Eduardo Pedro García Rodríguez
El 29 de septiembre de 1782, da
a luz una monja del convento de clausura de Santa Clara en Winiwuada (Las
Palmas) llamada Antonia Mujica.
“Frecuentes eran en aquellos
tiempos las competencias y recursos por derecho de asilo en iglesias. Usando de
este derecho, y colocándose bajo la protección del cabildo eclesiástico,
quebrantando una monja su clausura y dio lugar en Las Palmas una larga serie de
ruidosos incidentes que refleja con exactitud la manera de ser de aquella
sociedad en el último tercio del siglo XVIII. Era esta monja doña Antonia de
Mujica, nacida en Canaria en 1758, de nobles padres que, siguiendo la
tradicional costumbre de la época, la encerraron desde sus más tiernos años en
el convento de Santa Clara de aquella ciudad sin consultar su voluntad ni sus
inclinaciones. A los catorce años tomó la joven
hábito de novicia y a los dieciséis profesó.
Vivía entonces, en una calle
fronteriza al convento, un presbítero que estaba en sacrílegas relaciones con
otra monja amiga de la doña Antonia y a fuese por consejos, por mal ejemplo u
obedeciendo sólo a los impulsos propios de su juventud encontró en un fraile de
la orden de San Francisco un cómplice de sus culpables deseos.
Véase ahora los medios de que se
valieron las dos amorosas parejas para conseguir una frecuente comunicación.
Colocábanse las dos monjas por la noche en la azotea del convento y cuando
veían a sus dos amigos en la de enfrente, recibían de estos unas cuerdas que
les lanzaban de una a otra acera armadas de fuertes garfios que ellas
aseguraban e los pretiles, formando de este modo un puente aéreo flotante,
sobre el cual colocaban unas tablas movibles que les servían para atravesar la
calle. De estas comunicaciones tan peligrosas como atrevidas resultó que, al
principiar el año de 1782, la doña Antonia se sintió atacada de un mal
desconocido que exigió la consulta y asistencia facultativa de los médicos don
Joaquín Bello y don Francisco Pano quienes con la discreción de expertos
profesores observaron y callaron el nombre de la enfermedad.
Pero en la mañana del 29 de
septiembre de aquel mismo año se presentaron de repente los dolores precursores
del parto, con tanta intensidad que la infeliz reclusa, ahogando sus gritos, se
refugió e la letrina esperando allí con espanto el momento de la crisis. Al
principio resistió con valor, asistida de algunas de sus compañeras que
conocían su secreto y afirmaban que había sido atacada de un repentino cólico;
mas llegó un momento en que fueron tan agudos sus sufrimientos y tan horribles
las torturas físicas y morales que padecía que pidió a gritos confesión.
La comunidad, reunida en aquel
sitio y adivinando la causa verdadera de aquel escandaloso su ceso, permanecía
silenciosa y avergonzada de lo comentarios del público cuando descubriera la
verdad. Al fin, doña Antonia, sin abandonar la letrina, sintió que su feto caía
en el foso y, recobrando entonces una parte de sus fuerzas, tuvo el valor su-
ficiente para retirarse a su celda y seguir ocultando su desgracia.
Algunos días después una moza de servicio descubrió en aquel sitio el
cadáver de una criatura del sexo femenino, dando lugar a un proceso para cuya
instrucción llegó de Tenerife el padre provincial fray Antonio de Salinas. Como
primera providencia fue encerrada sor Antonia en estrecha cárcel, incomunicada,
sin luz y con un alimento malsano e insuficiente, siguiéndose el proceso con
refinada crueldad, indigna de la caridad cristiana. Dotada la rea de un
carácter enérgico y resuelto y deseando burlar la vigilancia de sus implacables
verdugos, logró una noche abrir los cerrojos de su pri- sión y, atravesando en
silencio los claustros del convento, llegó al coro alto, donde, rompiendo la
verja que era de madera, se lanzó al pavimento de la iglesia y, abriendo por
dentro una de las puertas que comunicaban con la plaza de San Francisco, salió
a la calle, encontrándola el alba oculta en uno de los ángulos del atrio de la
catedral, bajo cuyas bóvedas buscó asilo tan pronto se abrieron las puertas del
templo.
Al tener el cabildo conocimiento de este hecho se
reunió inmediatamente y acordó que su presidente accidental, el chantre don
Luís Manrique, condujese a la asilada, con la reserva propia del caso, al
convento de San Ildefonso, recomendándola al cuidado de la abadesa con expresa prohibición de que la entregasen a
ninguna autoridad, cualesquiera que fuesen las órdenes que se quisieran
utilizar. Indignado el comisario de la intrusión en la causa de aquella
corporación extraña, acudió en queja al Consejo de Estado, pidiendo la
inmediata entrega de la procesada. Entonces el presidente del Consejo conde de
Campomanes, en carta orden de 14 de agosto de 1784, mandó que la reclusa
volviese a su convento y se sujetara al fallo de sus jueces regulares,
disposición que la mayoría del cabildo se negó a obedecer por las razones que
expuso en un brillante informe el canónigo don Nicolás de Viera y Clavijo,
hermano del célebre historiador.
Ante este atrevido acto de resistencia, el comisario
dirigió al cabildo una carta amenazadora que sólo consiguió irritar más los
ánimos, de tal manera que, temiendo aquella corporación que se apelase a la Audiencia para obtener
la orden de extradición, hizo saber a la abadesa que bajo pena de excomunión
mayor y de suspensión de empleo no permitiese quebrantar la clausura. Debe
observarse que en este asunto obraba el cabildo con autoridad episcopal, sede
vacante, y bajo tal concepto sostenía sus derechos.
El Consejo de Estado, entretanto, pasaba el expediente
al fiscal, quien evacuando su informe en 7 de junio de 1785 decía lo siguiente:
“El que informa sólo encuentra por prueba de los atroces crímenes de la
incontinencia y homicidio de que se quiere culpar a la doña Antonia, unos
testigos demasiadamente débiles y unas declaraciones mujeriles poco
consecuentes, confusas; repugnantes las más de ellas y todas lejos de aquella
verdad ingenua y sólida que se requiere y necesita para formar un juicio seguro
de la culpa o calumnia de los delitos graves. Lo que sí resulta sin
incertidumbre de dicha causa, es una multitud de enredos, ilusiones, chismes,
poca caridad hacia una religiosa en muchas de sus hermanas, tanto, que parece
que se complacen en las declaraciones, extendiéndose algunas mas de lo que se
les pregunta y olvidando su carácter.
Concluía este ilustrado y prudente funcionario pidiendo se dijese al
cabildo, como representante de la autoridad episcopal, que podría disponer de
la procesada como le pareciera conveniente, ya fuese dejándola en el convento
donde se hallaba depositada, ya trasladándola a otro, si el trato era conforme
a la piedad debida a su desgracia. Por último, respecto al fraile, solicitaba
fuese entregado a su prelado, encargándole a éste la caridad y misericordia que
es inseparable de todo acto judicial.
El Consejo, sin embargo, a pesar de esta notable
censura, en auto de 27 de septiembre dispuso que el cabildo quedara despojado
de la jurisdicción que pretendía, resolviendo la competencia a favor del
provincial y acordando al mismo tiempo se impusiera una severa amonestación a
los canónigos que habían votado la suspensión del cumplimiento
de la carta orden y desterrando por un año a don
Nicolás de Viera y Clavijo. El presbítero y el fraile, cómplices y encubridores
del delito, fueron entregados al señor obispo para ser castigados con arreglo a
las disposiciones del concilio tridentino.
La conclusión de este ruidoso proceso fue que
el embajador en Roma, don José Nicolás
de Azara, obtuviese de Su Santidad un breve de indulto dirigido al obispo de la
diócesis, para que "con su circunspección y prudencia, por sí o por otra
persona eclesiástica. pueda absolver por esta vez en ambos fueros a la
suplicante de cualesquiera sentencias, censuras y penas en que, de cualquier
modo, haya incurrido... imponiéndole a su arbitrio la conducente
penitencia..." Diósele asimismo licencia a sor Antonia para que entrase en
otro convento y, si no lo encontraba de su orden,
que fuese absuelta de sus votos y secularizada, exhortándola a que en este
nuevo estado viviese dando ejemplo de virtud y recogimiento.
Véanse, pues, las tristes
consecuencias de encerrar a las jóvenes desde su niñez en un convento y no
consultar su voluntad al pronunciar votos tan solemnes. ¿Qué actos de virtud
podían esperarse de aquellas infelices víctimas, sacrificadas al egoísmo de sus
familias o al fanatismo de sus padres?” (A. Millares T. 1977).
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