EFEMÉRIDES DE
LA NACIÓN CANARIA
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII
DECADA 1601-1700
CAPITULO XV-XX
Guayre
Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
1607 Septiembre
27. Se procede al primer asentamiento europeo en el pueblo de Agulo en la isla de La Gomera, el acto fue
legalizado el día 27 de Septiembre de 1607, en Hipalam (San Sebastián) de la Gomera, ante el escribano
público y de Cabildo, Don Fernando Vesado de Contreras, se reunieron, la Sra. Condesa y Señora
de la Gomera y
Hierro Dña. Ana de Monteverde, su hijo D. Gaspar de Castilla y Guzmán, el Señor
de la Gomera D.
Alonso Carrillo de Castilla, y Gaspar de Mesa vecino de Buenavista del Norte,
Chinet (Tenerife), quien junto con otros 17 colonos recibieron un conjunto de
1.650 fanegas de tierras. Comenzaron la roturación de las tierras en las zonas
de Sobreagulo y San Marcos, pero la dificultad de roturación de estas tierras,
hizo que desistieran, en el año 1620, ya no quedaba nadie quien trabajara las
tierras.
Sobre el origen del nombre de Agulo han circulado varias versiones.
Unas meras especulaciones; otras, con un cierto rigor de aproximación a la
realidad. Se nos informa que proviene de un vocablo guanche que significa
"Agua que cae de lo alto en forma de cascada o catarata" Sabino
Berthelot intenta explicar esta voz en relación con el topónimo imazighen (bereber)
Angulu, nombre de un cabo y pueblo de Marruecos, otra teoría dice que hay un término mazigio que
es a-wal-u y significa "lugar cortado". Hay un nombre propio de La Gomera con la raíz a-wal-u,
Agualeche, que algunos lo traducen como "el que corta las palabras".
El 11 de Septiembre de 1620 se firma un nuevo concierto entre Dª Inés
de la Peña y Gaspar de Mesa, y es ahora cuando realmente se va a producir el
autentico poblamiento de Agulo. Gaspar de Mesa es nombrado capitán de Agulo.
En 1768 Agulo, (Ghumara) contaba con 625 habitantes.
Lo que hoy abarca el término municipal, con forma de triangulo
isósceles cuya base se asienta en el mar y su vértice en la cumbre, en el punto
denominado Montaña de Igualero (1487
m), estuvo bajo la jurisdicción de Hermigua hasta 1739,
fecha en que se constituye Ayuntamiento y se crea la parroquia de San Marcos.
1607. Autos instruidos por el Cabildo de
Eguerew (La Laguna),
por adulterio y muerte a los colonos Doña Francisca de la Mata, contra su marido,
Francisco de Montesa, y embargo de bienes.
1607 Marzo 11. Gaspar Gómez,
colono portugués, natural de la villa de Pañete, vino a Winiwuada (Las Palmas)
como maestro de la capilla de la Catedral. Entró en la cárcel de la Inquisición y salió un
año más tarde después de terminado su proceso, para cumplir 40 años en las
galeras, por haberse casado con dos mujeres, una en Winiwuada (Las Palmas) y
otra en Portugal.
1607
noviembre 16.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el
Valle Sagrado de Aguere (La
Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech
(Tenerife).
Resistentes (Alzados) y vagabundos.
“Si hay un segmento social opaco en la
investigación social es el de todo ese
mundo conformado por varias categorías de personas que la sociedad denomina de varias maneras:
vagabundos, delincuentes, alzados en
los primeros tiempos... No se trata de los pobres de solemnidad, también
difíciles de estudiar. La documentación a ellos relativa apenas los
singulariza. Son una masa informe que no se integra, que no interesa, pero tampoco se admite, y menos ni de
lejos se plantea el por qué de esas
situaciones diversas que confluyen en la marginalidad más difícil, porque se entremezcla la pobreza con
la persecución y el rechazo.
Naturalmente, otra cosa son los individuos de brazos flojos, simplemente vagos, contra cuya pereza y afición a
la holganza en los mesones y tabernas
intentan luchar vanamente las ordenanzas municipales, siempre tan atentas a la
productividad y el afán de trabajo.
Algo que preocupa de modo urgente a los
conquistadores es la erradicación de
los que no están dispuestos a ponerse manos a la obra para colonizar la isla, fundar y arruarse en núcleos
de población colonial. No es casual que una de
las primeras medidas, anteriores a la composición oficial del primer Ayuntamiento sea, antes del verano de 1497, la ordenanza
que obligaba a trabajar o ponerse a soldada y que nadie ándase vagamundo, pues
se exponía a recibir 100 azotes. Nuevamente en 1508 se compele a los vagamundos para que se dispongan a
trabajar y no estén en La
Laguna más de tres días perezosamente, prohibiendo a mesoneros y taberneros que les diesen de comer. Uno
de los cometidos de los que se pide cuenta al
gobernador en los juicios de residencia era la vigilancia de los que no se avenían a trabajar, y las
autoridades debían asimismo evocarlo
al efectuar sus visitas. Periódicamente se recuerda esa obligación a la Justicia, y cuando
interesa cargar las tintas contra ella
en un memorial o juicio de residencia, era muy fácil acusar al máximo
gobernante de lenidad en la persecución de ese sector social. Por eso es
difícil tomar textualmente tales referencias como punto de apoyo
para evaluar la importancia de la marginalidad. En 1607, los regidores instan al gobernador a que visite la ciudad —sorprendente
insinuación, cuando habitaba en ella y era tan pequeña la urbe — , porque en ella ay muchas jentes
escandalosas, adbenedisos, bagamundos,
que biben con mal enjemplo. Es
evidente que lo que se pretendía es
que actuase con mano dura con un abanico social heterogéneo. De vez en vez se aprecia que el Cabildo
adopta un papel de guardián de las
buenas costumbres, sobre todo cuando no hay por medio una reclamación mercantil que efectuar a Su Majestad, no existen
nuevas de piratas o corsarios, ni peleas por las posturas del vino o conflictos
por la alcaidía del castillo de San Cristóbal o por el mensajero que
debía ir a la Corte. En
toda época, el desocupado, voluntario o
forzado, es sospechoso y considerado responsable del mal social, el que sea, para tranquilidad de la conciencia
colectiva. Tiene una función y utilidad social, pero hay que reprimirlo a un
tiempo. La ciudad capitalina actúa,
como los puertos, como centro de atracción de estas personas, y las ordenanzas
han de entenderse dictadas sobre todo pensando en ella. A los taberneros y mesoneros prácticamente se les convierte en obligados instrumentos de policía, y
nada más ajeno a la voluntad de
aquéllos. No podían dar de comer más de tres días a los vagabundos, y sobre todo debían extremar la
vigilancia justo cuando más negocio
había: los domingos y fiestas durante la misa mayor. La ordenanza parecía
estar hecha por los beneficiados, porque no se podía dar de comer ni almorzar a nadie desde que comenzase
a tañer para ir a misa hasta que ésta finalizase; es más, se castigaba incluso
el estar ociosos en
(averna, aunque no estuviesen
sentados en mesas con manteles. Más
directo hubiera sido cerrar esos establecimientos, que tan dura competencia hacían a los oficios divinos,
los domingos por la mañana.
Como se apuntaba antes, en las décadas
inmediatamente posteriores a la conquista, como también se
ha tratado al hablar de los guanches, las
autoridades arremeten contra lo que llaman alzados, que si en un principio parece referirse a los
indígenas reacios a la vida europea
que vivían en los montes y de sus recursos, así como del ganado propio y ajeno,
en los años treinta se utiliza más bien para designar a los delincuentes fugitivos de la justicia, posiblemente muchos aún sin condena pero temerosos de la pena
que les pudiera corresponder. Es
una espiral de la miseria: se es pobre y se ha infringido una ley u
ordenanza, y ante las escasas posibilidades de salir airosos de un juicio, del probable castigo corporal por
su baja condición social y del
también verosímil abuso carcelero, optan por echarse al monte. Allí emulan a los naturales, tomando reses
de otros para sobrevivir. En un medio áspero y montuoso, con los medios
de entonces, era prácticamente imposible su
captura (en esa época no existía, desde
luego, la reinserción social). Cuando llega a la isla Alonso Yanes Dávila y se percata de la inutilidad de la
mera represión, propone en 1539 una
suerte de amnistía matizada para los que se aviniesen a presentarse
voluntariamente, pero advirtiendo para estimular la entrega, que en caso contrario se les
consideraría por banidos y facultaría para matarlos, incluso premiando a los matadores.
Muchos alzados bajaron a la
ciudad y presentaron fianza de que morarían en pueblos y no harían más daño al
ganado. El gobernador emplazará a principios
de 1540 a
todos los alzados a presentarse ante él, prometiéndoles que les escuchará e
se avrá con ellos begninamente y no se terna
consyderaqión a usar con ellos de rigor del derecho, syno con toda benignidad serán juzgados para que biban quieta
y pagíficamente y no anden asy aleados. Pero otros seguirían el mismo camino del alzamiento en años
posteriores. La gente entiende que es mejor sobrevivir
en los montes robando ganado que someterse a lo que esperan sea un duro castigo.” (Miguel Rodríguez Yánez. La
Laguna 500 años de historia La Laguna durante el
Antiguo Régimen desde su fundación hasta
el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 847 y ss.).
1607
noviembre 21.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el
Valle Sagrado de Aguere (La
Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech
(Tenerife).
El caso particular de los colonos leprosos.
“Los afectados por
el llamado mal de San Lázaro eran apartados del
resto de la comunidad para ser recluidos en unos establecimientos especiales o lazaretos. Desde 1508, en que se
reconoce que era elevado su número,
se dispone su aislamiento, señalándose en ese momento el sitio de la ermita de San Lázaro, donde debían
erigir una casa, pero el año
siguiente se varía el lugar sin especificar. La construcción de la casa de S. Lázaro en Gran Canaria echa por
tierra este primer proyecto, y en 1511 se dispone que los leprosos se vayan a
G. Canaria o a Sevilla, con sus
bienes, so pena de perderlos y castigo de 100 azotes.
Lo cierto es que en la isla no había leprosería,
sino en Gran Canaria, de manera que la Justicia tinerfeña debía
encargarse no sólo de la conducción, sino de la difícil tarea de localizar y
apresar a los tocados por la enfermedad
para que fuesen confinados en aquella isla. El éxito en esta tarea parece haber sido parcial.
Son numerosas las disposiciones capitulares que
hacen referencia a este asunto. Apenas recurrimos a algunas que nos permiten
acercarnos a los desvelos y problemas
que acarreó la obligación municipal. Una
de las medidas que se acordaban periódicamente era la confección de una memoria detallada con la relación de los
afectados para poder proceder a su expulsión. A veces se plantea
como algo terrorífico que se está expandiendo y contagiando velozmente a toda
la población, como en 1538. Se decía
entonces con alarmismo que había muchos con ese mal en La Laguna y en el resto de la
isla que ynfigionavan y causaban daño a la gente. Como el único remedio
oficial era confinarlos en la casa de
S. Lázaro en G. Canaria, la solución era enviar una carta requisitoria
de justicia para que el mayoral de esa casa, Esteban
Boyan, viniese a tomar dichos enfermos, a quienes después de su marcha no se
pensaba readmitir en la isla. Poco caso se le hizo, pues en 1541 seguía
habiendo muchos leprosos, y de nuevo se adoptan las medidas acostumbradas:
averiguación de cuántos eran y remisión a G. Canaria a costa del Cabildo. Como iba en aumento el número y debía ser arduo el descubrir a los enfermos,
protegidos por familiares y amigos,
decide el Ayuntamiento construir un lazareto, que ya se estaba
edificando en 1558, pero el proyecto no cuajó por la encendida contradicción de los priostes del establecimiento
grancanario, que alcanza cédula
regia amparándole en su pretensión monopolística de abarcar a todos los lazarinos del archipiélago. No
se trataba, naturalmente, de una
cuestión altruista. Lo que ocurría es que los enfermos que se enviaban a Gran
Canaria llegaban a acuerdos con los priostes para que les dejasen
retornar a Tenerife —y se supone que igual sucedería con los de otras islas— a
cambio de satisfacer una cantidad, que además
debían entregar en adelante anualmente al mayordomo que en nombre de aquéllos
visitaba Tenerife.
El Ayuntamiento no se desanimó ante la negativa real y continuó gestionando la fundación de un establecimiento
propio, que pensaba levantar en las
afueras de La Laguna.
Todo quedó en el intento, de modo que su papel continuó limitándose a disponer la remisión de los
leprosos a Gran Canaria, como en los primeros años del Seiscientos, cuando ordenó a los alcaldes lugareños que hiciesen
llegar a La Laguna
a los afectados para desde la capital expedirlos a Gran Canaria.” (Miguel
Rodríguez Yánez. La Laguna
500 años de historia La Laguna
durante el Antiguo Régimen desde su
fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 966. y ss.)
1607 Diciembre 12.
Una
Real Cédula del día 12 de diciembre autoriza al alcalde de Garachico a
intervenir en juicios civiles por una cuantía de hasta 100 ducados. Este poder
fue solicitado por la gran actividad comercial del puerto y la necesidad de
intervenir en casos de problemas de negocios, según narra Carlos Acosta en su libro “Garachico: un puerto enfrentado a un volcán”,
una de las principales fuentes de este reportaje.
1607 diciembre 17.
En Acta del Cabildo colonial consta “que la piedra
que está en la pared del sercado junto a las
nonas es deste Cabildo e an tenido notisia que algunas personas la llevan y an llevado e conviene guardarla, por averse menester
para sierto edefisio”, y se acuerda presentar
querella contra los que la roban. Hemos supuesto que estaba reservada para los
pozos del Cabildo pero también puede haberse pensado en la construcción de un
puente sobre el barranco, o en un muro de contención en la parte baja del
barranco de Santos o Araguy en Santa de Tenerife.
1607
diciembre 17.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el
Valle Sagrado de Aguere (La
Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech
(Tenerife).
Los hospitales en
los primeros tiempos del asentamiento colonial europeo en La Laguna.
El hospital de San Sebastián.
“Esta institución
tiene un carácter completamente seglar y es de fundación particular. Como se
sabe, lo crea Pedro López de Villera, un personaje que había sido mayordomo
episcopal en 1590 y que residía en La
Laguna por lo menos desde 1500. En esta isla obtiene
varias datas del Adelantado, que
también lo nombra alguacil mayor en 1501. Por su testamento de 1507, Villera destinaba la mitad de su patrimonio para
que se procediese a la edificación de un hospital para pobres convalecientes,
otorgando el patronazgo al Ayuntamiento, que asumía la gestión económica de la entidad y la ejecución de la última
voluntad del testador.
Los comienzos son lentos, ya que se demora la
partición de bienes y su arrendamiento. En 1511 por fin se llega a
un acuerdo con Alonso Núñez para comprarle su
casa y así fundar el hospital; se pensó incluso en emprender las obras junto al
convento agustino, donde poseía unas
casas la fundación. Por fin, en febrero de 1512 el Ayuntamiento decide construir el hospital, y ese
mismo año se formalizan los
contratos para las obras, que incluían iglesia, zona de enfermería, de juntas... Pero parece que se paraliza
el proyecto durante un tiempo, de modo que el Ayuntamiento tendrá que
impulsarlo a principios de 1515. Aunque
la celeridad no es extrema, cuatro años más tarde los trabajos iban a buen ritmo y se organiza la cofradía de S.
Sebastián y S. Fabián, en la que
entran los regidores, pero aún en 1520
continuaban las obras. Mientras tanto, los bienes de la institución se explotaban e incrementaban mediante
mandas piadosas.
Debió ser hacia 1522-1523 cuando abrió sus puertas
el establecimiento, pues en la primera de esas fechas el Cabildo determina la
revocación del mayordomo hospitalario por falta de efectividad en la edificación, y unos meses más tarde se expresa la
preocupación por el deterioro de los
bienes de la fundación. En agosto de 1523 se aprobaba que el mayordomo de ésta librase 60 mrs., diarios para la manutención de 4 pobres que el Ayuntamiento pensaba
sostener perpetuamente en el hospital, pero esa
cantidad procedería de las propias rentas del mismo, aunque parece que la idea no perduró en el tiempo, pues carecemos
de noticias posteriores. En la misma fecha se eligieron a dos diputados para que se encargasen de visitar
el establecimiento y velasen por la provisión de medicinas y otras necesidades.
El mayordomo, cuyo cargo duraba un año, atendería los gastos indicados por el médico, aparte de los 60 mrs. antes citados.
El Cabildo, como patrono, entendió absolutamente en
los asuntos concernientes al hospital, a pesar de los intentos de injerencia
por parte de la Iglesia. En ese
sentido, el Ayuntamiento obtuvo cédula real que prohibía a los obispos entrometerse en la administración del hospital187.
Muy poco conocemos de su administración y
personal. Apenas, lo que cobraba la
hospitalera en 1540-1541, que por 20 meses pedía 6 doblas y 8 rs., lo que venía a suponer unos 2.000 mrs.
anuales.
Ya conocemos, por otra parte, que el Ayuntamiento no
siempre se mostró defensor acérrimo de la
voluntad del fundador, como lo evidenció en
la cesión parcial del edificio a los monjes franciscanos con ocasión del convenio firmado para la introducción de
las monjas claras, así como en la otorgación
a éstas de las rentas de la institución. También recordaremos cómo en los años
cuarenta del s. xvn una parte de los regidores
pretendió dedicar las instalaciones a otra fundación religiosa femenina, que no prosperó. Lo que sí sufrió una radical transformación fue la iglesia del hospital, que
entre 1627 y 1632 anduvo en obras de
albañilería y enmaderado.
Ya hemos expuesto algunos datos acerca de la
atención social en esta institución.
Digamos aquí que durante el s. XVII el Ayuntamiento seguía nombrando anualmente a un mayordomo, y por lo
que se deduce de un pleito mantenido en 1671
con el obispo García Ximénez —que exige la
rápida intervención municipal en la revisión de las cuentas de los administradores so pena de ejecutarlo la propia
Iglesia y amenazando con la excomunión —, dejó mucho que desear la
gestión de buena parte de ellos, sin que la
corporación mostrase la atención debida. La interferencia eclesiástica,
parece que provocada por el afán episcopal
por mejorar el funcionamiento del hospital, databa de la etapa de Cámara y Murga. En 1671, como García
Ximénez hace efectiva la excomunión al Ayuntamiento, la Real Audiencia
dicta varias disposiciones para
aclarar todo y zanjar el conflicto: el obispo no debía entrometerse en las cuentas hospitalarias y tenía que levantar su
condena, pero obligaba al Cabildo a
exigir la contabilidad de la institución
a los antiguos administradores.
El hospital de Santa María de la Antigua, de la Misericordia y de los Dolores.
La otra fundación hospitalaria lagunera es de origen
seglar y particular, pero el control que ejerce la cofradía desde los primeros
momentos y algunas singularidades propias de la segunda y tercera décadas del siglo, que se expondrán en los siguientes
párrafos, le conferirán un carácter más
bien mixto, en el que la
Iglesia tuvo una significativa intervención, aunque compartiendo la tutela con el Ayuntamiento.
Todavía existe cierta oscuridad en torno a los
orígenes y transformaciones sufridas por esta entidad en
sus primeros años, hasta que queda
conformada como hospital de los Dolores. Según Rodríguez Moure, unos particulares se adelantaron a la
intención de Lugo de fundar
hospital, comenzando en una casilla situada en la esquina que hoy ocupa la iglesia, con la advocación de Na
Sa de la
Antigua. Núñez de la Peña, que se vale de la tradición para explicar la
génesis, señala que fue Martín de
Jerez el que fundó el hospital en 1507, con la intitulación citada, en unas casas suyas, y ya en esa
fecha Miguel Briceño le donaba un
solar en la calle Real. Pero no está documentada esa pionera iniciativa de Jerez.
La explicación más aceptada hoy es que se trató de
una fundación vecinal, que ya cumplía su
misión en 1507, y que hacia 1520, en un proceso que se concretará luego, es absorbida por el hospital de los Dolores. En la primera de las citadas fechas consta
que se estaba edificando ya el hospital en la calle del Espíritu Santo, y en
los dos años siguientes recibe mandas
testamentarias, mientras los cofrades de Santa María de la Antigua
son requeridos en los testamentos para acompañar en los entierros.
El fundador —al menos parcialmente— del hospital de
los Dolores sí es seguro que fue Martín
de Jerez, quien poseía cuantiosas datas y actuaba en realidad en nombre de la cofradía de la Misericordia, administradora y verdadero motor del hospital de la Antigua, que deseaba impulsar esa obra con limosnas procedentes de una
bula que debía obtener Jerez, aunque éste y su
esposa parece que tenían otra idea.
En 1514 Jerez pasó a la Curia en nombre de la Confraternidad de los Dolores y obtuvo la bula de l-VII-1514 —previo
apoyo real — para edificar el hospital de
los Dolores y poderse administrar en él sacramentos por parte de sacerdotes seculares o regulares para los cofrades y pobres. Con objeto de proceder a la
construcción se le autorizaba a pedir limosna durante 4 años, y
cuando saliese Jerez de la isla podía
ostentar en su vestido una cruz con las 5 llagas de Cristo. Una vez edificado el hospital, disfrutarían sus
visitantes de determinados beneficios
de indulgencias. Levantado el nuevo establecimiento, se debería unificar con el
de la Antigua.
Al menos en 1517 ya había edificado Martín de
Jerez el inmueble, y desde 1519 se nombraba
patrono y comendador del hospital de los Dolores, en tanto el clérigo Juan Yanes señalaba en su última voluntad ese mismo año que Jerez le era deudor por
servicios prestados a su hospital. Hay
que señalar que tuvo que bregar duro para vencer la tenaz oposición que antes y después de la obtención de la bula presentó a esa fundación el vicario Herrera1%.
El quinquenio 1520-1525 será penoso para Jerez, su
esposa —pronto viuda— y los cofrades
de la Misericordia,
debido a los dineros utilizados en su desplazamiento y a la disputa
por las bulas que había traído. En 1520 la Corte apoya a Jerez, a quien
se le debía pagar 30 ducs. que parece
le debían los cofrades de su viaje a Roma, por lo que se negaba a entregar las bulas a la cofradía,
pero no por ello se paralizó la
predicación de la bula, para lo que solicitó licencia. La versión de los cofrades de la Misericordia es que
Jerez se había apropiado el documento papal para la nueva fundación del
hospital de los Dolores, por lo que litigan contra él y desean que sea adjudicada tal gracia al
hospital de la
Misericordia. Además, acusaban a Jerez de demandar una suma
de dinero no justificada y de no recibirles en pago una cantidad que ya se le
había satisfecho. En 1522 se aprecian signos de distensión, pues se llega a un
acuerdo para pagarle a Catalina Gutiérrez,
la viuda de Jerez, 300 doblas por los gastos de la consecución de la
bula y por la cesión del solar para fundar el cuerpo de la iglesia y hospital de los Dolores. Eso significaba
que la cofradía no sólo se quedaba
con las instalaciones y mejorías efectuadas por el fallecido, sino que
aceptaba el nuevo nombre de los Dolores para el complejo resultante de la fusión del pequeño edificio de la Antigua (o de la Misericordia) con el nuevo de Jerez. Pero aún
seguirán los problemas y el pleito, pues en 1524 siguen citándose los
dos hospitales por separado, y en su
testamento Alonso Hernández, que quiere donar una heredad de agua y tierra en la cabezada de Tahodio para agregarla a la bula de Jerez, señala que esos bienes debían
ser atribuidos al hospital —fuese el
de los Dolores o el de la
Misericordia— que al final se adjudicase la bula. Por otra
parte, los cofrades de los Dolores deben solucionar el problema creado por Jerez en los últimos días de su vida cuando, sin consultarlo con nadie, entregó la
bula y provisiones reales a
Francisco de Campo para que fundase en Castilla cofradías y hermandades de ese hospital. De eso hacía tres años
en 1524, y no se tenían noticias de
Campo, de la bula ni del dinero que debía haber recaudado. No obstante, la
obra se fue completando con las rentas que se cobraban y los préstamos de algunos particulares, como el mercader Francisco Díaz.
Se ha aludido a la importancia de una cofradía en el
hospital. Desde 1510 consta que se
juntaban los cofrades en el mismo para elegir prioste administrador de sus
rentas y cuidar de sus pobres, pero la documentación más antigua desapareció
durante la peste de 1582. La cofradía,
intitulada al principio de la Santa Misericordia y de Ntra. Sra. de la Antigua, y posteriormente de los Dolores,
procuraba que los pobres enfermos recibiesen
atención sanitaria en el hospital, y además de administrar sus rentas, los hermanos y cofrades llevaban a enterrar
a los muertos. Varias disposiciones
testamentarias así lo demuestran, y este
acompañamiento constituyó una pequeña fuente de ingresos para la obra. Sus Juntas se celebraban en el propio
hospital ante escribano público a toque de
campana, y en ellas se decidía la elección de los nuevos prioste y mayordomo.
Dentro de la cofradía, en un momento impreciso, se determinó fijar en trece el número de hermanos que debían
ocuparse permanentemente de los entierros.
Como compensación, además de las gracias espirituales concedidas por la bula de Paulo ni, estaban exentos de cargas y pensiones militares y concejiles por
diversas disposiciones. Ya antes se
aludió a que representaba este servicio une pequeña entrada para el
hospital, pues se percibía 10 rs. por este acto, además de 13 velas a los que poseían más caudal, pero a los
pobres se les acompañaba de balde. El dinero era puesto a disposición del
administrador de la institución hospitalaria, mientras la cera se
aplicaba en sufragios por las ánimas del
Purgatorio. La
Confraternidad permanece al menos hasta 1625, pues en
la sesión convocada en 1623 para elegir prioste se habla de cofrades y hermanos, mientras que en la posterior de 1625 sólo
se nombran vecinos y ciudadanos, aparte de los ya citados 13 hermanos.
Desde el punto de vista eclesiástico, el hospital de los Dolores dependía de la parroquia de la Concepción, pues sus
beneficiados eran sus curas,
visitando al menos 2 veces por semana a esos pobres, y asimismo les administraban los sacramentos y asistían
en los entierros, así como a las principales celebraciones litúrgicas del
hospital, que eran las de la Asunción, el día de San
Martín (11 de noviembre), y de las ánimas benditas por los hermanos de la Misericordia. Cada
cierto número de años (2, 3 ó 4) el
visitador eclesiástico pedía cuentas al mayordomo.
La
administración a cargo de la cofradía, que delegaba en dos mayordomos,
persistió hasta 1605, fecha en que llegaron a la ciudad dos frailes de S. Juan de Dios (Diego de la Cruz y Cristóbal Muñoz), que se hospedaron en el hosital y cuidaron de los
enfermos. El Cabildo les cedió la gestión el 15-VII-1605 aceptando el mandato
del obispo, d. Francisco Martínez, que había presidido la Junta el día anterior. La entrega de la administración se preveía para un
período de 6 años, durante los cuales su actuación quedaba directamente
sujeta a la disciplina y control episcopal. Pero la actuación de los hermanos
defraudó notablemente, y antes de cumplirse
los dos años las quejas sobre su mal proceder eran tan públicas y escandalosas
por no atender sus obligaciones ni obrar como era preceptivo en la curación y
regalo de los pobres, que el Cabildo
se ve obligado a actuar institucionalmente y escribir al obispo. Era tan evidente el asunto que la
autoridad eclesiástica no dudó en actuar de modo rápido y terminante, de modo
que ese mismo año 1607 el provisor incoó proceso y expulsó a los hermanos del
hospital, que en adelante se rigió según la fórmula tradicional.
Las interferencias y las diferencias entre las
autoridades civil y religiosa derivaron en serios problemas en algunos
momentos, y esto se manifestó incluso en las propias
elecciones de cargos. Desde 1584 hasta 1615
se verifican éstas en presencia y bajo presidencia del juez eclesiástico, con autorización de escribano
público. A finales de 1612 se
produce una tensa situación por la formal protesta del personero, licdo. Gaspar Agustín Barbosa, que contradijo la
elección de mayordomo efectuada
alegando la ausencia como cabeza de la justicia real ordinaria, como correspondía, dada la naturaleza
real de la institución. Será el
desencadenante de un cruce dialéctico entre los representantes de la
jurisdicción eclesiástica y real. Por un lado, el vicario resalta la falta de constancia de fundación regia o de
intervención judicial de esa naturaleza.
El gobernador, que entra en escena, reafirma el carácter regio y la sujeción a su jurisdicción del
hospital. Pero el vicario no cede y
ratifica la elección. El gobernador, al día siguiente, adopta una curiosa y diplomática decisión: decreta su absoluta
competencia sobre la institución y la
exención de presencia e intervención eclesiástica, pero confirma a los priostes electos en cuanto les
conmina a aceptar el cargo, quizá
para evitar una dimisión cuyo espíritu fuera compartido por otros cofrades. Desde 1615 hallamos sólo al
juez secular ordinario con algunos
regidores y ciudadanos. Entre 1622 y 1639 asisten ambos jueces, secular y religioso, y siempre ante
escribano público.
La mayoría de los mayordomos y administradores son
eclesiásticos, pero también los hubo seglares (en 1640, el cirujano Benito Hernández; en 1693, d. Juan Jaques de Mesa), aparte de
otras personas tenían una cierta relación con
la Iglesia,
como el ya mentado Yañez de la
Peña (clérigo de menores) o Mateo Hernández de la Cruz (1677), que era hermano mayor de la Hermandad de la Santa Misericordia.
En las últimas décadas del s. xvii y, sobre todo, en
el s. xviii, la Iglesia va ganando terreno. La razón es sencilla: el
Ayuntamiento carece de holgura para financiar el hospital, cuya
supervivencia, habida cuenta de la
elevada morosidad de sus tributarios, se ve condicionada a las mandas de algunos particulares que confían más
en los eclesiásticos. Cuando d. Bernardo de Fau
consigne en su testamento una considerable
cantidad de bienes con la orden de que se acensuasen para alimentar y curar a los pobres enfermos de la
fundación, establecía por cláusula que si el mayordomo electo no era del gusto
del clero de la Concepción, se le excluía de la administración de los bienes
que dejaba el testador. Ya bien entrado el s. xvii, d. Francisco
Crisóstomo de la Torre, tesorero general de la Real Hacienda en
Canarias, dejaba en su testamento otra
manda considerable.
El hospital disponía de capellán para asistir a los
enfermos y decirles misa. Al principio se
le proporcionó alojamiento en el mismo edificio y percibía salario, pero en 1602 se le negó la residencia,
aunque se le asignó una remuneración de 6 doblas para alquiler, además de su salario de 70 ducs. y un cahíz de trigo.
Se ha señalado en los párrafos precedentes la
precariedad financiera de la institución, que a
continuación intentaremos desarrollar con más concreción. Además de contar con
medios propios, el hospital recibía una ayuda del Ayuntamiento, pero
no tenía carácter vitalicio y era necesaria
la periódica autorización regia para renovarla. En una primera etapa, a mediados del s. xvi, la
contribución municipal se efectuó con cargo a las tierras concejiles y
sin facultad real, ante el grave panorama
dibujado por la cortedad de las limosnas y la abundancia de pobres (pensemos en el desarrollo
demográfico de esos años). Por lo
menos desde los años sesenta se otorga ese auxilio con licencia regia, pues en 1561 se ordena abrir
información acerca de la solicitud cursada por el Ayuntamiento para dispensar
al hospital una suerte concejil de 12
fas. Se exponía en la instancia, por un lado, el carácter abierto y caritativo de la institución sanitaria, pues se
admitía a pobres y necesitados,
isleños y forasteros; por otro, se advertía del caótico estado de la situación de los enfermos menesterosos debido a la carencia de medios para atenderlos, por lo que se
mueren muchos, e otros no se
pueden resgebir y dormían por las calles y cimenterios. La información debió conmover a Felipe u, pues en
1570 se prorrogan por un sexenio las
50 doblas y 2 cahíces de trigo para un cirujano del hospital, lo que
implica que por lo menos desde 1563 había comenzado la ayuda. En los últimos decenios de esa centuria
recibía 30 fas. de trigo de una
suerte de propios, que el rey prorrogaba decenalmente. Los problemas financieros municipales afectarán a la
debida recepción de la dádiva concejil. Dicho de otra manera: el Ayuntamiento
no pagaba al hospital. En 1620 los
administradores planteaban a la corporación la desesperada situación que atravesaban por falta de trigo para dar de comer a los enfermos, debido a las fallas en las
rentas a causa de la esterilidad,
pero también al incumplimiento municipal, pues a esas alturas debía más de 200 fas. de rezagos. Incluso la
dotación disminuyó en la segunda
mitad de esa centuria a 24 fas. de trigo, que se entregaban cada ocho años. También es verdad que en
alguna oportunidad el Cabildo reprocha a los gestores de la institución
sanitaria cierta falta de atención, como en 1584, pero el motivo de la
queja era que los priostes se negaban a
admitir a todos los enfermos pobres. Lo que no queda claro es si tal situación
obedecía a la saturación de las posibilidades
del hospital.
Más claridad sobre diferentes aspectos de la obra
nos la proporcionan sus números. Contamos con datos globales de la
contabilidad de la institución desde
mediados del Seiscientos, aunque existe alguna noticia fragmentaria de 1615-1616, relativa a gastos en lavandería y medicina, fundamentalmente. El primero de los
capítulos citados, que corría a cargo del
ama, que así obtenía un estimable complemento de su sueldo, alcanzó en 1615 la
cuantía de 7.182 mrs., que desciende a 4.536 en 1616. La razón de esa notable diferencia debió estribar en que 1615 constituyó un año de elevada morbilidad y
ocupación del hospital, según se deduce asimismo de los dispendios en
medicinas, pues si en 1614 y 1616 se gastaron por ese concepto 672 y 664 rs.,
respectivamente, en 1615 llegó a los 900 rs. Aparte de estas cantidades, sólo
se refleja el salario del sangrador, al que se pagaba 120 rs. anuales por esas fechas.
Las cuentas de la fundación desvelan que a mediados
del s. xvii la práctica totalidad de los
ingresos procedía de rentas tributarias, pero si el cargo de 57.895 rs. en 1645, por ejemplo, podía hacer albergar
esperanzas de una buena situación, el análisis
del descargo muestra el mismo mal que aquejaba a otras muchas entidades asistenciales
y religiosas: la morosidad o impago de buena parte
de los censos, que en el año referido ascendía a 21.507 rs. (37,2% del total).
En algún año la cofradía de la Misericordia aportaba
dinero por su labor de acompañamiento de
difuntos, limosnas sueltas y las recolectadas el Jueves Santo, todo lo cual en 1646-1647 significó 1.081
rs., una parte mínima del presupuesto y necesidades del establecimiento.
Los gastos de personal más importantes en 1645
sumaban 1.150 rs. Las medicinas supusieron 2.407 rs. Desde luego, la parte del león se la llevaban los gastos de alimentación,
combustible, etc.: 16.369 rs., a lo
que habría que añadir 155 rs. de costo en lavar la ropa. En el capítulo alimenticio sobresale, como cabía
esperar, el apartado triguero, que se elevó a 4.203 rs. Pero tan importante
como estos desembolsos, observamos en otros descargos que es el destinado a
los gastos eclesiásticos. Así, en el período
l-VIII-1643/ 31-XI1-1645, éstos montan 4.136
rs. entre misas de capellanías (3.184 rs), sermones, emolumentos de
beneficiados, etc.
Los salarios del personal se mantuvieron estables,
pues el sangrador continuó percibiendo sus 100 rs., y el ama alrededor de 200,
mientras la sotaama cobraba unos 30. También había
que contar con gastos derivados de la
actividad judicial ocasionada por la reclamación de tributos, que en 1646-1647
sumaron 340 rs.
Asimismo se comprueba que se procuraba que los
enfermos, además de disponer de la ración alimenticia normal, a base de
cereal, podían acceder a otros alimentos
que la mayoría de la gente probaría sólo de vez
en cuando: almendras, conservas, azúcar, pasas, huevos, carne, gallinas y pollos.
Como punto de comparación, examinamos un quinquenio
bastante posterior (1686-1691), en el
que además de los efectos de la inflación y el abultado cargo (147.286 rs.), se sigue manteniendo, con matices,
la tónica conocida. Es decir, mayoritaria dependencia de las rentas (95,8% del
total del cargo), pues aunque servían como alivio, las cantidades variables y
extraordinarias, como el óbolo episcopal (2.725 rs.) o las limosnas, en total sólo suponían 6.164 rs. Los salarios de
las amas habían subido algo, se mantenía inalterable la soldada del sangrador, y se pagaba aparte a lavanderas (430 rs.)
y a mozos de servicio (855 rs.). Las
medicinas, igual que en años anteriores, consumen en torno a los 1.000 rs.
anuales, y además del gasto en alimentos resalta el de lienzo, lana, mantas, lino para ventosas, etc. (2.398 rs.).
Dentro de los alimentos, hay cuatro partidas
importantes: trigo (6.080 rs.), carne
(5.831), huevos (3.803), gallinas (1.051), aceite (1.068)...
Núñez de la
Peña nos proporciona un resumen contable entre 1658 y 1702, en el que se ponía de manifiesto que
los ingresos en tributos sumaban
10.627'A rs. y 2 gallinas anuales, de los que 7.108 rs. (casi el 67%) eran realmente cobrables. Asimismo
corrobora la magnitud de la morosidad, pues los rezagos y deudas sumaban
132.866 rs. Conocía el cronista de primera
mano —por haber sido administrador del hospital en 1674 y 1675, además de su
vecindad con el mismo— los pormenores de sus problemas y de su
balance económico. Según su cálculo, los
ingresos anuales rondaban 8.523 V? rs., y los gastos —sin contar costos
de ejecuciones, etc.— se elevaban a 9.613, lo que generaba un déficit de 1.090 rs. De los ingresos, como se lleva dicho,
el capítulo esencial era la renta de tributos en dinero (83%), seguido
de la renta en especie, que reducida a
dinero suponía el 13% de las entradas.
En cuanto a los gastos, los diversos capítulos destinados a misas,
fiestas, etc., significaban el 17%; los de botica, el 12,5%; los más
sobresalientes entre los alimentos representaban el 16, 8% (el trigo), el 14, 8% (la carne), los huevos (8,3%).
El personal que prestaba servicios era realmente
parco. Hay que destacar que no contaba con
asistencia sanitaria cualificada de plantilla, pues tanto el médico como el cirujano asalariados por el Ayuntamiento, como ya sabemos, deben prestar su atención a
varias instituciones (el otro hospital, los
conventos) y tienen que atender, en teoría, a los pobres de
balde, de modo que sus servicios consisten, tal como se ha resaltado, en visitas diarias que no siempre efectuaban. Ninguno de ellos, por tanto, percibía renta alguna de la
entidad, lo que también explica el
desinterés de los facultativos. Es lógico suponer que las relaciones de algunos incumplidores o arrogantes
médicos con los administradores del
hospital no debieron ser muy buenas. Un par de ejemplos corroborarán lo dicho. En 1620 los
administradores exponían al Cabildo
que entre las muchas necesidades que padecía la clínica había una muy notable
—que si no se remediaba valía más cerrar las puertas—, y era que los enfermos de medicina no se
curaban y se mueren a mengua,
y los que biben están tanto tienpo en el dicho ospital que ynporta el sustento y gasto más de lo que el dicho
ospital tiene. La razón radicaba
en que los médicos no visitaban el hospital, ni curaban ni medicaban,
sino de tarde en tarde, de modo que al enfermo que giraban una visita, cuando lo volvían a ver era preciso
hacerles nueva relación, porque ya no
se acordaban de la enfermedad ni del remedio, y eso ocurría a pesar de que muchas veces se les había
requerido que por caridad visitasen el hospital, pero sólo habían logrado enfados
notorios y grandes daños a la fundación. Solicitaban los administradores
dos visitas diarias, como era preceptivo, y en caso contrario se les bajase
del salario las fallas y se aplicasen al hospital. En esta ocasión el Cabildo, al menos en teoría, decide meter en cintura a sus
empleados sanitarios, a los que se
notificó que visitasen dos veces al día a los hospitales y conventos, pena de descontarles por cada falla 6
rs. de salario, y hasta de
revocación del empleo si se acumulaban 30 fallas anuales. En los años cincuenta debe afrontar el Ayuntamiento la
delicada situación de enfrentamiento entre el médico, dr. Bartolomé Álvarez de
Acevedo, y la administración
hospitalaria. En 1655 denunciaba Acevedo que siendo su obligación asistir a los pobres del hospital,
no podía cumplir su cometido porque el mayordomo, en su presencia, le había
roto las recetas que había dispensado a los pobres, y dado que la
curación dependía de ellas, resultaba inútil su asistencia. La corporación
arbitra una solución de compromiso: el
administrador debía ejecutar la orden del
galeno, pero de acuerdo con la pobreza del caudal del hospital. Pero los
problemas no resueltos, como se sabe, reverdecen con más fuerza, y en 1659 nuevamente se reproduce una
pugna similar. Se trata básicamente de la colisión entre dos antagónicos
planteamientos de gestión sanitaria
mantenidos por el mayordomo —que actúa acuciado, como sus antecesores, por la estrechez de las finanzas— y el dr. Acevedo, que pretendía aumentar el número de
enfermos y medicinas. El responsable
hospitalario le expone la cruda realidad de la cortedad de recursos y las obligaciones de capellanías y
memorias, precariedad que constreñía
a invertir en la curación de 4 ó 5 enfermos la cantidad necesaria para sanar a uno solo, a más de verse
precisados a recogerlos para evitar
que se muriesen en la calle. Para reforzar su argumentación y convencer al galeno de la viabilidad del
sistema en vigor, añadía que el
cirujano Benito Hernández Perera había curado muchos pobres sin tanto gasto de botica. Pero esto quizá molestó
más al facultativo, que desde hacía
una semana no aparecía por el hospital.
En cuanto al personal propiamente dicho, continuaba
prestando servicios un sangrador propio, que seguía cobrando el invariable salario de 100 rs. Como podemos imaginarnos, el
sangrador debió suplir con su experiencia la insuficiente atención médica. Como
personal técnico, dejando a un lado al
mayordomo, que asume un papel polifacético de director-administrador-contable, como máximo responsable del funcionamiento, contaba con un abogado y un
procurador, que percibían 165 y 50 rs. de salario, respectivamente. No
extrañará que una entidad con tantos morosos
disponga de asesoría jurídica. Por último, está el personal subalterno, verdadera espina dorsal de la
institución: un ama, una moza, un mozo y una
lavandera. Sus emolumentos ascendían a 760
rs. (7,9% de los gastos). Otro apartado era el compuesto por reformas y reposiciones, tanto de textiles para
sábanas y colchones como de material
de cocina, trastejos, etc., lo que suponía unos 550 rs. anuales (5,7% de
gastos).
Resumiendo, el capítulo salarial suponía un 11% de
la data, aunque hay que matizar que el personal subalterno suele comer en el
hospital, de manera que habría que agregarle una porción no dineraria al
salario. Los gastos en medicinas y unciones rondaban el 15%. La parte del león
se la llevaba la alimentación, que unida al
combustible se situaba en un 51%.
También destaca el ilustre cronista que la limosna
por entierros se situaba en unos 200 rs., a los
que se añadía un máximo de 100 rs. que se recolectaba el Jueves Santo. La explicación que proporciona para
justificar la penuria de aportaciones particulares es que como voluntarías, por haber en la ciudad tantos pobres
nesesitados, cada uno se aplica a su
devoción.
Con
esos mimbres no se podían hacer buenas cestas, por lo que era imposible atender adecuadamente a los
aproximadamente 100 pobres que entraban anualmente en el Hospital. Esta era una
cifra media del total de ingresos, pues la capacidad se situaba en unos
18-20 enfermos, que eran atendidos en
enfermerías separadas según sexo. Los
administradores sabían perfectamente que su trabajo no sólo lo
desempeñaban gratuitamente y les granjeaba problemas de diversa índole, sino que terminaban poniendo dinero de sus faltriqueras, de modo que en las cuentas siempre resultaba
alcanzada la institución.
Según el resumen de Núñez de la Peña, la enfermedad más frecuente era el mal gálico (sífilis), y para poder
curar a los muchos pacientes se señalaban meses. Así, el
período invernal, en que no se atendía esa
enfermedad, significaba un alivio, pues apenas había un ingresado o dos de otros achaques, e incluso había
momentos en que las enfermerías se
hallaban vacías.
Cuentas y números a un lado, la situación del
hospital distaba de ser modélica. En los años sesenta y setenta el testimonio
del obispo García Ximénez, que tanto ayudó al establecimiento, nos revela sus carencias: si tibíese de tener ocho enfermos
continuos, a quien se ubie-se de acudir con todo lo necessario para su cura, de
ningún modo pudiera (...). Quando llegué a la ysla de Tenerife hallé dicho
hospital de La Laguna
con solos siete colchones, sin una sola sábana, ni frezada, con que me fue
preciso (aunque alias, lleno de trampas) dar alguna limosna
para que se remediase algo, aunque fuese poco.
Lógicamente, en tan dilatado espacio de tiempo se modifican las
instalaciones, trátese de las específicamente hospitalarias como de las religiosas.
Por ejemplo, en 1646-47 se efectúan reparaciones en la iglesia por valor de 1.098 rs., y en 1648 se levanta la enfermería —que
se había derrumbado —, gastándose
457 rs. Más importantes fueron las obras
emprendidas por d. Bernardo de Fau medio siglo más tarde siendo mayordomo del hospital. Por un lado, había
rehecho las paredes de la capilla
mayor, parte del techo, y reedificado en parte las paredes y puesto una imagen de la virgen de los Dolores. Por
otro, fabricó a su costa diferentes cuartos, altos y bajos, para
enfemería de los pobres que se curaban en
el recinto, además de una cocina, alta y baja, graneros, y otros cuartos para oficinas. Todo se
bendice en 1703.”
(Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia
La Laguna
durante el Antiguo Régimen desde su
fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 931. y ss.)
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