Eduardo Pedro García Rodríguez
Jean Capdeville invade La Gomera (1571):
Desde mediado el año 1570 habían cruzado sobre
aquella isla y la de La Palma
diferentes corsarios y piratas franceses que los hugonotes de La Rochelle enviaban para
interceptar nuestro comercio de la América. Uno de ellos fue Jacques de Soria, bravo
normando que, siendo subalterno del almirante Coligny (aquel gran talento,
enemigo de Felipe II, de la religión de Francia y de las posesiones coloniales de
España), venía mandando cinco velas. Habiendo, pues, atacado y rendido a la
vista de La Gomera
el Santiago, nave portuguesa que acababa de salir del puerto de
Tazacorte, dio muerte atroz a los célebres 40 jesuitas que, capitaneados por el
padre Ignacio de Azevedo, iban a las misiones del Brasil. [...] Jacques de
Soria arribó poco después a La
Gomera con su armada, trayendo bandera de paz. Dejó allí los
prisioneros; y asegura el cardenal Cienfuegos que el conde don Diego alcanzó
entonces de los franceses la sotana de uno de los jesuitas sacrificados, cuyas
reliquias estuvieron en veneración entre aquellos pueblos. Al año siguiente
(1571) se dejó ver por segunda vez sobre estos mares otro pirata que, montando
la misma capitana, era digno sucesor de Jacques de Soria. Juan Capdeville,
bearnés, hombre osado, también hugonote y que espantaba con su nombre las
islas, se presentó delante de la villa de San Sebastián de La Gomera el día 24 de agosto,
llevando cinco naves, cuatro francesas y una inglesa. No pudo resistirse el
desembarco. Retiráronse los naturales la tierra a dentro, y los enemigos
saquean, queman y destruyen gran parte del lugar. Entonces sucedieron aquellos
prodigios de constancia cristiana que el obispo de Mantua y el P.fray Luis
Quirós refieren de sus hermanos los religiosos de La Gomera. No sólo fray
Bernardino Ramos, que era guardián, sino también sus súbditos, se habían
sorprendido tanto con la inopinada invasión, que huyeron, abandonando el
convento, la iglesia y la sagrada eucaristía. Fray Antonio de Santa María se
avergüenza a muy pocos pasos. Vuelve a la villa revestido de celo, corre al
sagrario, consume las santas formas, pero cae en manos de los hugonotes al
salir de la iglesia. Ya habían cogido al cura y otros vecinos. Todos fueron
llevados a bordo de la capitana, sin que cesase fray Antonio de predicarles,
exhortándoles al martirio. Pasados seis días, los sacaron de la bodega para
disputar sobre dogmas. Trasládanlos después a otro bajel, cárganlos de golpes y
bofetadas, los hieren, los desnudan, los atan y arrojan al mar con pesadas
piedras al cuello. El que primero murió ahogado fue el cura, luego el
religioso, luego a escopetazos y botes de lanza los otros prisioneros. Entre
tanto, fray Diego Muñoz, que había quedado en el convento recogiendo las
imágenes, ornamentos y alhajas, se ve rodeado de enemigos. Lleno de santo
arrojo reprende a los herejes sus ultrajes; ellos tratan de castigar los suyos.
A esta bulla salta un donado llamado Miguel o Gumiel (como dice el obispo de
Mantua), que hasta entonces había estado escondido y, queriendo defender la
vida de su compañero, son ambos víctimas de la saña de los corsarios, que
echaron sus cuerpos al mar. Algunos naturales los recogieron y dieron
sepultura. A este tiempo ya el conde había acaudillado el paisanaje y,
marchando con él impetuosamente, se echó de golpe sobre la villa, de manera que
los enemigos, no osando resistir el acometimiento de los valerosos gomeros, se
fueron embarcando de tropel, dejando muchos muertos en la ribera.
Cada instante se comprobaba el concepto que de la
importancia del puerto de La
Gomera tenía entonces en la corte de la metropoli. En 1580
arribó a aquella isla el navío de Juan Martín de Recalde, que conducía los
galeones de America. El conde le dio todo el favor y ayuda de que necesitaba.
Había aportado allí al mismo tiempo el gran marqués de Santa Cruz con las naves
destinadas a socorrer la flota contra la escuadra de Strozzi, siendo gloria de La Gomera haber tenido por
morador al almirante de las Indias, al descubridor del Nuevo Mundo, a Cristóbal
Colón, y por su huésped al invicto general de las galeras de España, al héroe
de ambos mares, a don Añvaro Bazan. Dándose el rey por bien servido del conde,
le escribió con este motivo una carta gratulatoria, en que le manifestaba su
confianza, le aseguraba de su memoria y le ofrecía mercedes. Encargábale
aplicase su celo a facilitar la salida de dicha embarcación y galeones, a fin
de que retornasen a España en conserva de los navíos que iban a convoyarlos.
Pedíale, finalmente, que reclutase en las islas algún número de marineros que,
sirviendo desde luego en ellos, pudiesen hacerlo después en la expedición a las
Terceras, según se meditaba. De este modo contribuyeron las Canarias a tan
gloriosa empresa y quedó La
Gomera más al abrigo de los insultos.
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