domingo, 8 de septiembre de 2013

CAPITULO XV-XXVI





EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XXVI




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1610 enero 8.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).

Las fiestas introducidas en la colonia por los europeos.
Este capítulo sólo pretende dar razón, en lo esencial, de los fes­tejos principales que se pueden entresacar de la documentación ofi­cial, así como conocer su evolución y los divertimentos preferidos por los ciudadanos. En suma, cómo aprovechan las diversas conme­moraciones, unas cerradas —perfectamente insertas en un calendario festero que se repite anualmente y otras abiertas, en cuanto son es­porádicas y se programan al hilo del acontecimiento que se pretende exaltar (un nacimiento regio, una victoria militar, la visita de una personalidad...).

Lo religioso y lo profano se funden, a veces lo alegre y lo grave, como no podía ser menos en una época compleja, barroca, de múlti-aristas, en la que hemos visto cómo las contradicciones ni siquiera eran sentidas como tales, pues eran diferentes caras de un todo único, de una manera de vivir y morir.

Las diferencias sociales, la jerarquización estamental, la organiza­ción gremial, el fervor religioso y la pasión popular... todo está pre­sente a la vez en las celebraciones, puesto que las fiestas, a la par que válvula de escape son reflejo y espejo social y, en buena medida, utili­zadas como sostén del sistema.
Por ello contribuían, como apunta Bonet Correa, a que el edificio antiguorregimental no sufriese resquebrajaduras amenazadoras de suestabilidad. El regocijo tornaba más soportable la dura condición la­boral y la enorme desigualdad social, los vaivenes climatológicos con su secuela de carestía de grano, las epidemias y otras enfermedades que tantas vidas de familiares y amigos segaban... Tampoco podemos olvidar que estas fiestas que estudiamos se desarrollan en un contexto urbano y, para utilizar una expresión de Bennasar, la ciudad del Seis­cientos es fábrica de espectáculo. Será, además, un territorio privile­giado —por el mayor despliegue de medios y por actuar en buena medida como punto de referencia para los lugares de su jurisdicción —para difundir los valores dominantes.

Más que un enfoque antropológico, que otros se han encargado ya de iniciarlo —y lo seguirán elaborando mucho mejor que el que suscri­be—, y para el cual además entendemos que faltan más elementos documentales, hemos preferido ceñirnos a seguir, como lo hacían los laguneros de antaño, su ciclo festivo, para a continuación exponer los de carácter extraordinario.

Como el contenido esencial de las fiestas suele repetirse, hemos recurrido a explicar las características de algunos espectáculos en la que constituía la fiesta más solemne, el Corpus. No hará falta insistir que falta mucho por saber acerca del ocio de los ciudadanos de enton­ces, completando y contrastando datos con otras fuentes.

Acabamos de mencionar el término «ocio», que va más allá de la celebración. Sin duda es aún más difícil penetrar en otras parcelas del mismo. La documentación no suele dar mucha cuenta de cómo utiliza­ba el tiempo la gente en sus horas libres, aunque tampoco es proble­mático imaginarlo, pero justo es reconocer que estamos más ayunos de información para no quedarnos en el mero ejercicio imaginativo o especulativo. No obstante, hemos optado por dedicar algún apartado a ciertos conocidos vicios de la época, como el juego, en el que se les iba buena parte de ese asueto a bastantes laguneros.
Organización concejil y gastos.
Para que las fiestas de Cabildo llegasen a buen término y se cele­brasen conforme a lo establecido, adecuándose al presupuesto y con la calidad que merecían, se diputaba anualmente a dos regidores para ese cometido por el sistema de echar suertes a principios de año entre los concejales residentes en la capital5. Como esta delegación no era de las más apreciadas por los regidores, existía el acuerdo de exonerar del sorteo a los que hubiesen ejercido la diputación el año precedente . Con todo, paulatinamente los ediles comienzan a escurrir el bulto y a inventarse todo tipo de excusas para eludir su participación en la orga­nización de las fiestas, burlando la tanda de tumos (desde el regidor decano hasta el más moderno) que había sustituido a las suertes. Los más antiguos pretendían descargar su responsabilidad en los más re­cientes, y las fiestas habían entrado en una cierta decadencia, situación que denuncia en 1636 el regidor Francisco de Valcárcel ante la R. Au­diencia, que ordena la continuidad del sistema de turnos y una san­ción de 10.000 mrs. para los desobedientes. A partir de 1652 la fiesta de la Candelaria seguirá el mismo sistema de turnos que las tres gran­des fiestas municipales (Corpus, S. Juan Bautista, S. Cristóbal), de manera que los diputados de éstas también se encargarían de aquélla, según determinó una provisión de la R. Audiencia a instancias de d. Tomás Perera de Castro.
No cabe duda de que la preparación de las celebraciones exigía bastante dedicación a los diputados, que debían seleccionar obras elencos teatrales, asistir a alguno de sus ensayos, cuidar de la conser­vación y reparación de los objetos que debían ser utilizados cada año y que guardaba la corporación, contratar servicios pirotécnicos, concer­tarse con los carpinteros para que fabricasen tablados y talanqueras, presionar a los gremios para que participasen, pelearse con el mayor­domo y sus compañeros de corporación para que librasen cantidades para esas celebraciones o incrementasen la cantidad asignada... Y co­rrían el riesgo de que no saliesen bien las cosas y se les achacase exelusivamente a ellos, cuando cada vez eran mayores los apuros finan­cieros, por lo que durante gran parte del siglo xvu los diputados adver­tirán una y otra vez en las sesiones capitulares que peligraba determi­nada fiesta por falta de fondos. En el transcurso de los actos festivos, debían estar atentos a cualquier imprevisto, a que no se respetase es­trictamente el lugar que debía ocuparse en una tribuna, a que el obispo no estuviese de acuerdo con determinada preeminencia o costumbre, a que algún suspicaz miembro del Sto. Oficio no advirtiese heterodoxia en un espectáculo teatral...

Desde el punto de vista institucional, pero también desde el so­cial, el protocolo era esencial, y el primero en exigirlo era el propio Ayuntamiento, que reclamaba un lugar de honor en las celebraciones. En las desarrolladas en los clásicos recintos festeros, como la plaza Mayor, lo tenía asegurado al tratarse de un lugar cívico, además «pre­sidido» por las Casas Consistoriales. A lo largo del capítulo compro­baremos algunas disposiciones de esa naturaleza. Pero conviene añadir que la presencia casi continua de los capitanes generales en la ciudad durante la segunda mitad del Seiscientos concederá a éstos no sólo un trato de prelación, sino que incluso intervendrán en lugar de la corpo­ración cuando se planteen pequeños roces y titubeos acerca de las for­malidades. Sin duda, todo un símbolo de las interferencias y vejacio­nes que sufrió la autoridad municipal en esas décadas. Por ejemplo, con motivo de las fiestas por el nacimiento del Príncipe en 1660, sur­gen problemas protocolarios y ornamentales acerca de la disposición que debía observarse en los balcones y corredores del Consistorio, así como sobre el tablado levantado para la conmemoración. El general zanjó la cuestión: como le pareció que la ramada que se había hecho para la comedias delante de los corredores impedía una adecuada con­templación de los festejos de la plaza, y además el tablado no reunía la decencia necesaria, ordena que se haga uno nuevo, más grande, y se fijen en él los cañones y hachas que debían autorizar el acto, recomen­dando la colocación de colgaduras''. Naturalmente, las sugerencias del general eran órdenes para los temerosos regidores.
También pretendía el Cabildo que en los actos religiosos, cuando participaba oficialmente en forma de ciudad, se le dispensase un trato preferencial como representación de la ciudad e isla, y cuidaba el de coro y lucidez de los elementos que utilizaba. Por ello, en 1657 se trata en sesión una cuestión que era importante para una sociedad de apa­riencias como la antiguorregimental, y es que la corporación carecía de alfombras para cubrir los bancos que le correspondían en las igle­sias, y hasta hubo ocasiones en que no las halló ni prestadas. Como no era de recibo esta situación, que no estaba a tono con la autoridad con­cejil, se encargan en Sevilla alfombras de terciopelo carmesí.

Conoceremos algunos momentos de tensión entre autoridades cí­vicas y eclesiásticas, aunque no hay que exagerar su importancia. En tantos años y con tantos festejos y ocasiones de confrontación, entra dentro de lo normal en una época en la que bastaba el más nimio deta­lle ceremonial para levantar un polvareda entre poderes. A veces la di­sensión se reduce a que el clero debe aguardar más de la cuenta por el Ayuntamiento para entrar en la iglesia a celebrar la función, como ten­dremos ocasión de comprobar. Si se trataba de algo esporádico, se ol­vidaba. Otra cuestión era cuando los hechos se repetían, hasta el punto de que la Real Audiencia reconviene al Cabildo para que acuda con puntualidad, a solicitud del regidor d. Francisco Jacinto de León, que denunciaba el improcedente retraso, tanto en las fiestas de tabla como en las rogativas. Normalmente la culpa era del corregidor o su tenien­te, que asimismo tenían esperando a los regidores y maceros. La con­secuencia era el considerable retraso en la ceremonia, por cuyo motivo a veces se entraba en vísperas a las 5 de la tarde y se salía de misa des­pués de las 12, cuando no empezaba el clero antes de la solemne llega­da del poder civil.
Como se apreciará en las páginas que siguen, las celebraciones a cargo del Ayuntamiento, unas votivas y otras simplemente presupues­tadas en parte, van en incremento de un modo constante, sobre todo a partir de las dos últimas décadas del s. xvi, pues en un principio las fiestas principales de la ciudad (dejando a un lado la de la Candelaria, en la que participa la corporación pero no la organiza), son el Corpus Cristi, S. Juan y San Cristóbal. Es verdad que la corporación y la vecindad convienen con el tiempo su propia selección. Hay santos y pa­tronos específicos, salidos de suertes para combatir un infortunio, cuya devoción y recuerdo no llegan a calar, hasta el punto de que al Ayunta­miento se le pasa por alto la festividad. Tal es, por ejemplo, la fiesta de S. Bernabé, al que se dedicaba una procesión por su día en la ermita de S. Benito, igual que a S. Plácido. Para que estas omisiones no se re­produjeran, se decide en 1638 encargar una tabla mediana, que se co­locaba en la sala de sesiones, en la que figuraba la memoria de las fiestas de los tres santos citados, cuya celebración estaba a cargo de los correspondientes diputados de los meses.

A mediados del siglo xvii, la asfixiada corporación solicita licen­cia real para aumentar los gastos. Globalmente, se pedía elevar hasta 600 ducs. la cantidad destinada para tres de las fiestas más antiguas (Corpus, S. Juan, S. Cristóbal), pues sólo había facultad para 350 ducs., y asimismo se pretendía subir desde 160 hasta 200 ducs. la asig­nación a la fiesta de la Candelaria, argumentado la gran distancia al santuario de la imagen y el consiguiente gasto de esta celebración. En otro bloque se incluyen las conmemoraciones del arcángel S. Miguel, la de S. Plácido y la más reciente de S. Juan Evangelista, al que se le atribuía una decisiva intercesión para librar a la isla de la peste que asolaba otras latitudes; en conjunto, se quería gastar en esta tríada fes­tiva 150 ducs. Si ya de por sí el total de la suma era considerable (950 ducs), lo que callaba el Ayuntamiento era que participaba en la fi­nanciación de otras fiestas, unas periódicas y otras extraordinarias, y que además colaboraba en otros gastos religiosos. Lo peor, sin embar­go, es que se excedía en lo tolerado por la Corona, que por supuesto nunca atendía en su totalidad a las demandas municipales. Pero esto formaba parte de la estrategia de los peticionarios —de los de cual­quier época—, que siempre reivindican lo imposible a sabiendas de que el poder central jamás concederá el montante suplicado.

Durante buena parte del s. xvii, el Ayuntamiento dependerá de los frecuentes embargos que pesaban de continuo sobre su hacienda para atender a los gastos festivos. A veces se sale del apuro con urgencia y recogiendo el primer tercio de algunas rentas, como las de la montara­cía, jabón o peguerías, para levantar así las requisas.
Quizá en alguna ocasión haya impresionado la crítica que los ilus­trados dieciochescos formulaban contra los gastos presupuestados —y frecuentemente excedidos por el Cabildo— en las fiestas de la capital. Pero un acercamiento al tema permite asegurar que no carecían de razón, y que incluso en la propia época que estudiamos llegó a parecer enorme este dispendio, pero por razones ideológicas no se remedió lo que, a vista de cualquier mayordomo de la institución o de un funciona­rio regio, se veía como desmesurado. No debemos olvidar que el Ayun­tamiento, por un lado, entiende no sólo como una competencia, sino como un deber ineludible, la organización de festejos y que, análisis sociopolíticos aparte, le movían razones puramente religiosas. No en vano se proclama como lema en las ordenanzas: Pues mediante la gra­cia y misericordia divina nos sostenemos, y a Dios todopoderoso y a su bendita madre, Nuestra Señora, y a sus sánelos en todas nuestras nece­sidades llamamos, muí gran rragón es que dellos primero, y principal­mente, invoquemos, sirvamos, veneremos y hagamos sacrificio.

Como antes se señalaba, además de las fiestas principales del mu­nicipio había otras, en principio de carácter eminentemente religioso, en cuanto no incorporaban regocijos profanos, pagados por la corpora­ción. El costo de tales festividades suele presupuestarse en bloque. pues los gastos individuales de cada una de ellas estaban alejados de las demás. Tomemos como ejemplo el año 1594, en el que el rey da li­cencia para gastar 20.000 mrs. anuales durante 6 años para atender las siguientes celebraciones: las procesiones y actos religiosos que te­nían lugar en las ermitas de S. Benito y S. Bernabé —desde el 1 de mayo hasta el 1 de junio, día de S. Bernabé—, como patronos especia­les para conjurar las plagas de alhorra y langosta que destruían los panes, sobre todo en Los Rodeos; la procesión a S. Roque como abo­gado contra la peste, para lo que en otros años se había utilizado la renta de una suerte de 8 fas. de tierra; las 9 misas de Ntra. Sra. que se decían por los temporales y la salud; y la cera gastada cuando se sacaba en procesión al Cristo en épocas críticas. Pocos años más tarde, en 1609, la corporación admitirá un aumento de 30 ducs. en sus 3 fiestas más clásicas, atendiendo a que los gastos superaban ampliamente los permitido por la monarquía.
De igual modo que en otros capítulos de gastos, las buenas inten­ciones de introducir recortes en este tipo de dispendios se vinieron pronto abajo, como ocurrió con el ya conocido intento de ajuste de 1625, pues un año después se decidía gastar 400 rs. en fiestas, y en mayo de 1627 se incrementaba el presupuesto en 50 ducs. amparándo­se en que ese año se celebraba el voto de la Concepción junto con el Corpus20. Nuevamente se intenta el ahorro en 1638 con motivo de las reformaciones del oidor Escudero. Al revisar el magistrado las cuentas de propios, advierte las demasías festivas en comidas, regalos y de­sembolsos superfluos, lo que contradecía abiertamente las cédulas rea­les que fijaban el coste máximo de tales eventos. Ordena entonces Es­cudero que los diputados de fiestas diesen cuenta del presupuesto pro­yectado al mayordomo y éste a su vez al Cabildo, penándose con 100 ducs. la superación del gasto autorizado.
Las medidas del oidor Escudero no implicaron ninguna modera­ción, ni sirvió de mucho el desviar la responsabilidad, que era colecti­va, hacia los mayordomos, a los que se pretende no considerar en su descargo los excesos, aun exhibiendo libranzas de los diputados. La posición capitular, más que ambigua, es aparentemente contradictoria. Amaga en bastantes sesiones el actuar contra diputados y mayordo­mos, pero las más de las veces la impresión global es que su preocupa­ción por las finanzas festivas era teatral, ya que carecía de sentido re­prochar unos regidores a otros lo que ellos mismos iban a hacer el año siguiente, más si tenemos en cuenta que continuamente se está solici­tando a la Corte un impresionante incremento de esos gastos o la per­petuación de los mismos. Por ejemplo, en 1640 se pretende que la Co­rona faculte aumentar casi tres veces la asignación de la fiesta de la Candelaria (desde 1.760 rs. hasta 5.000), así como otro incremento para el Corpus, S. Cristóbal y S. Juan Bautista, desde 3.850 rs. hasta 6.00023. La respuesta regia es negativa, a pesar de que se pidan infor­mes. En 1659 se impetrará infructuosamente la perpetuación de 75 ducs. para una serie de fiestas como S. Plácido, y las novedosas —por ser realmente de nueva incorporación o de reciente financiación muni­cipal— de S. Juan Evangelista y del Cristo.

Los excesos de los diputados, en el fondo tolerados por el Ayun­tamiento, máximo competente y garante de su hacienda, pues de otra manera no se hubieran arriesgado aquéllos, se convirtieron en algo crónico y en uno de los elementos distorsionadotes de la buena ges­tión de los dineros. En 1648 se gastaron 6.970 rs., y la facultad real era de 3.850 rs., de modo que el excedente resultó ser de 3.120 rs5. En 1673, aún sin acabar el año, se habían consumido en festejos 593 rs. más de los tolerados por la Corona. Pero los debates no logran paliar la sangría económica, pues apenas un año más tarde, el infor­me sobre esos gastos es muy elocuente: de un total de 10.282 rs. uti­lizados, 2.197 lo habían sido sin licencia. El problema era que inclu­so los regidores partidarios de propinar un escarmiento al mayordo­mo, a quien se había advertido que no debía permitir déficit, reco­nocen que era imposible atender las fiestas con las cantidades en su día consentidas, pues habían subido los costos, y en el caso de no pa­garse a los comediantes, era preciso regalarles, de manera que de una u otra forma se producía exceso, particularmente en la celebración del Corpus.

Se comprenderá ahora que el Ayuntamiento pasó verdaderos apu­ros para sacar adelante algunos festejos, y los mayordomos tenían que hacer malabarismos para acudir a pequeñas libranzas, detrayendo de diversas rentas cuyo destino era muy diferente. En abril de 1613, como no es suficiente el tercio de las rentas que se abona en esas fe­chas, hay que echar mano de trigo embargado en junio de 1642, se toman prestados 1.400 rs. del donativo. Los embargos que atenazan la hacienda concejil se convierten en un quebradero de cabeza: en abril de 1650 se solicita de un oidor de la R. Audiencia que levante la retención de la renta del jabón —con la que se atendía las celebraciones del Corpus, S. Juan y S. Cristóbal— para poder hacer esas fiestas.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 971. y ss.).

1610 febrero 1.
Templos y prelados católicos en la colonia de Canarias según el criollo  clérigo e historiador José de Viera y Clavijo.

Fundación del convento de Los Realejos

Siguiose el convento de los Realejos, que es el decimotercio, de cuya fundación se había tratado desde el año de 1601, pues hay una escri­tura en que los curas beneficiados de ambas pa­rroquias se convenían en que se estableciesen los franciscanos en la ermita de Santa Lucía, que es­taba entre los dos lugares, con tal que no fuesen menos de cuatro sacerdotes y dos legos. Avivóse este pensamiento nueve años después; y para ello se presentó memorial al doctor Gaspar Rodríguez del Castillo, vicario general de la diócesis, pre­tendiendo que los religiosos fuesen precisamente recoletos, pues de esta clase no se había fundado hasta entonces ningún convento en nuestras islas. El provisor concedió, con efecto, su licencia en La Orotava a 26 de enero de 1610; y en 1 de febrero del mismo año se dio posesión de la er­mita al capitán Gaspar Martín de Alzóla, síndico nombrado por el provincial fray Salvador Perdomo, a cuyo acto concurrieron los principales vecinos de Los Realejos, con general contento. Es su comunidad de 20 individuos.” (José de Viera y Clavijo, 1982, T. 2: 344 y ss.).

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