EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XXVI
Guayre
Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1610 enero 8.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el
Valle Sagrado de Aguere (La
Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech
(Tenerife).
Las fiestas
introducidas en la colonia por los europeos.
“Este capítulo sólo pretende dar razón, en lo
esencial, de los festejos principales
que se pueden entresacar de la documentación oficial,
así como conocer su evolución y los divertimentos preferidos por los ciudadanos. En suma, cómo aprovechan las
diversas conmemoraciones, unas cerradas
—perfectamente insertas en un calendario festero que se repite anualmente y otras abiertas, en cuanto son esporádicas
y se programan al hilo del acontecimiento que se pretende exaltar (un nacimiento regio, una victoria militar,
la visita de una personalidad...).
Lo religioso y lo profano se funden, a veces lo
alegre y lo grave, como no podía ser
menos en una época compleja, barroca, de múlti-aristas, en la que hemos visto cómo las contradicciones ni
siquiera eran sentidas
como tales, pues eran diferentes caras de un todo único, de una manera de vivir y morir.
Las diferencias sociales, la jerarquización
estamental, la organización gremial, el
fervor religioso y la pasión popular... todo está presente a la vez en las celebraciones, puesto que las
fiestas, a la par que válvula de escape son reflejo y espejo
social y, en buena medida, utilizadas como
sostén del sistema.
Por
ello contribuían, como apunta Bonet Correa, a que el edificio antiguorregimental no sufriese resquebrajaduras
amenazadoras de suestabilidad.
El regocijo tornaba más
soportable la dura condición laboral
y la enorme desigualdad social, los vaivenes climatológicos con su
secuela de carestía de grano, las epidemias y otras enfermedades que tantas vidas de familiares y amigos segaban...
Tampoco podemos olvidar que estas fiestas que estudiamos se desarrollan en un
contexto urbano y, para utilizar una
expresión de Bennasar, la ciudad del Seiscientos es fábrica de espectáculo. Será, además, un territorio
privilegiado —por el mayor despliegue de medios y por actuar en buena
medida como punto de referencia para los lugares de su jurisdicción —para difundir los valores dominantes.
Más que un enfoque antropológico, que otros
se han encargado ya de iniciarlo —y lo
seguirán elaborando mucho mejor que el que suscribe—, y para el cual además
entendemos que faltan más elementos documentales,
hemos preferido ceñirnos a seguir, como lo hacían los laguneros de antaño, su ciclo festivo, para a
continuación exponer los de carácter
extraordinario.
Como el contenido esencial de las fiestas suele
repetirse, hemos recurrido a explicar las características de algunos
espectáculos en la que constituía la fiesta
más solemne, el Corpus. No hará falta insistir que falta mucho por saber acerca del ocio de los ciudadanos de entonces, completando y contrastando datos con otras
fuentes.
Acabamos de mencionar el término «ocio», que va más
allá de la celebración. Sin duda es aún
más difícil penetrar en otras parcelas del mismo. La documentación no suele dar
mucha cuenta de cómo utilizaba el tiempo la gente en sus horas libres, aunque
tampoco es problemático imaginarlo, pero justo es reconocer que
estamos más ayunos de información para no
quedarnos en el mero ejercicio imaginativo o especulativo. No obstante, hemos
optado por dedicar algún apartado a ciertos conocidos vicios de la
época, como el juego, en el que se les iba
buena parte de ese asueto a bastantes laguneros.
Organización
concejil y gastos.
Para que las fiestas de Cabildo llegasen a buen
término y se celebrasen conforme a lo establecido, adecuándose al presupuesto
y con la calidad que merecían, se diputaba anualmente a dos regidores para ese cometido por el sistema de echar suertes a
principios de año entre los concejales residentes en la capital5.
Como esta delegación no era de las más
apreciadas por los regidores, existía el acuerdo de exonerar del sorteo
a los que hubiesen ejercido la diputación el año precedente . Con todo, paulatinamente los ediles comienzan a
escurrir el bulto y a inventarse todo
tipo de excusas para eludir su participación en la organización de las fiestas, burlando la tanda de
tumos (desde el regidor decano hasta el más moderno) que había sustituido a las
suertes. Los más antiguos pretendían
descargar su responsabilidad en los más recientes, y las fiestas habían
entrado en una cierta decadencia, situación que denuncia en 1636 el regidor Francisco de Valcárcel ante la R. Audiencia, que ordena la continuidad del sistema de
turnos y una sanción de 10.000 mrs. para los desobedientes. A partir de 1652
la fiesta de la Candelaria seguirá el
mismo sistema de turnos que las tres grandes fiestas municipales
(Corpus, S. Juan Bautista, S. Cristóbal), de manera
que los diputados de éstas también se encargarían de aquélla, según determinó
una provisión de la R.
Audiencia a instancias de d. Tomás Perera de Castro.
No cabe duda de que la preparación de las
celebraciones exigía bastante
dedicación a los diputados, que debían seleccionar obras elencos teatrales, asistir a alguno de sus ensayos,
cuidar de la conservación y reparación
de los objetos que debían ser utilizados cada año y que guardaba la corporación, contratar servicios pirotécnicos, concertarse
con los carpinteros para que fabricasen tablados y talanqueras, presionar a los gremios para que participasen,
pelearse con el mayordomo y sus
compañeros de corporación para que librasen cantidades para esas celebraciones o incrementasen la cantidad
asignada... Y corrían el riesgo de que no saliesen bien las cosas y
se les achacase exelusivamente a ellos,
cuando cada vez eran mayores los apuros financieros, por lo que durante gran
parte del siglo xvu los diputados advertirán una y otra vez en las sesiones capitulares que peligraba determinada
fiesta por falta de fondos. En el transcurso de los actos festivos, debían
estar atentos a cualquier imprevisto, a que no se respetase estrictamente el lugar que debía ocuparse en una
tribuna, a que el obispo no estuviese de acuerdo con determinada preeminencia o
costumbre, a que algún suspicaz
miembro del Sto. Oficio no advirtiese heterodoxia en un espectáculo teatral...
Desde el punto de vista institucional, pero también
desde el social, el protocolo era
esencial, y el primero en exigirlo era el propio Ayuntamiento, que reclamaba un
lugar de honor en las celebraciones. En las desarrolladas en los clásicos recintos festeros, como la plaza Mayor, lo tenía asegurado al tratarse de un lugar
cívico, además «presidido» por las
Casas Consistoriales. A lo largo del capítulo comprobaremos algunas disposiciones de esa naturaleza. Pero conviene añadir que la presencia casi continua de los capitanes
generales en la ciudad durante la segunda
mitad del Seiscientos concederá a éstos no sólo un trato de prelación, sino que incluso intervendrán en lugar de la corporación cuando se planteen pequeños roces y titubeos
acerca de las formalidades. Sin duda, todo un
símbolo de las interferencias y vejaciones que sufrió
la autoridad municipal en esas décadas. Por ejemplo, con motivo de las fiestas por el nacimiento del Príncipe en 1660, surgen
problemas protocolarios y ornamentales acerca de la disposición que debía observarse en los balcones y corredores
del Consistorio, así como sobre el
tablado levantado para la conmemoración. El general zanjó la cuestión: como le
pareció que la ramada que se había hecho para la comedias delante de los corredores impedía una adecuada contemplación de los festejos de la plaza, y además
el tablado no reunía la decencia
necesaria, ordena que se haga uno nuevo, más grande, y se fijen en él los cañones y hachas que debían
autorizar el acto, recomendando la colocación de colgaduras''. Naturalmente,
las sugerencias del general eran
órdenes para los temerosos regidores.
También pretendía el Cabildo que en los actos
religiosos, cuando participaba oficialmente en forma de ciudad, se le
dispensase un trato preferencial como
representación de la ciudad e isla, y cuidaba el de coro y lucidez de los elementos que utilizaba. Por ello, en 1657 se
trata en sesión una cuestión que era importante para
una sociedad de apariencias como la antiguorregimental, y
es que la corporación carecía de alfombras
para cubrir los bancos que le correspondían en las iglesias, y hasta hubo ocasiones en que no las halló
ni prestadas. Como no era de recibo
esta situación, que no estaba a tono con la autoridad concejil, se encargan en
Sevilla alfombras de terciopelo carmesí.
Conoceremos algunos momentos de tensión entre
autoridades cívicas y eclesiásticas, aunque no hay que exagerar su
importancia. En tantos años y con tantos
festejos y ocasiones de confrontación, entra dentro de lo normal en una época en la que bastaba el más nimio detalle ceremonial para levantar un polvareda entre
poderes. A veces la disensión se reduce
a que el clero debe aguardar más de la cuenta por el Ayuntamiento para entrar en la iglesia a celebrar la función, como tendremos ocasión de comprobar. Si se trataba de algo
esporádico, se olvidaba. Otra cuestión era cuando los hechos se repetían,
hasta el punto de que la Real Audiencia
reconviene al Cabildo para que acuda con puntualidad, a solicitud del regidor d. Francisco Jacinto de León, que
denunciaba el improcedente retraso, tanto en
las fiestas de tabla como en las rogativas. Normalmente la culpa era del
corregidor o su teniente, que asimismo
tenían esperando a los regidores y maceros. La consecuencia era el considerable retraso en la ceremonia, por cuyo motivo
a veces se entraba en vísperas a las 5 de la
tarde y se salía de misa después de las 12,
cuando no empezaba el clero antes de la solemne llegada del poder civil.
Como se apreciará en las páginas que siguen, las celebraciones
a cargo del Ayuntamiento, unas votivas y otras simplemente presupuestadas en
parte, van en incremento de un modo constante, sobre todo a partir de las dos últimas décadas del s. xvi, pues
en un principio las fiestas principales
de la ciudad (dejando a un lado la de la Candelaria, en la que participa la corporación pero no la organiza), son el Corpus
Cristi, S. Juan y San Cristóbal. Es verdad que
la corporación y la vecindad convienen
con el tiempo su propia selección. Hay santos y patronos específicos, salidos
de suertes para combatir un infortunio, cuya devoción y recuerdo no llegan a calar, hasta el punto de que al Ayuntamiento se le pasa por alto la festividad. Tal es,
por ejemplo, la fiesta de S. Bernabé, al que se dedicaba una
procesión por su día en la ermita de S.
Benito, igual que a S. Plácido. Para que estas omisiones no se reprodujeran,
se decide en 1638 encargar una tabla mediana, que se colocaba en la
sala de sesiones, en la que figuraba la memoria de las fiestas de los tres
santos citados, cuya celebración estaba a cargo de los correspondientes diputados de los meses.
A mediados del siglo xvii, la asfixiada corporación
solicita licencia real para aumentar los
gastos. Globalmente, se pedía elevar hasta 600 ducs. la cantidad destinada para tres de las fiestas más antiguas (Corpus, S. Juan, S. Cristóbal), pues sólo había
facultad para 350 ducs., y asimismo se pretendía
subir desde 160 hasta 200 ducs. la asignación a la fiesta de la
Candelaria, argumentado la gran distancia al santuario de la
imagen y el consiguiente gasto de esta celebración. En otro bloque se incluyen las conmemoraciones del
arcángel S. Miguel, la de S. Plácido y
la más reciente de S. Juan Evangelista, al que se le atribuía una decisiva intercesión para librar a la isla de la peste
que asolaba otras latitudes; en conjunto, se
quería gastar en esta tríada festiva 150 ducs. Si ya de por sí el total de la
suma era considerable (950 ducs), lo que
callaba el Ayuntamiento era que participaba en la financiación de otras fiestas, unas periódicas y otras extraordinarias,
y que además colaboraba en otros gastos
religiosos. Lo peor, sin embargo, es que se
excedía en lo tolerado por la
Corona, que por supuesto nunca atendía en su totalidad a las demandas municipales. Pero esto formaba parte de la estrategia de los peticionarios
—de los de cualquier época—, que siempre reivindican lo imposible a
sabiendas de que el poder central jamás
concederá el montante suplicado.
Durante buena parte del s. xvii, el
Ayuntamiento dependerá de los frecuentes embargos que pesaban de continuo sobre
su hacienda para atender a los gastos festivos.
A veces se sale del apuro con urgencia y recogiendo el primer tercio de algunas rentas, como las de la montaracía, jabón o peguerías, para levantar así las
requisas.
Quizá en alguna ocasión haya impresionado la
crítica que los ilustrados dieciochescos formulaban contra los gastos
presupuestados —y frecuentemente excedidos por el Cabildo— en las fiestas de la
capital. Pero un acercamiento al tema permite asegurar que no
carecían de razón, y que incluso en la propia época que estudiamos
llegó a parecer enorme este
dispendio, pero por razones ideológicas no se remedió lo que, a vista de cualquier mayordomo de la
institución o de un funcionario
regio, se veía como desmesurado. No debemos olvidar que el Ayuntamiento, por un lado, entiende no sólo como una
competencia, sino como un deber
ineludible, la organización de festejos y que, análisis sociopolíticos aparte, le movían razones puramente
religiosas. No en vano se proclama
como lema en las ordenanzas: Pues mediante la gracia y misericordia divina nos sostenemos, y a
Dios todopoderoso y a su
bendita madre, Nuestra Señora, y a sus sánelos en todas nuestras necesidades llamamos, muí gran rragón es que dellos
primero, y principalmente, invoquemos, sirvamos, veneremos y hagamos
sacrificio.
Como antes se señalaba, además de las fiestas
principales del municipio había
otras, en principio de carácter eminentemente religioso, en cuanto no incorporaban regocijos profanos,
pagados por la corporación. El costo de tales festividades
suele presupuestarse en bloque. pues los
gastos individuales de cada una de ellas estaban alejados de las demás. Tomemos como ejemplo el año 1594, en el
que el rey da licencia para gastar
20.000 mrs. anuales durante 6 años para atender las siguientes celebraciones: las procesiones y actos religiosos que tenían lugar en las ermitas de S. Benito y S.
Bernabé —desde el 1 de mayo hasta el
1 de junio, día de S. Bernabé—, como patronos especiales para conjurar
las plagas de alhorra y langosta que destruían los panes, sobre todo en Los Rodeos; la procesión a S. Roque como abogado
contra la peste, para lo que en otros años se había utilizado la renta de una suerte de 8 fas. de tierra; las 9 misas
de Ntra. Sra. que se decían por los
temporales y la salud; y la cera gastada cuando se sacaba en procesión
al Cristo en épocas críticas. Pocos años más tarde, en 1609, la corporación admitirá un aumento de 30 ducs. en sus 3 fiestas
más clásicas, atendiendo a que los gastos superaban ampliamente los permitido por la monarquía.
De igual modo que en otros capítulos de gastos, las
buenas intenciones de introducir recortes en este tipo de
dispendios se vinieron pronto abajo, como ocurrió con el ya conocido intento de
ajuste de 1625, pues un año después se
decidía gastar 400 rs. en fiestas, y en mayo de 1627 se incrementaba el presupuesto en 50 ducs. amparándose en
que ese año se celebraba el voto de la Concepción junto con el Corpus20. Nuevamente se intenta el
ahorro en 1638 con motivo de las reformaciones
del oidor Escudero. Al revisar el magistrado las cuentas de propios, advierte
las demasías festivas en comidas, regalos y desembolsos superfluos, lo que
contradecía abiertamente las cédulas reales que fijaban el coste máximo de
tales eventos. Ordena entonces Escudero que los diputados de fiestas diesen
cuenta del presupuesto proyectado al
mayordomo y éste a su vez al Cabildo, penándose con 100 ducs. la superación del
gasto autorizado.
Las medidas del oidor Escudero no implicaron ninguna
moderación, ni sirvió de mucho el desviar la responsabilidad, que era colectiva,
hacia los mayordomos, a los que se pretende no considerar en su descargo los
excesos, aun exhibiendo libranzas de los diputados. La posición capitular, más
que ambigua, es aparentemente contradictoria. Amaga en bastantes sesiones el actuar contra diputados y mayordomos, pero las más de las veces la impresión global
es que su preocupación por las
finanzas festivas era teatral, ya que carecía de sentido reprochar unos
regidores a otros lo que ellos mismos iban a hacer el año siguiente, más si
tenemos en cuenta que continuamente se está solicitando a la Corte un impresionante
incremento de esos gastos o la perpetuación de los mismos. Por ejemplo, en
1640 se pretende que la Corona
faculte aumentar casi tres veces la asignación de la fiesta de la Candelaria (desde 1.760 rs. hasta 5.000), así como otro
incremento para el Corpus, S. Cristóbal y S. Juan Bautista, desde 3.850
rs. hasta 6.00023. La
respuesta regia es negativa, a pesar de que se pidan informes.
En 1659 se impetrará infructuosamente la perpetuación de 75 ducs. para una serie de fiestas como S. Plácido, y
las novedosas —por ser realmente de
nueva incorporación o de reciente financiación municipal— de S. Juan Evangelista y del Cristo.
Los excesos de los diputados, en el fondo tolerados
por el Ayuntamiento, máximo competente y
garante de su hacienda, pues de otra manera no se hubieran arriesgado aquéllos, se convirtieron en algo crónico
y en uno de los elementos distorsionadotes de la buena gestión de los dineros. En 1648 se gastaron 6.970 rs.,
y la facultad real era de 3.850 rs.,
de modo que el excedente resultó ser de 3.120 rs5. En 1673, aún sin acabar el año, se habían consumido
en festejos 593 rs. más de los tolerados por la Corona. Pero los
debates no logran paliar la sangría económica, pues apenas un año más
tarde, el informe sobre esos gastos es muy
elocuente: de un total de 10.282 rs. utilizados, 2.197 lo habían sido
sin licencia. El problema era que incluso
los regidores partidarios de propinar un escarmiento al mayordomo, a quien se
había advertido que no debía permitir déficit, reconocen que era
imposible atender las fiestas con las cantidades en su día consentidas, pues habían subido los costos, y en el caso de no pagarse a los comediantes, era preciso regalarles,
de manera que de una u otra forma se
producía exceso, particularmente en la celebración del Corpus.
Se comprenderá ahora que el Ayuntamiento pasó verdaderos apuros para sacar adelante algunos festejos, y los
mayordomos tenían que hacer malabarismos
para acudir a pequeñas libranzas, detrayendo de diversas rentas cuyo destino era muy diferente. En abril de 1613, como no es suficiente el tercio de las rentas que se
abona en esas fechas, hay que echar mano de
trigo embargado en junio de 1642, se toman prestados 1.400 rs. del donativo. Los embargos que atenazan la hacienda concejil se convierten en un quebradero
de cabeza: en abril de 1650 se
solicita de un oidor de la
R. Audiencia que levante la retención de la renta del jabón
—con la que se atendía las celebraciones del Corpus, S. Juan y S. Cristóbal—
para poder hacer esas fiestas.” (Miguel
Rodríguez Yánez. La Laguna
500 años de historia La Laguna
durante el Antiguo Régimen desde su
fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 971. y ss.).
1610 febrero 1.
Templos
y prelados católicos en la colonia de Canarias según el criollo clérigo e historiador José de Viera y
Clavijo.
Fundación del convento de Los
Realejos
“Siguiose el
convento de los Realejos, que es el
decimotercio, de cuya fundación se había tratado desde el año de 1601, pues hay una escritura en que los curas
beneficiados de ambas parroquias se
convenían en que se estableciesen los franciscanos en la ermita de Santa Lucía, que estaba entre los dos
lugares, con tal que no fuesen menos de cuatro
sacerdotes y dos legos. Avivóse este pensamiento nueve años después; y para
ello se presentó memorial al doctor Gaspar
Rodríguez del Castillo, vicario general
de la diócesis, pretendiendo que los
religiosos fuesen precisamente recoletos, pues de
esta clase no se había fundado hasta entonces ningún convento en nuestras
islas. El provisor concedió, con
efecto, su licencia en La
Orotava a 26 de enero de 1610; y en 1 de febrero del mismo año se dio posesión de la ermita
al capitán Gaspar Martín de Alzóla, síndico nombrado por el provincial
fray Salvador Perdomo, a cuyo acto concurrieron los principales vecinos de Los Realejos, con general contento. Es
su comunidad de 20 individuos.” (José de Viera y Clavijo, 1982, T. 2: 344 y ss.).
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