EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL,
DÉCADA 1831-1840
CAPÍTULO XLIV-II
Eduardo Pedro García
Rodríguez
1831.
Por lo que hace a la vivienda de los habitantes del campo (en Canarias) es
tan sencilla como su alimentación, siéndoles totalmente ajena la mayor
parte de las comodidades de la vida moderna.
Viven en cabañas, cuyos muros han sido levantados con cantos lava o toba volcánica y sus techos cubiertos con
cañas o tejas. Las viviendas de los más pobres constan, frecuentemente,
de una única habitación, con unas
separaciones de caña para las camas de los que allí duermen. Un cajón
viejo, una maleta de piel de foca o, incluso, el tronco ahuecado de un pino,
provisto de una tapa, contienen su escaso ajuar de vestidos y ropa blanca. Un
par de cuadros de santos o una talla de madera de Cristo crucificado cuelgan de
las sucias paredes. Los enseres de la casa son pocos; entre los indispensables
está, además de la vajilla de cocina, un recipiente
de agua de arcilla roja o bernegal, que los domingos y días de fiesta se adorna con ramas verdes, para mantener fresca
el agua del interior. Un molino de
mano, en un rincón de la habitación, para preparar el gofio, es, junto con aquél, el principal legado, que los
antiguos guanches han dejado a los
extranjeros que invadieron las Islas. La vida de esta gente es, como uno puede
fácilmente imaginar, muy monótona y llena de dificultades. El hombre se
ocupa de trabajar los campos, cosa que, con el calor, resulta muy dura; o lleva el ganado a las montañas, para que allí se procure
alimento, mientras el pastor se dedica a tejer medias.
A cargo de
la mujer queda todo el trabajo doméstico: tiene que
preparar la comida, cuidar a los niños e ir, una vez
por semana, a lavar su escasa ropa blanca en el barranco
más próximo, que quizá esté a horas de camino. A menudo va también a la ciudad,
llevando sobre la cabeza una pesada cesta de verduras, para cambiarlas por otras cosas necesarias y poder traer junto con éstas,
además, algo de pan para sus hijos, pues el amor de madre es igual de fuerte
entre los pobres que entre los ricos. Si esta buena gente obtiene ese año lo suficiente para poder pagar el censo
enfitéutico y los diezmos y los derechos de estola al párroco, además de
para poder saciar su hambre y la de los
suyos, entonces se consideran relativamente dichosos.
En efecto,
quien quiera encontrar, en las Islas, amor y fidelidad en el
matrimonio, así como las piadosas virtudes del hombre, debe buscarlas entre
los campesinos. Éstos poseen, además de eso, una urbanidad que contrasta
mucho con la rústica grosería de las clases bajas del norte de Europa.
En el trato cotidiano observan unas formas de cortesía muy estrictas
y, cuando se encuentran en la calle, se apresuran a otorgarse mutuamente
el título de caballero. Los más jóvenes profesan a sus padres y hermanos
mayores un profundo respeto y, normalmente, los besan la mano al encontrarlos. El
amor filial y la gratitud constituyen un rasgo especialmente hermoso de su carácter, pues trabajan para sus padres de buen grado y sin cansarse, si éstos se ponen enfermos;
e, incluso habiendo emigrado, rara
vez dejan de enviar, para socorro de sus parientes necesitados, algunos
céntimos del producto de su duro trabajo en La Habana. En el trato con sus superiores y con los
extranjeros son respetuosos y hablan siempre después de haberse quitado el
sombrero; sin embargo, no muestran, durante
su conversación con ellos, el más mínimo embarazo. (Francis
Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005: -142-143)
1831. El genovés
Francisco Grasso fundó la primera factoría de atún en salmuera de la isla de La Gomera en el lugar de
Cantera.
1831.
En países que poseen un grado de
civilización superior al de las Islas,
resultaría sorprendente, sin embargo, la gran variedad de trajes regionales que impera en Canarias. El poco contacto
que mantienen sus habitantes y la
obstinación con que se aferran a sus tradiciones explica el hecho de que
los trajes típicos difieran no sólo de una a otra isla, sino incluso de un pueblo a otro. No obstante, hay que
confesar que los isleños, en los últimos años, han ido abandonando mucho
de su vestimenta tradicional, debido al buen precio de las telas inglesas. Por
ello, quizá, será difícil, dentro de
algunos decenios, encontrar la mayoría de los originales de los bocetos
que siguen, en otro lugar que no sea en los más apartados valles. El traje de los domingos y días de fiesta
que usa el campesino de Tenerife
consiste en una chaqueta de paño azul con botones de metal, cuyas costuras están bordadas con hilo rojo, si
sirve como miliciano. Sin embargo, sólo rara vez se la pone, pues,
normalmente, se la echa simplemente por
encima de los hombros al modo de un dolmán. El chaleco es de tela a rayas rojas y artísticamente recortado en
picos por debajo; y, aún encima de
él, suele enrollarse la mayoría un fajín de lana de color. Llevan, además, unos calzones anchos, pero cortos, de
color gris oscuro, confeccionados a
partir de un tejido de lana que hacen ellos mismos, y que jamás se abotonan en
las rodillas, de manera que sobresalen algunas pulgadas los blancos calzoncillos de lino que van
debajo. Sus medias son de lana, sin peales; a veces calzan también unas
polainas de cuero muy flexibles. Los
zapatos están provistos de grandes hebillas de plata o de otro metal. Se cubren
la cabeza con un sombrero negro de basto fieltro y ala ancha. El abrigo está
hecho o bien de gruesa lana sin teñir, o de una tela burda, con la que suelen envolverse, simplemente,
los pastores en las montañas, cuando
llueve y hace frío. El canariote se viste casi de la misma manera que el
habitante de Tenerife, salvo que, en vez de
sombrero, lleva una capucha, el montero,
de paño azul y bordada con hilo
rojo, que puede moldear fácilmente
según las necesidades del momento. Contra las inclemencias del tiempo se protege con un capote de lana de color
blanco grisáceo, cuya esclavina le
cuelga bastante hombros abajo. El traje de los palmeros es de mejor gusto y
calidad que de sus vecinos. Se
compone de una chaqueta de paño azul y de pantalones cortos de la misma tela, cuyas costuras están guarnecidas de rojo. Llevan ceñido un fajín de abigarrados
colores en la cintura y cubren su
cabeza con el montero. Los habitantes de Lanzarote suelen ir, en
verano, en mangas de camisa y con unos
pantalones anchos de marinero, que les llegan hasta la pantorrilla y
que se sostienen con un fajín. En invierno visten una suerte de gabán de paño azul, que les llega hasta los
tobillos, y cuyas costuras y bolsillos
están bordados de rojoK. Los majoreros, como se llama a los
habitantes de Fuerteventura, se
visten, en verano, como sus vecinos de Lanzarote.
En invierno, se ponen, encima de esa ropa, un chaleco de rayas, unos
pantalones cortos y una chaqueta. Suelen estar armados de largos bastones o,
incluso, de cachiporras, que les penden de un lado de la cintura, amarradas por una cuerda. En ambas islas
se cubren también la cabeza con un montero. En La Gomera, el traje típico del hombre corriente es como el
de Tenerife, sólo que más pobre, pues su tejido está confeccionado con
lana sin teñir. Más característico es el
traje de los habitantes de El Hierro; en efecto, llevan un alto y puntiagudo sombrero, de hojas de palmera
y ala estrecha, que está adornado alrededor con rayas de colores, además
de que las costuras de sus vestidos están
adornadas con una especie de bordados y sus pies, en vez de con zapatos, van calzados con sandalias
de piel de cabra, que se sujetan con
correas de cuero. En los viajes, a pie o a caballo, son compañeros
indispensables del isleño las alforjas, el abrigo y el hastia o palo
empleado para saltar.
Estos atributos confieren al
canario que viaja a pie el aspecto de un peregrino, mientras que, cuando van a lomos de sus rápidos jamelgos, parecen
cosacos. No se sirven ni de fusta ni de espuelas para apremiar a sus bestias,
sino de sus cuchillos, con los que las pinchan entre los omóplatos.
El traje
tradicional femenino, con excepción de algunas pequeñas diferencias
en el corte, el tipo de tejido y los colores, es, más o menos, el mismo en todas las
Islas. Una falda confeccionada de tela de mahón azul oscuro o de lana a rayas, que cosen ellas mismas (enaguas de
cordón), un corpino ajustado de vivo colorido y una pañoleta de
colores, abigarrados junto con una blusa
corta, que les llega sólo hasta las caderas, constituyen las piezas
principales de su vestimenta. Para cubrirse la cabeza se sirven de una mantilla
de lino o de franela blanca, verde, amarilla o negra, sobre la cual suelen llevar un sombrerito de
paja o de fieltro Sólo las mujeres de La Palma se cierran sus blancas mantillas de lino bajo el mentón, y se ponen
encima de ellas bien un sombrero negro de fieltro de ala ancha, bien una
gorra puntiaguda de paño azul. Los días de fiesta se calzan con blancas medias
de algodón y zapatos de cuero teñido, a los que aprecian mucho. En verano van
descalzas, aunque también puede uno encontrárselas con un solo zapato, por
habérseles roto el otro.
Los hombres
de las clases más altas se visten a la moda inglesa. Por las
mañanas y durante los meses de verano, suelen llevar chaquetas de mahón
blanco y amarillo o de otros tejidos ligeros. La capa española se usa sólo
cuando hace mal tiempo. Las damas adoran la moda francesa; pero, si miraran por
su interés, aparecerían sólo vestidas con el traje típico de su tierra, que consta de un vestido de seda negra, la saya, y una
toca negra o blanca a modo de velo, la
mantilla, de tul o de encaje, que les cubre la cara y los hombros. Su
traje de mañana es un vestido de cotón con una mantilla de franela blanca.
Su tocado es muy sencillo, pues normalmente
se limitan a trenzar algunas flores
naturales en el pelo, que se sujetan detras con una peineta, según la moda europea. Sus pies, por lo general pequeños, bien formados y que ellas saben disponer
con mucha elegancia, están calzados
con medias de seda blancas y zapatos negros o de color. Debido al calor suelen ir sólo ligeramente ceñidas,
por lo que el talle sufre mucho,
sobre todo en el caso de las mujeres gruesas, aunque por contra su cuerpo gana
gran libertad de movimiento. El abanico pertenece a los más
indispensables atributos de una dama; en cambio, los brillantes y las perlas sirven sólo para poner de relieve los
encantos marchitos de las más viejas.
(Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005: -136-142)
1831.
Nace el Telde, Tamaránt Gran Canaria) el Médico, historiador y antropólogo que
destacó por sus notables contribuciones al estudio de la protohistoria,
historia y antropología canarias. También por la incorporación de los enfoques
evolucionistas de Darwin sobre el origen de las razas prehistóricas. Realiza
sus primeros estudios dentro de la familia, primero con su padre y
posteriormente con su tío el canónigo Gregorio Chil Morales, para pasar
posteriormente al colegio San Agustín, en donde tiene como profesor a Domingo
Déniz, quien le preparará en francés para que pueda cursar sus estudios de
Medicina en Francia. En 1848 marcha a París y se inscribe en la Universidad de la Sorbona. Se doctora en
Medicina en 1859 y ese mismo año regresa a Tamaránt (Gran Canaria). Empieza a
ejercer en Guiniwada (Las Palmas) (después de revalidar el título en la Facultad de Medicina de
Cádiz, España). En 1861 inicia la elaboración de Estudios históricos,
climatológicos y patológicas de las Islas Canarias, que aparecerá en varios
tomos después de quince años: el primero en 1876; en 1880 aparecerá el segundo
tomo, y el tercero y último en 1891. La obra fue prohibida por el Obispo de
Canarias (Urquinaona) por contener ideas evolucionistas sobre el origen del
hombre, de las que Chil fue un decidido defensor. Junto a Víctor Grau-Bassas,
Juan Padilla, Andrés Navarro Torrens y otros, funda en 1879 El Museo Canario,
un museo de antigüedades canarias e historia natural, con una biblioteca en la
que se prestará especial atención a todo lo relacionado con las islas y en
especial con Gran Canaria. Será el director de esta institución hasta su
fallecimiento. 1901: Fallece en Guiniwada n Tamaránt (Las Palmas de Gran
Canaria). A su muerte dejó a El Museo Canario su biblioteca, el archivo y sus
propiedades, incluida la casa que hoy alberga dicha institución. Fue uno de los
primeros canarios en participar en reuniones de alto nivel científico fuera de
Canarias. Miembro, entre otras instituciones, de la Sociedad de Antropología
de París y de la Sociedad
Española de Historia Natural. Su obra cumbre, publicada en
varios tomos, Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las Islas
Canarias, se publicó entre 1876 y 1891. Su participación en la fundación de El
Museo Canario y su posterior donación de su biblioteca, archivo y propiedades,
han permitido el desarrollo de una entidad emblemática para Canarias.
1831.
En la descripción
que sigue a continuación, hemos intentado trazar un rápido esbozo de la vida, usos, costumbres y tradiciones de los habitantes de Canarias. Sin embargo, no estará de más
comenzar con una breve panorámica de su actual situación social y moral,
atendiendo especialmente a las clases bajas. De acuerdo con este plan,
empezaremos con la clase de ciudadanos más
numerosa y provechosa, a saber, los campesinos, clase social que, desgraciadamente, es también la más oprimida en
las Islas. Debido a los elevados tributos con que está gravada la propiedad
rural, al campesino le ha tocado en suerte trabajar duramente y consumirse
en la miseria. Como, además, la parte más considerable y mejor del suelo se halla en manos de la nobleza y el
clero, en calidad de propiedad
inalienable o "menos muertas", resulta extraordinariamente reducido el
número de campesinos que poseen bienes raíces, de manera que la mayoría de ellos debe abonar un censo enfitéutico
al propietario de los terrenos. Pero,
los que arrastran la situación más penosa de todos ellos son, sin discusión, los medianeros. Éstos,
que no poseen tierra alguna, no son más que esclavos del propietario, el cual puede despedirlos cuando
quiera, encontrándose realmente en una situación muy poco mejor que la
que tienen los siervos de la gleba en otros
países.
Ellos,
sus mujeres y sus hijos deben estar siempre al servicio del propietario en todo lo
que éste ordene. Sus caballos y asnos
tienen que estar ensillados y dispuestos, si al propietario se le ocurre hacer
un viaje por la Isla.
Deben compartir con el señor la cosecha de las hortalizas que cultivan, si éste lo exige; y
las aves de corral o el ganado, que él les haya enviado para que los alimenten,
pueden causar todos los daños
posibles en sus campos, sin que deba pagarles ni un céntimo en concepto
de indemnización. De manera que este sistema mantiene a esa numerosa clase social en la mayor
dependencia. Muchos de ellos poseen apenas
lo necesario para cubrir su desnudez; sus hijos suelen corretear de un lado para otro sin ropa, aun cuando
hace mucho frío, llegándoles a
faltar incluso, de vez en cuando, en épocas de malas cosechas, el alimento necesario para acallar su hambre. En tales
circunstancias, ¿quién puede .sorprenderse de que siempre haya sido tan
grande la tendencia del hombre común a emigrar a América? La miseria presente y
el ejemplo de sus antepasados, muchos de los
cuales lograron su bienestar al otro lado del Océano Atlántico, han debido de ser siempre un poderoso acicate
para la juventud emprendedora. Es
cierto que el gobierno español ha prohibido la emigración; sin embargo, las autoridades jamás han intentado impedirla, ya que, de un lado, reconocen que es
necesaria y, de otro, saben que en todas las épocas ha tenido un efecto
beneficioso para la economía de las Islas. Y
en efecto, es necesaria, porque, en el marco de la presente estructura política, no hay trabajo ni pan
suficientes para una población que está en crecimiento. Y también es
beneficiosa, porque la mayoría del dinero que circula en las Islas procede de
América, donde se ha obtenido como pago al
trabajo personal realizado allí por los isleños.
Ciertamente,
muchos de éstos vuelven, a menudo tras una ausencia de muchos años, con
una cantidad de dinero ahorrada, que suelen emplear en la compra o en el cultivo de
terrenos, o de cualquier otra manera provechosa. (Francis Coleman
Mac-Gregor, [1831] 2005:129-130)
1831.
El proverbio de que "el
artesano se hace rico" se cumple también en Canarias, pues sólo entre los artesanos de las ciudades y
entre la clase media puede
encontrarse cierto desahogo económico. En los últimos veinte años, esta respetable clase social, aunque tan
despreciada en España, se ha incrementado de manera extraordinaria y ha
mejorado en todos los aspectos. Todo
el dinero en efectivo se encuentra en sus manos, como también en posesión de los comerciantes y de los
tenderos, cuyo número es muy
limitado. La numerosa nobleza canaria, con excepción de unas pocas familias, es, por lo general, pobre, aunque, en
la mayoría de los casos, por su
propia culpa, pues sus prejuicios de clase o la indolencia le impiden, en medio de necesidades que van en aumento, dedicarse
a una mejor explo-tación
de sus bienes. Y, en vez de residir en el campo, entre sus medianeros,
los propietarios dejan que sus casas se desmoronen, y la
mayoría vive en las ciudades, en medio de una
inactividad total, sin recibir educación, sin cultura intelectual y sin conocimientos útiles de ningún
tipo. Su mayor orgullo lo cifran en
lo siguiente: ¡en ser descendientes de los conquistadores de las Islas! Sólo unos pocos, pertenecientes,
por lo general, a la alta nobleza y que se
han educado en el extranjero o que se han cultivado yendo allí,
suponen una excepción a esta regla. El clero, cuyos ingresos eran Considerablemente superiores antes que hoy en
día, cuenta con unos pocos hombres ilustrados y bien informados entre sus
miembros, de manera que solo se
encuentra una formación erudita en el estado clerical.
Los
funcionarios, nacidos, en su mayor parte, en la Península, están mal pagados,
como también les sucede al ejército y a los enjambres de empleados,
siéndoles muy difícil, por esta razón, gozar, dentro de la consideración pública, del rango
que el Estado les ha asignado.
Si se tiene
en cuenta el grado de miseria con que tienen que luchar las clases
bajas y el grado de ignorancia y dependencia en que se les mantiene,
resulta, con razón, sorprendente que todo ello no haya influido negativamente
en su moralidad. Pues, en verdad, es extraordinariamente bajo el número de delitos castigados con la pena
capital. Sólo la población de las
ciudades más grandes comete robos en las casas y hurtos, si bien son raros. La
mayor parte de los asuntos de que conocen los jueces se limita a raterías, a contravenciones y a otras
faltas leves. Se puede viajar de día
y de noche totalmente desarmado y con la mayor seguridad, pues no hay ningún tipo de bandolerismo ni
asaltos, e incluso se envían de una parte a otra de la Isla coches que
transportan dinero, sin que sea necesaria
escolta alguna. La seguridad de las carreteras y de la propiedad privada no hay que atribuirla, en absoluto, a
la vigilancia de la policía, que es pésima, sino que se debe únicamente a la
buena disposición moral de los
naturales. Igualmente les es ajeno el vicio de la bebida, y sólo se ve, de vez en cuando, en estado de
embriaguez a mujeres de la peor ralea.
Sin embargo, no extrañará de seguro a nadie el hecho de que, en una tierra donde el calor del sol hace circular la
sangre por las venas con mayor
rapidez y una amplia clase de la sociedad está condenada al celibato, tengan lugar, a veces, contactos sexuales
prohibidos entre ambos sexos. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831]
2005:131)
1813. La
religión católica, en calidad de religión del Estado español, impera también
en Canarias; sin embargo, aunque a ninguna otra confesión le está permitido el ejercicio de sus oficios
religiosos, un extranjero no se encuentra
con ningún tipo de hostilidad debido a sus creencias. Ahora bien, mientras que,
entre las clases altas, la falta de fe y el desprecio de todo lo sagrado llegan a ser excesivos, las clases
bajas, por el contrario, se mantienen en una lamentable ignorancia en
todo lo relativo a la religión. Saben,
simplemente, que están obligados a ir a la iglesia para oír misa los domingos y
en determinados días de fiesta, que allí, en momentos concretos, deben repetir oraciones, ponerse de rodillas
o golpearse el pecho, y que, si han hecho todo esto, han cumplido con
sus deberes religiosos ese día. En los días de ayuno y abstinencia no pueden
comer carne. No obstante, si les es
imposible soportar la abstinencia, pueden obtener la deseada dispensa por unos dos reales y, mediante la
compra del indulto apostólico
consumir comidas que contengan carne, a excepción de un pocos días al año. Poco apropiado resulta su
comportamiento en la un; de
acuerdo con las estrictas ideas que tiene un protestante acerca la cantidad del lugar, sobre todo durante la
celebración de los oficios divinos.
Los hombres
se apoyan contra las columnas y paredes de la iglesia y fuman,
si bien subrepticiamente, su cigarro; las damas bien se sientan en las
sillas que sus criados les han puesto detrás, bien se acomodan en suelo con las piernas cruzadas, mezcladas con las demás
mujeres, cuchicheando, de vez en cuando, con sus vecinas. Además, turban, a
cada momento, el
recogimiento de la misa el ruido continuo de los que entran salen y el corretear de los niños y
los perros. Se prometen solemnes peregrinaciones a determinados santuarios y ofrendas a los mismos,
sierre que hay enfermedades graves, peligros
personales o cualquier tipo de aflicciones domésticas.
Estas promesas
solemnes se cumplen siempre día en que se celebra la fiesta
del santo en cuestión, fiesta que siempre conlleva una feria. De esta manera, se ha sabido fusionar muy felizmente
el interés de la iglesia con el
placer de la multitud. Entre las fiestas más famosas de Tenerife están las que se celebran,
en Candelaria, todos lo años,
los días 2 de febrero y 15 de agosto, en honor de una imagen de la Virgen
Santísima. La
primera fecha atrae mayor número de gente, porque municipalidad de La Laguna y el clero de Tenerife celebran una procesión solemne, en la que, siguiendo una antigua
costumbre, los campesinos van
abriendo el paso con cantos y bailes.
En la plaza
se montan chiringuitos y tiendas de campaña.
Allí se picotea, se empina el codo y se baila, alojándose a los numerosos devotos y peregrinos en
albergues.
La segunda fecha corresponde a la fiesta de los habitantes del lugar,
los guanches son los únicos que tienen el
privilegio de llevar a hombros la imagen de la Virgen, de la cual se dice
que pesa cada vez más a medida que la procesión
se acerca a la cueva en que antiguamente se guardaba. Algunas penitencias de los peregrinos revelan
un alto grado de fanatismo religioso y recuerdan
las mortificaciones y los martirios de los primeros tiempos de la iglesia
cristiana. A veces, se
ve a mujeres con cirios encendidos en las manos que, de rodillas sobre el suelo de la playa cubierto de
guijarros, se van
arrastrando hacia la capilla, con lo que su camino queda señalado por un rastro de sangre. Algunos hombres hacen este mismo
camino con los brazos levantados en cruz, de
cada uno de los cuales cuelga una pesada araña de hierro. Otros hacen todo el recorrido de la peregrinación con los
zapatos llenos de guisantes; pero todos vienen con
ofrendas de velas de cera, dinero o joyas. Entre el pueblo llano existe la costumbre de
repetir oraciones por las
tardes, a una determinada hora (la oración)', primero, se reza un cierto
de avemaría y, al final, están las
oraciones por las almas
del Purgatorio, que el cabeza de familia recita solo, acompañándolo, de vez en cuando y en coro, los
presentes; después de esto, la familia se va a descansar.
Los bautizos tienen lugar siempre
en la iglesia parroquial. El padre del niño
que se va a bautizar, junto con los padrinos de bautismo y amigos y parientes, va delante de la partera, la cual
sostiene en sus brazos al niño, que
está adornado con todas las joyas de que disponen los padres. Éstos conceden
gran importancia a su relación con las personas que sirven de padrinos a sus hijos, llamándolos a partir
de entonces compadre y comadre. La Iglesia considera esta
relación como una suerte de parentesco
consanguíneo, pues, en el caso de que un hombre quiera casarse con la madrina de su hijo, tiene que pedir la misma
dispensa que si ambos tuvieran un grado de parentesco que constituyera un
impedimento.
Las bodas de
las clases medias y bajas tienen lugar por la mañana temprano en la iglesia. La
novia llega en un caballo, adornado con una manta de
abigarrados colores, que el novio lleva humildemente de las riendas. Sin embargo, al
domingo siguiente la relación ha cambiado visiblemente, pues el marido va a la iglesia montado a caballo y la joven
esposa va sentada detrás de él, en la grupa. La celebración de la boda
tiene lugar por la noche, con cantos y
bailes; y los jóvenes del lugar tienen la costumbre de descargar sus
travesuras sobre los novios, si uno de ellos es viudo o está ya entrado en años. Las personas de las clases
altas se casan por la noche en la
casa paterna de la novia. Como el matrimonio es un sacramento para los católicos, el día de su enlace el
novio y la novia están obligados a
confesarse y recibir la absolución. No es raro que un tío se case con su sobrina o que un viudo tome por esposa a
la hermana de su difunta mujer; sin embargo, esto ocurre sólo entre las
personas de clase alta, pues se
necesita para ello una dispensa de Roma, cuyos costes no están al alcance de un pobre.
Los
entierros de la gente acaudalada se celebran acompañados de algunas ceremonias.
Veinticuatro horas después de la muerte de una persona, en el cuarto más solemne de la casa mortuoria y encima de una mesa rodeada de cirios encendidos, se coloca el
ataúd abierto con el cadáver, el
cual, a veces, está vestido con el hábito de una orden eclesiástica. La
familia del difunto, el alcalde del lugar, parientes y amigos, están todos
presentes y se mantienen de pie en derredor cerca de la pared. Si hay un convento en el lugar, se presenta también la
congregación clerical in corpore.
A continuación, una campanilla
anuncia que se aproxima el clero secular con su séquito de sacristanes y
muchachos del coro. Después de haberse
chillado más que cantado algunas estrofas en latín, se traslada el cadáver,
seguido de todo el cortejo fúnebre, bien a la iglesia parroquial, bien a la
capilla de un convento, por el camino so hacen varias paradas y se entona, en cada una de ellas, un canto fúnebre.
Los parientes del difunto determinan de antemano el número de estos
descansos y pagan por cada uno de ellos. Tan pronto como el cortejo fúnebre
entra en la iglesia, se deposita el ataúd
sobre una mesa cubierta en los escalones del altar mayor; se repiten oraciones, se canta la misa de
difuntos y, de vez en cuando, se
inciensa el ataúd y se rocía con agua bendita. Al finalizar estas ceremonias,
cuatro hermanos misericordiosos se echan el ataúd sobre los hombros y lo llevan
a paso rápido hasta el cementerio, que normalmente está situado fuera del pueblo, pues sólo en las aldeas más pequeñas se entierran todavía los muertos en la iglesia. Luego
se saca el cadáver del ataúd de gala y se pone en un cajón de madera de pino,
cubierto de cal viva, para que se descomponga más rápidamente, y se
sepulta sin más en la tierra. Desde aquí
vuelve a dirigirse el cortejo fúnebre a la casa mortuoria, cuya puerta se ve
asediada por los pobres del lugar, que piden limosna a gritos.
Después de que los presentes se
han colocado de pie, ocupando el mismo sitio que antes, a lo largo de las
paredes de la sala, el párroco del lugar
dirige, en latín, algunas palabras de pésame a la familia del difunto, tras lo
cual, y en medio de las habituales reverencias, se retira con el resto del clero; y siguen su
ejemplo, uno tras otro, los demás miembros del cortejo fúnebre. Entre
los habitantes de El Hierro existe la antigua
costumbre de hacer acompañar sus cadáveres de plañideras a sueldo, a quienes se paga de acuerdo al grado de
vehemencia de sus lamentaciones, como es tradicional aún entre los
árabes y los negros de la costa del Congo.
Es cierto que los canarios no manifiestan en absoluto amor por sus
difuntos, pero menos molestias se toman todavía en los entierros de la gente de las clases inferiores,
cuyos cadáveres se llevan al trote al camposanto, para que los que los
cargan puedan volver más rápidamente a su
trabajo.
En Gran
Canaria, incluso, a veces, los cadáveres de los pobres
son más arrastrados que llevados hasta la tumba por dos mozos
cargadores, estando sus cuerpos cubiertos apenas con los harapos imprescindibles
y atados a una barra larga por la cabeza y los pies, de manera
que el tronco va colgando hasta casi tocar el suelo. En las aldeas hay un
único ataúd, y sin tapa, en el cual el difunto se lleva a la iglesia, amortajado
y con la cara descubierta. El suelo de la iglesia, cubierto con baldosas o ladrillos
rojos, se abre por medio de unas estrechas viguetas de madera en una
superficie de seis pies de largo por dos y medio de ancho, dejando el espacio necesario para enterrar el
cadáver. Luego, se saca el cadáver del ataúd y se entierra allí, pues
sólo a los ricos se les sepulta en un féretro. Al día siguiente, los parientes
del finado mandan oficiar una misa de difuntos, por la que el clero
además de los habituales derechos de estola,
recibe una ofrenda en dinero o en especie, no siendo raro que, con tal motivo,
se depositen en los escalones del altar un par de pingües carneros, un barril
de vino o algunos sacos de cereal. También se gasta una cierta cantidad de
dinero en misas por el alma de los difuntos, cada una de las cuales
cuesta unos seis reales5^. A los niños que mueren con menos de siete
años se les entierra por la noche; y, entre la gente acomodada, los parientes y amigos envían a sus criados
con candiles, para acompañar el cortejo fúnebre. Sólo en la isla de El
Hierro se permiten mujeres en los entierros, en calidad de familia del finado.
Más adelante se volverá a hablar de las
costumbres religiosas, cuando se trate de las diversiones públicas.
Las clases
bajas son extraordinariamente supersticiosas, como es habitual
en todos los pueblos montañeses; y, además de creer firmemente en
brujas, espíritus y presagios y todas las consejas por el estilo, les tienen
un miedo especial a los efectos del mal de ojo.
Sin embargo, no juzgan siempre
este hechizo como un acto de maldad, sino que también creen que un exceso de
cariño o admiración ante un objeto pueden provocar el mismo efecto perjudicial, que suele consistir en que se seca o muere
todo aquello en lo que recae tal hechizo. Sin embargo, cualquier cosa en forma de
cuerno puede hacerlo inofensivo y, por esta razón, suelen encontrarse con
frecuencia pedacitos de hueso, tallados en aquella forma y colgados como amuletos en las frontaleras de caballos y
mulos, mientras el campesino, cuyas
viñas han sido bendecidas con abundante fruto, se preocupa de preservarlas del efecto del mal de ojo,
cavando alrededor unas estacas, en cuyas puntas lucen cuernos de macho
cabrío. ¡Y ni siquiera las clases altas se
ven libres de superstición, esa fiel compañera de la ignorancia! Si un
campesino teme que una bruja esté cerca, vuelve hacia afuera la parte interior de la pretina de su pantalón o, para
asegurarse mejor, se quita del todo
los pantalones y se los vuelve a poner, después de haberlos vuelto del revés. Los labradores consideran que este remedio
es tan poderoso, que ninguna bruja
tiene el poder de causarles ningún mal, mientras estén protegidos así contra sus hechizos. Poner una
escoba detrás de la puerta es siempre
recomendable, si se quiere evitar a las brujas; pues, si ésta pisara el umbral,
su primer intento consistiría en privar a los niños pequeños de la
respiración: así, cuando un niño muere de repente, se considera siempre obra de las brujas. Espanto general
causa el graznido de un ave, que
llaman apagado a causa de la similitud de esta palabra con el sonido que emite en un tono chillón. Pertenece al
género de las lechuzas y, a la luz de la luna, se le ve, a veces,
revoloteando en torno a las casas, cuyos ocupantes temen su presencia,
juzgándola el anuncio de una muerte
próxima. Otra superstición bastante extendida consiste en creer que a las almas
de los difuntos que no pueden encontrar descanso les es dado pasar al cuerpo de los vivos y atemorizarlos con
su presencia. Así, si se presentan ciertos síntomas en un enfermo, se manda a
buscar un animero, quien intenta expulsar el alma intrusa, en parte
mediante conjuros y en parte mediante
el acto de poner secretamente al fuego, en una encrucijada, una olla,
en la que hay cuernos de macho cabrío, cascos de caballo y un otro montón de cosas bienolientes. Si arde el
contenido de la olla, vuelve; el animero a
la habitación del enfermo en una suerte de trance, abre de golpe
la puerta y las ventanas, corretea sin sentido aparente de un lado para
otro y continúa con los conjuros, mientras le sale espuma por la boca. No
obstante, si el enfermo no se siente aliviado, esto significa que el alma que
ocupa su cuerpo no quiere marcharse y entonces el charlatán se ayuda
con la excusa de que alguien ha debido de haber visto arder la olla. Esta
cura no es nada barata, pues cuesta tres pesos; y la olla, uno más. El mismo
grado de confianza tiene el hombre común en la fuerza de las reliquias,
en las medallas consagradas y en los amuletos, como medios infalibles
contra las enfermedades, los accidentes y todo tipo de desgracias, siendo difícil
encontrar a una persona del pueblo que no se halle provista de ellos. Por
lo demás, tampoco faltan las videntes, las que adivinan mirando el agua y todo
tipo de servidores de la superstición, llámense como se llamen. Y no mencionemos
a los amañados y charlatanes que ofician de médicos, y han venido
a estos remotos valles para llenarse los bolsillos a costa de la credulidad
reinante. (Francis Coleman Mac-Gregor,
[1831] 2005:144-150).
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