EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL,
DÉCADA 1831-1840
CAPÍTULO
XLIV-III
Eduardo Pedro García
Rodríguez
1831.
Como costumbres particulares (en Canarias)
merece la pena citar todavía las siguientes: las mujeres
llevan todo tipo de cargas sobre la cabeza y, cuando están
ocupadas con sus labores, suelen sentarse en el suelo con las piernas
cruzadas, incluso las de las clases altas. Dan el pecho durante dos años,
a menudo, incluso, hasta tres (años), a sus hijos y los llevan sobre la cadera
izquierda, donde van sentados como si fueran a caballo, sirviéndoles
de respaldo el brazo con que los sujeta la madre, costumbre que procede
probablemente de la costa de África. Si un niño ha perdido a su madre en el parto, es
amamantado por cabras u ovejas, bajo cuya ubre se le sostiene para que mame. Sólo entre los niños se
permite la costumbre del beso en la
boca; todas las demás personas se abrazan sin besarse, salvo que estén a
solas y mantengan una relación amorosa. Entre los dos sexos de todas las clases
sociales existe la casi general costumbre de dormir, en verano, sin ropa. Ricos y pobres, viejos, mujeres y niños, todos sin
excepción, fuman o toman rapé; sobre todo lo último constituye la fea
costumbre de las muchachas de casi todas
las clases sociales. De la misma manera
que hombres y muchachos piden al viajero la colilla del cigarro que éste aún tiene en la boca, suelen las mujeres
implorarle, por el amor de Dios, un par de peniques para rapé. Los
distinguidos fuman cigarros habanos;
de resto se fuma siempre tabaco, bien en unas pipas muy pequeñas,
hechas de madera y recubiertas de plomo, bien en papel de fumar. Y en muchas personas es tan grande la necesidad de
fumar, que preferirían perder su almuerzo antes que sus cigarros. (Francis
Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:150)
La vida doméstica de las clases altas es muy
diferente de la nuestra. Su casa, el interior de su círculo familiar, no es su mundo.
Hombre y mujer van cada uno por su lado y
rara vez se les ve juntos, ni dentro ni fuera de casa. Cada uno de los cónyuges se bebe por las mañanas su chocolate,
quizá en la cama. Después, el marido se dedica a sus negocios metido en un
cafetín, u holgazanea por las esquinas, fumando sin parar, ante las ventanas de las damas, o pasa por los
comercios, para matar el tiempo. La mujer, entretanto, atiende sus asuntos
domésticos con un exiguo déshabillé, que no se quita en todo el
día, a no ser que tenga reunión social por
la noche. Si le llega alguna visita por la mañana, se echa por encima a toda prisa un chal; pero éste, a veces y
debido a lo animado de la conversación, se le descoloca y, entonces, por lo
menos es bueno que no haya que temer el destino de Acteón. Si se trata
de un extranjero, no deja de ofrecerle su casa, cosa que, sin embargo, no debe
tomarse al pie de la letra. Hace sus visitas sola o en compañía de un caballero
favorecido (el cortejo), cuyos privilegios, a menudo, son muchos. Como
dueña y señora de la casa mantiene tertulia,
mientras su esposo está ausente, pasando el tiempo como mejor le parece. Estas tertulias son reuniones
sociales, que suelen empezar a las
nueve de la noche. Se conversa sobre los acontecimientos del día y
sobre asuntos políticos; también se cotillea o se juega a las cartas. Los jóvenes juegan a las prendas; se canta o se bailan
algunas contradanzas al ritmo del
piano; a los invitados se les sirven refrescos y a las once de la noche se
acaba la reunión y se despide a la gente.
Algunas damas
celebran sus tertulias todas las semanas, en un día determinado, soliendo ser
tales reuniones, por lo general, muy concurridas. No suelen ofrecerse almuerzos salvo en ocasiones extraordinarias: en este caso, el almuerzo constituye una gran conmoción,
casi un asunto de Estado, cuyo mérito principal se cifra en la cantidad
de platos servidos. Los isleños parecen
sentir, en general, poca inclinación por compartir los placeres de la
mesa en compañía; les gusta comer solos sus garbanzos. Los miembros de una
familia se reúnen sólo dos veces al día, a saber, en el almuerzo y en la merienda, la cual se toma a las siete de la
tarde. Luego se arreglan, y si no se cena en casa, cada uno se dedica a
sus diversiones. Si el matrimonio ha
resultado bendecido con hijos, entonces la madre debe, como ya se ha dicho, dar el pecho al niño entre
uno y dos años, pues podría ser demasiado peligroso hacerlo amamantar
por una nodriza, debido a la sífilis y a las
muchas enfermedades de la piel que existen entre las clases más bajas.
Más tarde el niño queda al
cuidado de una vieja ama y ocupa su propio cuarto, que normalmente no es un
dechado de limpieza, aunque el niño parece encontrarse bastante contento allí.
Ahora comienza la educación que recibe el niño en casa, que no
es buena en absoluto. Los propios
padres, en su mayoría descuidados en la educación de sus hijos, no se han
parado a reflexionar jamás sobre este punto tan importante, de manera que, difícilmente, puede verse
algo más equivocado que esta
educación. Uno se sentiría tentado a creer que estos niños han sido intencionadamente educados siguiendo el Librito
del cangrejo de Salzmann.
Tampoco se preocupan de sus primeras letras. Al principio, sólo para que
salgan de casa un tiempo, se envía a los niños a una maestra (amiga, donde aprenden a rezar y a
deletrear rudimentariamente; lo que
toca a su enseñanza posterior, se tratará en el capítulo siguiente. En la
expresión le faltan a su color la frescura, la candida inocencia y la niñez,
que hacen tan encantadora esta edad con todos sus matices. Cuando se les ve, en los paseos públicos, con sus
caritas pequeñas, hermosas e inteligentes,
se les podría tomar por caballeros y damas diminutos. Sus vestidos ayudan a
crear esta ilusión, pues los muchachos visten chaquetas a la moda y negros
sombreros castoreños, mientras que un sombrero de seda, en el que ondea un bosque de plumas de avestruz, adorna las cabecitas rizadas de las niñas de ocho años. Así,
se empieza muy pronto a tratar a los niños como si ya no lo fueran.
Desde que tienen ocho años se los
lleva, a veces, a bailes, donde su falta de educación y su voracidad molestan
muchísimo a los adultos.
El gobierno de la casa
corresponde, como ya se ha indicado, a la señora de la casa; el personal de
servicio consta normalmente, en las casas
de gente rica, de cocinera, doncella, ama, paje y mozo, el último de los
cuales duerme, en calidad de guardián de la casa, en un cobertizo
situado junto a la puerta de entrada,
consistiendo su ocupación, por la mañana, en buscar o reunir en todas partes
todo lo que la familia precisa durante el
día para su alimentación y necesidades cotidianas, ya que sólo los grandes
propietarios de tierras poseen despensas. El paje atiende, junto con la doncella, en las comidas y trae a casa los
pequeños encargos que realiza la
señora. Pero no debemos pensar que se trata ni de un muchachito ni de uno de nuestros acicalados y gorditos lacayos. El paje
local es un ser semisalvaje de la isla de El Hierro, un rústico
bruto y grosero, o sin ningún tipo de
delicadeza que, a menudo, no ha aprendido ni a subir las escaleras. Su vestimenta se compone de una camisa sucia
de tela basta, una chaqueta gastada
también de paño basto y de pantalones de lino al estilo marinero, que dejan ver sus piernas morenas; sus
pies van metidos en dos fundas de
piel de cabra, que difícilmente se podrían tomar por zapatos. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831]
2005:150-153).
1831.
Ahora una mirada a las viviendas de los
habitantes de las ciudades (en Canarias)
y a sus instalaciones interiores. Todas las casas, con pocas excepciones,
están construidas como las de Sevilla, al estilo morisco, en un único y mismo plano,
y suelen tener una planta, siendo raras las casas de dos plantas. La puerta de entrada, compuesta de dos grandes hojas, tiene
un zaguán cubierto, que termina en una segunda puerta, la cual conduce al patio, que constituye el centro de la casa. Alrededor del patio, generalmente provisto de un aljibe y frecuentemente
plantado de plátanos o de dragos, corre, en forma cuadrangular, una galería
sostenida con columnas de madera,
bajo la cual se encuentran las habitaciones dedicadas a despachos,
almacenes, establos, etc.
Por medio de una ancha escalera
se accede desde el patio a la primera
planta, cuyo corredor rodea la casa por la parte interior, pudiendo ser abierto o estar provisto de ventanas
corredizas. La primera habitación que se encuentra es la sala, que es muy espaciosa
y suele tener el techo a una altura de dieciséis o veinte pies, para evitar el calor.
En ella
suele haber un sofá, un piano, algunos espejos y, en derredor,
algunas docenas de sillas pegadas a la pared. En las casas más modernas, hay un
cielo raso o techo de yeso, como entre nosotros; en las más antiguas, en cambio, se ve el techo de vigas de madera, si bien está
revestido de tablones pintados de gris, aunque nunca son lo suficientemente
gruesos para impedir que entren el polvo o la lluvia. De la sala se pasa al estrado,
donde la señora de la casa recibe sus visitas. Al lado está el dormitorio de los señores de la casa, que sólo
está abierto, si su interior está presentable, con la elegancia y el orden
apropiados como para poder mostrarse
a las miradas de los profanos. En muchas casas tanto a este dormitorio
como a algunos aposentos secundarios, en los que la familia pasa muchas horas al día, los cubre un misterio
tan insondable como al harén del
sultán, donde ningún extranjero ha entrado aún. Dejando el umbral de este santuario, se llega al comedor,
que, además del mobiliario imprescindible,
contiene algunos aparadores con puertas de cristal, donde se conservan la loza y los vasos y copas. En un
extremo del comedor se encuentra la destiladera, un bastidor de
madera labrada (con listoncillos en forma
de reja) o calada, que va pegado al muro que lleva al patio y por donde
siempre corre aire. Encima de este bastidor está fijado un filtro de piedra y debajo de éste, en un compartimento
situado en el medio, descansa un
ancho recipiente de arcilla roja con una boca estrecha, donde cae el agua que se va filtrando. La destiladera más
que de utilidad sirve como adorno del
aposento, por lo que suelen colocarse en los bordes de la piedra de destilar plantas acuáticas, que, a
menudo, la cubren por completo. Debido a estas plantas y a la corriente
de aire, el agua se mantiene siempre
fresca, aliviando sobremanera al sediento en los días de calor. La cocina ocupa siempre el rincón más oscuro y sucio
de la casa. Como las chimeneas son cortas y construidas de tal
manera que no pueden expulsar el humo cuando soplan determinados
vientos, y como, además faltan ventanas, hay
que abrir portillos; y si, encima, para preparar la comida, no se usa
carbón, sino leña, pronto la cocina adquiere el aspecto de una fragua de Vulcano.
Hasta hace unos cuarenta años, las ventanas de
cristal constituían una rareza en Canarias y, todavía hoy, la
mayoría de las casas de las localidades pequeñas no poseen más
que postigos, que permanecen abiertos mientras el sol
se mantiene lejos del horizonte. Los dormitorios no poseen nunca ventanas
que den al exterior; sólo hay en ellos una ventanita, que da hacia el patio
interior y que permite el paso de aire fresco. En los aposentos que dan
hacia la calle suele haber un asiento en los huecos de las ventanas. Dichos
asientos constituyen el lugar preferido de las mujeres de la casa, a las
cuales les gusta permanecer, durante sus horas de ocio, sentadas, sin que se les vea, tras
los postigos, para poder observar por sus portillos lo que pasa en el mundo. Tan pronto como se oye un ruido en la calle, se
dirigen presurosas a sus puestos de
observación; y, si alguien pasa por la calle a ciertas horas, se
levantan estos portillos uno tras otro, como por arte de magia, y detrás de cada uno de ellos aparece una
cabeza femenina. Pero como lo que se
suele ver son caras de ancianas, se concluye de ello que las viejas
deben de ser más curiosas y menos discretas que las jóvenes. Las casas se construyen mayormente de toba, que se
mezcla con arena y mortero para
levantar unos muros de dos a tres pies de ancho. El suelo y las esquinas se hacen de piedra de cantería labrada.
El techo consta de pequeñas tejas, que se elaboran en el campo. Las casas más
grandes disponen de una azotea, en
la que se cultivan flores y plantas, e, incluso, de un mirador. El interior de las casas es muy sencillo, pues no
se concede ningún valor a un rico
mobiliario. Al principio le parecen al extranjero muy desiertas y vacías esas
enormes salas, pues en las menos de ellas se encuentran cortinas y visillos; pero, uno se acostumbra más
fácilmente a esto que a la falta de limpieza que reina en ellas. Esta es la
causa de que se críen aquí muchísimos insectos durante los meses de verano;
sin embargo, como el doctor Wolcott,
el ingenioso autor de la Piojíada,
ha tratado extensamente este tema en su Elegía a las pulgas de Tenerife,
nos parece innecesario añadir nada
más. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:154-156)
1831.
Fijemos
ahora nuestra atención en la vida social de las clases un altas
(en Canarias).
Entre
las personas que tienen acceso a la sociedad (la gente visible) se
cuentan, sobre todo, los funcionarios civiles y militares, el clero, la nobleza y sus
descendientes, los comerciantes sin tienda abierta al público, y
los extranjeros. Pero si uno de ellos se casa con una mujer de clase inferior,
ésta quedará siempre excluida de la alta sociedad, aunque sea tan virtuosa
como Pamela, la protagonista de la obra homónima de Richardson.
Vamos a observar, ahora, un poco más de cerca las distintas
maneras en que esta buena gente intenta escapar al tedio, que les hace bostezar en
todos los rincones de sus amplios aposentos. Como no hay ningún teatro y sólo rara vez se dan conciertos, el número de diversiones
públicas es extraordinariamente limitado; especialmente pobre en diversiones
resulta el verano, porque el calor no permite los bailes y muchas familias se trasladan al campo. Así que el
único entretenimiento consiste en
dar un paseo por la alameda aprovechando el fresco del atardecer. Aquí,
sobre todo los domingos y los días de fiesta, se recrean los ciudadanos, y éste es el sitio en el que se
muestran las damas con sus mejores
atavíos y composturas ante sus admiradores. En estos paseos hay un ambiente muy distendido; de manera que lo que
se busca, se encuentra con facilidad. Los petimetres, que también
existen estos tipos en este apartado rincón de la Tierra, rodean a las
jóvenes doncellas, adulándolas, y les dan el
brazo de forma tan elegante y educada, que la estricta madre o la dueña meditan en vano cómo hacer una
objeción adecuada en contra de ello.
La señora casada va y viene en compañía de su caballero favorecido,
pero el marido se mantiene sabiamente a distancia, para hacer la corte a otra. Al final, las damas son acompañadas a
casa, pero sus acompañantes no entran, a no ser que vaya a haber allí una
reunión social. Otro escenario de la
vida social lo constituyen las iglesias y las festividades solemnes que se celebran en su interior tanto de
día como de noche y en las que participan personas de todas las clases
sociales, de todas las edades y de ambos sexos. Los más viejos van a la
iglesia por costumbre, por aburrimiento o para obtener indulgencias, los más
jóvenes para ver y dejarse ver, pues no hay
en ellos rastro alguno ni de devoción ni de crio religioso. Pero, ¿cómo puede haber devoción, si los oficios religiosos
son, cu su mayor parte, ceremonias
vacías, que, privadas del encanto de la música sacra y sustentada en la repetición constante, pierden cualquier posible efecto, además de celebrarse en una lengua
que resulta incomprensible a la
mayoría de los oyentes? Con callada compasión ve uno aquí cómo las componentes
del bello sexo permanecen, a menudo, largas horas arrodilladas sobre las duras losas o sentadas en
el suelo con las piernas cruzadas,
pues no hay ni sillas ni bancos para sentarse. Cuando hay predicación, las
muchachas se ven condenadas, en una posición tan forzada, a escuchar, a veces,
la perorata de un monje ignorante, declamación de mal gusto cuya falta más
leve consiste en ofender continuamente el sentido común. Pero todo está bien en una tierra en la que no se conoce nada mejor y se soporta con gusto cualquier cosa a fin
de escapar al aburrí miento, ese
enemigo mortal de la sociedad canaria. Cuando los oficios religiosos han
acabado, la juventud masculina forma, en dos filas, una calle a ambos lados de la puerta de la iglesia, para
acompañar con los ojos la salida de las jóvenes doncellas, las cuales
acostumbran quedarse un poco rezagadas en la
iglesia, en contra del deseo de sus madres. Es en tales momentos cuando un saludo, una mirada, un furtivo
apretón de manos delatan, en ocasiones, el secreto de una callada
inclinación que el astuto amor había sabido
ocultar convenientemente y durante mucho tiempo a los ojos de todos. A esta misma clase de
diversiones pertenecen las procesiones, cuyo número casi iguala al de las
fiestas religiosas. Si la procesión viene
acompañada de la sagrada forma, se disponen, a una cierta distancia unos de otros, varios altares para hacer
descansos, que se adornan con flores, frutos y todo aquello que la suntuosidad
y la capacidad de inventiva puedan
considerar raro y exquisito. Una numerosa cantidad de jóvenes de ambos sexos acompaña a la procesión,
caminando los muchachos delante de la sagrada forma y las muchachas,
detrás, lo cual causa muy buena impresión debido al contraste. Los mozalbetes
de las casas principales portan cirios
encendidos; pues también aquí, como en otros países católicos, el clero, inteligentemente, ha sabido
empezar a hacerse servir por la
nobleza y obligarla a rendirlo homenaje. Aquellos que portan cirios y que pertenecen a una de las numerosas hermandades o cofradía,
llevan una amplia hopa de ceda roja o blanca,
siendo el color de su librea el mismo
que del hábito que viste el santo patrón de su cofradía. El que encabeza la procesión es el mayordomo suele ser un rico poderoso
benefactor, a quien el clero concede
este puesto de honor por los servicios que ya ha prestado a la
Iglesia y por los que prestará en el futuro. Sin embargo, desde hace unos diez años las procesiones han
perdido mucho de su antiguo esplendor, de manera que, salvo en el caso de las
principales fiestas y exceptuando a los corifeos clericales, sólo se ven
viejas en su séquito. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:157-160)
1831.
Los bailes empiezan (en Canarias),
normalmente, con el Carnaval, esto es, el domingo
antes de Navidad, y la mayoría son públicos; pues se prefieren a los bailes privados, no tanto en razón de la
etiqueta, sino por las disputas, que,
entre las familias del lugar, existen en mayor medida que en ningún otro sitio e impiden a una parte de las clases
altas relacionarse con los demás de
su misma clase. Estas discordias a perpetuidad no suelen tener otras causas que una palabra imprudente, un proceso
perdido o una mejor posición social,
y se dan tanto entre los jóvenes como entre los cabezas de familia. Una
promesa de matrimonio rota o una boda celebrada contra la voluntad de los padres son fuente de enemistades, que, frecuentemente, duran tres o cuatro generaciones. En los bailes
públicos se mantiene controlado este espíritu de discordia por el miedo
a llamar la atención, de manera que los unos
se comportan respecto de los otros con la misma formalidad que si se vieran por primera vez. Se bailan contradanzas españolas y francesas, pero muy lentamente debido
al calor. Los bailes propiamente
canarios y los populares españoles están totalmente desterrados de estas reuniones sociales. Aunque no hay
profesores de baile en las Islas, sin embargo las damas bailan bien, porque les
gusta; y si, en ocasiones, se echa de menos que sus movimientos sean más
cimbreantes, el arte de que carecen
lo compensan, en conjunto, con su gracia natural. En los bailes más importantes y a falta de orquesta, se
las arreglan con un piano, cuyas
notas se refuerzan por medio de algunos violines. En tales ocasiones, mientras las madres, sentadas en derredor,
formando una larga fila pegada a la pared, tratan unas con otras de sus
asuntos domésticos y, al mismo tiempo,
tienen un ojo atento a los movimientos de sus hijas, que se divierten bailando, los viejos se dirigen a una
estancia contigua para fumar y probar suerte en su juego de azar favorito (el monte).
Este no consiste en otra cosa que
en apostar a que una carta determinada será alzada por el que hace de banca antes que otra concreta. Al observar la pasión
con la que los canarios se entregan a todos los juegos de azar, y especialmente
a éste, llegamos a comprender cómo, en no pocos casos, familias enteras se han arruinado a consecuencia de esta afición. En las localidades más grandes hay casas de juego, donde
los jóvenes pasan gran parte del día y, a veces, noches enteras jugando a las
cartas. Por supuesto, estas casas de juego están prohibidas por la ley;
e, incluso, se castiga con la pena de trabajos forzados a los que sean sorprendidos
en ellas. Pero, a trescientas millas do
distancia de; la capital, las leyes han perdido toda su fuerza; y el hecho de que los funcionarios
participen también en dichos juegos
es, por lo demás, garantía segura de su impunidad. Hay muchos jugadores de
profesión y ¡ay del extranjero que tenga la mala suerte de caer en sus manos!, pues puede estar seguro de que
regresará a casa con los bolsillos
vacíos. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:160)
1831.
El Carnaval
(en Canarias), esa pervivencia de las
Saturnales de los antiguos, es también aquí una época de
libertad desenfrenada. Parece como si una especie de vértigo se adueñara de
todas las cabezas. Los comercios cierran; el
artesano y el asalariado olvidan el trabajo del que depende su diario sustento.
El domingo antes de Navidad, por la noche, se encuentran las calles
repletas de abigarrados grupos de máscaras, que, derramándose en todas direcciones, ejecutan, cantando a voz en
cuello, bailes canarios al son de la música de las guitarras y al compás de
panderos y castañuelas. Este desfile de máscaras dura hasta medianoche
y, en medio del ambiente alegre que siempre
reina, son raras las disputas y las peleas. Sin embargo, hay ejemplos de que el garrote, el arma
favorita de los canarios, ha cumplido
con su deber en tal oportunidad y, entonces, siempre es una suerte que la gente tenga una cabeza tan dura. Las clases
altas no toman parte en las alegrías
del Carnaval más que unas semanas antes de Cuaresma. En esta época, todas las casas se apresuran en
acoger a las máscaras y a los que
bailan, obsequiándolos con refrescos. Las muchachas salen rara vez disfrazadas,
salvo que sea para asistir a un baile. Allí, sin embargo, menos severamente observadas, se resarcen de la
presión y vigilancia a las que, por lo general, están sometidas y disfrutan de
la vida con toda libertad. A cada momento, ya sea solas o en grupo,
entran máscaras en la sala, las cuales
representan, en parte mímica y en parte dramáticamente, todas las antruejadas de la vida popular, retirándose
después, para repetir en otras casas
las mismas bufonadas. Pero nada se compara con el desenfreno de los tres
últimos días del Carnaval. Los jóvenes, a pie y a caballo, recorren en tropel las calles y empolvan a los que encuentran a su paso con polvos de tocador o, incluso, con
añil, sin consideraciones de ningún
tipo a la clase social o a la edad. Cuando se pasa bajo las ventanas de muchachas jóvenes, ya están éstas dispuestas
para envolver a sus conocidos en una nube de polvo procedente de sus borlas y
para rociarlos con agua de colonia.
Pero no dejan de tener su castigo por ello. Los jóvenes se agolpan ante sus puertas y, si no las pueden
abrir, traen escaleras y suben hasta
las ventanas. Y allí se desata una guerra con las muchachas, a las que su madre intenta encubrir sin poder
lograrlo. Se pintarrajean las caras
unos a otros y se hacen muchas travesuras divertidas. Cuando se van y
ya están lo suficientemente lejos como para que no se molesten con eso, se ríen
a carcajadas; después, las muchachas se miran
una tras otra en el espejo y sería una vergüenza si la casa no hubiera quedado total mente desordenada.
Cuando
empieza la Cuaresma,
se acaban los bailes; sin embargo, suele celebrarse todavía uno
postrero que llaman la piñata. Recibe este nombre a
causa de una olla, que, repleta de toda clase de golosinas, queda suspendida
en medio de la sala a unos cinco o seis pies del suelo. Todas las
muchachas jóvenes, con los ojos vendados y armadas de un palo, son llevadas por turno
hasta esa olla y, después de un par de intentos de cada una de ellas por golpearla con el palo, vuelven a su sitio anterior. La
que consigue hacer añicos la olla es
nombrada reina del baile en medio de gritos de júbilo. En el momento en
que el contenido de la destrozada olla cae
al suelo, los jóvenes de ambos sexos se abalanzan sobre él, produciéndose una escena de humorística confusión, pues
todos se pelean por la más mínima
pieza. Tampoco le puede faltar a este baile, que acaba con refrescos, el condimento del juego del monte.
El calor y el mal estado de los caminos hacen
imposible dar largos paseos. Por ello hay que limitarse exclusivamente a los jardines
situados en las proximidades, adonde van al
atardecer hombres y mujeres, para gozar
del olor de las flores y disfrutar del aire fresco de las alamedas, el cual se
multiplica con el frescor del agua que llena los estanques. La familia entera hace también giras al campo, en burro o a
caballo, para lo que lleva consigo provisiones y vajilla, pues no hay fondas
allí, y la mayoría de las casas de campo de la nobleza se encuentran en
estado ruinoso y sin muebles. (Francis
Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:161-162)
1831.
La caza (en
Canarias) proporciona otra diversión que puede realizarse por doquier.
Todas las
clases sociales toman parte en la misma, y los pastores de cabras
suelen dejar solos a sus rebaños en las montañas para seguir a los cazadores.
La caza preferida es la del conejo salvaje, bien sólo con perros, bien
con perros y hurones, bien con perros y escopeta. En lugar de galgos, se
las arreglan aquí con perros de razas corrientes, que son adiestrados para
este tipo de caza. Por lo que se refiere a aves salvajes, se encuentra un
montón de avutardas, gangas, becadas y agachadizas, patos salvajes, perdices,
palomas salvajes, codornices y alondras, así como también, en determinadas
épocas, una gran variedad de aves migratorias procedentes de África.
Sin embargo, lo escarpado del
terreno y el calor diurno hacen la caza extremadamente fatigosa y se necesita
algún tiempo para que un extranjero se
acostumbre a los esfuerzos que comporta.
Entre las
diversiones sociales en las zonas costeras pueden mencionarse también los
baños en el mar, para los que se reúnen, de ocho a nueve de la tarde, las muchachas de todas las clases sociales, más para
divertirse que por creerlos buenos
para la salud. La playa es el sitio donde, a menudo, se reúnen cientos de mujeres de todas las edades.
Van
al agua con un camisón de baño, se agachan allí
y, de esta guisa, se pasan cierto tiempo bromeando y riéndose unas con otras, por
supuesto, normalmente hay un cartel en el que
se advierte de que ningún ser del sexo masculino debe acercarse a interrumpir
tan inocente entretenimiento; sin embargo, a veces se cuela por allí algún aguafiestas, a hurtadillas y vestido de
mujer, lo cual no resulta difícil en absoluto, porque siempre es casi
de noche y no se puede ver a dos pasos.
Mientras las mujeres y las muchachas se bañan, los hombres pasean, a cierta distancia, de un lado a otro,
acechando el momento en que aquéllas
salgan del agua y se dispongan a marcharse,
para acercarse a ellas y acompañarlas hasta casa. Esta es la hora en la que un billete amoroso acostumbra a llegar a
su destino y en la que se acuerda la manera de verse con más comodidad a
solas.
Se estará de
acuerdo, generalmente, en que también en las Islas, donde tantas
cosas animan a ello, el amor y las intrigas que conlleva deben de jugar un
papel significativo en la sociedad. Y, en efecto, el amor revela
aquí mucho de la idiosincrasia de la gente del sur, pues se caracteriza por una
sensualidad y una pasión y va unido a unos celos, que no se conocen
en el mismo grado en nuestras frías regiones del norte. No son, en
absoluto, raras las relaciones prohibidas entre personas casadas; sin embargo,
esto se debe más al hecho de que los maridos suelen ser unos libertinos,
que, descuidando totalmente a sus mujeres, les dan a éstas un mal
ejemplo a seguir, que a una depravación moral de sus esposas. Y esta afirmación
encuentra su comprobación en que el comportamiento do las doncellas jóvenes
hasta que se casan es, en general, irreprochable. Hasta ese momento están las muchachas estrechamente
vigiladas por sus madres, quienes las
protegen del peligro de una primera impresión; sin embargo, precisamente esta severidad suele
constituir el más poderoso estímulo
para que aquéllas concedan su favor al primer pretendiente que aparezca. Por supuesto, a éste no se le permite
entrar en casa, si los padres no
aprueban esta relación; pero la costumbre permite que el pretendiente pueda hablar con su novia, si ésta lo hace
desde su ventana, indulgencia de la
que algunos saben sacar tan buen partido, que, a menudo, pasan horas enteras así. Por lo demás, la iglesia,
los paseos y los salones do baile son los lugares en los que los
enamorados se ven y, con frecuencia,
aprovechan la ocasión para decirse alguna palabrita cariñosa. Poro dondequiera que el joven se encuentre con su
novia, debe en todo momento ocuparse
exclusivamente sólo de ella, sin tener ojos para ninguna otra muchacha, si no quiere despertar el demonio de sus
celos. Y, a menudo, tiene también el joven que soportar duras pruebas debido al
capricho do su dueña y señora. Se le
exigen promesas solemnes y ¡ay de él, si las incumple! Pues, entonces, siguen los reproches más duros, que acaban, a voces, en una separación definitiva. Sin embargo,
los isleños poseen un modo de ser
poco complicado, de manera que, a pesar de las quejas, jamás se toman medidas drásticas y el fin del joven
WerLher, el héroe inventado por
Goethe, no encuentra imitadores aquí. La pasión de los canarios nunca adopta un carácter romántico o elevado, sino
que se muestra siempre como algo
tranquilo y cotidiano, pues los anales de su historia no mencionan siquiera raptos, los cuales son tan inauditos
como los duelos. No obstante, si un joven, seguro de que su amada le
corresponde, quiere casarse con ella, pero no puede obtener el consentimiento
de sus padres, procede de la siguiente manera, tan cómoda como civilizada, sin
que sea necesario, ni mucho menos, hacer
un viaje en carruaje de posta hasta Gretna: el joven se presenta ante el alcalde del pueblo y realiza una
declaración que se asienta en acta.
Luego, el alcalde, basándose en el poder de su cargo, les reclama la doncella a sus padres en nombre de su mandante, los cuales están legalmente obligados a
entregarla, con tal de que se cumplan
los requisitos de que el pretendiente sea un cristiano católico, que tenga medios para mantener a su mujer y que sea de
la misma clase social que su futura
esposa. Luego, se procede a la entrega y alojamiento formales de la muchacha en
casa de unos parientes o, en caso de que no los tenga, en la casa del mismo alcalde y, después de un plazo
determinado, se sigue el casamiento. Por este motivo suelen originarse,
con mucha frecuencia y desgraciadamente,
discordias en el seno de la familia, ya que rara vez son los padres lo
suficientemente razonables como para reprimir su
sensibilidad herida y perdonar a los jóvenes este enamoramiento.
Las costumbres
de los habitantes de las ciudades del interior conservan aún
mucho del estiramiento y la ceremoniosidad propias del carácter
español. Entre ellos se encuentra realmente en su casa el orgullo típico de los
nobles, tengan o no tengan posesiones, y uno se tropieza todavía, de vez en cuando, con copias del original
que el danés Hollberg trazó con
tanto humor en su Don Remudo. Y aunque, en los puertos de mar, el frecuente trato con extranjeros ha servido
para introducir mas urbanidad, tampoco es aquí mucho mejor el tono social, pues
falta tanto formación intelectual
como pureza de costumbres, no formando parte hasta ahora de los entretenimientos de la sociedad ni la
música ni la lectura. Por lo demás,
no se puede negar que las muchachas son comunicativas y agradables en el trato, y saben disimular mejor que los
hombres su falta de conocimientos.
Pues, aunque su conversación verse exclusivamente sobre asuntos cotidianos, saben, con una sonrisa, una
mirada al cielo de sus ojos negros, un suspiro mal reprimido, despertar
tal interés, que uno queda ya contento con
esto.
Además de una gran aptitud para toda clase de labores
femeninas, poseen también las mujeres buenas cualidades para la
música y la pintura, pero demasiado poca perseverancia para, junto a maestros
mediocres, alcanzar un cierto grado de perfección. Sólo entre los hombres
pertenecientes al estado clerical y erudito pueden encontrarse algunas personas
cultas y sabias, que constituyen el ornamento de toda sociedad.
De los hombres corrientes y ordinarios no se puede esperar, por razones
comprensibles, que sean diferentes a como son realmente. Las intrigas
amorosas, el cigarro, la siesta y el juego del monte ocupan
la mayor parte de su tiempo. Sin embargo, tienen los
canarios cualidades extraordinarias; lo que sucede es que su
intelecto tiende mucho más a dispersarse que a profundizar en
una cosa. Su capacidad de concentración es poca y se
aplican a todo aquello en lo que se requiera más fantasía que reflexión. (Francis
Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:162-166)
1831.
La siguiente costumbre,
que existe en la isla de El Hierro, va ganando imitadores: allí la muchacha que ha sufrido un desliz debe llevar
vestidos de luto, hasta que encuentre un hombre que se case con ella. Hasta
entonces es una mujer del mundo en pena, esto
es, una criatura mundana que debe arre
pentirse y expiar sus pecados. En estos casos es popular el consuelo impartido entre comadres, cuando una joven es “desgraciada” y el seductor no repara el daño con el matrimonio. -No se preocupe comadre por la desgracia de la chica, seguro que parece algún español de buena boca y arregla el descocido-
pentirse y expiar sus pecados. En estos casos es popular el consuelo impartido entre comadres, cuando una joven es “desgraciada” y el seductor no repara el daño con el matrimonio. -No se preocupe comadre por la desgracia de la chica, seguro que parece algún español de buena boca y arregla el descocido-
Efectivamente casi siempre
hay un guardia civil, un militar o
empleado español que arreglaba la situación casándose con la chica, especialmente
si los padres disponían de algunas vacas y algún terrenito.
1832 enero
31.
En el siglo XIX figura la
relación de cinco naufragios. En la noche del 31 de enero de 1832, la fragata
inglesa Eclipse, al mando del capitán Davis, en viaje de Londres al
Cabo de Buena Esperanza con un cargamento de objetos y efectos de valor,
encalló en la costa de Garafía, en el lugar conocido como Fajana Grande, a
causa de la espesa niebla que le impidió ver tierra. A pesar de los arrecifes y
escarpes que existen en aquella costa, sólo pereció una persona, por haberse
arrojado al agua precipitadamente. (Juan Carlos Díaz Lorenzo,2010)
1832. Guiniwada n
Tamaránt (Las Palmas-G. Canaria). Los ciudadanos se manifiestan a favor de la
constitución española.
1832.
Nace Rafael Almeida.
“Recientemente, al tránsito por
la calle Rafael Almeida en la zona de Arenales-Guanarteme, un amigo preguntó a
quién se homenajeaba con el rótulo de aquella vía, explicándole que
particularmente su nombre nos es familiar por el paisanaje, pero sobre todo por
haber conocido parte de su ajetreada biografía pues se distinguió por su
talento e iniciativas agrarias, muchas de cuyas ideas que se llevaron a cabo
resultaron de gran provecho para la isla. En la introducción del texto de unos
"Recuerdos" que dejó escrito y que transcribieron sus nietos puede
leerse que fue "un hombre incansable en política, agricultura y todo
aquello que significase mejora para Gran Canaria y de forma especial para su
pueblo natal guiense del que fue alcalde, y en premio a su labor sobre el
puerto y sus obras fue nombrado Administrador de Puertos Francos." Fue un
viajero incansable durante veinte años por toda América y se encontraba en
Filadelfia cuando la anilina desplazó a la cochinilla como colorante principal
para las telas por lo que ideó el fomento del cultivo en las islas de la caña
de azúcar y cooperó en las primeras plantaciones de plataneras, algo avanzado
el siglo XX.
Rafael Almeida Mateos (1832-1922) nacido en el seno de una familia sencilla se propuso superar todas las dificultades de la época y para alcanzar éxitos en la vida viajó por muchos países, sobre todo americanos, en los que hizo grandes amigos, principalmente en Cuba estando en cuya isla y dispuesto a regresar definitivamente a Canarias fue homenajeado por sus amigos para despedirle. En el transcurso de aquella reunión planteó su preocupación por la aparición de la anilina que suponía la muerte de las tuneras de las que se obtenía la tradicional cochinilla utilizada como colorante, uno de los cultivos principales de Canarias en aquellos momentos, producto que se exportaba con suma facilidad y cuyos cultivos servía de gran ayuda económica a muchas familias del archipiélago y principalmente de Gran Canaria. Señala en sus Recuerdos que había ocurrido un fuerte vendaval en las islas que "limpió" las tuneras cuyo fuerte viento había hecho estragos en aquel cultivo, noticias que, "llegadas a Londres y París, refiere, se inició la especulación y compra de todas las existencias lo que provocó su caída y supuso el inicio del consumo de la anilina y la desaparición del uso de la cochinilla al punto de venderse por el ridículo precio de una peseta la libra".
En la capital habanera pidió consejo a sus amigos cubanos sobre qué otro producto podría sustituir en Canarias al de los nopales y le sugirieron que debía adoptarse el de la caña de azúcar, ofreciéndole algunas cajas con trozos para plantarlos. Regresado a la isla logró aumentar el número de los plantones que había traído comprando las que pudo conseguir en algunos pueblos logrando iniciar el cultivo en Guía doce fanegadas de tierra de esta planta gramínea. Mantuvo reuniones para incitar a los agricultores a que siguieran su ejemplo y pensó en la instalación de maquinaria para moler la caña y obtener de ella los variados productos que ofrecía su jugo. Mando traer de Estados Unidos un alambique, montó su pequeña fábrica, cortó la caña, la molió y obtuvo varios quintales de azúcar y varios barriles de ron, circunstancia que causó grande y agradable sorpresa entre los agricultores que siguieron su ejemplo iniciándose de esta forma la segunda etapa del cultivo de la cañadulce que tanto progreso económico había significado desde principios del siglo XVI, a raíz de la invasión y conquista en cuyo cultivo e industria tanto tuvieron que ver los portugueses llegados desde Madeira, hasta bien entrado el XVII.
La iniciativa de Almeida propició aquella otra iniciativa que supuso la construcción de lo que para los vecinos del noroeste de la isla supuso la fábrica de azúcar montada por los ingleses en el límite de los términos municipales de Guía y de Gáldar, allí donde llaman Becerril, fábrica que pasó a ser conocida popularmente como "la Máquina", que más tarde compró la familia Leacock y de la que sólo quedan restos de una vieja construcción junto a la que erguía una elegante chimenea, también desaparecida.”
(Pedro González-Sosa).
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