Por Carlos Gaviño de Franchy
Una de las figuras más interesantes, más populares, y
al propio tiempo más distinguidas de Santa Cruz de Tenerife, es Diego Crosa. El
buen humor -cielo azul de las almas-; la risa sin veneno; el desgobierno; la
improvisación simpática, y también aquella corrección dilecta, fruto de un
acabado dominio de sí mismo, constituyen la solera de su carácter. Sus
bisabuelos fueron italianos; pero en este caso la vivacidad latina, los nervios
impacientes -siervos del sol- del meridional, quedaron perfectamente sujetos
entre las mallas exquisitas de la educación británica. Solterón travieso y
artista, más hermano, por motivos raciales, de Boccaccio que de Rabelais, Crosa
es -¡valga la frase!- un guanche magistralmente encuadernado a la inglesa.
Con este párrafo, a la vez sincero y elogioso, comienza Eduardo Zamacois una Silueta del artista, que sirvió de
introducción a la segunda entrega de Folías,
de Diego Crosa [1]. El novelista había trabado amistad con don Diego, desde su
primera estancia entre nosotros, antes de 1916.
Al aire libre le conocí hace años, me abordó; me dio
su nombre... Le supongo a usted recién desembarcado -dijo-, y considero un
deber de hospitalidad ponerme a su disposición para enseñarle los alrededores
de la ciudad. Acepté su invitación, y no me pesó, porque conocer a Crosa - en
Tenerife le llaman Crosita- es ser amigo de todo el mundo. Su nombre es como
una ganzúa que abre todas las puertas...
Don Diego Crosa y Costa
Nos
conviene ahora detenernos en los orígenes familiares de don Diego Crosa y
Costa, aquel guanche magistralmente
encuadernado a la inglesa, e indagar en ellos qué cantidad de
sangre isleña, y cuanta europea, corría por sus venas. Entre los naturales de
estas siete naves de basalto,
la procedencia, más allá de la vanidosa alcurnia, ha sido desde siempre causa
de curiosa preocupación. Y comprobaremos que, a pesar de que nuestro autor se
valía exclusivamente de la caudalosa fuente del mito y la leyenda para sus
fines poéticos, un estudio riguroso de su propia familia, le habría llevado,
generación tras generación, hasta algunos de los personajes históricos, cuyo
limitado depósito documental, tuvo parte en la formación de la crónica
legendaria del archipiélago [Ver apéndice].
Nació
Diego Crosa y Costa en Santa Cruz de Tenerife, la noche del once de abril de
1869 [2]. Época de floración de las jacarandas y temperatura suave, lejanos aún
los tórridos días del verano santacrucero. Fueron sus padres don Ángel Crosa y
Jorge, destacado miembro del cuerpo consular y hombre de negocios, y su mujer
doña Evencia Costa y de Grijalva. Él nacido en la villa de Santa Cruz de
Santiago, el día dos de abril de 1830; ella en el puerto de La Orotava, que rara vez se
nombraba de la Cruz
por aquellos tiempos, nueve años más tarde, un doce de mayo. Habían casado en
Santa Cruz, en la parroquia matriz de Nuestra Señora de la Concepción, el catorce
de mayo de 1864. Fueron sus abuelos paternos, el capitán don José Crosa y
Carbonell y doña Juana Jorge y Castellano. Maternos: don Diego Antonio Costa y
Carvalho, escribano del número de los de Santa Cruz de Tenerife, y su mujer,
doña María de los Ángeles de Grijalva y Emeric.
Don Ángel Crosa y Jorge, obtuvo las patentes de cónsul de Méjico [1882] y de
Italia, y fue vicecónsul del imperio del Brasil, sustituyendo a partir de 1855,
a su padre, que lo era desde 1837. Desempeñó asimismo la alcaldía accidental de
Santa Cruz de Tenerife, para la que fue nombrado en cinco de agosto de 1881.
Su
mujer, doña Evencia Costa de Grijalva, nacida, como queda dicho, en el puerto
de La Orotava,
se avecindó desde niña en la villa de Santa Cruz, lugar en el que su padre
ejercía como propietario de una escribanía pública.
Don José Crosa y Carbonell, abuelo paterno.
Podríamos
establecer el asentamiento de la familia Crosa en Santa Cruz de Tenerife, en
una fecha cercana a 1809, en que fija su residencia en las islas don José
Crosa, nacido en Cádiz y bautizado en el Sagrario de la catedral gaditana el
ocho de enero de 1784, hijo de don Ángel Crosa Isolabella, genovés, dueño de
una rica casa de comercio que operaba en aquella plaza, en la que también
ejerció como vicecónsul de Ragusa, y de su esposa, doña Catalina Carbonell y
Bueno, oriunda de Huelva [3].
Don José, huérfano desde 1804, hizo inventario y balance de los negocios de la
empresa denominada Ángel Crosa
en 1808, y con el capital resultante, tras una estancia de diversión en Génova
y Liorna, trasladó su casa al puerto de Santa Cruz, donde más tarde declararía
ante escribano
haber experimentado considerables atrasos el
establecimiento mercantil de Don José Crosa, ocasionados en gran parte por su
emigración a estas islas, en las cuales sufrió deplorables reveses hasta el año
de mil ochocientos treinta y dos, en que suspendió toda clase de giro y de
comercio; quedando desde entonces (conforme a un resumen que se hallará entre
sus papeles) reducido el capital del enunciado establecimiento aproximadamente
a la suma de un millón quinientos ocho mil ochenta y seis reales dieciséis
maravedíes vellón, consistentes en una finca y en créditos así en esta
Provincia, como fuera de ella [4].
A poco de su llegada, en 1815, desempeña ya la alcaldía de Santa Cruz, cargo
que volverá a ejercer, esta vez por elección, entre el once de septiembre de
1833 y el treinta y uno de diciembre de 1834. Fue asimismo teniente de
cazadores y capitán de voluntarios nacionales, compañía ésta última que había
financiado de su peculio. A este respecto dice don Francisco María de León:
También de aquella época [1820] fue el
establecimiento de la milicia nacional, que en realidad no llegó a estar en
auge y brillantez, sino en la villa de Santa Cruz, en la ciudad de Las Palmas, y
en tal o cual otro pueblo; pues en la mayor parte, sin armamento, sin
instrucción y sin que sus comandantes llegasen a sacrificarse con crecidos
gastos, como lo hicieron don José Crosa y don Francisco María de León y Romero,
en los dos pueblos citados, ni llegó a reunirse una sola vez, ni tampoco de
ello hubo ni habrá jamás en las islas graves faltas; por que en una provincia
en que las facciones, que a otras con frecuencia aquejan, son imposibles, todos
estos cuerpos no pasarán nunca de gravar al jornalero que se alista, y de dar
cuando más, como entonces sucedió, algún paseo militar a los pueblos inmediatos
[5].
Poco antes, en 1819, y por Real Orden de 26 de marzo, se dispuso el traslado
del Real Consulado Marítimo y Terrestre desde su sede, la vieja ciudad de La Laguna, que permanecía
adormecida en su fértil campiña, al próspero y mercantil puerto de Santa Cruz.
La resolución no hizo más que acrecentar las viejas rencillas entre ambas
poblaciones. Finalmente, y tras las dimisiones del prior del Consulado, don
Juan Próspero de Torres Chirino, y del segundo cónsul, don Ventura de Salazar y
Porlier, el primer cónsul, don José Crosa, aceptó presidir en funciones la
sesión que se celebró en Santa Cruz de Tenerife, el 22 de junio de aquel año,
convirtiéndose en el primer prior del Real Consulado, en su nueva etapa
santacrucera [6].
Don
José Crosa, individuo comprometido con la política local, obtuvo un acta de
diputado provincial en 1822.
El día once de marzo de 1858, otorgó testamento cerrado, que fue abierto
solemnemente el día 23 de septiembre ante el escribano don Diego Antonio Costa
y Carvalho, un mes después de su fallecimiento ocurrido el veintiuno de agosto
de dicho año. En el declara no conocer
otros parientes a no ser mi primo D. Luis Crosa, del comercio de Cádiz,
hijo de un hermano de mi venerado padre, a quien también crié y eduqué
conservándolo en mi compañía, desde el año 1800, hasta mi traslación a estas
Islas, sin que por eso haya dejado, durante nuestra dilatada separación, de
darme, no interrumpidas pruebas de afecto filial, extendiéndolas hasta
socorrerme en lo que puede en mis necesidades. Por tanto, le amo como a propio
hijo, fundando en él y en su protección la única esperanza que puedo concebir
acerca del porvenir, de los desventurados huérfanos [...] a los que amo con la
mayor ternura por ser acreedores de ello, en cuyo concepto se los recomiendo,
en este momento supremo, suplicándole bañado en lágrimas, les sirva de padre,
protegiéndolos y proporcionándoles una carrera, o medios decorosos de
subsistir, especialmente al desvalido Ángel, que con nada cuenta en el mundo;
aún cuando por otra cosa no sea, a lo menor, en memoria de mi buen padre, quien
en circunstancias idénticas le dispensó igual beneficio de aquel que ahora
reclamo de su cariño y amistad a favor de dos seres desventurados y desvalidos,
dignos de su aprecio [...].
Declaro además, consistir en la actualidad, los
restos de mi cuantiosa fortuna y caudal en las fincas, créditos, acciones y
derechos de mi propiedad que me pertenecen; cuya legitimidad y procedencia
aparece y consta en mis libros de comercio, así de Cádiz, como de esta Plaza;
en mis demás papeles y correspondencias; en varias obligaciones y expedientes
existentes en mi escribanía o despacho, en la alacena de mi librería y entre
mis otros papeles y, finalmente, en los diferentes expedientes que promoví y se
encontrarán archivados en las escribanías de esta capital y, esencialmente, en
la del extinguido Tribunal del Real Consulado de esta provincia [...].
Por último declaro ser vicecónsul del Imperio del
Brasil en estas Islas, desde el año 1837 con imperial nombramiento y [...]
execuator de S. M. Católica; en cuyo concepto debo manifestar quedan en el
archivo correspondiente los diplomas, correspondencia, libros y demás papeles
relativos a dicho consulado, advirtiendo que los sellos, láminas, escudos,
cuadros, libros, etc, son de mi propiedad particular, habiéndolos costeado sin
recibir abono alguno por este respecto; en cuyo caso se hallan iguales enseres
relativos al consulado de Portugal, que también corrió a mi cargo hasta
mediados de este corriente año por cuya razón, serán estos, unos de los objetos
de que deberán tomar posesión mis herederos.
Muero en paz con los hombres y conmigo mismo, llevando
a la tumba la íntima convicción de haber llevado todos mis deberes, no haber
hecho mal a nadie, no haber cometido acciones que desmientan mis antecedentes y
buena educación recibida y aunque podría quejarme de las personas, a quienes
más favorecí en la prosperidad, por haberme correspondido con la más pérfida
ingratitud, las perdono, rogando a Dios, los preserve de los perjuicios y
disgustos que me ocasionaron.
A mis idolatrados hijos [...] únicos objetos de mi ternura, les bendigo
y abrazo con toda mi alma en este momento supremo. ¡ Ojalá mis fervientes
súplicas alcancen que el Todopoderoso no los desampare y derrame sobre ellos
todos los bienes y felicidades que les desea mi corazón paternal. ! Hijos míos,
el mayor y más amargo dolor que llevo al sepulcro, es separarme de vosotros y
la posición desgraciada en que os dejo; por que os amo como lo merecéis, esto
es con toda la vehemencia de mis facultades [...].
Mediante estar nombrado Agente Comercial del Imperio
del Brasil en estas Islas, mi hijo [...] D. Ángel Crosa, con facultad de
desempeñar las funciones de cónsul del mismo Imperio, en mis ausencias,
enfermedades y demás casos que puedan ocurrir, como consta de imperial diploma
y de Real Orden del gobierno español, existentes en estos archivos consulares,
deberá el enunciado D. Ángel, a mi fallecimiento, hacerse cargo del insinuado
archivo y de todo cuanto corresponde al citado consulado, despachando y
autorizando todos los negocios que ocurran, hasta tanto que el gobierno
imperial designe a la persona que haya de encargarse de ello, mediante el
inmediato aviso de mi muerte, que se le deberá dar, como igualmente a las
autoridades superiores de esta provincia.
Don José Crosa, el que fuera acaudalado comerciante, falleció en la
incertidumbre de que sus herederos lograran percibir el importe de los
numerosos créditos que se le adeudaban, algunos de los cuales daba ya por
incobrables. En el testamento se inserta un extenso inventario de sus
propiedades y otro en que describe los bienes muebles y el menaje que se
encontraba en su casa de la calle de La Marina.
Nombró albaceas a su primo don Luis Crosa y Nuche y a su amigo don Bartolomé
Cifra y fueron testigos del acto de otorgamiento de sus últimas voluntades don
Miguel de Cámara, quien firmó en su nombre, por tener la mano derecha rota; don
Matías y don Carlos Guigou; don Francisco Noda; don Francisco Estrello; don
Romualdo García-Panasco y don Manuel Sansón y Tapia. Dejaba por universales y
únicos herederos a sus dos hijos don José y don Ángel Crosa [7].
Doña Juana Jorge y Castellano, abuela
paterna
Poco sabemos de doña Juana Jorge y Castellano,
quien debió morir muy joven. Había nacido en Santa Cruz de Tenerife en 1811,
hija de don Gregorio Jorge y Castellano, de la misma naturaleza y bautizado en
la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Concepción el treinta
de noviembre de 1778, y de su mujer, doña María Antonia Castellano López,
fallecida el veintiséis de enero de 1833. Entre otros hijos, tuvo también el
matrimonio a doña Margarita Jorge, mujer del comerciante catalán don Agustín
Guimerá y Fonts, y madre con él, de uno de los canarios más célebres en el
ámbito de la cultura española y, en particular, de la literatura catalana: don
Ángel Guimerá y Jorge [8]. Los abuelos paternos de doña Juana Jorge fueron don
José Antonio Jorge y Pérez-Corona, nacido en La Victoria de Acentejo, y
doña Josefa María Castellano Perera, natural de San Cristóbal de La Laguna. Los maternos,
don Domingo Castellano Albertos y doña Antonia del Rosario López, ambos
naturales de Güímar.
La
familia Jorge procedía, como queda dicho, de La Victoria de Acentejo y,
originalmente, del pueblo de El Sauzal, donde se había establecido, procedente
de Portugal, Salvador Jorge, quien casó en su parroquia el seis de octubre de
1619, con Francisca González, probablemente también de ascendencia lusitana.
Los Castellano, vinculados al valle de Güímar, y los términos adyacentes de
Arafo y Candelaria, descendían del conquistador Guillén Castellano y por sus
alianzas con los linajes de apellido Albertos y Marrero, de los primitivos
pobladores, entre los que se encontraba el régulo de Abona.
Don Diego Antonio Costa y Carvalho,
abuelo materno
Don Diego Antonio Costa y Carvalho vino al
mundo en Santa Cruz de Tenerife y fue bautizado, en la parroquia de Nuestra
Señora de la Concepción,
el día ocho de septiembre de 1800. Sus padres, don Bonifacio Diego Costa y
Payant y doña Dominga Carvalho de Ocampo, habían casado en dicha iglesia el día
veintiocho de diciembre de 1797. Fueron sus abuelos paternos el capitán de
marina don Andrés Costa y Costa, natural de la república de Génova y doña
Bárbara Payant, nacida donde su hijo, de padre marsellés y madre oriunda de las
islas de Gran Canaria y La
Palma.
Don Diego Costa, así llamado, pues rara vez usaba su primer nombre, era marino
de profesión y en calidad de segundo piloto, participó junto a sus compañeros
don Nicolás Franco Cordero, don José Agustín García y don Juan de Herrera, a
las órdenes del alférez de fragata y capitán de puerto don Carlos Adam, en la
defensa que Santa Cruz opuso al ataque naval de la escuadra inglesa al mando
del contralmirante Nelson de Nilo en julio de 1797, encargados del manejo de los cañones violentos, desempeñando bien sus
respectivas obligaciones, según se desprende de la propuesta de
ascensos elevada al secretario de la guerra por el comandante general don
Antonio Gutiérrez, en catorce de diciembre de aquel año [9]. Luego proseguiría
su carrera, llegando a ocupar la capitanía de puerto del de Santa Cruz de
Santiago de Tenerife. Doña Dominga Carvalho, quien a pesar de escribir su
apellido con la grafía portuguesa, era descendiente de franceses establecidos
en La Laguna,
volvió a casar, una vez viuda, con el también capitán de mar don José Joaquín
de Iturzaeta, pasando a vivir al puerto de La Orotava, donde su marido
ejercía el empleo de subdelegado de Marina.
Don Diego Antonio Costa y Carvalho, como ya se ha dicho, era propietario de una
escribanía en Santa Cruz de Tenerife, donde se estableció con su esposa doña
María de los Ángeles de Grijalva y Emeric, después de una larga estancia en
Filadelfia.
Doña María de los Ángeles de Grijalva y
Emeric, abuela materna
Doña María de los Ángeles de Grijalva y
Emeric, nació en el Puerto de La
Orotava, lugar en cuya parroquia de Nuestra Señora de la Peña de Francia habían casado
sus padres, don Pedro Grijalva de la
Porta y doña Josefa Emeric Lenard, el día nueve de noviembre
de 1795.
Su abuelo paterno, don Pedro Miguel de Grijalva e Ibáñez, bautizado en
Fuenmayor, de La Rioja,
el día nueve de octubre de 1745, fue contador principal de Pósitos y Alhóndigas
y administrador de la Real
Renta del Excusado. Obtuvo una carta ejecutoria de
amparamiento de nobleza en Madrid, el once de octubre de 1758, a los trece años
de edad, y vino a la isla en calidad de administrador de la Hacienda de los Príncipes
de Ásculi, situada en Los Realejos.
Casó en Los Remedios de San Cristóbal de La Laguna, el diecisiete de agosto de 1773, con doña
Ana de la Porta
y Castejón, hija de M. Jean de Saint André de la Porte y de doña María
Vizcaíno Castejón y Mucso, en cuyas ascendencias se enlazaban familias vascas,
genovesas y andaluzas.
Doña Josefa Emeric y Lenard, fue hija del matrimonio formado por el doctor Jean
Emeric Chauvín, médico de la armada francesa, natural de Tolosa, establecido
definitivamente en el Puerto de La
Orotava, y doña María de la Encarnación Lenard
de Echimendi, cuyos padres, el teniente capitán don José Lenard y Beron [10], y
doña Josefa de Echimendi y Salazar de Frías, eran naturales de Dublín y La Laguna, respectivamente y
la doña Josefa, descendiente de vascos, portugueses y flamencos.
Diego Crosa y Costa: Un guanche
magistralmente encuadernado a la inlgtesa
Hemos abusado de la paciencia de nuestros lectores, con este largo preámbulo
genealógico, con el único fin de establecer los orígenes raciales de Diego Crosa y Costa. En
cifras, podemos añadir, que sus padres eran canarios, como lo eran también tres
de sus cuatro abuelos, el otro, gaditano. De los ocho bisabuelos, uno era
genovés, otro andaluz y seis canarios. Entre los dieciséis terceros abuelos,
encontramos tres genoveses, dos andaluces, un francés, un riojano y nueve
canarios y, finalmente, en la lejana serie de los treinta y dos cuartos
abuelos, un frondoso árbol incluye trece canarios, seis genoveses, cinco
franceses, cuatro andaluces, dos riojanos, un irlandés y un vasco.
La encuadernación
de Diego Crosa, podría parecer inglesa, pero las tripas del libro de sus
orígenes, estaban llenas de referencias a otras muchas nacionalidades.
Zamacois, con los prejuicios frecuentes en la actitud de muchos viajeros
europeos, estaba dispuesto a encontrar en las islas las maneras más toscas y
rudimentarias. No es de extrañar que al conocer a un prototipo de perfecto caballero, le adjudicara la
finura de su trato a la educación inglesa.
También es cierto que el contacto frecuente y secular con la amplia colonia
británica establecida en el archipiélago, hizo que muchas de sus costumbres se
integraran en los hábitos de la burguesía canaria, produciéndose una suerte de
amalgama en los modos, que hace extremadamente difícil distinguir dónde
comienzan o acaban las influencias mutuas.
Uno de esos ritos sociales, compartido por ingleses e isleños, es el consumo
frecuente de whisky, bebida que
en las islas se toma en compañía, con hielo y agua de soda, despaciosamente.
Nada turba su elegancia interior; y el whisky en su boca se hace donaire
y madrigal. Ni un solo momento la luz de su inteligencia parpadea; es como si
su conciencia -toda su conciencia- fuese una brújula. Yo juraría que tras una
noche báquica, nadie en el frac de este hombre encantador ha visto una
mancha... escribe Zamacois en su Silueta del artista.
Es
posible que el poeta Emeterio Gutiérrez Albelo tuviera presente a Zamacois
cuando escribió, en 1954, este soneto [11]:
Epitafio A Diego Crosa
Rebosante de whisky su tintero,
y su pluma, de humor siempre cargada;
alma guanche en un gentleman grabada,
siempre a golpes de artista verdadero...
Periodista, pintor, mimo y coplero,
él nos deja una crónica rimada,
un fulgor de postal iluminada
y un perfil de canario romancero.
Del vivir quiso hacer una pirueta.
Confundió a Dioscorilla con Mussetta;
y a través de su amable juglaría
-a que nunca causó pena ni agravio-
siempre supo tener a flor de labio
una loa, un piropo una folía.
Con ocasión del homenaje que se le tributó en el Teatro Guimerá en 1934,
escribió el poeta Manuel Verdugo otro soneto dedicado a Diego Crosa en el que
destaca, como lo hacen todos cuantos le conocieron, a la par de sus cualidades
artísticas, y su esmerada educación, su notoria predilección por el agua de
vida escocesa [12].
Admirable don Diego de noche... y de día:
no nací para divo, y de veras lo siento,
porque fuera oportuno, llegado este momento,
cantarte un homenaje con aire de folía;
mas recibe esta ofrenda, humilde por ser mía...
En catorce renglones manifestar intentomi devoción
por tu arte, fina gracia, talento
y por lo que hoy es raro: tu afable cortesía.
Ahora, en público, debo revelar una cosa:
que tu tinerfeñismo lo pongo en duda, Crosa;
pues a pesar que al Teide y hasta el gofio cantaste,
y el culto a lo canario que toda tu obra encierra,
nunca te ví en salones bailar el tajaraste
¡y prefieres el whisky al vino de la tierra!
El propio don Diego contribuía a su bien ganada fama de bebedor de whisky, en confesiones como ésta:
Un buen día fui nombrado nada menos que mantenedor en una fiesta literaria, homenaje a la mujer. Celebrábase en la capital de una de las islas más hermosas del archipiélago y como, según malas lenguas, algunos de los oradores que actúan en estos espectáculos suelen cobrar sus pesetillas, recibí un telegrama de la comisión diciéndome: Indique precio discurso. A lo que contesté, lacónico: Botella whisky escenario. Y agradecidos a mis desprendimiento y modestia, recibiéronme como a diputado que visita el distrito: disparos de cohetes, música, comisiones, y después de Mantenedor, mantenido, porque me trataron a cuerpo de monarca, pasando unos días deliciosos, inolvidables. Banquetes tras banquetes; hoy una jira, mañana una playera; hoy un brindis, mañana cuatro. Enronquecido y maltrecho, descansé al tercer día, preparando mi discurso en asonantes endecasílabos y mi garganta con corifina para salir airoso de la empresa...
Señoras y señores: permitidme
que busque en este aprieto una defensa,
no se expresarme en prosa, fue la rima
la vestidura usual de mis ideas
y con ella preséntome en este acto
de exaltación a la mujer isleña.
A la noche siguiente de mi... éxito, recibo la visita
de una comisión aldeana: la señora del alcalde, la maestra y un buen cura
rechoncho y sin afeitar. Éste fue el que habló primero: Como usted es tan
caritativo, sabio y complaciente, venimos a pedir su valiosa cooperación en una
fiesta de caridad que tenemos organizada: sinfonía por un sexteto; un coro de
alumnas con trajes del país, y un discurso de la maestra, también con traje.
-Tendré sumo gusto en asistir...
-Gracias, pero... como usted sabe otros cobran y queremos saber... somos
muy pobres... ya usted me entiende...
-Entendido; pregunten lo que he cobrado anoche en la capital y lo mismo
cobraré a ustedes.
Y me lucí en la fiesta, presentándome en un diminuto
escenario, al fondo de un salón repleto de gente aplaudidora y agasajadora.
Benahoare, Benahoare,
la libertad te robaron;
ya de tu rey la corona
cayó al suelo hecha pedazos...
Y yo también me caí, pues aunque la leyenda era
triste, el público se reía a carcajadas mientras yo, creyendo que el presbítero
hacía burlas a mi espalda, volví la cabeza y me encontré, en medio del
escenario, sobre una mesita con tapete rojo, un Apollinaris y...
la botella de whisky.
- ¡Son mis honorarios, señores...!
- Y se acabó la leyenda y luego, el whisky [13].
Leoncio Rodríguez, compañero en tantas aventuras literarias y editor de varios
de los escasos libros
impresos
del poeta, en el Perfil de Diego Crosa, que publicó en su periódico La Prensa,
en agosto de 1950, relata la anécdota siguiente:
Crosa, como todos sabemos, tuvo siempre su doble: la
copa de whisky. Donde él se hallaba, solía estar siempre un frasco de la rubia
bebida escocesa.
Tales antecedentes dan más relieve al caso que vamos
a referir.
Crosa y Manuel Verdugo, contrariando sus hábitos de
poco o nada madrugadores, se habían dado cita una mañana en las afueras del
Círculo Mercantil, junto a una de las lujosas tiendas de los Indios. Iban a
ejercer sus funciones de jurados en un concurso literario organizado por el
Taller Patriótico que dirigía don Pelayo López y Martín Romero. Puntuales al
encargo, procedieron al desempeño de su cometido, bastante difícil por el
copioso número de trabajos y poesías presentados al certamen, y ya bastante
después de las dos de la tarde dieron fin a su laboriosa tarea. Redactaron el
acta correspondiente y ultimado el dictamen correspondiente, hicieron sonar los
timbres para llamar al conserje, y como nadie les respondiese no oyeran rumor
alguno en los vastos salones del Círculo, optaron por retirarse tras larga
espera.
Dejaron los papeles sobre la mesa y encima de ellos
colocaron una cuartilla, que ambos redactaron, con el siguiente texto:
Pelayo:
es extraña cosa,
estando
en pleno verano,
tener
a Verdugo y Crosa
juzgando
versos y prosa
como
jueces de secano.
Los dos poetas, sin decir palabra, marcharon a un
café inmediato -creo que al Cuatro Naciones-; pidieron unas copas de whisky, y
ordenaron al mozo que pasara la cuenta al Taller Patriótico.
Al fin apareció don Pelayo López, medio consternado, y
todo se arregló amistosa y satisfactoriamente,
pagando los whiskys.
Su íntimo amigo Ramón Gil-Roldán, creía saber distinguir entre las dos
personalidades de Crosa; por un lado, Crosita,
la figura popular que mantiene el tipo a toda costa, el arquetipo de bohemio
seductor y mundano, por el otro don Diego, el caballero que sobrelleva, a duras
penas, una vida llena de economías y disimulada pobreza. Y de ambos habla en
este soneto, leído en el homenaje que se tributó al poeta en 1934 [14]:
Yo se lo que es Crosita y lo
que es Diego Crosa.
Crosita es risa clara que
todo lo consuela;
coplero
de la broma y de la bagatela;
poeta
de alma triste y de parla jocosa.
Su
alter-ego, don Diego, es más
donosa cosa.
Es
la tierra canaria, toda luz de acuarela;
Clavileño
o Pegaso que sin espuela vuela,
alado,
igual que el águila y que la mariposa...
Por
el bien que has sembrado en el surco labrado
de
esta tierra bendita, por cuanto te ha inspirado
y
cuajaste en tus coplas ardidas de emoción.
Que
la mujer canaria te ofrezca palpitante
la
impoluta blancura de nieve del semblante
y
el fuego que crepita dentro del corazón.
De
estos dos don Diego, nos habla Zamacois, describiéndole como de mediana estatura, enjuto, flexible, prodigiosamente
dotado de esa cualidad victoriosa que en la jerga de bastidores se denomina don
de público, este hombre calvo, de ojos apicarados, de labios finos, a la vez
hilarantes y amargos, y de manos pulidas, hubiera sido, a proponérselo, un
actor excepcional, transformista o caricato, a lo Frégoli o a lo Paravicini;
porque él, antes que el retrato de una persona ve su caricatura. Más que en su
obra, a Diego Crosa conviene estudiarle a través de su propia vida -que ya va
siendo larga-, y en la cual, como en los almanaques de pared, todos los días
hay una anécdota y una sonrisa. Su espíritu, asombrosamente polifacético,
conoce, si no el soplo -siempre algo triste- de la verdadera inspiración, sí
todas las muecas y piruetas de la gracia. Según las circunstancias lo
dispusieron, Crosa acertó a ser dramaturgo aplaudido, o caseur amenísimo, o
periodista de caudal vena cómica, o poeta autor de romances y de folías, que
hoy, en todas las islas del archipiélago canario, se canta de memoria. Posee,
además, la capacidad de improvisar en verso, sin tropiezos ni fatiga, durante
horas; baila bien; hace juegos de manos, y, sin saber idiomas, remeda con
sorprendente exactitud tipos de todos los países. En los banquetes, a la hora
ruidosa y feliz de la sobremesa, la presencia de Crosa es indispensable. Si no
está allí -casualidad inverosímil-, se indaga su paradero; se le llama por
teléfono; se le envía un automóvil para que vaya enseguida; y cuando aparece
-porque siempre aparece- en el comedor resuena un aplauso. Mundano, locuaz,
campeón en el arte de la réplica, reparte sonrisas y apretones de manos; acepta
cuantas copas de champagne se le ofrecen... -acaso por su propia iniciativa se
sirve alguna- y en seguida el rostro afeitado le resplandece, y es como si su
alma, vestida de cascabeles, se hubiese bañado en la alegría de todos. Entonces
inventa farsas, se sienta al piano, imita tipos; sus parodias de la mistress
que canta, y la del virtuoso alemán, son dos caricaturas ejemplares.
Pero el novelista concluye su retrato destacando la faceta de artista plástico
de Crosa, más allá de su labor literaria, de la que apenas pudo tener
conocimiento, dado que, en la fecha en que se conocieron, poco, muy poco, había
publicado el poeta. En la mocanera,
Leyenda canaria, en 1903. Las comedias de costumbres Isla adentro y Senderos, impresas en 1910
y 1923 respectivamente, año este último en que dio a la estampa la primera
entrega de sus Folías [15].
Ciertamente no era una obra -por lo escueto de su volumen- sobre la que el
escritor pudiera emitir un juicio sin arriesgarse en extremo. No tuvo Diego
Crosa la fortuna de ver sus obras editadas en libro. Una segunda edición de Folías y algún que otro folleto
autobiográfico, el resto permaneció inédito o disperso en revistas y
periódicos. Tal es el caso de Romancero
Guanche, una de las piezas literarias que, probablemente, haya
padecido más intentos frustrados de publicación, en lo que a la segunda mitad
del siglo XX se refiere.
Estas cualidades, puramente episódicas, del hombre de salón,
sirven de disfraz -prosigue Zamacois- a un gran pintor. Diego Crosa -y esto los ingleses y los yanquis lo
saben bien- es un maestro de la acuarela. Los paisajes tinerfeños, bañados en
una lumbrarada cegadora de luz tropical, hallaron un reflejo exacto en la
paleta de este artista. Crosa quiere a su tierra, y su devoción le ayudó a
sentir la policromía ardorosa de los campos canarios, donde hay ocres y verdes
que el mago del color -Joaquín Sorolla- calificó de inaccesibles, y el
recogimiento de las pequeñas ciudades: La Laguna, La Orotava, Puerto de la Cruz, Icod, Tacoronte,
Garachico...; y de las montañas, la poesía lejana y azul. Su inspiración
apreció bien el silencio de las calles desiertas, plenas de sol, en las que
nunca falta un paredón blanco sobre el que parece desangrarse un rosal; el
misterio conventual de los viejos balcones, con sus celosías, que les dan un
aspecto de confesionarios; la reciedumbre de las clásicas puertas de cuarterón;
el dolor de una torre rota... o de una carreta abandonada junto a un camino...
Este es su mérito: haber ido más allá del color y de la línea; haber descendido
al alma de las cosas; haber oído lo que dicen las cosas que no
hablan, y ver cómo se aleja de nosotros,
como nos dice adiós... lo que no se mueve...
La realidad es que don Diego Crosa, que informaba en sus tarjetas de visita del
exótico cargo de vicecónsul del Brasil, quizás más por haberlo heredado, que
por la rentabilidad del mismo, pasa apuros económicos con la dignidad y el
humor que la clase social a la que pertenecía convirtió en tópicos. Su gran
amigo y benefactor, don Anselmo J. Benítez, fue la frecuente víctima en estos
delicados momentos, proveyéndole de los útiles necesarios para la realización
de sus acuarelas y pinturas, procedentes de su imprenta, que era también
librería y almacén de objetos de escritorio, abierta al público en la calle de
San Francisco números 6 y 8. De su correspondencia, parte de la cual se
custodia en la biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife, hemos
entresacado algunos fragmentos:
A un alcalde moreno y magnánimo.
Con la falta de dinero
porque estoy atravesando,
es mi apuro verdadero
y estoy de ti, abusando.
Es el caso, caro amigo,
que ahora tengo que pintar
(con franqueza te lo digo)
algo que voy a ... cobrar.
Y hoy te molesto otra vez,
pues para hacer maravillas
con qué engañar a un inglés,
necesito: dos pastillas.
En otra misiva le propone el cambio de un boceto por materiales para pintar,
algo que constituye el motivo central de casi todas ellas, y le dice:
Amigo Anselmo:
Siguiendo el sistema de Don Santiago Verdugo respecto
al libre cambio para la destitución de la moneda, fuente de toda prosa; te
envío un pequeño boceto, de un cuadro que pintaré algún día; si crees que algo
vale quédatelo y dame a cambio unas pastillas de colores (acuarela) de esas que
usan los delineantes, no haciendo omisión del azul Prusia que es el que más
agradecería. Filpes no tiene
colores ahora, más no es solo por eso mi
cambio sino que Crosa no tiene dinero tampoco. Gracias anticipadas. Crosa.
En una carta rimada, vuelve a solicitar a su amigo que le proporcione papel,
conservándose por fortuna la divertida respuesta de don Anselmo:
Mi buen amigo Benítez
vulgo Anselmo:
es el último sablazo
que te doy, en este duelo,
y sólo por que resulte
pasadero,
te lo voy a dar, Benítez
casi en verso.
Hoy más papel necesito,
no es para el número ciento,
que es para copiar romances
que les dejaré a mis nietos.
Dispensa tantas molestias;
no hay remedio,
sin tu ayuda, o lavativa,
no soy hombre de talento.
Crosita
Mi buen amigo Crosita,
vulgo Diego,
no me siento del sablazo
que me das en este duelo,
y puesto que me resulta
pasadero,
te lo devuelvo Crosita
casi en verso.
Este papel tan bonito
ni es para el número ciento,
ni para copiar romances
que le dejes a tus nietos;
pues lo vendo
sin tu ayuda o lavativa
¡Oh gran hombre de talento!
Por último, y como una muestra más de su precaria situación económica,
transcribimos los párrafos finales de otra de sus peticiones de intercambio, en
la que abiertamente le comunica a Benítez: y
me mandará la aludida pastilla ( y no de menta) quedándose con el apunte y
hasta pidiendo otro, si poco parece, como recuerdo de la ingeniosa manera de
pedir de que se vale el pobre (esto de pobre lo digo en serio) pintorcillo su
amigo Diego Crosa. P. D. Este es un bonito documento para cuando se escriba mi
biografía. Vale.
Diego Crosa vive con sus hermanas solteras, Adela y María. De los varones,
Ángel y José, nos informa Leoncio Rodríguez, en el ya citado Perfil: Antes que Diego, fallecieron sus dos
hermanos, también nombres destacados en la sociedad santacrucera. Ángel,
secretario del Ayuntamiento, modelo de laboriosidad y competencia, serio y
cumplidor de sus deberes profesionales, que antes había sido regidor municipal
con Schwartz, Trujillo y otros de la minoría liberal, y animador con Néstor de la Torre, Ledesma, Cabrera
Topham, Hardisson (don Rafael), etc., de varias empresas artísticas y
teatrales, aparte de su fecunda gestión como inspector y reformador del Teatro
Guimerá -la artística bombonera, como la llamaba una gran actriz-. Y Pepe
Crosa, el más bohemio, pero no menos genial de los tres hermanos: músico
inspirado e indolente, compositor de zarzuelas regionales y director de la masa
coral Santa Cecilia, que agrupaba toda la flor y nata de la juventud
santacrucera, y cuyas audiciones populares en la Plaza del Príncipe (entonces
Alameda de la Libertad),
aún se recuerdan con entusiasmo.
Cómo músico y compositor, contaba además con un
brillante historial. Su Te Deum, compuesto para las fiestas del Centenario de la Conquista, obtuvo un
premio en el concurso de la Sociedad Económica, y fue interpretado por una
gran orquesta en la
Parroquia Matriz; su arreglo de los Cantos Canarios y su
Sueño de un niño para orfeones, merecieron igualmente elogios de la crítica
musical, y entre otros señalados triunfos, uno de los últimos fue su obra de
conjunto para orquesta y voces sobre motivos de las Folías, que le fue
premiado, junto con otra de Juan Reyes Bartlet, en la fiesta organizada por La
Prensa.
[...] Con Pepe Crosa perdió Tenerife un compositor de
fibra y de vocación, digno secuaz de nuestro malogrado Teobaldo Power, el feliz
recopilador de las melodías de la tierra en sus maravillosas páginas de los
Cantos Canarios, por nadie superadas. Y perdió a la vez la ciudad, con la
silueta triste y melancólica de Pepe Crosa, tan huidizo y huraño, el primer
noctámbulo de Santa Cruz. Contra su bohemia y su flema fracasaron siempre los
alcaldes que intentaron implantar un nuevo horario municipal. ¡Tal era de
inconmovible e invulnerable contra todo lo que perturbase su manera de ser!
La obra pictórica de Diego Crosa -lo mismo sucede con su producción literaria-
permanece prácticamente inédita. Dispersa en infinidad de colecciones
particulares, la mayor parte de ella se encuentra fuera de la islas y en
paradero desconocido, lo que dificulta notablemente su estudio y catalogación.
En sus Confesiones e intimidades
[16], dedica un capítulo a su actividad plástica que titula Yo, pintor:
Y de milagro, pues no hice más estudios en mi niñez
que iluminar estampas; de jovenzuelo, con un block y lápices, tomar apuntes del
natural, y más adelante, algunos escorzos. Todo esto fuera de la Academia del Municipio,
porque de ella me expulsaron por inútil o por no someterme al método de
enseñanza que aún ¡santo Dios!, se sigue en ella. ¿qué gana un discípulo con
pasarse horas y horas copiando, pacienzudo, al creyón y al difumino, lo que
llaman la muestra? ¿No es mejor muestra el natural? A este sabio maestro que
gratuitamente me dio lecciones, debo el pintar como pinto, a mi manera, por
intuición o por osadía. Primeramente me dediqué al óleo, sin lograr vender los
paisajes, y después a la acuarela, porque este género gusta más en mi mercado
londinense.
Como pintor hiciéronme todos la competencia, pero en
la busca y captura de compradores, ninguno. Ni el propio Meifrén cuando vino a
Tenerife.
-¿Me acompaña a la famosa Orotava? -díjome amable-. Quisiera vender en
el Taoro algunos cuadros...
-Si va conmigo lo dudo, porque los turistas de invernadero prefieren mis
balcones y buganvillas. Además, no hay inglés que aumente su equipaje con un
cuadro al óleo. Un apunte mío lo mete en la maleta.
Y riéndose de mi inmodestia, añadió:
-Acompáñeme, y a luchar...
-Gustosísimo; pero cada uno por su lado y con su procedimiento de venta.
Y el insigne Meifrén llegó al Taoro en un coche de
lujo y yo en un humilde simón. Al repique del gong, para la cena, se presentó
en traje de pana, con un bosque de pelos en el rostro, y yo de smoking,
rasurado como cura en domingo. Pidió una Marqués y yo una Viuda... y ya en hall, sus paisajes expuestos... a no venderse, y en manos
de una delgada miss, heredera del pez de más libras, una water-colour con galante dedicatoria mía.
-Ésta es la acuarela que pierdo todas las temporadas -dije aparte a
Meifrén-, aunque en verdad no la pierdo porque la agradecida me hace la reclame
para salir de las demás. ¡Benditos ingleses que con sus guineas pagan los otros
que me persiguen!
Al día siguiente, Meifrén descolgaba sus lienzos, y
yo, fingiéndome furioso con el manager por vender, sin permiso, mis acuarelas.
Zamacois concluye su evocación sobre la personalidad de Diego Crosa, con estas
palabras:
De su arte, verdadera vocación de su espíritu, Diego
Crosa habla poco. Como obedeciendo a la consigna de ser ameno, prefiere reír,
explicar frivolidades agradables; y, conversador, astuto, sólo demuestra
preocuparse de lo que interesa a los demás. De ahí la estela de simpatía que
deja tras de sí. En Buenos Aires, en New York, en Londres..., ¡en cualquier
parte! He encontrado siempre alguien que me haya dicho: Si ha pasado usted por
Santa Cruz, conocería usted a
Crosita...
Este es su segundo gran triunfo: perdurar en la
memoria de los errantes, tan acostumbrados a olvidar; tener afectos en muchos
países, sin haber salido apenas del suyo; y sin haberse molestado en
entrevistar a nadie, ser amigo y poseer retratos dedicados de todos los
artistas, de todas las cupletistas, de todos los políticos... -a éstos les cito
adrede en tercer lugar- que pasaron junto a él.
Ágil, risueño, cordial, pronto a servir, dispuesto a no acostarse,
eternamente mozo, Diego Crosa lleva en el corazón una estudiantina.
Su popularidad, reconocida de forma unánime, le hizo acreedor a varios
homenajes. De uno de ellos, celebrado en el Círculo de Bellas Artes de
Tenerife, el miércoles diez de junio de 1942, fueron publicadas unas páginas
leídas en aquel acto por José Manuel Guimerá [17]. El fino ensayista y poeta
comenta la ya larga trayectoria vital de Crosa, en los siguientes términos:
[...] La obra de Diego Crosa, que dijimos era dación,
es también diversidad y desparramamiento. Pero el arte es unidad y todo artista
siente su imperiosa exigencia. En el alma de Diego Crosa, tan sencilla, tan
llena de evocaciones, ¡ qué de ideas sin cristalizar, se adivinan; qué de
posibilidades sin cuajar; qué de propósitos en germen! Y todo este mundo de
cosas non-natas que él ha sentido dentro, ha de nimbarlo interiormente de
tristeza. Pero esto la gente no adivina porque él, elegante siempre consigo y
con los demás, hizo florecer una sonrisa. Y eso es lo que los demás han
apresado [...].
Bien hubiera querido el Círculo de Bellas Artes ornar sus paredes con
cuadros y dibujos de Crosa, reflejos de sus momentos consagrados al encanto del
solar isleño; darle a brazadas flores de sus campos; en recuerdo de sus
intervenciones para asilos y hospitales; regalar más vuestros oídos con sus
cantares y romances donde respira, amorosa, un poco fatalista y triste, como
ella es, el alma canaria; pero en esto, como casi siempre en la vida, el deseo
generoso y los caminos dela realidad marcharon divergentes. Al fin de esta
tarde oiréis tres composiciones de su Romancero guanche, ese Romancero que él
no puede publicar y que otros debieron hacerlo. Sin pararme a considerar si es
o no oportuna la observación, vean las corporaciones, vean sus amigos
pudientes, si es momento de dar concreción en las páginas de un libro a estas
canciones que exaltarían al pueblo isleño aborigen, al tiempo de exaltarle a él
en su obra de paciencia y belleza.
Ha sido necesario el transcurso de sesenta lentos años, para que el deseo de
José Manuel Guimerá, y de tantos otros, se viera realizado.
El doce de octubre de 1954, como consecuencia de una iniciativa alentada por el
Círculo de Bellas Artes de Tenerife, se inauguró el monumento a Diego Crosa en
el parque municipal García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife. Tras algunas
controversias relativas a su propia morfología, entre las que destacó la
actitud que defendía don Sebastián Padrón Acosta que, aceptando que en él
debiera figurar la cabeza de Diego Crosa que había moldeado Nicolás Granados,
la cual consideraba una verdadera obra de
arte, se negaba, y no sin razón, a que se le añadiera el busto del
que carecía, y que se pretendía fuera de mano de otro artista. No prosperó, sin
embargo, la acertada observación del culto sacerdote, y la cabeza fue
incorporada a un busto, obra, al parecer, de Benito Oliva.
El de Nicolás Granados es hoy un nombre que pertenece al olvido. Constiruye uno
de esos casos de injusticia que se prodigan en el ámbito de la historia del
arte. No obstante, fue un artista reconocido en su época y, desde luego, un
magnífico escultor. Antonio Martí publicó en El
Día, el diecinueve de julio de 1981, unas redondillas alusivas a
Granados, su estudio y la tertulia que en él tenía lugar, y que no podemos
dejar de reproducir como nota de color que ilustre el reportaje gráfico que
publicamos, en el que Crosa y Gil-Roldán beben sendas copas de whisky mientras
sus alter-ego de arcilla, enfrentados dialogan.
¿El estudio de Granados? Total, nada:
una casa chiquitita
con granito artificial en la fachada.
Un tabique de madera machihembrada.
Un despacho. Una salita.
Andamios de madera con muestrarios
de piedras. Una figura.
La cruz de una sepultura
y un adorno funerario
Plumas, lápices, pinceles...
Un armario en un testero.
Tras el armario, un sombrero
y unos rollos de papeles.
La entrada era por el taller de marmolista. Luego, el tránsito del
taller al estudio...
La puerta. Dos escalones.
Y, después, ¡qué maravilla!
Un cuadro sobre una silla
y esculturas a montones.
Aquí, una mano de yeso,
que finge, al paso, un saludo.
Más allá, un seno desnudo
Pidiendo, a gritos, un beso.
Entre bustos alineados,
algún cuadro se intercala.
Estamos en la antesala
del estudio de Granados.
Todo era confusión, desorden, y muestras de arte en mil detalles
diferentes. Era el paso del trabajador al artista.
Después, el estudio en sí.
Mucha cosa en poco espacio.
Pero vayamos despacio
para ver lo que hay aquí.
Unos sillones. Un piano.
Un pañolito. Una jarra.
Una flor. Una guitarra.
Una mesa... Y siempre a mano,
el platito de ensalada;
la copa de cristal fino;
la botella con el vino;
un cigarro...¿ Lo ves ? Nada.
Charlas, bullicio, retazos
de conversación. Presumo
que hay cuadros, más con el humo
sólo se ven a pedazos.
La atmósfera toda baña
un olor de maravilla
a cazalla y manzanilla.
Así pues, a nadie extraña
Que, entre tanta cosa bella
Como hay aquí, encerrada,
Se nos vaya la mirada
Derechita a la botella.
Y Alonso Reyes, de un lado para otro, haciendo los honores de la casa,
como ayudante en todo que fue de su gran amigo y maestro Nicolás Granados.
Luego seguía yo:
Ya que caté su sabor
y el paladar se recrea,
permite, amigo, que vea
lo que hay a mi alrededor.
Deja que los otros coman,
y beban a su placer,
y vente conmigo, a ver
aquellos dos que se asoman,
el uno del otro al lado,
como pareja feliz...
Oye, ¡sin son López Ruiz
y Marrero Regalado!
Fíjate, desde esta esquina,
el parecido resalta.
A Manolo no le falta
Nada más que la chalina.
En el de Enrique hallarás,
más perfección y justeza,
que tiene una gran cabeza
sin sobrarle lo demás.
[...]
Ven conmigo aquí, y verás,
El busto de Diego Crosa:
Una muestra primorosa
del arte de Nicolás.
Sus ojillos sonrientes,
donde la ironía alienta.
Su misma boca sedienta
de beber en dulces fuentes.
Insaciable buceador
del encanto peregrino,
que, como en la pipa el vino,
guarda secreto, el amor.
Con su cráneo, mondo y terso,
no sabe de odios ni agravios.
Cada vez que abre los labios
sale por ellos un verso.
Parece viejo y es niño.
Un niño bueno, además.
¡No hay duda que Nicolás
hizo el busto con cariño!
Y seguimos recorriendo el estudio
Un florete se adivina
escondido por ahí,
que se han celebrado aquí
muchos combates de esgrima.
Esgrima de fino humor,
y agudas frases mordientes,
en que los dos contendientes
hiérense a más y mejor.
Puesto ambos en el brete
de no perdonarse nada,
y esgrimir la carcajada
como si fuera un florete.
Lo más característico, peculiar y notable, del estudio de Granados, eran
los gatos.
Sobre un estante, el semblante
mansurrón muestra un minino.
¿Por dónde, cielos divinos,
se subió el gato al estante?
Un gato es solo el preludio
de lo que verás después
pues lo cierto, amigo, es
que hay muchos en el estante.
Puedes ir tomando datos.
Son nueve, sí, no te asombre.
¿Te extraña que pueda un hombre
vivir entre tanto gato?
Yo también dudé contigo.
Hasta que acerté a pensar
que un gato no puede hablar
Y es, por tanto, un buen amigo.
No hay temor de que se queje
contra el sino cruel y fiero,
ni que te pida dinero,
ni, paternal, te aconseje.
No habla mal de los demás.
No es envidioso, ni ingrato...
No hay amigo como el gato.
¿Tienes razón Nicolás!
Había muerto Ramón Gil Roldán cuando escribí estas redondillas. Y así lo
hice constar, diciendo:
Mira, aquí, en este rincón.
Hay un papel, ¿lo levanto?
Veremos qué hay... ¿Cielo Santo
si es la nariz de Ramón!
Su nariz larga, ganchuda,
y su boca sonriente,
tan presta a la frase hiriente,
como a la réplica aguda.
Yo creí no verlo más.
Pero no es verdad, ¡no es cierto!
¡Ramón no puede haber muerto
como mueren los demás!
Siento ganas de llorar.
Es verdad. ¡No se había ido!
¿Lo ves? Estaba escondido.
Oyéndonos murmurar,
preparando la ironía
para dejarla caer...
Pero, ¿cómo va a beber,
si está su copa vacía?
Un vaso no, dos bien llenos,
ponle del mejor Jerez.
¡Que no se vaya otra vez!
¡Lo echamos tanto de menos!
Y terminaba aquellas redondillas, todo lo malas que se quiera, pero
llenas de ternura y emoción:
De tanto y tanto beber
que estoy borracho presumo.
¿Son las lágrimas o el humo
lo que no me deja ver?
Pues si la emoción no abona
este encuentro que he tenido,
abona lo que he bebido
la borrachera llorona.
¿Los demás? Todos sentados.
Uno bebe, el otro fuma...
Ya has visto lo que es, en suma
el estudio de Granados.
Un rinconcito pequeño
donde, sin pena ni gloria,
vive su mejor historia
todo el Arte tinerfeño.
Diego
Crosa y Costa, falleció, soltero, en Santa Cruz de Tenerife, el día de Navidad
de 1942. (Carlos Gaviño de Franchy, 2011)
(Carlos
Gaviño de Franchy, 2011)
NOTAS
[1]
Folías alcanzó dos ediciones,
ambas realizadas en vida de su autor. La primera, con prólogo de Antonio
Domínguez Alfonso, fue impresa en la tipografía de La Prensa,
bajo los auspicios de su amigo Leoncio Rodríguez, en 1923. Edición en octavo
menor, se compone de setenta y ocho páginas. Esta primera edición de Folías
consta de ciento cuarenta y nueve coplas, ochenta de ellas, bajo el epígrafe de
Campesinas. La segunda edición de Folías,
lleva fecha de 1932, tamaño similar e idéntico pie de imprenta, pero incluye
ciento sesenta y cuatro coplas, divididas en dos grupos: De la ciudad y De la aldea.
[2]
Diego Crosa y Costa fue bautizado en la parroquia de San Francisco de Asís de
Santa Cruz de Tenerife, el día 26 de abril de 1869. Vide también, PADRÓN ACOSTA, Sebastián: Poetas canarios de los siglos XIX y XX.
Edición, prólogo y notas por Sebastián de la Nuez. Aula de Cultura
de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife. 1978.
[3]
Don Ángel Crosa Isolabella, nacido en Génova en 1752, hijo de don Antonio
Crossa y doña Violante Isolabella, falleció en Cádiz el cinco de enero de 1804.
Había testado ante el escribano público de aquella plaza, Juan Manuel Martínez,
el día 2 anterior. Su mujer, doña Catalina Carbonell y Bueno, murió poco
después, el trece de marzo del mismo año, en Chiclana. Partida de defunción de
don Ángel Crosa. Parroquia de San Antonio de Cádiz. Libro II de funerales, f.
203. Partida de defunción de doña Catalina Carbonell. Parroquial de San Juan
Bautista de Chiclana. Libro XIII de entierros, f. 82v.
[4]
Testamento de don José Crosa y Carbonell, ante Francisco Rodríguez Suárez, en
Santa Cruz de Tenerife, a diecisiete de julio de 1855. Archivo Histórico
Provincial de Santa Cruz de Tenerife. En adelante AHPSCT.
[5]
LEÓN, Francisco María de: Historia de las
Islas Canarias. 1776-1868. Aula de Cultura de Tenerife. Santa Cruz
de Tenerife. 1996.
[6]
León, Francisco María de: op. cit.;
Cioranescu, Alejandro; Historia de Santa
Cruz de Tenerife. CajaCanarias. Santa Cruz de Tenerife. 1998.
[7]
Testamento cerrado de don José Crosa, abierto ante el escribano público don
Diego Antonio Costa y Carvalho, el 23 de septiembre de 1858. AHPSCT.
[8]
Miracle, Joseph: La leyenda y la historia
en la biografía de Ángel Guimerá. Consejo Superior de
Investigaciones Científicas-Instituto de Estudios Canarios. Santa Cruz de
Tenerife. 1952.
[9]
Rumeu de Armas, Antonio: Canarias y el
Atlántico. Piraterías y ataques navales. Tomo III. Segunda Parte.
Segunda edición facsímil. Madrid. 1991.
[10]
Información de nobleza de don Joseph Lenard y Berón en San Cristóbal de La Laguna, el veintiocho de
noviembre de 1777, ante Tomás Suárez Estévez. AHPSCT.
[11]
GUTIÉRREZ ALBELO, Emeterio: Versos
escogidos [1922-1969]. Ayuntamiento de Icod de los Vinos-Cabildo
Insular de Tenerife. La
Laguna. 1995.
[12]
VV. AA.: Diego Crosa y Costa.
Poetas tinerfeños. Biblioteca Canaria. Santa Cruz de Tenerife. 1950.
[13]
CROSA Y COSTA, Diego: Confesiones e
intimidades. Poetas isleños. Biblioteca Canaria. 1950.
[14]
VV. AA.: Diego Crosa y Costa.
Poetas tinerfeños. Biblioteca Canaria. Santa Cruz de Tenerife. 1950.
[15]
Queremos agradecer a la profesora doña María Rosa Alonso, indulgente y buena
amiga, la amabilidad que tuvo al habernos facilitado innumerables datos relativos
a la biografía de Diego Crosa, que conserva en su archivo particular, y en
especial, el conocimiento de la rara edición, en folletín, de En la mocanera.
[16]
GUIMERÁ, José Manuel: Ensayos.
Círculo de Bellas Artes de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife. 1951.
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