Eduardo Pedro García Rodríguez
1605 diciembre 16. Se manda informar
si es útil a los vecinos colonos de Tenerife hacer entradas en Berbería. Se acuerda informar
positivamente, por el aumento de las reales rentas,
el bien de los vecinos y de las almas convertidas a la fe (Cab. 16/12. 1605).
Al haberse publicado mientras tanto la paz con
Marruecos, se acuerda solicitar sólo el rescate pacífico (Cab. II, 20/2.1606). Iguales gestiones en 1610 (LL: D.XI1I/10).
Relaciones de los colonos de Canarias con el
continente
“La distancia que separa las Canarias de la costa
continental (africana) es tan reducida, que
no resultaría fácil vivir de espaldas al continente. La tierra firme inmediata constituye para Canarias una zona
vital, para su pesca, para sus
comunicaciones, para su tráfico tanto como para su defensa y tranquilidad. Las
concepciones económicas que dominaban en los albores
del mercantilismo, así como la desorganización política y económica de la costa vecina, brindaban a los europeos
las tentaciones de un comercio de
aventura. Los portugueses, y luego los españoles, lograron asegurarse unas bases entre comerciales y militares en toda la extensión de la costa que va de Oran a la Mina. La ocupación,
siquiera parcial, de la zona que hace
frente al archipiélago canario fue casi contemporánea de la conquista de las grandes islas; sin emoareo, qué en esta misma zona donde resultó más difícil
mantenerse.
Una de las razones de sus dificultades y de sus fracasos fue el
mismo objeto potencial de su tráfico. África
prometía oro, marfil y algunos
productos semielaborados que no carecían de interés, tales como el cuero, la miel o la cera; por otra parte,
África representaba un importante
mercado potencial para el trigo canario y para las manufacturas
europeas, para las cuales la navegación canaria parecía el vehículo predestinado. Sin embargo, el principal aliciente
del comercio africano de aventura era
el esclavo. No hubiera podido ser de otro modo, una vez agotado el banco de esclavos que, en una
primera época, había ofrecido el
archipiélago canario recientemente invadido y conquistado.
Esta vez, todas las condiciones se hallaban
reunidas. En la economía negra, el hombre era
la mercancía que menos costaba, y en la mora, la que más fácilmente se podía conseguir. Las islas estaban bien situadas
para beneficiarse, y no dejaron de aprovechar su posición geográfica para
esta finalidad. El tráfico de esclavos fue
muy activo en Canarias, con Berbería, con
Guinea y más tarde, en colaboración con los portugueses, en Angola. La venta de esclavos era el remedio de muchas
escaseces; si no fue todavía más
activa, fue sobre todo por las muchas trabas que se le ponían desde Madrid. Hasta
1640, mientras se pudo contar con la colaboración de los marineros de Portugal, la intervención de las
islas en la trata fue considerable:
Santa Cruz fue centro de iniciativas mercantiles de este tipo, a la vez
que mercado internacional de esclavos, abastecido por los canarios al igual que por los portugueses; luego, a partir
de mediados del siglo XVII, los proveedores
Rieron sobre todo ingleses y holandeses.
En el siglo XVI, Berbería fue para
los canarios una tierra de promisión: por
lo menos, les dio la falsa impresión de serlo. Los contactos con la costa mora fueron de dos tipos, que a menudo
se confunden o coinciden en la misma empresa. Por un lado, el
comercio está interesado en el verdadero
comercio, en los cambios que ofrece el mercado africano, a veces en condiciones
muy ventajosas los moros no son solamente
clientes en potencia, sino que sirven también de intermediarios y de
agentes comerciales para los cambios con África negra, de donde se sacan el oro y los esclavos, a cambio de telas y
de baratijas. Por otro lado, resulta a menudo más provechoso esclavizar
a los mismos moros, en lugar de comprarles
los esclavos: en este caso, la expedición comercial se convierte fácilmente en aventura militar o, como
dicen, en cabalgada.
La verdad es que la correría resulta más fácil,
quizá más agradable, y goza de mejor
consideración que el simple trato comercial. Para poderse dedicar a este último, el mercader debe pasar por el examen del Santo Oficio, tanto a la ida como al regreso; y
es frecuente que se vea procesado por
tratos con los moros, cuando no con las moras, que es peor, porque, como es de todos sabido, son paganos y enemigos de nuestra fe. En cambio, si se aplica a cautivarlos,
el mercader se convierte en héroe y
sus hazañas le dan lustre además de dinero.
Qué clase de hazañas eran aquéllas, lo dice con
ejemplos uno de los más activos promotores de cabalgadas, Juan de
Alcázar Morales, vecino de Fuerteventura.
Una vez, «entrando en el río de Teguía contra tres moros muy valientes que, como se le fueran por un paso y de caballo,
no pudiesen entrar por el río, se bajó el dicho Juan de Alcázar de Morales por
el río y pasó y se combatió con los tres moros y hirió a dos de ellos y los prendió a todos tres. Y así mesmo
alcanzó en otra jornada a dos
hermanos moros y, combatiéndose con ellos, les tiró un tajo con el espada
y le echó las tripas de fuera, y al otro cortó de raíz el brazo, y los traxo
presos ambos». En otra expedición, acaudillada por Fernand Arias de Saavedra,
dieron los españoles con una cueva y «como no osasen entrar los demás, él entró solo desnudo con un puñal en la cinta, y sacó por la greña uno a uno cinco moros que estavan
dentro de los dichos herguenes, escondidos en la dicha cueva». En otros términos,
aquellos moros eran campesinos pacíficos, que se dejaban sorprender casi
tan indefensos como los negros. Tan
seguros estaban los caballeros expedicionarios de volver con buena presa, que
a veces la vendían de antemano.
También es verdad que la primera modalidad de
contacto, el comercio pacífico y, por decirlo
así, clásico, daba a menudo malos resultados: siempre cabía la posibilidad de
que fuese el comerciante español quien se
quedaba prisionero. Santa Cruz de Mar Pequeña había sido fundado precisamente para servir de protección al
tráfico. Pero la actitud de ambas partes
no hacía más que aumentar las desconfianzas, y el establecimiento de relaciones normales se hacía cada vez más difícil.
El principio de la cabalgada contra los moros no
sólo había quedado legalmente admitido, sino que fue estimulado y en cierto
modo subvencionado, por haber abandonado la corona a los habitantes de
Tenerife el derecho del quinto, que tenía sobre todas las
presas.
De 1508
a 1560, las expediciones de «rescate» a Berbería son muy frecuentes. Desde Las Palmas «todos los años se
hazen armadas y entradas en la Berbería», y lo mismo se
puede decir de Santa Cruz. De este último
puerto, algunas veces salen dos expediciones al mismo tiempo. Las actividades de algunos caudillos son
impresionantes. A don Agustín de Herrera, futuro
marqués de Lanzarote, se le atribuyen unas 14 expediciones entre 1556 y 1569, es decir una cada año. Luis de Aday aprovechó su posición privilegiada de
alcaide de Santa Cruz de Mar Pequeña,
para multiplicar los rescates, que pagó al fin y al cabo con su propia libertad. La historia de las
expediciones de rescate a que han salido de
Santa Cruz, ocuparía todo un libro.
Pero si es cierto que cualquier comercio representa
una suma de riesgos, el de los rescates o
cabalgadas es un riesgo mucho mayor que los
acostumbrados. No cabe duda, v cualquier comerciante lo sabe, que el mayor
riesgo llama la mayor ganancia; pero también se sabe que
todos los juegos de azar son peligrosos. Los moros del continente africano no tardaron en contestar al desafío y rápidamente,
en lugar de conformarse con defenderse,
pasaron a la ofensiva. La segunda parte del siglo XVI está llena de
piraterías moriscas, que asolaron prácticamente
la isla de Lanzarote y ocasionaron grandes daños en las demás. A lo largo del siglo siguiente, la amenaza se
instaló con carácter permanente. Los piratas moriscos entraban casi todos los
años en aguas canarias, detenían a los
pescadores, atacaban los navíos, ejecutaban rápidos desembarcos e incursiones
en las islas. Los cautivos canarios en tierras
de África llegaron a ser numerosos. Como las condiciones de vida no eran muy diferente y las perspectivas de
libertad eran pocas, muchos se quedaron,
y algunos renegaron de su fe. El vecindario de Santa Cruz fue uno de los que
mayor tributo de sangre pagó a África musulmana.
Por otra parte, las expediciones a la costa de
África tropezaban con la vigilancia y la
oposición enconada de los portugueses. La corona
de Portugal había obtenido el reconocimiento por tratado de sus derechos exclusivos sobre aquella zona de la costa,
y los conflictos de jurisdicción fueron frecuentes, desde el
siglo XV. Los
intereses encontrados de las dos naciones
fueron causa de continuas desavenencias, represalias y pleitos. Finalmente, el
rey de Portugal consiguió en 1564 la
licencia del rey de España, para delegar en el licenciado Esquivel las
funciones de juez de todas las expediciones canarias a Berbería y Guinea. La organización de las cabalgadas, que
hasta entonces había sido
relativamente libre, recibía de este modo un golpe, que no había de ser el último: una real cédula de 14 de
febrero de 1572 prohibió definitivamente
las incursiones y cerró la puerta del mercado de esclavos magrebí.
Durante algún tiempo, el Cabildo de Tenerife abrigó
la esperanza de poder reanudar aquellas
actividades, que a él se le antojaban provechosas
a la vez que perfectamente justificadas desde el punto de vista de la fe. A
pesar de la tendencia a la paz, o quizá con la intención de aprovecharla, solicitó la renovación del trato
con Berbería, siquiera con el título de
rescate pacífico. Pero la política española había cambiado. Mucho más tarde, cuando algunos refugiados franceses, de los hugonotes desterrados por Luís XIV, propusieron poblar y defender el fuerte de Santa Cruz de Mar Pequeña, el proyecto
fue rechazado por el gobierno de Madrid:
quizá en la negativa había tenido alguna influencia
la consideración de la condición de herejes de quienes ofrecían de aquel modo sus servicios.
Consideradas en su conjunto, las relaciones
con Berbería presentan un falso
aspecto militar y guerrero, que podría inducir a pensar que tienen poco que ver con el comercio. Es, sin
embargo, una abertura violenta de
mercados, y en aquella época la intervención de la violencia no era nada rara. Es verdad que puede parecer
curioso un comercio que se practica con las
armas en la mano, pero también sería un error
confundir la piratería con el arte militar. Durante largos siglos, la
navegación en general se ha asociado y en gran parte se ha confundido con la
aventura y con la piratería. La que ejercieron los colonos canarios en la costa
de África pudo representar algunas ventajas momentáneas e individuales: al fin y al cabo, sus resultados fueron
desastrosos.
A las rapiñas africanas, que provocaron la reacción
mora, se debe la pobreza y el estado de
abandono histórico de las dos islas orientales, Lanzarote y Fuerteventura, las víctimas preferidas de las invasiones. Mientras hubo en ellas esclavos moros, huyeron los
vecinos, para evitar la promiscuidad y la contaminación;
y al inversarse la corriente, la población cristiana se vio diezmada a
su vez por las incursiones berberiscas. A ellas
se deben las frecuentes visitas de piratas africanos en aguas canarias, y las condiciones precarias, cuando
no angustiosas, de la necesaria
convivencia con el continente vecino. Ellas fueron, en fin, el espléndido
modelo de la piratería inglesa, que hizo aquí su aprendizaje, en íntima colaboración con los piratas
tinerfeños.
A pesar de todo, las perspectivas de la aventura
congeniaban con la falta de sustancia y de
constancia del comercio canario. La trata fue, durante más de un siglo, un oficio muy lucrativo. A partir de fines
del siglo XVI y hasta 1640, los esclavos fueron principalmente bantúes de Angola. La explotación de esta zona fue activa sobre
todo a partir de 1587, cuando dos vecinos de
Lisboa consiguieron el monopolio o el arrendamiento de la trata, pagando a la corona once contos, y a partir
de 1594 unos 25 contos al año, a título de
renta. Como Portugal no era todavía
productor de vinos y no tenía mucho que exportar, el tráfico
se organizó sobre la base de una cooperación luso - canaria, que siguió siendo estrecha a lo largo de toda esta
época. El sistema era siempre el mismo.
El navío portugués venía a embarcar vino canario en una de las islas, pero preferentemente en Santa Cruz, y se lo
llevaba a Loanda, donde su venta o
trueque proporcionaba los fondos necesarios
para la compra de esclavos. Los esclavos se embarcaban luego en el mismo navío,
con destino legal y declarado al Brasil. A menudo llegaban a su destino, porque los esclavos se vendían bien en Brasil; pero no faltan los casos en que el destino real del
cargamento era la Tierra Firme o Nueva España.
El mismo sistema de compraventa se aplicaba, con
igual éxito, en el comercio con esclavos de Guinea. Este tráfico
triangular producía buenas utilidades a los
cosecheros tinerfeños, que no sólo vendían así sus vinos, sino que participaban
también en las ganancias de la trata.
Este comercio quedó arruinado en 1640, menos por la
secesión portuguesa que por la ocupación
holandesa de Angola de 1641 a
1648.
En el siglo XVIII se producen en Santa Cruz dos intentos de activación de la trata. Aunque no se diga nada al respecto
en la poca documentación que sobre ella conocemos,
es de suponer que la expedición a Fernando Po
y Anobón, en 1779 - 1782, respondía principalmente a esta
preocupación. Su organización y ejecución habían sido encargadas al juez de Indias en Tenerife, Bartolomé Casabuena y
Guerra. Quizá este proyecto, que no dio los resultados inmediatos que se podían
esperar, era el mismo que estaba estudiando en 1784
el marqués de Branciforte, por especial encargo del conde de Floridablanca.
Se trataba, en las ideas del ministro, de organizar
un comercio español de esclavos, para proveer de mano de obra las colonias
españolas de América y regularizar aquel mercado, que se hallaba en manos de extranjeros. Brancifbrte formó un proyecto, que
sometió al examen del gobierno de la metrópoli.
Se preveía la fundación de una factoría que debía establecerse en la costa africana o, si esto no fuese
posible, en el acuerdo con alguna nación
extranjera interesada en el asunto. Se consideraba suficiente un capital inicial de 50.000 pesos, dividido por acciones. Con una parte de aquel dinero se compraría un buque
de fábrica francesa o canaria, capaz para
300 y hasta 400 negros. La zona óptima para buscar la “mercancía” le parecía ser la situada más allá del río
Senegal, entre los 15° y los 5°: allí calculaba
que se podía hacer el lleno de la carga en menos de
dos meses, además de la posibilidad de conseguir oro en polvo, marfil y goma.
Parecía preferible dotar el barco con una tripulación canaria, que era mejor
que otras para tales misiones: de haber
reclutado entre gente del Norte, su número hubiera debido ser dos veces mayor. No se podría decir que Branciforte no
había tomado en serio su encargo. No consta
que su proyecto haya merecido alguna atención
particular en la corte.
Mientras tanto, las relaciones
con Marruecos seguían rumbos mucho más
pacíficos. En la primera mitad del siglo xviii, los contactos comerciales no habían sido frecuentes ni
importantes: pero existía por lo menos una
corriente comercial, que podía ir desarrollándose sin
inconveniente. Como aun no existían tratados entre los dos países, se hacía necesaria la autorización del Consejo
de Castilla cada vez que se debían traer
de Berbería los productos juzgados indispensables, principalmente el trigo en períodos de carestía y la cera, de
que la zona continental vecina era gran productora.
Como en el siglo anterior, subsistían las
dificultades de contacto, que salvaban a menudo comerciantes ingleses, o
franceses establecidos en Santa Cruz, que tenían correspondencia con otros franceses residentes en Berbería. La libertad de comercio con Marruecos fue decretada
en 1766, y las aduanas de Santa Cruz y de La Palma fueron habilitadas
inmediatamente para este comercio. Como
los años de 1768 a
1772 fueron todos malos para la agricultura,
aquel nuevo comercio resultó providencial para
Canarias: se pudieron importar grandes cantidades de trigo de Mogador —con el inconveniente de tener que
pagarlo en dinero contante, porque a los
moros no les interesaba la malvasía como moneda
de cambio.” (Alejandro Ciuranescu, Historia
de Santa Cruz, 1998.t.11: 58 y ss.).
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