Frantz Fanón
El partido: Sindicato de intereses
individuales
Pero,
hay que decirlo, las masas muestran una incapacidad
total para apreciar el camino recorrido. El campesino que
sigue arañando la tierra, el desempleado que no deja
de serlo no logran convencerse, a pesar de las fiestas, a pesar de las banderas
nuevas, de que algo ha cambiado realmente en sus vidas. La
burguesía en el poder puede multiplicar las manifestaciones,
las masas no logran ilusionarse. Las masas tienen hambre y los
comisarios de policía, ahora africanos, no les merecen
mucha confianza. Las masas empiezan a enfadarse, a desviarse, a
desinteresarse por esa nación que no les reserva ningún
lugar.
Cada
cierto tiempo, sin embargo, el líder se moviliza, habla por radio, hace una
gira para apaciguar, calmar, mixtificar. El
líder es tanto más necesario cuanto que no tiene partido. Existía durante el periodo de lucha por la independencia un partido que el dirigente actual
dirigió. Pero el partido se ha desintegrado lamentablemente desde entonces. No subsiste el partido sino formalmente,
nominalmente, por su emblema y su
divisa. El partido orgánico, que debía
facilitar la libre circulación de un pensamiento elaborado con las necesidades reales de las masas, se
ha transformado en un sindicato de
intereses individuales. Después de la
independencia, el partido no ayuda ya al pueblo a formular sus reivindicaciones, a cobrar mayor
conciencia de sus necesidades y a asentar mejor su poder. El partido, actualmente, tiene como misión hacer llegar al pueblo
las instrucciones que emanan de la cima. Ya no existe ese ir y venir fecundo de la base a la cima y de la cima a la
base, que funda y garantiza la
democracia en un partido. Por el contrario,
el partido se ha constituido en pantalla entre las masas y la dirección. Ya no existe la vida de
partido. Las células creadas durante
la etapa colonial se encuentran ahora en
un estado de desmovilización total.
El militante tasca
el freno. Es entonces cuando se comprende la
justeza de las posiciones asumidas por ciertos
militantes durante la lucha de liberación. En realidad, en el momento del combate, varios militantes
habían pedido a los organismos
dirigentes la elaboración de una doctrina, la precisión de los
objetivos, la formulación de un programa.
Pero, con el pretexto de salvaguardar la
unidad nacional, los diligentes se negaron categóricamente a abordar esa tarea. La doctrina, se repetía, es
la unión nacional contra el
colonialismo. Y se seguía adelante, llevando como arma un impetuoso lema convertido en doctrina, limitándose toda
la actividad ideológica a una serie de variantes sobre el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, arrastrados por el viento de la historia
que irreversiblemente hará
desaparecer al colonialismo. Cuando los militantes pedían que se analizara un poco más en qué consistía el viento de la historia, los dirigentes les
oponían la esperanza, la
descolonización necesaria e inevitable, etcétera.
El
partido se convierte en administración
Después de la
independencia, el partido se sumerge en un
letargo espectacular. Ya no se moviliza a los militantes sino para las manifestaciones llamadas
populares, las conferencias
internacionales, las fiestas de la independencia. Los cuadros locales del partido son designados para los puestos administrativos, el partido se convierte
en administración, los militantes
entran en el orden y reciben el título vacío
de ciudadano.
Ahora
que han cumplido su misión histórica, que era llevar a la burguesía al poder,
son invitados con firmeza a retirarse para que la burguesía pueda
cumplir tranquilamente su propia misión. Pero, ya lo hemos
visto, la burguesía nacional de los países
subdesarrollados es incapaz de cumplir ninguna misión. Al cabo
de algunos años, la desintegración del partido se hace manifiesta
y cualquier observador, aun superficial, puede darse cuenta de
que el antiguo partido, ahora esquelético, no sirve sino
para inmovilizar al pueblo. El partido, que durante el combate
había atraído hacia sí a toda la nación, se descompone. Los
intelectuales que en vísperas de la independencia se habían
afiliado al partido confirman con su comportamiento actual que esa afiliación
no tuvo otro fin que participar en el reparto del
pastel de la independencia. El partido se convierte en medio del éxito
individual.
No obstante, existe
dentro del nuevo régimen una desigualdad en
el enriquecimiento y el acaparamiento. Algunos
comen a dos carrillos y se muestran brillantes especialistas en
oportunismo. Los privilegios se multiplican,
triunfa la corrupción, las costumbres se corrompen. Los cuervos son
ahora demasiado numerosos y demasiado
voraces, dado lo precario del botín nacional. El partido, verdadero instrumento del poder en manos de la
burguesía, fortalece el aparato del Estado y precisa el en-cuadramiento del pueblo, su inmovilización. El
partido auxilia al poder para contener al pueblo. Es, cada vez más, un
instrumento de coerción y netamente antidemocrático. El partido es objetivamente, y a veces subjetivamente, el cómplice de la burguesía mercantil. Lo mismo que la
burguesía nacional escamotea su etapa de construcción para entregarse al disfrute, en el plano institucional salva la
etapa parlamentaria y escoge una
dictadura de tipo nacionalsocialista. Ahora
sabemos que esa caricatura de fascismo que ha triunfado durante medio siglo en América Latina es el
resultado dialéctico del Estado
semicolonial de la etapa de independencia.
Ejército y policía:
Pilares del régimen
En
esos países pobres, subdesarrollados donde, por regla
general, la mayor riqueza se da al lado de la mayor miseria,
el ejército y la policía son los pilares del régimen. Un
ejército y una policía que -otra regla que habrá que recordar-
están aconsejados por expertos extranjeros. La fuerza de esa
policía, el poder de ese ejército son proporcionales al marasmo en que se
sumerge el resto de la nación. La burguesía nacional se vende cada vez más
abiertamente a las grandes compañías
extranjeras. A base de prebendas, el extranjero
obtiene concesiones, los escándalos se multiplican, los ministros se
enriquecen, sus mujeres se convierten en cocones, los diputados
maniobran y hasta el agente de policía o el
agente aduanal participan en esa gran caravana de la corrupción.
La hostilidad a la
burguesía es manifiesta
La
oposición se vuelve más agresiva y el pueblo comprende a medias palabras su
propaganda. La hostilidad respecto de la burguesía es manifiesta. La joven burguesía, que parece afectada de senilidad precoz,
no toma en cuenta los consejos que se le prodigan y se muestra incapaz de comprender que le conviene velar, aunque sea
ligeramente, su explotación.
El cristolisísimo periódico La
Semaine Africaine, de Brazzaville, ha escrito dirigiéndose a los príncipes
del régimen: «Hombres situados en los más
altos puestos, y ustedes sus esposas, ahora enriquecidos con vuestro confort,
con vuestra instrucción quizá, con vuestra hermosa mansión, con vuestras relaciones, con las múltiples
misiones que os son otorgadas y que
os abren nuevos horizontes. Pero toda
vuestra riqueza os construye un caparazón
que os impide ver la miseria que os rodea. Tened cuidado.» Esta llamada de atención de La Semaine Africaine dirigida a los colaboradores de M. Youlou no tiene, como puede
adivinarse, nada de revolucionario. Lo que quiere decir La Semaine Africaine'a los hambreadores del pueblo congolés es que Dios castigará su conducta:
«Si no existe un lugar en vuestro
corazón para los que están situados
por debajo de vosotros, no habrá sitio para vosotros en la casa de Dios.»
La
burguesía nacional no se inquieta: Aprovecha la
situación
Es claro que
la burguesía nacional no se inquieta por tales
acusaciones. Recostada en Europa, está firmemente
resuelta a aprovechar la situación. Los beneficios enormes que
obtiene de la explotación del pueblo son exportados al
extranjero. La nueva burguesía nacional tiene frecuentemente más desconfianza
hacia el régimen que ha instaurado que las compañías
extranjeras. Se niega a invertir en el territorio nacional y se
comporta en relación con el Estado que la protege y la alimenta
con una ingratitud notable que vale la pena señalar. En los
mercados europeos adquiere valores bursátiles extranjeros
y va a pasar el fin de semana a París o a Hamburgo. Por su
comportamiento, la burguesía nacional de ciertos países
subde-sarrollados recuerda a los miembros de una banda
que, después de cada atraco, ocultan su parte a los demás
participantes y preparan prudentemente la retirada. Este
comportamiento revela que, más o menos conscientemente,
la burguesía nacional juega como perdedora a largo
plazo. Adivina que esa situación no durará indefinidamente,
pero quiere aprovecharla al máximo. No obstante,
semejante explotación y semejante desconfianza respecto del
Estado desencadenan inevitablemente el descontento al nivel de
las masas. En esas condiciones el régimen se endurece.
Entonces el ejército se convierte en el sostén
indispensable de una represión sistematizada. A falta de un
parlamento es el ejército el que se convierte en árbitro. Pero tarde o temprano
descubrirá su importancia y hará pesar sobre el gobierno el riesgo siempre en
puerta de un pronunciamiento.
Como
se ve, la burguesía nacional de algunos países
subdesarrollados no ha aprendido nada en los libros. Si hubiera
observado mejor a los países de América Latina, habría
identificado sin duda los peligros que la acechan. Llegamos,
pues, a la conclusión de que esta microburguesía que hace
tanto ruido está condenada a seguir pataleando En los países
subdesarrollados, la etapa burguesa es imposible. Habrá por supuesto una
dictadura policiaca, una casta de usufructuarios, pero la creación de una
sociedad burguesa está destinada al fracaso. El grupo de usufructuarios galoneados,
que se arrebatan los billetes frente al panorama de un
país miserable, será más tarde o más temprano una brizna
de paja en manos del ejército hábilmente manejado por
expertos extranjeros. Así, la antigua metrópoli practica el
gobierno indirecto, a través de los burgueses a quienes alimenta y de un
ejército nacional formado por sus expertos y que tratan de detener al pueblo,
lo inmoviliza y lo aterroriza.
Objetivo de las masas: Cerrar el camino a la burguesía
Estas
observaciones que hemos podido hacer sobre la
burguesía nacional nos conducen a una conclusión que no
debería sorprendernos. En los países subdesarrollados,
la burguesía no debe encontrar condiciones para su
existencia y desarrollo. En otras palabras, el esfuerzo conjugado
de las masas encuadradas en un partido y de los intelectuales
altamente conscientes y armados de principios revolucionarios
debe cerrar el camino a esa burguesía nociva.
La
cuestión teórica que se plantea desde hace unos cincuenta
años cuando se aborda la historia de los países subdesarrollados,
esto es, saber si puede saltarse o no la etapa burguesa, debe resolverse en el
plano de la acción revolucionaria y no mediante un razonamiento.
La fase burguesa en los países subdesarrollados no se
justificaría, sino en la medida en que la burguesía nacional
fuera lo suficientemente poderosa económica y técnicamente
como para edificar una sociedad burguesa, crear las condiciones
de desarrollo de un proletariado importante, industrializar
la agricultura, posibilitar, en fin, una auténtica cultura nacional.
Una
burguesía tal como se ha desarrollado en Europa ha podido, fortaleciendo su
propio poder, elaborar una ideología. Esta
burguesía dinámica, instruida, laica ha realizado plenamente su empresa de acumulación del capital y ha dado a la nación un mínimo de prosperidad. En
los países subdesarrollados, hemos
visto que no hay verdadera burguesía sino una especie de pequeña casta con
dientes afilados, ávida y voraz,
dominada por el espíritu usurario y que se contenta con los dividendos
que le asegura la antigua potencia
colonial. Esta burguesía caricaturesca es incapaz de grandes ideas, de
inventiva. Se acuerda de lo que ha leído
en los manuales occidentales e imperceptiblemente se transforma no ya en
réplica de Europa sino en su caricatura.
La lucha
contra la burguesía de los países subdesarrollados
está lejos de ser una posición teórica. No se trata de descifrar la condenación
pronunciada contra ella por el juicio de la historia. No hay que combatir a la
burguesía nacional en los países subdesarrollados
porque amenaza frenar el desarrollo
global y armónico de la nación. Hay que oponerse resueltamente a ella porque literalmente no sirve para nada. Esa burguesía, mediocre en sus
ganancias, en sus realizaciones, en
su pensamiento, trata cíe disfrazar esa mediocridad mediante construcciones prestigiosas en el plano individual, por los cromados de los
automóviles norteamericanos, vacaciones en la Riviera, fines de semana
en los centros nocturnos alumbrados con luz
neón.
Esta
burguesía que se desvía cada vez más del pueblo en
general no llega siquiera a arrancar concesiones espectaculares a Occidente:
inversiones interesantes para la economía
del país, creación de algunas industrias. Por el contrario, las fábricas de montaje se multiplican, consagrando así el patrón neocolonialista en que se debate
la economía nacional. No hay que
decir, pues, que la burguesía nacional
retrasa la evolución del país, que le hace perder el tiempo o que amenaza conducir a la nación por
callejones sin salida. En realidad,
la fase burguesa en la historia de los países
subdesarrollados es una etapa inútil. Cuando esa casta sea aniquilada,
devorada por sus propias contradicciones, se
advertirá que no ha sucedido nada desde la independencia, que hay que recomenzar todo, que hay que
partir de cero. La reconversión no
se realizará en el nivel de las estructuras creadas por la burguesía durante
su reinado, porque esa casta no ha hecho otra cosa sino recoger intacta la herencia de la economía, el pensamiento y las
instituciones coloniales.
Resulta
tanto más fácil neutralizar a esta clase burguesa cuanto
que es numérica, intelectual y económicamente
débil. En los territorios colonizados, la casta burguesa después de la independencia
obtiene principalmente su fuerza de los
acuerdos contraídos con la antigua
potencia colonial. La burguesía nacional tendrá mayores oportunidades
de sustituir al opresor colonialista si se
le ha dado la oportunidad de entablar negociaciones con la ex potencia colonial. Pero profundas contradicciones agitan
las filas de esa burguesía, lo que da al observador atento una impresión de inestabilidad. No hay todavía homogeneidad de casta. Muchos
intelectuales, por ejemplo, condenan ese régimen basado en el dominio de unos cuantos. En los países subdesarrolla-dos, existen intelectuales, funcionarios, élites
sinceras que sienten la necesidad de una planificación de la economía, de la proscripción de los usufructuarios, de
una prohibición rigurosa de la
mixtificación. Además, esos hombres
luchan en cierta medida por la participación masiva del pueblo en la gestión de
los asuntos públicos.
Intelectuales
honestos: Orientación sana de la nación
En
los países subdesarrollados que obtienen la independencia, existe casi siempre
un pequeño número de intelectuales honestos, sin ideas políticas muy precisas
que, instintivamente, desconfían de esa carrera por los puestos
y las prebendas, sintomática de la etapa inmediatamente
posterior a la independencia en los países colonizados. La
situación particular de esos hombres (sostén de familia
numerosa) o su historia (experiencias difíciles, formación moral rigurosa)
explica ese desprecio tan manifiesto por
los maniobreros y usufructuarios. Hay que saber utilizar a esos hombres en el combate decisivo que se
quiere emprender para una orientación sana de la nación. Cerrar el camino a la burguesía nacional es, por
supuesto, descartar las peripecias
dramáticas posteriores a la independencia, las desventuras de la unidad
nacional, la degradación de las costumbres, el asedio del país por la
corrupción, la regresión económica y, a
corto plazo, un régimen antidemocrático
fundado en la fuerza y la intimidación. Pero también es escoger el único medio de avanzar.
Lo
que retrasa la decisión y vuelve tímidos a los elementos
profundamente democráticos y progresistas de la joven
nación es la aparente solidez de la burguesía. En los
países subdesarrollados recién independientes, en el seno de
las ciudades construidas por el colonialismo bulle la totalidad de los
cuadros. La ausencia de análisis de la
población global induce a los observadores a creer en la existencia de una
burguesía poderosa y perfectamente
organizada. En realidad, ahora lo sabemos, no existe burguesía en los países
subdesarrollados. Lo que crea a la
burguesía no es el espíritu, el gusto o las maneras. No son siquiera las
esperanzas. La burguesía es antes que nada
el producto directo de realidades económicas precisas.
Pero,
en las colonias, la realidad económica es una realidad
burguesa extranjera. A través de sus representantes,
es la burguesía metropolitana la que está representada
en las ciudades coloniales. La burguesía en las colonias, es
antes de la independencia, una burguesía occidental,
verdadera sucursal de la burguesía metropolitana y que obtiene
su legitimidad, su fuerza, su estabilidad de esa burguesía
metropolitana. Durante la fase de agitación que precede a la independencia,
elementos intelectuales y comerciantes
autóctonos en el seno de esa burguesía importada, tratan de identificarse con ella. Existe entre los intelectuales y los comerciantes autóctonos una voluntad
permanente de identificación con
los representantes burgueses de la metrópoli.
Esta
burguesía que ha adoptado sin reservas y con
entusiasmo los mecanismos de pensamiento característicos
de la metrópoli, que ha enajenado maravillosamente su
propio pensamiento y fundado su conciencia en bases
típicamente ajenas, va a advertir con la garganta seca que
le falta eso que hace a una burguesía, es decir, el
dinero. La burguesía de los países subdesarrollados es una burguesía en
espíritu. No son ni su poder económico ni el dinamismo de sus cuadros, ni la
envergadura de sus concepciones los que le aseguran su calidad
de burguesía. Es al principio y durante mucho tiempo una
burguesía de funcionarios. Son los puestos que ocupa en la
nueva administración nacional los que le darán
serenidad y solidez. Si el poder le deja tiempo y posibilidades,
esa burguesía llegará a acumular unos pocos ahorros
que fortalecerán su dominio. Pero se mostrará siempre
incapaz de dar origen a una auténtica sociedad
burguesa con todas las consecuencias económicas e
industriales que esto supone.
La
burguesía nacional se orienta desde un principio hacia
actividades de tipo intermediario. La base de su poder
reside en su sentido del comercio y del pequeño negocio,
en su aptitud para arramblar con todas las comisiones. No es su dinero lo que
funciona, sino su sentido de los negocios. No invierte,
no puede realizar esa acumulación del capital necesaria para la eclosión y el
desarrollo de una burguesía auténtica. A este ritmo harían falta siglos para crear un
embrión de industrialización. En todo caso, tropezará
con la oposición implacable de la antigua metrópoli que, en el marco de los convenios neocolonialistas, habrá
tomado todas sus precauciones.
Nacionalizar
el sector terciario democráticamente
Si
el poder quiere sacar al país del estancamiento y conducirlo
a grandes pasos hacia el desarrollo y el progreso
tiene, en primer lugar, que nacionalizar el sector terciario. La burguesía que
quiere hacer triunfar el espíritu de lucro y de
disfrute, sus actitudes despreciativas hacia la masa
y el aspecto escandaloso de las utilidades -del robo, habría que decir-,
invierte en efecto masivamente en este sector. Pero es claro que esa
nacionalización no debe adquirir el aspecto de una rígida
estatización. No se trata de situar a la cabeza de los servicios a
ciudadanos no formados políticamente. Cada vez que este procedimiento
ha sido adoptado se ha advertido que el poder había
contribuido en efecto al triunfo de una dictadura de
funcionarios formados por la antigua metrópoli que se
mostraban rápidamente incapaces de pensar en la nación
como un todo. Esos funcionarios empiezan pronto a
sabotear la economía nacional, a dislocar los organismos y así, la corrupción,
la prevaricación, la malversación de las
reservas, el mercado negro se establecen.
Nacionalizar el sector terciario es organizar democráticamente las cooperativas de venta y de compra.
Esdescentralizar esas cooperativas,
interesando a las masas en la gestión
de los asuntos públicos. Todo esto, como se ve, no puede realizarse sino politizando al pueblo. Antes se advertía la necesidad de clarificar de una vez
por todas un problema capital. Ahora,
en efecto, el principio de una politización
de las masas es generalmente sostenido en los países subdesarrollados. Pero no parece asimilarse auténticamente esa tarea primordial. Cuando se
afirma la necesidad de politizar al
pueblo se decide expresar al mismo
tiempo que se quiere el sostén del pueblo en la acción que va a emprenderse. Un gobierno que declara su
deseo de politizar al pueblo expresa
su deseo de gobernar con el pueblo y
para el pueblo. No debe ser un lenguaje destinado a camuflar una dirección burguesa. Los gobiernos
burgueses de los países
capitalistas han superado desde hace tiempo esa fase infantil del poder. Fríamente, gobiernan con ayuda de sus leyes, de su poder económico y de su
policía. No están obligados, ahora que su poder está sólidamente establecido,
a perder su tiempo en actitudes demagógicas. Gobiernan en su propio interés y tienen el valor que les da su poder. Han creado una legitimidad y confían en su
derecho. La casta burguesa de los
países recién independizados no tiene
todavía ni el cinismo, ni la serenidad fundados en el poder de las
viejas burguesías.
De
ahí cierta preocupación por disimular sus convicciones profundas, por engañar, en
una palabra, por mostrarse popular. La
politización de las masas no es la movilización
tres o cuatro veces al año de decenas o centenares de miles de hombres y mujeres. Esos mítines, esas asambleas espectaculares, se emparientan con la
vieja táctica anterior a la
independencia, cuando se exhibían las propias fuerzas para probarse a sí
mismos y a los demás que se tenía el apoyo
popular. La politización de las masas
se propone no infanülizar a las masas, sino hacerlas adultas.
El papel del
partido político en un país subdesarrollado
Esto
nos conduce a determinar el papel del partido político
en un país subdesarrollado. Hemos visto en las páginas
anteriores cómo con mucha frecuencia espíritus
simplistas, pertenecientes por lo demás a la naciente burguesía,
no dejan de repetir que en un país subdesarrollado
la dirección de los asuntos por un poder fuerte, una
dictadura, es una necesidad. En esta perspectiva, se encarga al partido de una
misión de vigilancia de las masas. El partido se añade a la
administración y a la policía y controla a las masas no para
asegurarse su participación real en los asuntos de la nación,
sino para recordarles constantemente que el poder espera de
ellas obediencia y disciplina. Esta dictadura que se cree
sostenida por la historia, que se estima indispensable
después de la independencia simboliza en realidad la decisión de la casta
burguesa de dirigir al país subdesarrollado primero con el
apoyo del pueblo, pero pronto en su contra. La transformación progresiva
del partido en un servicio de información es
el índice de que el poder cada vez se encuentra más a la defensiva. La masa
informe del pueblo es concebida como
la forma ciega que hay que controlar
constantemente, sea por la mixtificación o por el miedo que le inspiran las fuerzas de la policía. El partido sirve de barómetro, de servicio de
información. Se transforma al militante en delator. Se le confían
misiones punitivas en las aldeas. Los
embriones de partidos de oposición
son liquidados a palos y pedradas. Los candidatos de la oposición ven sus casas incendiadas. La policía multiplica las provocaciones. En esas
condiciones, por supuesto, el
partido es único y el 99,99 por ciento de los votos corresponden al candidato gubernamental. Hay que
decir que en África cierto número de
gobiernos se comportan de acuerdo con este modelo. Todos los partidos de
oposición, por lo demás generalmente
progresistas, que favorecían una mayor
influencia de las masas en la gestión de los asuntos públicos, que deseaban poner coto a la burguesía
despreciativa y mercantil han sido
condenados, por la fuerza de los golpes y de la prisión, al silencio y a la clandestinidad.
El partido
político en muchas regiones africanas ahora independientes conoce una
inflación terriblemente grave. Frente a un
miembro del partido, el pueblo se calla, se convierte en carnero y
manifiesta elogios al gobierno y al líder.
Pero en la calle, por la noche, en la soledad de la aldea, en el café o junto al río, hay que oír esa
amarga decepción del pueblo, esa
desesperanza, pero también esa cólera
contenida. El partido, en vez de favorecer la expresión de las quejas populares, en vez de fijarse
como misión fundamental la libre circulación de las ideas del pueblo hacia la dirección, forma una pantalla y la impide.
Los dirigentes del partido se
comportan como vulgares sargentos y recuerdan
constantemente al pueblo que «hay que guardar silencio en las filas». Ese partido que afirmaba ser el servidor del
pueblo, que pretendía favorecer el desarrollo del pueblo, desde que el poder colonial le entregó el país se apresura a conducir de nuevo al pueblo a su caverna.
En el plano de la unidad nacional,
el partido va a multiplicar igualmente
sus errores. Es así como el partido llamado nacional se comporta como partido racial. Es una verdadera
tribu constituida en partido. Este
partido que se proclama voluntariamente
nacional, que afirma hablar en nombre de todo el pueblo, secretamente y a veces abiertamente organiza una auténtica dictadura racial. Presenciamos no ya
una dictadura burguesa sino una dictadura tribal. Los ministros, los jefes de gabinete, los embajadores, los prefectos
son escogidos en la tribu del
dirigente, algunas veces hasta directamente
en su familia. Esos regímenes de tipo familiar parecen restablecer las viejas
leyes de la endogamia y se siente no
cólera, sino vergüenza frente a tanta tontería, tanta impostura, tanta miseria intelectual y espiritual.
Esos jefes de gobierno son los
verdaderos traidores al África porque la venden al más terrible de sus enemigos: la ignorancia. Esa tribalización del poder provoca sin duda el
espíritu regiona-lista, el
separatismo. Las tendencias descentralizadoras surgen y triunfan, la nación se desintegra, se
desmembra. El líder que gritaba: «Unidad africana» y que pensaba en su
pequeña familia se despierta un buen día con cinco tribus que también quieren tener sus embajadores y sus
ministros; y siempre irresponsable,
siempre inconsciente, siempre miserable,
denuncia «la traición».
El
papel nefasto del líder
Hemos
señalado repetidas veces el papel, con frecuencia
nefasto, del líder. Es que el partido, en algunas regiones, está organizado
como una banda en la que el individuo más duro asumiera
la dirección. Se habla del ascendiente de ese líder, de su fuerza y
no se vacila en decir, en un tono cómplice y ligeramente
admirativo, que hace temblar a sus más próximos colaboradores. Para evitar esos
múltiples escollos, hay que luchar tenazmente
a fin de que el partido no se convierta jamás en un instrumento dócil en manos de un líder. Líder, del verbo inglés que significa conducir. El conductor del
pueblo ya no existe. Los pueblos no
son rebaños y no tienen necesidad de
ser conducidos. Si el líder me conduce quiero que sepa que, al mismo tiempo, yo
lo conduzco. La nación no debe ser una cuestión dirigida por un manitú. Así se
entiende el pánico que se posesiona de las esferas dirigentes cada vez que uno de sus líderes se enferma. Les obsesiona
el problema de la sucesión. ¿Qué
sucederá al país si desaparece el líder? Las esferas dirigentes que han abdicado frente al líder, irresponsables, inconscientes, preocupados
esencialmente por la buena vida que
llevan, los cócteles organizados, los viajes pagados y la productividad de las combinaciones descubren de pronto el
vacío espiritual en el corazón de la nación.
El partido
debe ser un instrumento en manos del pueblo
Un
país que quiere responder realmente a las cuestiones
que le plantea la historia, que quiere desarrollar sus
ciudades y el cerebro de sus habitantes debe poseer un
verdadero partido. El partido no es un instrumento en manos del gobierno. Por
el contrario, el partido es un instrumento en manos del pueblo. Es
éste el que determina la política que el gobierno aplica. El
partido no es, no debe ser jamás la simple oficina política donde
se encuentran a sus anchas todos los miembros del gobierno
y los grandes dignatarios del régimen. El buró político, con demasiada
frecuencia por desgracia, constituye todo el partido y sus miembros residen permanentemente
en la capital. En un país subdesarrollado, los miembros
dirigentes del partido tienen que huir de la capital como de la peste. Deban
residir, con excepción de unos cuantos, en las regiones rurales. Hay que evitar
centralizarlo todo en la gran ciudad.
Ninguna excusa de tipo administrativo
puede legitimar esa efervescencia de una capital ya sobrepoblada y superdesarrollada
en relación con las nueve décimas partes
del territorio. El partido debe ser descentralizado
al extremo. Es el único medio de activar las regiones muertas, las regiones que todavía no despiertan a la vida.
Prácticamente
habrá cuando menos un miembro del buró político en cada región
y se evitará nombrarlo jefe regional. No tendrá en sus manos el poder
administrativo. El miembro del buró político regional no debe ocupar
el más alto rango en el aparato administrativo regional. No
debe formar parte forzosamente del poder. Para el
pueblo, el partido no es la autoridad, sino el organismo a
través del cual ejerce su autoridad y su voluntad como
pueblo. Cuanto menor sea la confusión y la dualidad de
poderes, más desempeñará el partido su papel de guía
y más constituirá para el pueblo la garantía decisiva. Si el partido se
confunde con el poder, ser militante del partido equivale
a tomar el camino más corto para lograr fines egoístas, para tener
un puesto en la administración, para subir de grado, cambiar de
escalón, hacer carrera.
En un país
subdesarrollado, la creación de direcciones
regionales dinámicas detiene el proceso de macrocefalia
de las ciudades, la afluencia incoherente de las masas rurales hacia las
ciudades. La creación, desde los primeros
días de la independencia, de direcciones regionales en una región con plena competencia, para despertarla, hacerla vivir, acelerar la toma de
conciencia de los ciudadanos, es una
necesidad a la que no podría escapar
un país deseoso de avanzar. De lo contrario, en torno al líder se amontonan los responsables del
partido y los dignatarios del
régimen. Las administraciones se inflan, no porque se desarrollen y se diferencien, sino porque nuevos primos y nuevos militantes esperan un lugar para
infiltrarse en el engranaje. Y el
sueño de todo ciudadano es ir a la capital,
cortar un trozo del queso. Las localidades son abandonadas, las masas rurales sin encuadrar, sin
educación y sin sostén se alejan de
una tierra mal trabajada y se dirigen hacia las periferias de las ciudades, inflando desmesuradamente el lumpen-proletariat.
La
hora de una nueva crisis nacional no está lejos. Pensemos,
por el contrario, que el interior del país debería ser
privilegiado. En última instancia, no habría ningún inconveniente en que el
gobierno tuviera su sede fuera de la capital. Hay que desconsagrar a
la capital y mostrar a las masas
desheredadas que es para ellas para lo que se quiere trabajar. Es, en cierto
sentido, lo que el gobierno brasileño ha
tratado de hacer con Brasilia. La altivez de Río de Janeiro era un
insulto para el pueblo brasileño. Pero desgraciadamente Brasilia es todavía una nueva capital tan monstruosa como la primera. El único interés de esa
realización es que ahora existe una
carretera a través de la selva. No, ningún motivo serio puede oponerse a la elección de otra capital, al desplazamiento del gobierno completo hacia una de
las regiones más desfavorecidas. La capital de los países subdesarrollados
es una noción comercial heredada del periodo colonial.
Pero en los países subdesarrollados tenemos que multiplicar los contactos con las masas rurales. Tenemos que hacer una política nacional es decir, antes que
nada una política para las masas. No
hay que perder nunca el contacto con
el pueblo que ha luchado por su independencia y por el mejoramiento concreto de su existencia.
Los
funcionarios y los técnicos indígenas no deben sumergirse en los diagramas y
estadísticas, sino en el corazón del pueblo. No deben erizarse cada vez que se
trata de un
traslado «al interior». Ya no deben darse casos de las jóvenes esposas de los países subdesarrollados que amenazan a sus maridos con el divorcio, si no consiguen
evitar un nombramiento para un puesto
rural. Por eso el buró político del
partido debe privilegiar a las regiones desheredadas, y la vida de la capital,
vida ficticia, superficial, superpuesta a la realidad nacional como un
cuerpo extraño, debe ocupar el menor lugar
posible en la vida de la nación, que es fundamental y sagrada.
El partido debe ser la expresión directa de las
masas
En
un país subdesarrollado, el partido debe organizarse de
tal manera que no se contente con mantener contactos
con las masas. El partido debe ser la expresión directa de las masas. El
partido no es una administración encargada de trasmitir las
órdenes del gobierno. Es el portavoz enérgico y el defensor
incorruptible de las masas. Para llegar a esta concepción del partido, es
necesario antes que nada desembarazarse de la idea muy
occidental, muy burguesa y, por tanto, muy despreciativa
de que las masas son incapaces de dirigirse. La experiencia prueba,
en realidad, que las masas comprenden perfectamente los
problemas más complicados. Uno de los mayores
servicios que la revolución argelina habrá prestado a los
intelectuales argelinos es haberlos puesto en contacto con
el pueblo, haberles permitido contemplar la extrema,
inefable miseria del pueblo y asistir, al mismo tiempo, al
despertar de su inteligencia, a los progresos de su
conciencia. El pueblo argelino, esa masa de hambrientos y analfabetos, esos
hombres y mujeres sumergidos durante siglos en la oscuridad más terrible se han
sostenido contra los tanques y los aviones, contra las bombas
incendiarias y los servicios psicológicos, pero sobre
todo contra la corrupción y el lavado de cerebro, contra los
traidores y los ejércitos «nacionales» del general Bellounis.
Ese pueblo se ha sostenido a pesar de los débiles, de los
vacilantes, de los aprendices de dictadores. Este pueblo se
ha sostenido porque durante siete años su lucha le ha abierto
campos cuya existencia ni siquiera sospechaba. Ahora
trabajan armerías en pleno d/efe/varios metros bajo tierra, los
tribunales del pueblo funcionan en todos los niveles,
comisiones locales de planificación organizan el desmembramiento
de las grandes propiedades, elaboran la Argelia de mañana. Un
hombre aislado puede mostrarse rebelde a la comprensión de un
problema, pero el grupo, la aldea, comprende con una
rapidez desconcertante. Es verdad que si se toma la precaución
de emplear un lenguaje sólo comprensible para los
licenciados en derecho o en ciencias económicas, se probará
fácilmente que las masas deben ser dirigidas. Pero si se
habla el lenguaje concreto, si no se está obsesionado por la voluntad perversa
de confundir las cartas, de desembarazarse del pueblo, se advierte entonces
que las masas captan todos los matices, todas las astucias. Recurrir a un
lenguaje técnico significa que se quiere considerar a las masas como profanas.
Ese lenguaje disimula mal el deseo de los conferenciantes
de engañar al pueblo, de dejarlo fuera. La empresa de
oscurecimiento del lenguaje es una máscara tras la cual se
perfila una más amplia empresa de despojo. Se pretende al
mismo tiempo arrebatarle al pueblo sus bienes y su soberanía.
Todo puede explicarse al pueblo a condición de que se
quiera que comprenda realmente. Y si se piensa que no se necesita de él, que
por el contrario amenaza con romper la buena marcha de las múltiples
sociedades privadas y de responsabilidad limitada cuyo fin es hacer
al pueblo todavía más miserable, el problema está zanjado.
No
porque se desarrollen y se diferencien, sino porque nuevos primos
y nuevos militantes esperan un lugar para infiltrarse en
el engranaje. Y el sueño de todo ciudadano es ir a la capital,
cortar un trozo del queso. Las localidades son abandonadas,
las masas rurales sin encuadrar, sin educación y sin sostén se
alejan de una tierra mal trabajada y se dirigen hacia las
periferias de las ciudades, inflando desmesuradamente el himpen-protetariat.
La
hora de una nueva crisis nacional no está lejos. Pensemos,
por el contrario, que el interior del país debería ser
privilegiado. En última instancia, no habría ningún inconveniente en que el
gobierno tuviera su sede fuera de la capital. Hay
que desconsagrar a la capital y mostrar a las masas
desheredadas que es para ellas para lo que se quiere trabajar. Es, en cierto
sentido, lo que el gobierno brasileño ha tratado
de hacer con Brasilia. La altivez de Río de Janeiro era un insulto para el pueblo brasileño.
Pero desgraciadamente Brasilia es todavía
una nueva capital tan monstruosa como
la primera. El único interés de esa realización es que ahora existe una
carretera a través de la selva. No, ningún motivo
serio puede oponerse a la elección de otra capital, al desplazamiento del gobierno completo hacia una de
las regiones más desfavorecidas. La capital de los países subdesarrollados
es una noción comercial heredada del periodo colonial.
Pero en los países subdesarrollados tenemos que multiplicar los contactos con las masas rurales. Tenemos que hacer una política nacional es decir, antes que
nada una política para las masas. No
hay que perder nunca el contacto con
el pueblo que ha luchado por su independencia y por el mejoramiento concreto de su existencia.
Los
funcionarios y los técnicos indígenas no deben sumergirse en los diagramas y
estadísticas, sino en el corazón del pueblo. No deben erizarse cada vez que se
trata de un
traslado «al interior». Ya no deben darse casos de las jóvenes esposas de los países subdesarrollados que amenazan a sus maridos con el divorcio, si no consiguen
evitar un nombramiento para un
puesto rural. Por eso el buró político
del partido debe privilegiar a las regiones desheredadas, y la vida de la
capital, vida ficticia, superficial, superpuesta a la realidad nacional
como un cuerpo extraño, debe ocupar el
menor lugar posible en la vida de la nación, que es fundamental y sagrada.
Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.
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