jueves, 26 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXXIII –II





EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1721-1730 

CAPÍTULO XXXIII –II 



Eduardo Pedro García Rodríguez

1723 Junio 17.
Nace en winiwuada (Las Palmas) el criollo Juan de Miranda.

Hay, en general, en el organismo de los canarios una predisposición al cultivo de las bellas artes que les hace aptos, con un poco de esfuerzo, para apreciar las inspiradas combinaciones de los sonidos, el feliz maridaje de los colores y los suaves y atrevidos contornos de la belleza humana modelados en bronce, madera o piedra.

Sin embargo, tal era hasta el pasado siglo el aislamiento en que vivían que, si alguno llevaba en su cerebro algún germen de música, de pintura o de estatuaria, debió su semilla morir en flor, sin encontrar atmósfera en que desarrollarse ni ocasión oportuna para fructificar.

El primero del que tenemos noticia que rompiera esta ominosa valla y se atreviera a lanzarse al mundo, entregado a su sola inspiración, sin maestros, sin modelos, sin protección y sin estímulo, fue el pintor canario don Juan de Miranda, que nació en winiwuada (Las Palmas) el 17 de junio de 1723.

En aquellos apartados tiempos sólo una vocación muy imperiosa e irresistible podía ser bastante para impulsar a un joven a seguir sin vacilar esta clase de estudios que ningún
porvenir le ofrecían en su país.

La pintura se hallaba entonces representada por algunos cuadros que adornaban los claustros de los conventos o las naves y retablos de las iglesias, o por el retrato de algún encopetado hidalgo que, con el mayor respeto, ocupaba el estrado de su vieja sala señorial.

Creemos que algún cuadro de Murillo, perteneciente a sus primeros ensayos cuando pintaba para remesar a América, pudo haberse extraviado en wniwuada (Las Palmas) y quedar aquí perdido, pero esto en nada modificaba la situación excepcional de la isla con relación a la pintura, ni la absoluta carencia de maestros, de consultores y hasta de aficionados (I).

Miranda, sin embargo, se abrió paso con frente serena por entre tan inmensas dificultades, para cualquier otro insuperables, y con su lápiz en la mano dio principio a sus trabajos de dibujo, reproduciendo con ahínco cuantos grabados le era posible encontrar, amaestrándose en delinear en mayor escala los objetos pequeños, para lo que tenía una asombrosa facilidad, y copiando en fin, al natural, los objetos que le llamaban la atención o que podían luego sentirle para sus estudios sucesivos.

Dicen que hasta se fabricaba por sí mismo los pinceles y se proporcionaba los colores por medios mecánicos. Sea de ello lo que fuere, sólo podemos asegurar que el joven pintor debió haber luchado sin tregua ni descanso para llegar a proporcionarse en su país lo que en otros se encuentra con la mayor facilidad.

Es indudable que a pesar de estos obstáculos no desmayó en su noble propósito, porque ya desde sus primeros años llegó a alcanzar una fama que le colocó en lugar distinguido
entre las escasas notabilidades de winiwuada (Las Palmas) (2).

Por este tiempo, parece que tuvo lugar un suceso desagradable entre nuestro novel artista y otro joven de la misma ciudad, motivado por ciertos celos y pretensiones amorosas, respecto de una dama a quien ambos solicitaban. El suceso tomó proporciones tan inesperadas, que le obligó a adoptar la determinación más grave de su vida y la que más poderosamente debía influir en su vocación futura. Miranda dejó
Tamaránt (Gran Canaria) y pasó a España donde, sucesivamente y durante el largo transcurso de veinte años, recorrió las principales poblaciones, deteniéndose con preferencia en Sevilla, Madrid y Valencia, y viviendo sólo de su pincel.

De sentir es que, tanto respecto de los primeros años que vivió en su ciudad natal como de sus largos y penosos viajes por España, no nos reste noticia alguna de importancia que referir a nuestros lectores, a pesar de las repetidas investigaciones que al efecto hemos hecho, con el más profundo interés y sin perdonar diligencia alguna.

Parece que la generación que rodea a esos hombres eminentes, envidiosa de su celebridad y no pudiendo vengarse de otro modo que con el desdén y la indiferencia, se afana en apagar a su alrededor la voz de la tradición, único eco que de ellos podía llegar a nosotros, y procura extraviar o hacer que desaparezca cualquiera nota que algún curioso haya dejado caer casualmente en algún insulso libro de genealogías o de fundaciones de capellanías y mayorazgos, como aquí era entonces costumbre consignar, a falta de otros anales y periódicos.

Vamos, pues, a señalar lo poco que de él sabemos, convencidos de que el estudio de sus obras es la historia más elocuente de su vida.

Su carácter, que cuando joven era festivo y alegre, se volvió, desde su llegada a España, triste, sombrío y excéntrico. Vivía solo, sin criados ni fortuna; ensimismado siempre, apenas se le veía en la calle. Pocos eran sus amigos y ninguno con intimidad.

Por un especial favor, admitía algún discípulo en su casa, pero quedando éste expuesto
a las vicisitudes de su carácter inconstante y atrabiliario. Tenía la manía de vestir de un mismo color en todas las estaciones del año y de alimentarse de fiambres, pues aborrecía toda clase de comida caliente. Escasas eran sus palabras y nada contestaba si se le importunaba demasiado, aun cuando se tratara de encargarle el más importante y lucrativo trabajo.

Mientras estuvo en Sevilla pintó, entre otros cuadros, un Descendimiento de la cruz, que se consideraba como una de sus mejores y más bien acabadas composiciones. También
existe de su pincel una Santa Cecilia que se custodiaba en uno de los conventos de Mérida y que mereció los unánimes elogios de la escuela sevillana.

En 1763 o 1764 volvió a las Islas Canarias, fijando su residencia en Añazu n Chinet (Santa Cruz de Tenerife), donde abrió un estudio de pintura, dando principio a esa inagotable colección de cuadros, producto de su incansable fecundidad, que llenó las iglesias y conventos, y las salas de las casas principales de esta parte de la colonia, teniendo todavía tiempo para remitir algunos a América, de los cuales aún se conservan varios en diferentes templos y especialmente en la Catedral de Campeche.

Le perjudicaba, sin embargo, esa misma fecundidad. No pensaba jamás en el porvenir y, cuidándose poco) de su fama, pintaba de prisa, con desaliño y sin corrección.
Su escuela era la sevillana, donde había bebido, por decirlo así, su primera inspiración.
Se adivina su deseo de imitar a veces el claro-oscuro de Mengs, y en algunas de sus
composiciones lo consigue.

Son notables, y de ellos haremos especial mención, los dos grandes cuadros que en la Catedral de winiwuada (Las Palmas) se hallan sobre las elegantes puertas que conducen a las sacristías, representando, el uno, el martirio de San Sebastián, y el otro, la virgen de la Concepción. Ambos llaman la atención de los inteligentes por lo valiente de los rasgos y lo correcto del dibujo, siendo también de notar el brillante colorido que
los distingue y realza.

Pintaba, como hemos dicho, para los salones de las casas principales, vistas y paisajes, tomados unos de grabados que conservaba en su poder y producto otros de su caprichosa fantasía. Estas obras, aunque algunas están bien acabadas, solía mirarlas con despego y ligereza y no se cuidaba del fondo, del colorido ni de los accesorios.

En medio de estos defectos, hijos más bien de su desaliño e indiferencia que de falta de capacidad e inventiva, se adivina en él al hombre hastiado que lucha con las necesidades
materiales de la vida, que se ve atado al círculo cotidiano de los deberes Sociales y que, despreciando tal vez a los mismos para quienes trabaja, no quiere legar a la posteridad una gran obra que le inmortalice, por no dejarla en manos de esa misma sociedad que tan cruelmente le ha martirizado.

Así vivió hasta la avanzada edad de ochenta y dos años, sin que su carácter se modificara, dejando sus pinceles a su único y aventajado discípulo, don Luís de la Cruz y Ríos, que luego tanto se distinguió en Madrid (España) como pintor de retratos (3 ).

Miranda marca en las Canarias la época en que dio principio nuestra regeneración artística. Sus obras, que tienen sin duda cierto aire de grandeza y originalidad, llevan ya
marcado el sello de la emancipación del artista, señalando aquel período crítico en que cada genio, sacudiendo las trabas de la imitación servil, procura remontar su vuelo en alas de su inspiración, para buscar otro ideal hijo de su fantasía, cuya propiedad reclama como exclusivamente suyo para formar con él la corona de su gloria.

Verdad es que Miranda no alcanza nunca ese sublime ideal, pero abre el camino a los que han de sucederle, señalando a los demás, desde el honroso puesto de su talento
conquistado, la dirección que sigue la senda luminosa que conduce a las alturas del arte.

Nunca dejaremos de lamentar que hombres dotados del talento de Miranda no procuren elevarse hasta donde sus facultades puedan conducirles y que, atacados de ese marasmo
propio del país, sólo piensen en llenar extrictamente los deberes que se han impuesto, sin pensar jamás en su patria ni en la gloria que debe ir enlazada a su nombre y que será tanto más brillante, cuanto mayores hayan sido sus esfuerzos por utilizar las dotes que
Dios libremente les ha concedido.
Cierto es que se necesita una gran dosis de perseverancia y de buena voluntad para ser artista en un país donde no pesca, tan abundante en estas costas, en términos que, mientras conservaba dinero en su bolsillo, pasaba los días entregado a su diversión favorita. Luego que el dinero concluía, volvía a tomar la paleta y pintaba para proporcionarse nuevos recursos con que volver a la playa y poder cambiar el pincel por la caña.

Hay medios de publicidad, estímulo ni entusiasmo. Pero cuando se ha conseguido traspasar el círculo. de triste oscuridad que rodea siempre al principiante, y se ha logrado hacer callar la envidia y quebrantar la indiferencia, conquistando, si no la completa benevolencia del público, su aquiescencia al menos, deber es del artista y del escritor avarizar en su carrera y ofrecer a su país los frutos de su inteligencia en toda su plenitud, persuadidos de que, si aquella generación no los aprecia, otra vendrá que recogerá con cariño sus obras y añadirá con ellas una hoja más a la corona que cada pueblo lleva en su frente, tejidas con las glorias literarias y artísticas de sus hijos.

Miranda es uno de esos hijos; Canarias debe enorgullecerse de haberle visto nacer en su suelo, conservando con cariño su memoria. Perdonemos al artista sus defectos, acor-
dándonos de sus desgracias.

Su misantropía es la revelación de un alma enferma, y cuando el alma se halla dolorida sólo anhela dejar su prisión y recobrar su libertad.

Tal vez a esta disposición de su alma debamos muchas. de las bellezas que campean en sus obras.

Pero, sea como fuere, su memoria debe siempre sernos grata y respetable; y cuando contemplemos cualquiera de sus cuadros, acordémonos que fue el iniciador de las bellas
artes en el archipiélago, que su pincel se empapó con frecuencia en lágrimas y que si no fue un Velázquez ni un Murillo, su nombre figura con honra y distinción entre los pocos
pintores, sus contemporáneos, a los cuales con frecuencia excede en colorido, invención y dibujo.

(I) Hace pocos años que en la sacristía de la iglesia del caserío de Juan Grande, propiedad de los señores Condes de la Vega Grande, se encontraron varios lienzos arrojados a un rincón, que habían adornado antes las paredes de la ermita, los cuales, limpios, restaurados por una mano hábil y examinados con atención por personas enten-
didas y competentes, se les ha tenido y tiene por cuadros de Murillo, pertenecientes a su primera época. Hay entre ellos una cabeza admirable, representando a San Bruno, que es una joya del arte.

(2) Creemos que no será inoportuno indicar en este lugar la época y circunstancias en que se inauguró en Canaria el primer .establecimiento dedicado a la enseñanza de las bellas artes en el archipiélago.

En sesión de 3 de abril de 1786, la Sociedad Económica de Amigos del País de Canaria, en presencia de su director, el lltmo. Obispo don Antonio de la Plaza, acordó instalar en Las Palmas una escuela de dibujo, suplicando al señor don Diego Nicolás Eduardo se prestara a ser su director, enseñando a algunos jóvenes el diseño, para lo cual se procuraría traer todos los útiles necesarios, a cuya invitación accedió el señor Eduardo.

V éase sobre el particular lo que nos dice el señor don José de Viera y Clavijo en el extracto de actas de la misma sociedad:

Con este antecedente se oyó con indecible complacencia la noticia que en 30 de abril de 1787 comunicó el señor director de la Sociedad, de que acababan de llegar de Madrid todos los utensilios y modelos que había S.nma. pedido para la escuela de dibujo, en concepto de que este cuerpo patriótico se encargaría de este establecimiento, bajo la dirección del señor don Diego Eduardo. Con efecto, inmediatamente se nombraron socios comisionados para la habilitación de bancos, mesas, etc., y se solicitó del nmo. Cabildo eclesiástico una sala del hospital antiguo de San Martín, la cual se compuso y aseó lo mejor que se pudo. Los mismos cuatro señores comisionados se aplicaron a disponer la apertura solemne en la víspera de la Concepción de Nuestra Señora, bajo cuya tutela se puso y dedicó la nueva escuela. El aparato fue vistoso y el concurso numeroso y lucido. El mismo fundador pronunció un discurso muy elegante, en el cual dio razón de los fines de aquel establecimiento y sus muchas utilidades.

(3) Cuentase que en sus últimos años le dominaba la pasión de la Aquella alma cansada y dolorida abandonó por fin su decrépito cuerpo el 2 de octubre de 1805, en la misma población de Añazu n Chninet (Santa Cruz de Tenerife), donde había vivido cons- tantemente desde su regreso de España, y fue sepultado en el Convento de San Francisco, sin que señal alguna diese a conocer a las futuras generaciones el lugar donde reposan sus cenizas. (A. Millares T. Biografías, 1978).

1723 Febrero 21.
Apresuróse el gobierno  de la metropoli a dar sucesor a don Juan de Mur, nombrando al teniente general don Lorenzo Fernández Villavicencio, marqués de Valhermoso.

Con tres novedades se inauguró el período de su mando. Era la primera la sustitución del título de capitán por el de comandante general de la colonia; la segunda, su residencia en el puerto de Santa Cruz, abandonando Winiwuada (Las Palmas) y Eguerew (La Laguna); y, por último, la supresión del cargo de intendente que el rey confió al mismo marqués para dar más impulso y unidad a sus actos administrativos y económicos. Entre los diversos generales que hemos visto gobernar despóticamente esta colonia, ninguno hasta entonces se había encontrado en circunstancias tan favorables como el marqués para constituir una dictadura completa sobre todo el Archipiélago.

Desde su llegada  dio principio a una ruda campaña contra los privilegios e independencia del ayuntamiento de Eguerew (La Laguna) que, desde la invasión y conquista, había ejercido una influencia omnímoda y decisiva en todos los asuntos gubernativos, económicos y militares referentes a Chinet (Tenerife.) Ociosa y cansada sería la tarea de enumerar los atropellos y vejaciones de que, tanto el general como el municipio, se quejaban. Los mensajes enviados a la Corte, las turbulentas sesione de aquella corporación y los arbitrarios decretos del marqués, eran frecuentes por una y otra parte.

Lamentábase la colonia de que su primera autoridad, abusando de su poder, exigiese que todos los buques extranjeros se despacharan en el puerto de Añazu (Santa Cruz) donde había fijado, como dijimos, su residencia, monopolizando estos servicios, arruinando el comercio y anulando el movimiento marítimo de las demás poblaciones litorales. También rechazaban los criollos como ilegales la despótica medida de prohibir a los isleños el libre tránsito de uno a otro pueblo sin una licencia concedida y firmada de su puño. Atribuíansele, además, la exacción de derechos a título de anclaje, aguada y visitas a los buques que por necesidad entraban en aquel puerto y que a su capricho imponía sin sujeción a ninguna ley, vejando el comercio., entorpeciendo sus operaciones y violando, cuando le convenía, la correspondencia pública y privada.

Por último, se le acusaba de extraer la buena moneda e introducir la falsa, que ya abundaba desgraciadamente en el país, proporcionándose con esta infame operación abundantes recursos de que exclusivamente se aprovechaba.

Antigua era ya la punible costumbre de aceptar y devolver para el tráfico ordinario unos reales contrahechos y sin peso legal que introducían fraudulentamente los negociantes extranjeros, cuyos reales, en su mayor parte, se suponía fuesen de plata, pero siendo en realidad de cobre. En esta crítica situación llegó el 7 de junio de 1734, en cuya mañana un comerciante holandés, avecindado en Añazu (Santa Cruz,) declaró a unos arrieros que le compraban suela que no admitía aquellos reales porque eran falsos, sin tener valor alguno. A tan alarmante noticia se suspenden las transacciones, se cierran las tiendas y almacenes, se interrumpe el cambio de toda clase de comestibles y, en medio de la mayor abundancia, siente hambre el pueblo y el terror propio de una situación anormal. Extiéndese la alarma con increíble rapidez de una en otra isla, produciendo en todas los mismos desastrosos efectos. El general, sin iniciativa ni previsión, acude a la Real Audiencia pidiendo remedio a estos males y, después de perder lastimosamente el tiempo, se decreta que corra como buena la moneda falsa mientras se estudia el caso y se le da una solución legal. Naturalmente, esta orden fue al punto obedecida por los que compraban pero no por los que vendían, de modo que cuando el corregidor de Tenerife, enterado de este nuevo conflicto, quiso multar a los contraventores, éstos satisfacieron la suma en las mismas monedas falsas que todos rechazaban. Para asesorarse en tan difíciles circunstancias, Valhermoso llamó a su lado al oidor don Nicolás de Riego Núñez  y, constituyendo una especie de tribunal extraordinario, convocó en el castillo de San Cristóbal a todos los que poseían aquella clase de moneda para que fuese en el acto examinada por dos plateros, que iban inutilizando la falsa y resellando la de plata. Pero, ¿qué sucedió? Que el resello fue también falsificado y la confusión y el desconcierto continuaron en aumento sin encontrar solución.

Urgía sin embargo el remedio y el general no acertaba a encontrarlo, creciendo, entre estos apuros, sus arbitrariedades y concusiones y, con ellas, las quejas al rey y a su gobierno, la prisión de los que se manifestaban descontentos y sus atropellos dirigidos a las principales personas criollas de las islas, entre las cuales se contaba el célebre marqués de San Andrés, de festiva memoria, y el señor del Valle de Santiago don Fernando del Hoyo, a quienes encerró en la fortaleza de Paso Alto, y a don Francisco de Sanmartín y don Alonso Fonseca, los cuales, respectivamente, encarceló en Canaria y desterró a la isla Esero (Hierro.) Tan espantosa anarquía produjo al fin la suspensión de Valhermoso. (A. Millares T. 1977) El sacerdote católico e historiador Viera y Clavijo sujeto profundamente comprometido con la oligarquía criolla y fiel defensor del colonialismo, al referirse  al general Vallehermoso nos dice de este siniestro personaje: “Esta época de un nuevo comandante general, con nueva corte, nuevos cortesanos, nuevo espíritu y un grado de predominio nuevo, mal podría fijarse en las Canarias sin algunas novedades en el sistema de las cosas.

Pero, ¡cuánto dieron que hacer estas novedades! Si se hubiesen de escribir por menor con todas las representaciones, mensajes, expedientes, vejaciones, quejas y recursos que ellas ocasionaron, saldría una historia quizá más voluminosa que la bizantina. Tan sobrecargados se hallaron los tribunales de Madrid con las intrincadas contiendas entre el marqués de Valhermoso y don Alonso Fonseca, regidor y famoso diputado de Tenerife, que pareció forzoso, para juzgarlas, establecer un nuevo y extraordinario consejo, bajo el nombre de Junta de Canarias. Teníase ésta en casa del conde de Siruela, y se componía de diferentes ministros. Todo pareció necesario, y aún fue poco, porque casi no hubo gran privilegio que aquel poderoso comandante no vulnerase a las ciudades o se los pusiese en tortura.” (J. Viera y Clavijo, 1991. T. II:140)

1723 Julio 1.
Fue sucesor [de don Félix Bernui] don Pedro Manuel Dávila y Cárdenas. [ ...] Pasóle Clemente XII las bulas en 6 de agosto de 1731, y llegó al puerto de Santa Cruz de Tenerife en primero de junio de 1723, por no haber podido arribar la embarcación a la Gran Canaria; pero inmediatamente pasó a hacer su entrada en aquella capital de la diócesis y a recibirse en su catedral.

Residió en ella hasta principios del año de 1733, que emprendió su general visita con intrépida resolución, empezando por las islas de Fuerteventura y Lan- zarote. [...]

El P. Francisco Ruano, jesuita, autor de la Historia de Córdoba, le había ayudado en la predicación, y don Sebastián Truxillo, Cura beneficiado de Fuerteventura, en la visita.

Estos dos operarios, "el uno muy corto de vista y el otro de luces" (como dice el P. Matías Sánchez), estando en La Palma, creyeron haber visto la isla encantada de San Borondón; y faltó poco para que ambos se fuesen a predicar en ella y a visitarla. El visitador que el obispo envió a Tenerife, con título de juez de las cuatro causas, fue el canónigo español don José de Gálvez, antigua hechura del obispo don Félix Bernui. [...]

Parecía que el prelado, después de la referida visita y la de la isla de Canaria, que evacuó consecutivamente, sólo se había retirado a su palacio y catedral para descansar de la tarea; pero no se había retirado, a la verdad, sino para emprender otra mayor obra, de la cual aquélla no era más que el preludio. Pensaba, pues, celebrar un sínodo diocesano y convocarlo para el año siguiente, pues había ciento y cuatro años que se había celebrado el último. Para esto expidió su edicto general en 20 de agosto de 1734, dirigido al deán y cabildo de aquella santa Iglesia, a los vicarios, beneficiados, párrocos y demás eclesiásticos que, por derecho o por costumbre, debieran asistir; al comandante general y presidente de la Audiencia, a los corregidores y regidores de las ciudades, a los gobernadores y jueces de las islas menores del obispado, a los provinciales, priores, guardianes y rectores de las órdenes religiosas, etc. [ ...]

Abrióse, pues, el santo sínodo el día 28 de agosto por la tarde, con un breve razonamiento que hizo el obispo a los vocales, juntos con el aula capitular. Al día siguiente, lunes por la mañana, después de la misa del Espíritu Santo, que cantó de pontifical, salió la procesión solemne con asistencia del cabildo, vocales, clero, comunidades, diputados de ciudades, cofradías, tropa militar, música, etc. El comandante y presidente de la Audiencia don Francisco de Emparan se hallaba a la sazón allí. La procesión anduvo por los conventos de padres dominicos, monjas de San Ildefonso, padres agustinos y colegio de la Compañía de Jesús, estando las calles arenadas, colgadas y floridas. Por la tarde, después de completas, volvió a formarse la procesión y se dirigió hacia la parte de Triana, pasando por los conventos de religiosas de San Bernardo y de Santa Clara, padres de San Francisco, etc.

Durante los ocho días de la celebración hubo otras tantas funciones de iglesia, con sermones que pronunciaron oradores sobresalientes, y el último, que fue el 5 de septiembre, lo predicó el obispo.

Asistieron al sínodo, como diputados de la santa iglesia, el maestrescuela dignidad, el canónigo más antiguo, el magistral y el más antiguo racionero. Por la ciudad y ayuntamiento de Canaria, don Fernando Vélez y don Pedro Huesterlin, regidores. Por la ciudad de La Laguna, don Alvaro Machado y don Pablo Pestana, regidores. Por la ciudad de La Palma, don Francisco Ruiz de Vergara y don Baltasar de Llarena, vecinos de Canaria, apoderados.

Los párrocos fueron los siguientes: De Canaria, nueve curas y cuatro beneficiados en persona y dos por poderes. De Tenerife, diez beneficiados y cuatro curas en persona y diecisiete beneficiados y diez curas por poderes.

De La Palma, dos beneficiados en persona y nueve beneficiados y tres curas por poderes. De Fuerteventura, un beneficiado y un cura en persona y un beneficiado y un
cura por poderes. De Lanzarote, dos beneficiados por poderes. Del Hierro, un beneficiado en persona y otro por poderes. De La Gomera, un cura en persona y dos be-
neficiados y tres curas por poderes. Vicarios foráneos, los de La Laguna y de La Palma en persona.

Declaráronse jueces sinodales ratione  al deán, arcediano de Canaria, chantre, canónigo más antiguo, magistral, doctoral y provisor; y personales, once. Examinadores sinodales de oficio, el deán, tesorero, arcedianos de Tenerife y Fuerteventura, dos canónigos y dos racioneros más antiguos, el cura presidente del sagrario, el beneficiado presidente de Telde, el de Gáldar o Guía, el dela Concepción de La Laguna, el de los Remedios y los
de todas las parroquias de Tenerife, Palma y demás islas. Entre los regulares fueron nombrados los provinciales, con los principales priores, guardianes, maestros, etc.

Personales lo fueron todos los vocales que asistieron al sínodo. También se nombraron trece testigos sinodales.

El orden de los asientos fue el mismo que se guardó en el sínodo del señor Murga, con la diferencia de que los beneficiados y curas se sentaron por la antigüedad de sus títulos.

En estas constituciones se reformaron algunos puntos de las del señor Murga. En la constitución primera restringe la obligación de los maestros de escuela de enseñar todos los días la doctrina cristiana a los sábados solamente. Prohíbe que la explicación de ésta recaiga sobre los sacristanes, por defecto de los curas o sus tenientes. Que la limitación a los confesores sobre facultad de absolver a los que ignoran la doctrina se entienda en el precepto anual y cuando hayan de contraer matrimonio.

Se manda, pena de ocho ducados, a los beneficiados, curas, tenientes, servidores y capellanes de ermita expliquen dicha doctrina a lo menos dos veces al mes, sin valerse de seglares para ello. Que sean examinados por los curas los maestros y maestras de niños.
En la constitución 2.a señala por tiempo perentorio del bautismo quince días, si los lugares están dos leguas distantes de la parroquia; y un mes, si estuvieran aún más remotos, pena de cuatro reales. [ ...] Que se examinen las parteras sobre materia, forma e intención del bautismo y que las mujeres penitenciadas no ejerzan este arte sin licencia del Santo Tribunal.

En la constitución 3.a se previene que los párrocos publiquen las confirmaciones, para que los adultos que han de recibir este sacramento se lleguen a él confesados; y que para padrino de los varones se señale en cada parroquia un hombre, y una mujer para las personas de su respectivo sexo.

En la constitución 5.a se reforman algunos casos reservados, y se manda que el sacerdote absuelva a los moribundos privados de sentido bajo esta fórmula: Si capax es, o Si ponis materiam. Que ningún confesor absuelva al penitente a quien otro hubiere negado la absolución, sin actuarse de la causa.

En la constitución 6.. se prohíben en las casas particulares altares y nacimientos con octavarios y novenas que atraen concurso y devoción.

En la constitución 7.. se añade que ninguno que no esté ordenado no pueda llevar hábito clerical sin licencia del obispo. [...]

En la constitución 8.. se manda que los párrocos velen a los novios, so pena de un ducado para la lámpara de la iglesia. laméntase el pernicioso abuso de salirse las hijas de la casa de sus padres pidiendo marido ante el vicario, y se manda, pena de excomunión mayor, que los párrocos "prediquen con frecuencia contra esta culpa" y que no casen tales hijas hasta pasados seis meses completos.

En la constitución 10 se levanta la excomunión que estaba impuesta a los que gastasen tabaco en las iglesias.

En la 12 permite que los regulares, con licencia del obispo, pueden servir curatos y capellanías de ermitas, por la necesidad. [...] .

En la constitución 22 se prohíben los entierros de los niños de noche y sin pompa; y que, sobre la controversia que hay en orden a si se han de enterrar en las parroquias o donde eligen los padres, se guarde la costumbre. [...]

Esta asamblea sinodal, que había sido lucida y numerosa, se disolvió con la bendición del obispo, después de cantado el Te Deum por la música de la capilla. Imprimiéronse sus Constituciones en Madrid, año de 1737, y en la licencia del consejo se prevenía que se podrían esparcir y divulgar, como que eran las mismas que se habían formado en 1629, "con adiciones sinodales, todo sin perjuicio de la real jurisdicción, derechos del real patronato u de otro tercero". [...]

Pero, entretanto, sabiendo este prelado que para su traslación a otra mitra sólo le faltaba concluir la visita de Tenerife personalmente, la emprendió en aquel año con bastante celeridad. Cuando llegó a La Orotava, se hospedó en el colegio de los jesuitas, que le obsequiaron mucho y a quienes él obsequiaba mucho más, seguro de que la provincia de Andalucía era su principal empeño y agente cerca del confesor del rey.
Durante su mansión en aquella villa consagró, el día 15 de agosto de 1738, a don Domingo Pantaleón Álvarez de Abréu, arzobispo de Santo Domingo; nuevo y agradable espectáculo para las Canarias, que vieron por la primera vez esta augusta ceremonia en un hijo suyo.

Luego que don Pedro Dávila se restituyó a Canaria, aportó a aquella isla el día 2 de enero de 1739, entre seis y siete de la noche, una embarcación con la noticia de que S. M. le había promovido al obispado de Plasencia; y en aquel mismo año, por febrero, navegó a la Península de España, donde ocupó aquella silla poco más de tres. Falleció en la villa de Béjar a 25 de junio de 1742, de edad de 64 años. […] (Viera y Clavijo, 1991)
1724.  Dn Lucas Conejero de Molina por la gracia de Dios y de la Sta Appca Obpo de Canarias del Consejo de S M X Otro si de legado Appca con diversas facultades y entre ellas para el efecto que se hara mencion por expecial de su santidad que començo a correr el dia dos de Agosto del año passado de setztto y Catorze y ha de permanecer por espacio y termo de diez años segun el contenido del despacho que original queda en nra secretaria de que el preste secretario y Notario da fee.
 Por quanto por parte de Nicolas de Aleman y Gabriela Jorge vecos y nats de la villa de Galdar en la Isla de canaria se nos ha representado que teniendo tratado Matrimonio con Voluntad reciproca, no pueden pasar a contraherle por estar impedidos en tercero con cuarto grado de consaguinidad. Suplicandonos les dispensamos en dho impedimito por la angustia de dho Pueblo, y por hallarse la dha Gabriela Jorge sin dote competente. Por tanto, y aviendose Justificado la narrativa en bastante forma y que la dha Gabriela Jorge se halla maior de veinte y sinco a.s y decea voluntariamete el dho matrimo sin otra fuerza, ni violencia por su declaracion debajo de Juramto usando de la facultad y autoridad Appca que para ello tenemos, y absolviendo en primero lugar a dhos contrayte de qualesquiera censuras y penas que aian incurrido en cualquiera manera, por qualquiera causa tan solamente para conseguir el efecto desta dispensacion les dispensamos en dho impedimento con plena habilitazon para q. no q. para ello os damos licencia en toda forma. Dado en Sta Cruz a diez y ocho de febrero de mill sett.os y veinte y quatro aos.
  Lucas obpo de Canaras  [Rúbrica] (Mª Teresa Cáceres Lorenzo).
1724. Llega a la rada de Hipalám (San Sebastián de La Gomera) el naturista Louis Feuillée. Aunque pensaba realizar algunos trabajos, deciden no desembarcar al enterarse que desde tres meses antes se han declarado unas epidemias de fiebres, muy comunes en esa época en la isla de La Gomera, que habían mermado la población.
Imagen: Obra de Juan de Miranda.El rey de la metrópoli Fernando III el Santo recibe en Sierra Morena a los embajadores de Mahomad, rey de Baeza, óleo sobre lienzo, 130 x 174 cm, Madrid (España), Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

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