lunes, 2 de septiembre de 2013

CAPITULO XV-XX




EFEMÉRIDES DE  LA NACIÓN CANARIA


UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XX




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1607 Septiembre 27. Se procede al primer asentamiento europeo en el  pueblo de Agulo en la isla de La Gomera, el acto fue legalizado el día 27 de Septiembre de 1607, en Hipalam (San Sebastián) de la Gomera, ante el escribano público y de Cabildo, Don Fernando Vesado de Contreras, se reunieron, la Sra. Condesa y Señora de la Gomera y Hierro Dña. Ana de Monteverde, su hijo D. Gaspar de Castilla y Guzmán, el Señor de la Gomera D. Alonso Carrillo de Castilla, y Gaspar de Mesa vecino de Buenavista del Norte, Chinet (Tenerife), quien junto con otros 17 colonos recibieron un conjunto de 1.650 fanegas de tierras. Comenzaron la roturación de las tierras en las zonas de Sobreagulo y San Marcos, pero la dificultad de roturación de estas tierras, hizo que desistieran, en el año 1620, ya no quedaba nadie quien trabajara las tierras.
Sobre el origen del nombre de Agulo han circulado varias versiones. Unas meras especulaciones; otras, con un cierto rigor de aproximación a la realidad. Se nos informa que proviene de un vocablo guanche que significa "Agua que cae de lo alto en forma de cascada o catarata" Sabino Berthelot intenta explicar esta voz en relación con el topónimo imazighen (bereber) Angulu, nombre de un cabo y pueblo de Marruecos, otra teoría dice que hay un término mazigio que es a-wal-u y significa "lugar cortado". Hay un nombre propio de La Gomera con la raíz a-wal-u, Agualeche, que algunos lo traducen como "el que corta las palabras".
El 11 de Septiembre de 1620 se firma un nuevo concierto entre Dª Inés de la Peña y Gaspar de Mesa, y es ahora cuando realmente se va a producir el autentico poblamiento de Agulo. Gaspar de Mesa es nombrado capitán de Agulo.
En 1768 Agulo, (Ghumara) contaba con 625 habitantes.
Lo que hoy abarca el término municipal, con forma de triangulo isósceles cuya base se asienta en el mar y su vértice en la cumbre, en el punto denominado Montaña de Igualero (1487 m), estuvo bajo la jurisdicción de Hermigua hasta 1739, fecha en que se constituye Ayuntamiento y se crea la parroquia de San Marcos.
1607. Autos instruidos por el Cabildo de Eguerew (La Laguna), por adulterio y muerte a los colonos Doña Francisca de la Mata, contra su marido, Francisco de Montesa, y embargo de bienes.

1607 Marzo 11.  Gaspar Gómez, colono portugués, natural de la villa de Pañete, vino a Winiwuada (Las Palmas) como maestro de la capilla de la Catedral. Entró en la cárcel de la Inquisición y salió un año más tarde después de terminado su proceso, para cumplir 40 años en las galeras, por haberse casado con dos mujeres, una en Winiwuada (Las Palmas) y otra en Portugal.

1607 noviembre 16.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).

Resistentes (Alzados) y vagabundos.
Si hay un segmento social opaco en la investigación social es el de todo ese mundo conformado por varias categorías de personas que la sociedad denomina de varias maneras: vagabundos, delincuentes, alzados en los primeros tiempos... No se trata de los pobres de solem­nidad, también difíciles de estudiar. La documentación a ellos relativa apenas los singulariza. Son una masa informe que no se integra, que no interesa, pero tampoco se admite, y menos ni de lejos se plantea el por qué de esas situaciones diversas que confluyen en la marginalidad más difícil, porque se entremezcla la pobreza con la persecución y el rechazo. Naturalmente, otra cosa son los individuos de brazos flojos, simplemente vagos, contra cuya pereza y afición a la holganza en los mesones y tabernas intentan luchar vanamente las ordenanzas munici­pales, siempre tan atentas a la productividad y el afán de trabajo.
Algo que preocupa de modo urgente a los conquistadores es la erradicación de los que no están dispuestos a ponerse manos a la obra para colonizar la isla, fundar y arruarse en núcleos de población colonial. No es casual que una de las primeras medidas, anteriores a la composición oficial del primer Ayuntamiento sea, antes del verano de 1497, la orde­nanza que obligaba a trabajar o ponerse a soldada y que nadie ándase vagamundo, pues se exponía a recibir 100 azotes. Nuevamente en 1508 se compele a los vagamundos para que se dispongan a trabajar y no estén en La Laguna más de tres días perezosamente, prohibiendo a mesoneros y taberneros que les diesen de comer. Uno de los cometi­dos de los que se pide cuenta al gobernador en los juicios de residen­cia era la vigilancia de los que no se avenían a trabajar, y las autorida­des debían asimismo evocarlo al efectuar sus visitas. Periódicamente se recuerda esa obligación a la Justicia, y cuando interesa cargar las tintas contra ella en un memorial o juicio de residencia, era muy fácil acusar al máximo gobernante de lenidad en la persecución de ese sec­tor social. Por eso es difícil tomar textualmente tales referencias como punto de apoyo para evaluar la importancia de la marginalidad. En 1607, los regidores instan al gobernador a que visite la ciudad —sor­prendente insinuación, cuando habitaba en ella y era tan pequeña la urbe — , porque en ella ay muchas jentes escandalosas, adbenedisos, bagamundos, que biben con mal enjemplo. Es evidente que lo que se pretendía es que actuase con mano dura con un abanico social hete­rogéneo. De vez en vez se aprecia que el Cabildo adopta un papel de guardián de las buenas costumbres, sobre todo cuando no hay por medio una reclamación mercantil que efectuar a Su Majestad, no exis­ten nuevas de piratas o corsarios, ni peleas por las posturas del vino o conflictos por la alcaidía del castillo de San Cristóbal o por el mensa­jero que debía ir a la Corte. En toda época, el desocupado, voluntario o forzado, es sospechoso y considerado responsable del mal social, el que sea, para tranquilidad de la conciencia colectiva. Tiene una fun­ción y utilidad social, pero hay que reprimirlo a un tiempo. La ciudad capitalina actúa, como los puertos, como centro de atracción de estas personas, y las ordenanzas han de entenderse dictadas sobre todo pen­sando en ella. A los taberneros y mesoneros prácticamente se les con­vierte en obligados instrumentos de policía, y nada más ajeno a la vo­luntad de aquéllos. No podían dar de comer más de tres días a los va­gabundos, y sobre todo debían extremar la vigilancia justo cuando más negocio había: los domingos y fiestas durante la misa mayor. La orde­nanza parecía estar hecha por los beneficiados, porque no se podía dar de comer ni almorzar a nadie desde que comenzase a tañer para ir a misa hasta que ésta finalizase; es más, se castigaba incluso el estar ociosos en (averna, aunque no estuviesen sentados en mesas con man­teles. Más directo hubiera sido cerrar esos establecimientos, que tan dura competencia hacían a los oficios divinos, los domingos por la mañana.
Como se apuntaba antes, en las décadas inmediatamente poste­riores a la conquista, como también se ha tratado al hablar de los guanches, las autoridades arremeten contra lo que llaman alzados, que si en un principio parece referirse a los indígenas reacios a la vida europea que vivían en los montes y de sus recursos, así como del ganado propio y ajeno, en los años treinta se utiliza más bien para de­signar a los delincuentes fugitivos de la justicia, posiblemente mu­chos aún sin condena pero temerosos de la pena que les pudiera co­rresponder. Es una espiral de la miseria: se es pobre y se ha infringido una ley u ordenanza, y ante las escasas posibilidades de salir airosos de un juicio, del probable castigo corporal por su baja condición so­cial y del también verosímil abuso carcelero, optan por echarse al monte. Allí emulan a los naturales, tomando reses de otros para so­brevivir. En un medio áspero y montuoso, con los medios de enton­ces, era prácticamente imposible su captura (en esa época no existía, desde luego, la reinserción social). Cuando llega a la isla Alonso Yanes Dávila y se percata de la inutilidad de la mera represión, pro­pone en 1539 una suerte de amnistía matizada para los que se avinie­sen a presentarse voluntariamente, pero advirtiendo para estimular la entrega, que en caso contrario se les consideraría por banidos y facul­taría para matarlos, incluso premiando a los matadores.
Muchos alza­dos bajaron a la ciudad y presentaron fianza de que morarían en pueblos y no harían más daño al ganado. El gobernador emplazará a principios de 1540 a todos los alzados a presentarse ante él, prome­tiéndoles que les escuchará e se avrá con ellos begninamente y no se terna consyderaqión a usar con ellos de rigor del derecho, syno con toda benignidad serán juzgados para que biban quieta y pagíficamente y no anden asy aleados. Pero otros seguirían el mismo camino del alzamiento en años posteriores. La gente entiende que es mejor sobre­vivir en los montes robando ganado que someterse a lo que esperan sea un duro castigo.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 847 y ss.).


1607 noviembre 21.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).
El caso particular de los colonos leprosos.
Los afectados por el llamado mal de San Lázaro eran apartados del resto de la comunidad para ser recluidos en unos establecimientos especiales o lazaretos. Desde 1508, en que se reconoce que era eleva­do su número, se dispone su aislamiento, señalándose en ese momento el sitio de la ermita de San Lázaro, donde debían erigir una casa, pero el año siguiente se varía el lugar sin especificar. La construcción de la casa de S. Lázaro en Gran Canaria echa por tierra este primer pro­yecto, y en 1511 se dispone que los leprosos se vayan a G. Canaria o a Sevilla, con sus bienes, so pena de perderlos y castigo de 100 azotes.
Lo cierto es que en la isla no había leprosería, sino en Gran Cana­ria, de manera que la Justicia tinerfeña debía encargarse no sólo de la conducción, sino de la difícil tarea de localizar y apresar a los tocados por la enfermedad para que fuesen confinados en aquella isla. El éxito en esta tarea parece haber sido parcial.

Son numerosas las disposiciones capitulares que hacen referencia a este asunto. Apenas recurrimos a algunas que nos permiten acercar­nos a los desvelos y problemas que acarreó la obligación municipal. Una de las medidas que se acordaban periódicamente era la confec­ción de una memoria detallada con la relación de los afectados para poder proceder a su expulsión. A veces se plantea como algo terrorí­fico que se está expandiendo y contagiando velozmente a toda la po­blación, como en 1538. Se decía entonces con alarmismo que había muchos con ese mal en La Laguna y en el resto de la isla que ynfigionavan y causaban daño a la gente. Como el único remedio oficial era confinarlos en la casa de S. Lázaro en G. Canaria, la solución era en­viar una carta requisitoria de justicia para que el mayoral de esa casa, Esteban Boyan, viniese a tomar dichos enfermos, a quienes después de su marcha no se pensaba readmitir en la isla. Poco caso se le hizo, pues en 1541 seguía habiendo muchos leprosos, y de nuevo se adoptan las medidas acostumbradas: averiguación de cuántos eran y remisión a G. Canaria a costa del Cabildo. Como iba en aumento el número y debía ser arduo el descubrir a los enfermos, protegidos por familiares y amigos, decide el Ayuntamiento construir un lazareto, que ya se es­taba edificando en 1558, pero el proyecto no cuajó por la encendida contradicción de los priostes del establecimiento grancanario, que al­canza cédula regia amparándole en su pretensión monopolística de abarcar a todos los lazarinos del archipiélago. No se trataba, natural­mente, de una cuestión altruista. Lo que ocurría es que los enfermos que se enviaban a Gran Canaria llegaban a acuerdos con los priostes para que les dejasen retornar a Tenerife —y se supone que igual suce­dería con los de otras islas— a cambio de satisfacer una cantidad, que además debían entregar en adelante anualmente al mayordomo que en nombre de aquéllos visitaba Tenerife.

El Ayuntamiento no se desanimó ante la negativa real y continuó gestionando la fundación de un establecimiento propio, que pensaba levantar en las afueras de La Laguna. Todo quedó en el intento, de modo que su papel continuó limitándose a disponer la remisión de los leprosos a Gran Canaria, como en los primeros años del Seiscientos, cuando ordenó a los alcaldes lugareños que hiciesen llegar a La Lagu­na a los afectados para desde la capital expedirlos a Gran Canaria.”  (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 966. y ss.)



1607 Diciembre 12.
Una Real Cédula del día 12 de diciembre autoriza al alcalde de Garachico a intervenir en juicios civiles por una cuantía de hasta 100 ducados. Este poder fue solicitado por la gran actividad comercial del puerto y la necesidad de intervenir en casos de problemas de negocios, según narra Carlos Acosta en su libro “Garachico: un puerto enfrentado a un volcán”, una de las principales fuentes de este reportaje.

1607 diciembre 17.
En Acta del Cabildo colonial consta “que la piedra que está en la pared del sercado junto a las nonas es deste Cabildo e an tenido notisia que algunas personas la llevan y an llevado e conviene guardarla, por averse menester para sierto edefisio”, y se acuer­da presentar querella contra los que la roban. Hemos supuesto que estaba reservada para los pozos del Cabildo pero también puede ha­berse pensado en la construcción de un puente sobre el barranco, o en un muro de contención en la parte baja del barranco de Santos o Araguy en Santa de Tenerife.

1607 diciembre 17.

Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).

Los hospitales en los primeros tiempos del asentamiento colonial europeo en La Laguna. 

El hospital de San Sebastián.
Esta institución tiene un carácter completamente seglar y es de fun­dación particular. Como se sabe, lo crea Pedro López de Villera, un per­sonaje que había sido mayordomo episcopal en 1590 y que residía en La Laguna por lo menos desde 1500. En esta isla obtiene varias datas del Adelantado, que también lo nombra alguacil mayor en 1501. Por su testamento de 1507, Villera destinaba la mitad de su patrimonio para que se procediese a la edificación de un hospital para pobres convalecientes, otorgando el patronazgo al Ayuntamiento, que asumía la gestión econó­mica de la entidad y la ejecución de la última voluntad del testador.

Los comienzos son lentos, ya que se demora la partición de bie­nes y su arrendamiento. En 1511 por fin se llega a un acuerdo con Alonso Núñez para comprarle su casa y así fundar el hospital; se pensó incluso en emprender las obras junto al convento agustino, donde poseía unas casas la fundación. Por fin, en febrero de 1512 el Ayuntamiento decide construir el hospital, y ese mismo año se for­malizan los contratos para las obras, que incluían iglesia, zona de en­fermería, de juntas... Pero parece que se paraliza el proyecto duran­te un tiempo, de modo que el Ayuntamiento tendrá que impulsarlo a principios de 1515. Aunque la celeridad no es extrema, cuatro años más tarde los trabajos iban a buen ritmo y se organiza la cofradía de S. Sebastián y S. Fabián, en la que entran los regidores, pero aún en 1520 continuaban las obras. Mientras tanto, los bienes de la institu­ción se explotaban e incrementaban mediante mandas piadosas.
Debió ser hacia 1522-1523 cuando abrió sus puertas el estableci­miento, pues en la primera de esas fechas el Cabildo determina la re­vocación del mayordomo hospitalario por falta de efectividad en la edificación, y unos meses más tarde se expresa la preocupación por el deterioro de los bienes de la fundación. En agosto de 1523 se apro­baba que el mayordomo de ésta librase 60 mrs., diarios para la manutención de 4 pobres que el Ayuntamiento pensaba sostener perpetua­mente en el hospital, pero esa cantidad procedería de las propias rentas del mismo, aunque parece que la idea no perduró en el tiempo, pues carecemos de noticias posteriores. En la misma fecha se eligieron a dos diputados para que se encargasen de visitar el establecimiento y velasen por la provisión de medicinas y otras necesidades. El mayor­domo, cuyo cargo duraba un año, atendería los gastos indicados por el médico, aparte de los 60 mrs. antes citados.

El Cabildo, como patrono, entendió absolutamente en los asuntos concernientes al hospital, a pesar de los intentos de injerencia por parte de la Iglesia. En ese sentido, el Ayuntamiento obtuvo cédula real que prohibía a los obispos entrometerse en la administración del hospital187. Muy poco conocemos de su administración y personal. Apenas, lo que cobraba la hospitalera en 1540-1541, que por 20 meses pedía 6 doblas y 8 rs., lo que venía a suponer unos 2.000 mrs. anuales.

Ya conocemos, por otra parte, que el Ayuntamiento no siempre se mostró defensor acérrimo de la voluntad del fundador, como lo evi­denció en la cesión parcial del edificio a los monjes franciscanos con ocasión del convenio firmado para la introducción de las monjas cla­ras, así como en la otorgación a éstas de las rentas de la institución. También recordaremos cómo en los años cuarenta del s. xvn una parte de los regidores pretendió dedicar las instalaciones a otra fundación religiosa femenina, que no prosperó. Lo que sí sufrió una radical transformación fue la iglesia del hospital, que entre 1627 y 1632 andu­vo en obras de albañilería y enmaderado.
Ya hemos expuesto algunos datos acerca de la atención social en esta institución. Digamos aquí que durante el s. XVII el Ayuntamiento seguía nombrando anualmente a un mayordomo, y por lo que se deduce de un pleito mantenido en 1671 con el obispo García Ximénez —que exige la rápida intervención municipal en la revisión de las cuentas de los administradores so pena de ejecutarlo la propia Iglesia y amena­zando con la excomunión —, dejó mucho que desear la gestión de buena parte de ellos, sin que la corporación mostrase la atención debi­da. La interferencia eclesiástica, parece que provocada por el afán episcopal por mejorar el funcionamiento del hospital, databa de la etapa de Cámara y Murga. En 1671, como García Ximénez hace efec­tiva la excomunión al Ayuntamiento, la Real Audiencia dicta varias disposiciones para aclarar todo y zanjar el conflicto: el obispo no debía entrometerse en las cuentas hospitalarias y tenía que levantar su condena, pero obligaba al Cabildo a exigir la contabilidad de la insti­tución a los antiguos administradores.
El hospital de Santa María de la Antigua, de la Misericordia y de los Dolores.
La otra fundación hospitalaria lagunera es de origen seglar y par­ticular, pero el control que ejerce la cofradía desde los primeros mo­mentos y algunas singularidades propias de la segunda y tercera déca­das del siglo, que se expondrán en los siguientes párrafos, le conferi­rán un carácter más bien mixto, en el que la Iglesia tuvo una significa­tiva intervención, aunque compartiendo la tutela con el Ayuntamiento.
Todavía existe cierta oscuridad en torno a los orígenes y transfor­maciones sufridas por esta entidad en sus primeros años, hasta que queda conformada como hospital de los Dolores. Según Rodríguez Moure, unos particulares se adelantaron a la intención de Lugo de fun­dar hospital, comenzando en una casilla situada en la esquina que hoy ocupa la iglesia, con la advocación de Na Sa de la Antigua. Núñez de la Peña, que se vale de la tradición para explicar la génesis, señala que fue Martín de Jerez el que fundó el hospital en 1507, con la intitula­ción citada, en unas casas suyas, y ya en esa fecha Miguel Briceño le donaba un solar en la calle Real. Pero no está documentada esa pio­nera iniciativa de Jerez.

La explicación más aceptada hoy es que se trató de una fundación vecinal, que ya cumplía su misión en 1507, y que hacia 1520, en un proceso que se concretará luego, es absorbida por el hospital de los Dolores. En la primera de las citadas fechas consta que se estaba edifi­cando ya el hospital en la calle del Espíritu Santo, y en los dos años si­guientes recibe mandas testamentarias, mientras los cofrades de Santa María de la Antigua son requeridos en los testamentos para acompañar en los entierros.

El fundador —al menos parcialmente— del hospital de los Dolo­res sí es seguro que fue Martín de Jerez, quien poseía cuantiosas datas y actuaba en realidad en nombre de la cofradía de la Misericordia, ad­ministradora y verdadero motor del hospital de la Antigua, que desea­ba impulsar esa obra con limosnas procedentes de una bula que debía obtener Jerez, aunque éste y su esposa parece que tenían otra idea.

En 1514 Jerez pasó a la Curia en nombre de la Confraternidad de los Dolores y obtuvo la bula de l-VII-1514 —previo apoyo real — para edificar el hospital de los Dolores y poderse administrar en él sa­cramentos por parte de sacerdotes seculares o regulares para los cofra­des y pobres. Con objeto de proceder a la construcción se le autoriza­ba a pedir limosna durante 4 años, y cuando saliese Jerez de la isla podía ostentar en su vestido una cruz con las 5 llagas de Cristo. Una vez edificado el hospital, disfrutarían sus visitantes de determinados beneficios de indulgencias. Levantado el nuevo establecimiento, se debería unificar con el de la Antigua.
Al menos en 1517 ya había edificado Martín de Jerez el inmue­ble, y desde 1519 se nombraba patrono y comendador del hospital de los Dolores, en tanto el clérigo Juan Yanes señalaba en su última voluntad ese mismo año que Jerez le era deudor por servicios prestados a su hospital. Hay que señalar que tuvo que bregar duro para vencer la tenaz oposición que antes y después de la obtención de la bula presen­tó a esa fundación el vicario Herrera1%.
El quinquenio 1520-1525 será penoso para Jerez, su esposa —pronto viuda— y los cofrades de la Misericordia, debido a los dine­ros utilizados en su desplazamiento y a la disputa por las bulas que había traído. En 1520 la Corte apoya a Jerez, a quien se le debía pagar 30 ducs. que parece le debían los cofrades de su viaje a Roma, por lo que se negaba a entregar las bulas a la cofradía, pero no por ello se paralizó la predicación de la bula, para lo que solicitó licencia. La versión de los cofrades de la Misericordia es que Jerez se había apro­piado el documento papal para la nueva fundación del hospital de los Dolores, por lo que litigan contra él y  desean que sea adjudicada tal gracia al hospital de la Misericordia. Además, acusaban a Jerez de demandar una suma de dinero no justificada y de no recibirles en pago una cantidad que ya se le había satisfecho. En 1522 se aprecian sig­nos de distensión, pues se llega a un acuerdo para pagarle a Catalina Gutiérrez, la viuda de Jerez, 300 doblas por los gastos de la consecu­ción de la bula y por la cesión del solar para fundar el cuerpo de la iglesia y hospital de los Dolores. Eso significaba que la cofradía no sólo se quedaba con las instalaciones y mejorías efectuadas por el fa­llecido, sino que aceptaba el nuevo nombre de los Dolores para el complejo resultante de la fusión del pequeño edificio de la Antigua (o de la Misericordia) con el nuevo de Jerez. Pero aún seguirán los pro­blemas y el pleito, pues en 1524 siguen citándose los dos hospitales por separado, y en su testamento Alonso Hernández, que quiere donar una heredad de agua y tierra en la cabezada de Tahodio para agregarla a la bula de Jerez, señala que esos bienes debían ser atribuidos al hos­pital —fuese el de los Dolores o el de la Misericordia— que al final se adjudicase la bula. Por otra parte, los cofrades de los Dolores deben solucionar el problema creado por Jerez en los últimos días de su vida cuando, sin consultarlo con nadie, entregó la bula y provisiones reales a Francisco de Campo para que fundase en Castilla cofradías y her­mandades de ese hospital. De eso hacía tres años en 1524, y no se te­nían noticias de Campo, de la bula ni del dinero que debía haber re­caudado. No obstante, la obra se fue completando con las rentas que se cobraban y los préstamos de algunos particulares, como el merca­der Francisco Díaz.

Se ha aludido a la importancia de una cofradía en el hospital. Desde 1510 consta que se juntaban los cofrades en el mismo para ele­gir prioste administrador de sus rentas y cuidar de sus pobres, pero la documentación más antigua desapareció durante la peste de 1582. La cofradía, intitulada al principio de la Santa Misericordia y de Ntra. Sra. de la Antigua, y posteriormente de los Dolores, procuraba que los pobres enfermos recibiesen atención sanitaria en el hospital, y además de administrar sus rentas, los hermanos y cofrades llevaban a enterrar a los muertos. Varias disposiciones testamentarias así lo demuestran, y este acompañamiento constituyó una pequeña fuente de ingresos para la obra. Sus Juntas se celebraban en el propio hospital ante escribano público a toque de campana, y en ellas se decidía la elección de los nuevos prioste y mayordomo.

Dentro de la cofradía, en un momento impreciso, se determinó fijar en trece el número de hermanos que debían ocuparse permanente­mente de los entierros. Como compensación, además de las gracias es­pirituales concedidas por la bula de Paulo ni, estaban exentos de car­gas y pensiones militares y concejiles por diversas disposiciones. Ya antes se aludió a que representaba este servicio une pequeña entrada para el hospital, pues se percibía 10 rs. por este acto, además de 13 velas a los que poseían más caudal, pero a los pobres se les acompaña­ba de balde. El dinero era puesto a disposición del administrador de la institución hospitalaria, mientras la cera se aplicaba en sufragios por las ánimas del Purgatorio. La Confraternidad permanece al menos hasta 1625, pues en la sesión convocada en 1623 para elegir prioste se habla de cofrades y hermanos, mientras que en la posterior de 1625 sólo se nombran vecinos y ciudadanos, aparte de los ya citados 13 her­manos.

Desde el punto de vista eclesiástico, el hospital de los Dolores de­pendía de la parroquia de la Concepción, pues sus beneficiados eran sus curas, visitando al menos 2 veces por semana a esos pobres, y asi­mismo les administraban los sacramentos y asistían en los entierros, así como a las principales celebraciones litúrgicas del hospital, que eran las de la Asunción, el día de San Martín (11 de noviembre), y de las ánimas benditas por los hermanos de la Misericordia. Cada cier­to número de años (2, 3 ó 4) el visitador eclesiástico pedía cuentas al mayordomo.

La administración a cargo de la cofradía, que delegaba en dos ma­yordomos, persistió hasta 1605, fecha en que llegaron a la ciudad dos frailes de S. Juan de Dios (Diego de la Cruz y Cristóbal Muñoz), que se hospedaron en el hosital y cuidaron de los enfermos. El Cabildo les cedió la gestión el 15-VII-1605 aceptando el mandato del obispo, d. Francisco Martínez, que había presidido la Junta el día anterior. La en­trega de la administración se preveía para un período de 6 años, duran­te los cuales su actuación quedaba directamente sujeta a la disciplina y control episcopal. Pero la actuación de los hermanos defraudó notable­mente, y antes de cumplirse los dos años las quejas sobre su mal pro­ceder eran tan públicas y escandalosas por no atender sus obligaciones ni obrar como era preceptivo en la curación y regalo de los pobres, que el Cabildo se ve obligado a actuar institucionalmente y escribir al obispo. Era tan evidente el asunto que la autoridad eclesiástica no dudó en actuar de modo rápido y terminante, de modo que ese mismo año 1607 el provisor incoó proceso y expulsó a los hermanos del hos­pital, que en adelante se rigió según la fórmula tradicional.
Las interferencias y las diferencias entre las autoridades civil y re­ligiosa derivaron en serios problemas en algunos momentos, y esto se manifestó incluso en las propias elecciones de cargos. Desde 1584 hasta 1615 se verifican éstas en presencia y bajo presidencia del juez eclesiástico, con autorización de escribano público. A finales de 1612 se produce una tensa situación por la formal protesta del personero, licdo. Gaspar Agustín Barbosa, que contradijo la elección de mayor­domo efectuada alegando la ausencia como cabeza de la justicia real ordinaria, como correspondía, dada la naturaleza real de la institución. Será el desencadenante de un cruce dialéctico entre los representantes de la jurisdicción eclesiástica y real. Por un lado, el vicario resalta la falta de constancia de fundación regia o de intervención judicial de esa naturaleza. El gobernador, que entra en escena, reafirma el carácter regio y la sujeción a su jurisdicción del hospital. Pero el vicario no cede y ratifica la elección. El gobernador, al día siguiente, adopta una curio­sa y diplomática decisión: decreta su absoluta competencia sobre la institución y la exención de presencia e intervención eclesiástica, pero confirma a los priostes electos en cuanto les conmina a aceptar el cargo, quizá para evitar una dimisión cuyo espíritu fuera compartido por otros cofrades. Desde 1615 hallamos sólo al juez secular ordinario con algunos regidores y ciudadanos. Entre 1622 y 1639 asisten ambos jueces, secular y religioso, y siempre ante escribano público.

La mayoría de los mayordomos y administradores son eclesiásti­cos, pero también los hubo seglares (en 1640, el cirujano Benito Her­nández; en 1693, d. Juan Jaques de Mesa), aparte de otras personas tenían una cierta relación con la Iglesia, como el ya mentado  Yañez de la Peña (clérigo de menores) o Mateo Hernández de la Cruz (1677), que era hermano mayor de la Hermandad de la Santa Miseri­cordia.

En las últimas décadas del s. xvii y, sobre todo, en el s. xviii, la Iglesia va ganando terreno. La razón es sencilla: el Ayuntamiento care­ce de holgura para financiar el hospital, cuya supervivencia, habida cuenta de la elevada morosidad de sus tributarios, se ve condicionada a las mandas de algunos particulares que confían más en los eclesiásti­cos. Cuando d. Bernardo de Fau consigne en su testamento una consi­derable cantidad de bienes con la orden de que se acensuasen para ali­mentar y curar a los pobres enfermos de la fundación, establecía por cláusula que si el mayordomo electo no era del gusto del clero de la Concepción, se le excluía de la administración de los bienes que deja­ba el testador. Ya bien entrado el s. xvii, d. Francisco Crisóstomo de la Torre, tesorero general de la Real Hacienda en Canarias, dejaba en su testamento otra manda considerable.

El hospital disponía de capellán para asistir a los enfermos y de­cirles misa. Al principio se le proporcionó alojamiento en el mismo edificio y percibía salario, pero en 1602 se le negó la residencia, aun­que se le asignó una remuneración de 6 doblas para alquiler, además de su salario de 70 ducs. y un cahíz de trigo.

Se ha señalado en los párrafos precedentes la precariedad finan­ciera de la institución, que a continuación intentaremos desarrollar con más concreción. Además de contar con medios propios, el hospital re­cibía una ayuda del Ayuntamiento, pero no tenía carácter vitalicio y era necesaria la periódica autorización regia para renovarla. En una primera etapa, a mediados del s. xvi, la contribución municipal se efectuó con cargo a las tierras concejiles y sin facultad real, ante el grave panorama dibujado por la cortedad de las limosnas y la abun­dancia de pobres (pensemos en el desarrollo demográfico de esos años). Por lo menos desde los años sesenta se otorga ese auxilio con licencia regia, pues en 1561 se ordena abrir información acerca de la solicitud cursada por el Ayuntamiento para dispensar al hospital una suerte concejil de 12 fas. Se exponía en la instancia, por un lado, el carácter abierto y caritativo de la institución sanitaria, pues se admitía a pobres y necesitados, isleños y forasteros; por otro, se advertía del caótico estado de la situación de los enfermos menesterosos debido a la carencia de medios para atenderlos, por lo que se mueren muchos, e otros no se pueden resgebir y dormían por las calles y cimenterios. La información debió conmover a Felipe u, pues en 1570 se prorrogan por un sexenio las 50 doblas y 2 cahíces de trigo para un cirujano del hos­pital, lo que implica que por lo menos desde 1563 había comenzado la ayuda. En los últimos decenios de esa centuria recibía 30 fas. de trigo de una suerte de propios, que el rey prorrogaba decenalmente. Los problemas financieros municipales afectarán a la debida recepción de la dádiva concejil. Dicho de otra manera: el Ayuntamiento no pagaba al hospital. En 1620 los administradores planteaban a la corporación la desesperada situación que atravesaban por falta de trigo para dar de comer a los enfermos, debido a las fallas en las rentas a causa de la es­terilidad, pero también al incumplimiento municipal, pues a esas altu­ras debía más de 200 fas. de rezagos. Incluso la dotación disminuyó en la segunda mitad de esa centuria a 24 fas. de trigo, que se entrega­ban cada ocho años. También es verdad que en alguna oportunidad el Cabildo reprocha a los gestores de la institución sanitaria cierta falta de atención, como en 1584, pero el motivo de la queja era que los priostes se negaban a admitir a todos los enfermos pobres. Lo que no queda claro es si tal situación obedecía a la saturación de las posi­bilidades del hospital.

Más claridad sobre diferentes aspectos de la obra nos la propor­cionan sus números. Contamos con datos globales de la contabilidad de la institución desde mediados del Seiscientos, aunque existe alguna noticia fragmentaria de 1615-1616, relativa a gastos en lavandería y medicina, fundamentalmente. El primero de los capítulos citados, que corría a cargo del ama, que así obtenía un estimable complemento de su sueldo, alcanzó en 1615 la cuantía de 7.182 mrs., que desciende a 4.536 en 1616. La razón de esa notable diferencia debió estribar en que 1615 constituyó un año de elevada morbilidad y ocupación del hospital, según se deduce asimismo de los dispendios en medicinas, pues si en 1614 y 1616 se gastaron por ese concepto 672 y 664 rs., respectivamente, en 1615 llegó a los 900 rs. Aparte de estas cantida­des, sólo se refleja el salario del sangrador, al que se pagaba 120 rs. anuales por esas fechas.

Las cuentas de la fundación desvelan que a mediados del s. xvii la práctica totalidad de los ingresos procedía de rentas tributarias, pero si el cargo de 57.895 rs. en 1645, por ejemplo, podía hacer albergar es­peranzas de una buena situación, el análisis del descargo muestra el mismo mal que aquejaba a otras muchas entidades asistenciales y religiosas: la morosidad o impago de buena parte de los censos, que en el año referido ascendía a 21.507 rs. (37,2% del total). En algún año la cofradía de la Misericordia aportaba dinero por su labor de acompaña­miento de difuntos, limosnas sueltas y las recolectadas el Jueves Santo, todo lo cual en 1646-1647 significó 1.081 rs., una parte mínima del presupuesto y necesidades del establecimiento.

Los gastos de personal más importantes en 1645 sumaban 1.150 rs. Las medicinas supusieron 2.407 rs. Desde luego, la parte del león se la llevaban los gastos de alimentación, combustible, etc.: 16.369 rs., a lo que habría que añadir 155 rs. de costo en lavar la ropa. En el capítulo alimenticio sobresale, como cabía esperar, el apartado triguero, que se elevó a 4.203 rs. Pero tan importante como estos de­sembolsos, observamos en otros descargos que es el destinado a los gastos eclesiásticos. Así, en el período l-VIII-1643/ 31-XI1-1645, éstos montan 4.136 rs. entre misas de capellanías (3.184 rs), sermones, emolumentos de beneficiados, etc.

Los salarios del personal se mantuvieron estables, pues el sangra­dor continuó percibiendo sus 100 rs., y el ama alrededor de 200, mien­tras la sotaama cobraba unos 30. También había que contar con gastos derivados de la actividad judicial ocasionada por la reclamación de tributos, que en 1646-1647 sumaron 340 rs.

Asimismo se comprueba que se procuraba que los enfermos, ade­más de disponer de la ración alimenticia normal, a base de cereal, po­dían acceder a otros alimentos que la mayoría de la gente probaría sólo de vez en cuando: almendras, conservas, azúcar, pasas, huevos, carne, gallinas y pollos.
Como punto de comparación, examinamos un quinquenio bastan­te posterior (1686-1691), en el que además de los efectos de la infla­ción y el abultado cargo (147.286 rs.), se sigue manteniendo, con ma­tices, la tónica conocida. Es decir, mayoritaria dependencia de las ren­tas (95,8% del total del cargo), pues aunque servían como alivio, las cantidades variables y extraordinarias, como el óbolo episcopal (2.725 rs.) o las limosnas, en total sólo suponían 6.164 rs. Los salarios de las amas habían subido algo, se mantenía inalterable la soldada del sangrador, y se pagaba aparte a lavanderas (430 rs.) y a mozos de ser­vicio (855 rs.). Las medicinas, igual que en años anteriores, consumen en torno a los 1.000 rs. anuales, y además del gasto en alimentos resal­ta el de lienzo, lana, mantas, lino para ventosas, etc. (2.398 rs.). Den­tro de los alimentos, hay cuatro partidas importantes: trigo (6.080 rs.), carne (5.831), huevos (3.803), gallinas (1.051), aceite (1.068)...

Núñez de la Peña nos proporciona un resumen contable entre 1658 y 1702, en el que se ponía de manifiesto que los ingresos en tri­butos sumaban 10.627'A rs. y 2 gallinas anuales, de los que 7.108 rs. (casi el 67%) eran realmente cobrables. Asimismo corrobora la magni­tud de la morosidad, pues los rezagos y deudas sumaban 132.866 rs. Conocía el cronista de primera mano —por haber sido administrador del hospital en 1674 y 1675, además de su vecindad con el mismo— los pormenores de sus problemas y de su balance económico. Según su cálculo, los ingresos anuales rondaban 8.523 V? rs., y los gastos —sin contar costos de ejecuciones, etc.— se elevaban a 9.613, lo que generaba un déficit de 1.090 rs. De los ingresos, como se lleva dicho, el capítulo esencial era la renta de tributos en dinero (83%), seguido de la renta en especie, que reducida a dinero suponía el 13% de las en­tradas. En cuanto a los gastos, los diversos capítulos destinados a misas, fiestas, etc., significaban el 17%; los de botica, el 12,5%; los más sobresalientes entre los alimentos representaban el 16, 8% (el trigo), el 14, 8% (la carne), los huevos (8,3%).

El personal que prestaba servicios era realmente parco. Hay que destacar que no contaba con asistencia sanitaria cualificada de planti­lla, pues tanto el médico como el cirujano asalariados por el Ayunta­miento, como ya sabemos, deben prestar su atención a varias institu­ciones (el otro hospital, los conventos) y tienen que atender, en teoría, a los pobres de balde, de modo que sus servicios consisten, tal como se ha resaltado, en visitas diarias que no siempre efectuaban. Ninguno de ellos, por tanto, percibía renta alguna de la entidad, lo que también explica el desinterés de los facultativos. Es lógico suponer que las relaciones de algunos incumplidores o arrogantes médicos con los admi­nistradores del hospital no debieron ser muy buenas. Un par de ejem­plos corroborarán lo dicho. En 1620 los administradores exponían al Cabildo que entre las muchas necesidades que padecía la clínica había una muy notable —que si no se remediaba valía más cerrar las puer­tas—, y era que los enfermos de medicina no se curaban y se mueren a mengua, y los que biben están tanto tienpo en el dicho ospital que ynporta el sustento y gasto más de lo que el dicho ospital tiene. La razón radicaba en que los médicos no visitaban el hospital, ni curaban ni me­dicaban, sino de tarde en tarde, de modo que al enfermo que giraban una visita, cuando lo volvían a ver era preciso hacerles nueva relación, porque ya no se acordaban de la enfermedad ni del remedio, y eso ocurría a pesar de que muchas veces se les había requerido que por ca­ridad visitasen el hospital, pero sólo habían logrado enfados notorios y grandes daños a la fundación. Solicitaban los administradores dos vi­sitas diarias, como era preceptivo, y en caso contrario se les bajase del salario las fallas y se aplicasen al hospital. En esta ocasión el Cabildo, al menos en teoría, decide meter en cintura a sus empleados sanitarios, a los que se notificó que visitasen dos veces al día a los hospitales y conventos, pena de descontarles por cada falla 6 rs. de salario, y hasta de revocación del empleo si se acumulaban 30 fallas anuales. En los años cincuenta debe afrontar el Ayuntamiento la delicada situación de enfrentamiento entre el médico, dr. Bartolomé Álvarez de Acevedo, y la administración hospitalaria. En 1655 denunciaba Acevedo que sien­do su obligación asistir a los pobres del hospital, no podía cumplir su cometido porque el mayordomo, en su presencia, le había roto las re­cetas que había dispensado a los pobres, y dado que la curación de­pendía de ellas, resultaba inútil su asistencia. La corporación arbitra una solución de compromiso: el administrador debía ejecutar la orden del galeno, pero de acuerdo con la pobreza del caudal del hospital. Pero los problemas no resueltos, como se sabe, reverdecen con más fuerza, y en 1659 nuevamente se reproduce una pugna similar. Se trata básicamente de la colisión entre dos antagónicos planteamientos de gestión sanitaria mantenidos por el mayordomo —que actúa acuciado, como sus antecesores, por la estrechez de las finanzas— y el dr. Ace­vedo, que pretendía aumentar el número de enfermos y medicinas. El responsable hospitalario le expone la cruda realidad de la cortedad de recursos y las obligaciones de capellanías y memorias, precariedad que constreñía a invertir en la curación de 4 ó 5 enfermos la cantidad necesaria para sanar a uno solo, a más de verse precisados a recogerlos para evitar que se muriesen en la calle. Para reforzar su argumentación y convencer al galeno de la viabilidad del sistema en vigor, añadía que el cirujano Benito Hernández Perera había curado muchos pobres sin tanto gasto de botica. Pero esto quizá molestó más al facultativo, que desde hacía una semana no aparecía por el hospital.

En cuanto al personal propiamente dicho, continuaba prestando servicios un sangrador propio, que seguía cobrando el invariable sala­rio de 100 rs. Como podemos imaginarnos, el sangrador debió suplir con su experiencia la insuficiente atención médica. Como personal técnico, dejando a un lado al mayordomo, que asume un papel polifa­cético de director-administrador-contable, como máximo responsable del funcionamiento, contaba con un abogado y un procurador, que per­cibían 165 y 50 rs. de salario, respectivamente. No extrañará que una entidad con tantos morosos disponga de asesoría jurídica. Por último, está el personal subalterno, verdadera espina dorsal de la institución: un ama, una moza, un mozo y una lavandera. Sus emolumentos ascen­dían a 760 rs. (7,9% de los gastos). Otro apartado era el compuesto por reformas y reposiciones, tanto de textiles para sábanas y colchones como de material de cocina, trastejos, etc., lo que suponía unos 550 rs. anuales (5,7% de gastos).

Resumiendo, el capítulo salarial suponía un 11% de la data, aunque hay que matizar que el personal subalterno suele comer en el hospital, de manera que habría que agregarle una porción no dineraria al salario. Los gastos en medicinas y unciones rondaban el 15%. La parte del león se la llevaba la alimentación, que unida al combustible se situaba en un 51%.

También destaca el ilustre cronista que la limosna por entierros se situaba en unos 200 rs., a los que se añadía un máximo de 100 rs. que se recolectaba el Jueves Santo. La explicación que proporciona para justificar la penuria de aportaciones particulares es que como volunta­rías, por haber en la ciudad tantos pobres nesesitados, cada uno se aplica a su devoción.
Con esos mimbres no se podían hacer buenas cestas, por lo que era imposible atender adecuadamente a los aproximadamente 100 pobres que entraban anualmente en el Hospital. Esta era una cifra media del total de ingresos, pues la capacidad se situaba en unos 18-20 enfermos, que eran atendidos en enfermerías separadas según sexo. Los administradores sabían perfectamente que su trabajo no sólo lo desempeñaban gratuitamente y les granjeaba problemas de diversa índole, sino que terminaban poniendo dinero de sus faltrique­ras, de modo que en las cuentas siempre resultaba alcanzada la insti­tución.

Según el resumen de Núñez de la Peña, la enfermedad más fre­cuente era el mal gálico (sífilis), y para poder curar a los muchos pa­cientes se señalaban meses. Así, el período invernal, en que no se atendía esa enfermedad, significaba un alivio, pues apenas había un in­gresado o dos de otros achaques, e incluso había momentos en que las enfermerías se hallaban vacías.

Cuentas y números a un lado, la situación del hospital distaba de ser modélica. En los años sesenta y setenta el testimonio del obispo García Ximénez, que tanto ayudó al establecimiento, nos revela sus carencias: si tibíese de tener ocho enfermos continuos, a quien se ubie-se de acudir con todo lo necessario para su cura, de ningún modo pu­diera (...). Quando llegué a la ysla de Tenerife hallé dicho hospital de La Laguna con solos siete colchones, sin una sola sábana, ni frezada, con que me fue preciso (aunque alias, lleno de trampas) dar alguna li­mosna para que se remediase algo, aunque fuese poco.

Lógicamente, en tan dilatado espacio de tiempo se modifican las instalaciones, trátese de las específicamente hospitalarias como de las religiosas. Por ejemplo, en 1646-47 se efectúan reparaciones en la iglesia por valor de 1.098 rs., y en 1648 se levanta la enfermería —que se había derrumbado —, gastándose 457 rs. Más importantes fueron las obras emprendidas por d. Bernardo de Fau medio siglo más tarde siendo mayordomo del hospital. Por un lado, había rehecho las paredes de la capilla mayor, parte del techo, y reedificado en parte las paredes y puesto una imagen de la virgen de los Dolores. Por otro, fabricó a su costa diferentes cuartos, altos y bajos, para enfemería de los pobres que se curaban en el recinto, además de una cocina, alta y baja, grane­ros, y otros cuartos para oficinas. Todo se bendice en 1703.”  (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 931. y ss.)


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