado plantee que es el igual del
colono. Un paso más querrá pelear para ser más que el colono. En realidad, ya
ha decidido reemplazar al colono, tomar su lugar. Como se ve, es todo un
universo material y moral el que se desploma. El intelectual que ha seguido,
por su parte, al colonialista en el
plano de lo
universal abstracto va a pelear porque
el colono y el colonizado
puedan vivir en paz en un
mundo nuevo. Pero lo que no ve, porque precisamente el colonialismo se ha
infiltrado en él con todos sus modos de pensamiento, es que el colono, cuando
desaparece el contexto colonial, no tiene ya interés en quedarse, en coexistir.
No es un azar si, inclusive
antes de cualquier
negociación entre el gobierno argelino y el gobierno francés,
la minoría europea llamada "liberal" ya ha dado a conocer su
posición: reclama, ni más ni menos, la doble ciudadanía. Es que acantonándose
en el plano abstracto, se quiere condenar al colono a dar un salto muy concreto
a lo desconocido. Digámoslo: el colono sabe perfectamente que ninguna
fraseología sustituye a la realidad. El colonizado, por tanto, descubre que su
vida, su respiración, los latidos de su
corazón son los
mismos que los
del colono. Descubre que una piel
de colono no vale más que una piel de indígena. Hay que decir, que ese
descubrimiento introduce una sacudida esencial en el mundo. Toda la nueva y
revolucionaria seguridad del colonizado se desprende de esto. Si, en efecto, mi
vida tiene el mismo peso que la del colono, su mirada ya no me fulmina, ya no
me inmoviliza, su voz no me petrifica. Ya no me turbo en su presencia.
Prácticamente, lo fastidio. No sólo su presencia no me afecta ya, sino que le
preparo emboscadas tales que pronto no tendrá más salida que la huida.
El contexto
colonial, hemos dicho,
se caracteriza por la
dicotomía que inflige al mundo. La descolonización unifica ese mundo,
quitándole por una decisión radical su heterogeneidad, unificándolo sobre la
base de la
nación, a veces
de la raza.
Conocemos esa frase feroz de los
patriotas senegaleses, al evocar las maniobras de su presidente Senghor:
"Hemos pedido la africanización de los cuadros, y resulta que Senghor
africaniza a los europeos." Lo que quiere decir que el colonizado tiene la
posibilidad de percibir en una inmediatez absoluta si la descolonización tiene
lugar o no: el mínimo exigido es que los últimos sean los primeros.
Pero el
intelectual colonizado aporta
variantes a esta demanda y, en realidad, las
motivaciones no parecen faltarle: cuadros administrativos, cuadros técnicos,
especialistas. Pero el colonizado interpreta esos salvoconductos ilegales como
otras tantas maniobras de sabotaje y no es raro oír a un colonizado declarar
aquí y allá: "No valía la pena, entonces, ser independientes..."
En las regiones colonizadas donde
se ha llevado a cabo una verdadera lucha de liberación, donde la sangre del
pueblo ha corrido y donde la duración de la fase armada ha favorecido el
reflujo de los intelectuales sobre bases populares, se asiste a una verdadera
erradicación de la superestructura bebida por esos intelectuales en los medios
burgueses colonialistas. En su monólogo narcisista, la burguesía colonialista,
a través de sus universitarios, había arraigado profundamente, en efecto, en el
espíritu del colonizado que las esencias son eternas a pesar de todos los
errores imputables a los hombres. Las esencias occidentales, por
supuesto. El colonizado
aceptaba lo bien fundado de estas ideas y en un
repliegue de su cerebro podía descubrirse un centinela vigilante encargado de
defender el pedestal grecolatino. Pero, durante la lucha de liberación, cuando
el colonizado vuelve
a establecer contacto con su
pueblo, ese centinela ficticio se
pulveriza. Todos los valores mediterráneos, triunfo de la persona humana, de la
claridad y de la belleza, se convierten
en adornos sin
vida y sin
color. Todos esos argumentos parecen ensambles de
palabras muertas. Esos valores que parecían ennoblecer el alma se revelan
inutilizables porque no se refieren al combate concreto que ha emprendido el
pueblo.
Y, en primer lugar, el
individualismo. El intelectual colonizado
había aprendido de sus maestros
que el individuo debe afirmarse.
La burguesía colonialista
había introducido a martillazos, en el espíritu del colonizado,
la idea de una sociedad de
individuos donde cada cual
se encierra en su subjetividad, donde la riqueza es la del
pensamiento. Pero el colonizado que tenga la oportunidad de sumergirse en el
pueblo durante la lucha de liberación va a descubrir la falsedad de esa teoría.
Las formas de organización de la lucha van a proponerle ya un vocabulario
inhabitual. El hermano, la hermana, el camarada son palabras proscritas por la
burguesía colonialista porque, para ella, mi hermana es
mi cartera, mi
camarada mi compinche
en la maniobra turbia. El
intelectual colonizado asiste, en una especie de auto de fe, a la destrucción
de todos sus ídolos: el egoísmo, la recriminación orgullosa, la imbecilidad
infantil del que siempre quiere decir la última palabra. Ese intelectual
colonizado, atonizado por la cultura
colonialista, descubrirá igualmente
la consistencia de las asambleas de las aldeas, la densidad de las
comisiones del pueblo, la extraordinaria fecundidad de las reuniones de barrio
y de célula. Los asuntos de cada uno ya no dejarán jamás de ser asuntos de todos porque,
concretamente, todos serán descubiertos por los legionarios y asesinados, o
todos se salvarán. La indiferencia hacia los demás, esa forma atea de la
salvación, está prohibida en este contexto.
Se habla mucho desde hace tiempo
de la autocrítica: ¿se sabe acaso que fue primero una institución africana? Ya
sea en los djemaas de África del Norte o en las reuniones de África Occidental,
la tradición quiere que los conflictos que estallan en una aldea sean debatidos
en público. Autocrítica en común, sin duda,
con una nota
de humor, sin
embargo, porque todo
el mundo se siente sin presiones, porque en última instancia todos
queremos las mismas cosas. El cálculo, los silencios insólitos, las reservas,
el espíritu subterráneo, el secreto, todo eso lo abandona el intelectual a
medida que se sumerge en el pueblo. Y es verdad que entonces puede decirse que
la comunidad triunfa ya en ese nivel, que segrega su propia luz, su propia
razón.
Pero puede suceder que la
descolonización se produzca en regiones que no han sido suficientemente
sacudidas por la lucha de liberación y allí se encuentran esos mismos
intelectuales hábiles, maliciosos, astutos. En ellos se encuentran intactas las
formas de conducta y de pensamiento recogidas en el curso de su trato con la
burguesía colonialista. Ayer niños mimados del colonialismo, hoy de la
autoridad nacional, organizan el pillaje de
los recursos nacionales.
Despiadados, suben por combinaciones o por robos legales:
importación-exportación, sociedades anónimas, juegos de bolsa, privilegios
ilegales, sobre esa miseria actualmente nacional. Demandan con insistencia la
nacionalización de las empresas comerciales, es decir, la reserva de los
mercados y las buenas ocasiones sólo para los nacionales. Doctrinalmente, proclaman
la necesidad imperiosa
de nacionalizar el robo de la nación. En esa aridez del periodo
nacional, en la fase llamada de austeridad, el éxito de sus rapiñas
provoca rápidamente la
cólera, la violencia
del pueblo. Ese pueblo miserable e independiente, en el
contexto africano e internacional actual, adquiere la conciencia social a un
ritmo acelerado. Las pequeñas individualidades no tardarán en comprenderlo.
Para asimilar la cultura del opresor y aventurarse en ella, el colonizado ha
tenido que dar garantías. Entre otras, ha tenido que hacer suyas las formas de
pensamiento de la burguesía colonial. Esto se comprueba en la ineptitud del
intelectual colonizado para dialogar.
Porque no sabe
hacerse inesencial frente al
objeto o la idea. Por el contrario, cuando milita en el seno del pueblo se
maravilla continuamente. Se ve literalmente desarmado por la buena fe y la
honestidad del pueblo. El riesgo permanente que lo acecha entonces es hacer
populismo. Se transforma en una especie de bendito-sí-sí, que asiente ante cada
frase del pueblo, convertida por él en sentencia. Pero el fellah, el
desempleado, el hambriento no pretende la verdad. No dice que él es la verdad,
puesto que lo es en su ser mismo.
El intelectual
se comporta objetivamente, en
esta etapa, como un vulgar
oportunista. Sus maniobras, en realidad, no han cesado. El pueblo no piensa en
rechazarlo ni en acorralarlo. Lo que el pueblo exige es que todo se ponga en
común. La inserción del intelectual colonizado en la marea popular va a
demorarse por la existencia en él de un curioso culto por el detalle. No es que
el pueblo sea rebelde, si se le analiza. Le gusta que le expliquen, le gusta
comprender las articulaciones de un razonamiento, le gusta ver hacia dónde va.
Pero el intelectual colonizado, al principio
de su cohabitación
con el pueblo,
da mayor importancia al detalle y llega a olvidar la derrota del
colonialismo, el objeto mismo de la lucha. Arrastrado en el movimiento
multiforme de la lucha, tiene tendencia a fijarse en tareas locales, realizadas
con ardor, pero casi siempre demasiado solemnizadas. No ve siempre la
totalidad. Introduce la noción de disciplinas, especialidades, campos, en esa
terrible máquina de mezclar y triturar que es
una revolución popular. Dedicado
a puntos precisos del frente, suele perder de vista la unidad del movimiento y,
en caso de fracaso local, se deja llevar por la duda, la decepción. El pueblo,
al contrario, adopta desde el principio posiciones globales. La tierra y el
pan: ¿qué hacer para obtener la tierra y el pan? Y ese aspecto preciso, aparentemente
limitado, restringido del pueblo es, en definitiva, el modelo operatorio más
enriquecedor y más eficaz.
El problema de la verdad debe
solicitar igualmente nuestra atención. En el seno del pueblo, desde siempre, la
verdad sólo corresponde a los nacionales. Ninguna verdad absoluta, ningún
argumento sobre la transparencia del alma puede destruir esa posición. A la
mentira de la situación colonial, el colonizado responde con una mentira
semejante. La conducta con los nacionales
es abierta; crispada
e ilegible con
los colonos. La verdad es lo que precipita la dislocación
del régimen colonial y pierde a los extranjeros. En el contexto colonial no
existe una conducta regida por la verdad. Y el bien es simplemente lo que les
hace mal a los otros.
Se advierte entonces que el
maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial se conserva intacto en el
periodo de descolonización. Es que
el colono no
deja de ser
nunca el enemigo, el antagonista,
precisamente el hombre que hay que eliminar. El opresor, en su zona, hace
existir el movimiento, movimiento de dominio, de explotación, de pillaje. En la
otra zona, la cosa colonizada, arrollada, expoliada, alimenta como puede ese
movimiento, que va sin cesar desde las márgenes del territorio a los palacios y
los muelles de la "metrópoli". En esa zona fija, la superficie está
quieta, la palmera se balancea frente a las nubes, las olas del mar rebotan
sobre los guijarros, las materias primas
van y vienen,
legitimando la presencia
del colono mientras que agachado,
más muerto que vivo, el colonizado se eterniza en un sueño siempre igual. El
colono hace la historia. Su vida es una epopeya, una odisea. Es el comienzo
absoluto: "Esta tierra, nosotros la hemos hecho." Es la causa
permanente: "Si nos vamos, todo está perdido, esta tierra volverá a la Edad Media."
Frente a él, seres embotados, roídos desde dentro por las fiebres y las
costumbres ancestrales, constituyen un marco casi mineral del dinamismo
innovador del mercantilismo colonial.
El colono hace la historia y sabe
que la hace. Y como se refiere constantemente a la historia de la metrópoli,
indica claramente que está aquí como prolongación de esa metrópoli. La historia
que escribe no es, pues, la historia del país al que despoja, sino la historia
de su nación en tanto que ésta piratea, viola y hambrea. La inmovilidad a que
está condenado el colonizado no puede
ser impugnada sino cuando el
colonizado decide poner término a la historia de la
colonización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de la
nación, la historia de la descolonización.
Mundo dividido en
compartimientos, maniqueo, inmóvil, mundo de estatuas: la estatua del general
que ha hecho la conquista, la estatua del ingeniero que ha construido el
puente. Mundo seguro de sí, que aplasta con sus piedras las espaldas desolladas
por el látigo. He ahí el mundo colonial. El indígena es un ser acorralado, el
apartheid no es sino una modalidad de la división en compartimientos del mundo
colonial. La primera cosa que aprende el indígena es a ponerse en su lugar, a
no pasarse de sus límites. Por eso sus sueños son sueños musculares, sueños de
acción, sueños agresivos. Sueño que salto, que nado, que corro, que brinco.
Sueño que río a carcajadas, que atravieso el río de un salto, que me persiguen
muchos autos que no me alcanzan jamás. Durante la colonización, el colonizado
no deja de liberarse entre las nueve de la noche y las seis de la mañana.
Esa agresividad sedimentada en
sus músculos, va a manifestarla el colonizado primero contra los suyos. Es el
periodo en que los negros se pelean entre sí y los policías, los jueces de
instrucción no saben qué hacer frente a la sorprendente criminalidad norafricana.
Más adelante veremos
lo que debe pensarse de este fenómeno.2 Frente a la
situación colonial, el colonizado se encuentra en un estado de tensión
permanente. El mundo del colono
es un mundo
hostil, que rechaza,
pero al mismo tiempo es un mundo
que suscita envidia. Hemos visto cómo el colonizado siempre sueña con
instalarse en el lugar del colono.
No con convertirse
en colono, sino
con sustituir al colono. Ese mundo hostil, pesado,
agresivo, porque rechaza con todas
sus asperezas a
la masa colonizada,
representa no el infierno del que habría que alejarse lo
más pronto posible, sino un paraíso al alcance de la mano protegido por
terribles canes.
El colonizado está siempre
alerta, descifrando difícilmente los múltiples signos del mundo colonial; nunca
sabe si ha pasado o no del límite. Frente al mundo determinado por el
colonialista, el colonizado siempre se presume culpable. La culpabilidad del
colonizado no es una culpabilidad asumida, es más bien una especie de
maldición, una espada de Damocles. Pero, en lo más profundo de sí mismo, el
colonizado no reconoce ninguna instancia.
Está dominado, pero
no domesticado. Está inferiorizado, pero no convencido de su
inferioridad. Espera pacientemente
que el colono
descuide su vigilancia
para echársele encima. En sus músculos, el colonizado siempre está en
actitud expectativa. No puede decirse que esté inquieto, que esté
aterrorizado En realidad, siempre
está presto a abandonar su papel de presa y asumir el de cazador. El colonizado es un perseguido que sueña
permanentemente con transformarse en perseguidor. Los símbolos sociales
—gendarmes, clarines que suenan en los cuarteles, desfiles militares y la
bandera allá arriba — sirven a la vez de inhibidores y de excitantes. No
significan: "No te muevas", sino "Prepara bien el golpe". Y
de hecho, si el colonizado tuviera tendencia a dormirse, a olvidar, la altivez
del colono y su preocupación por experimentar la solidez del sistema
colonial, le recordarían
constantemente que la
gran confrontación no podrá ser indefinidamente demorada. Ese impulso de
tomar el lugar del colono mantiene constantemente su tensión
muscular. Sabemos, en
efecto, que en
condiciones emocionales dadas, la
presencia del obstáculo
acentúa la tendencia al
movimiento.
Las relaciones entre colono y
colonizado son relaciones de masa. Al número, el colono opone su fuerza. El
colono es un exhibicionista. Su deseo de seguridad lo lleva a recordar en alta
voz al colonizado que: "Aquí el amo soy yo." El colono alimenta en el
colonizado una cólera que detiene al manifestarse. El colonizado se ve apresado
entre las mallas cerradas del colonialismo. Pero ya hemos visto cómo, en su
interior, el colono sólo obtiene una seudopetrificación. La tensión muscular
del colonizado se libera periódicamente en explosiones sanguinarias: luchas
tribales, luchas de çofs, luchas entre individuos.
Al nivel
de los individuos,
asistimos a una
verdadera negación del buen sentido. Mientras que el colono o el policía
pueden, diariamente, golpear al colonizado, insultarlo, ponerlo de rodillas, se
verá al colonizado sacar su cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el
último recurso del colonizado es defender su personalidad frente a su igual.
Las luchas tribales no hacen sino perpetuar los viejos rencores arraigados en
la memoria. Al lanzarse con todas sus fuerzas a su venganza, el colonizado
trata de convencerse de que el colonialismo no existe, que todo sigue como
antes, que la historia continúa. Observamos con plena claridad, en el nivel de
las colectividades, esas
famosas formas de
conducta de prevención, como si
anegarse en la sangre fraterna permitiera no ver el obstáculo, diferir hasta
más tarde la opción, sin embargo, inevitable, la que desemboca en la lucha
armada contra el colonialismo. Autodestrucción colectiva muy concreta en las
luchas tribales, tal es, pues, uno de los caminos por donde se libera la
tensión muscular del colonizado. Todos esos comportamientos son reflejos de
muerte frente al peligro, conductas suicidas que permiten al colono, cuya vida
y dominio resultan tanto más consolidados, comprobar que esos hombres no son
racionales. El colonizado logra igualmente, mediante la religión, no tomar en
cuenta al colono. Por el fatalismo, se retira al opresor toda iniciativa, la
causa de los males, de la miseria, del destino
está en Dios.
El individuo acepta
así la disolución decidida por Dios, se aplasta
frente al colono y frente a la suerte y, por una especie de reequilibrio
interior, logra una serenidad de piedra.
Mientras tanto,
la vida continúa
y es de
los mitos terroríficos, tan
prolíficos en las sociedades subdesarrolladas, de donde el
colonizado va a
extraer las inhibiciones de
su agresividad: genios maléficos
que intervienen cada
vez que alguien se
mueve de lado,
hombres leopardos, hombres serpientes, canes
con seis patas,
zombis, toda una
gama inagotable de formas animales o de gigantes crea en torno del
colonizado un mundo de prohibiciones, de barreras, de inhibiciones, mucho más
terrible que el mundo colonialista. Esta superestructura mágica que impregna a
la sociedad autóctona cumple, dentro del dinamismo de la economía de la libido,
funciones precisas. Una de las características, en efecto, de las sociedades
subdesarrolladas es que la libido es principalmente cuestión de grupo, de
familia. Conocemos ese rasgo, bien descrito por los etnólogos, de sociedades
donde el hombre que sueña que tiene relaciones sexuales con una mujer que no es
la suya debe confesar públicamente ese sueño y pagar el impuesto en especie o
en jornadas de trabajo al marido o a la familia afectada. Lo que prueba de
paso, que las sociedades llamadas prehistóricas dan una gran importancia al
inconsciente.
La atmósfera de mito y de magia,
al provocar miedo, actúa como una realidad indudable. Al aterrorizarme, me
integra en las tradiciones, en la historia de mi comarca o de mi tribu, pero al
mismo tiempo me
asegura, me señala
un status, un
acta de registro civil. El plano
del secreto, en los países subdesarrollados, es un plano colectivo que depende
exclusivamente de la magia. Al circunscribirme dentro de esa red inextricable
donde los actos se repiten con una permanencia cristalina, lo que se afirma es
la perennidad de un mundo mío, de un mundo nuestro. Los zombis son más
aterrorizantes, créamelo, que los colonos. Y el problema no está ya entonces,
en ponerse en regla con el mundo bardado de hierro del colonialismo, sino en
pensarlo tres veces antes de orinar, escupir o salir de noche.
Las fuerzas sobrenaturales,
mágicas, son fuerzas sorprendentemente yoicas. Las fuerzas del colono quedan
infinitamente empequeñecidas, resultan ajenas. Ya no hay que luchar realmente
contra ellas puesto que lo que cuenta es la temible adversidad de las
estructuras míticas. Todo se resuelve como se ve, en un permanente
enfrentamiento en el plano fantasmagórico.
De cualquier manera, en la lucha
de liberación, ese pueblo antes lanzado en círculos irreales, presa de un
terror indecible, pero feliz de
perderse en una tormenta onírica, se disloca,
se reorganiza y engendra, con sangre y lágrimas, confrontaciones reales
e inmediatas. Dar de comer a los mudjahidines, apostar centinelas, ayudar a las
familias creyentes de lo más necesario, reemplazar al marido muerto o
prisionero: ésas son las tareas concretas que debe emprender el pueblo en la
lucha por la liberación.
En el mundo colonial, la
efectividad del colonizado se mantiene a flor de piel como una llaga viva que
no puede ser cauterizada. Y la psique se retracta, se oblitera, se descarga en
demostraciones musculares que han hecho decir a hombres muy sabios que el
colonizado es un histérico. Esta afectividad erecta, espiada por
vigías invisibles, pero
que se comunican directamente con el núcleo de la
personalidad, va a complacerse eróticamente en las disoluciones motrices de la
crisis.
Continua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario